Walter Brooks
Una
vez había un fantasma de familia, llamado lady Elizabeth Jessingham. Había sido
asesinada por su marido, lord George Jessingham, en vista de varios y muy
buenos motivos, allá por el año de gracia de 1478,
y luego que ella se hubo repuesto de la sorpresa de estar muerta, le dio por andar
espantando en la mansión familiar. Pensaba que al menos eso haría por
dignificar a la familia a la cual había deshonrado con su conducta. Hacía
satisfactoriamente su trabajo, en vista de lo cual la familia estaba muy
contenta con su fantasma.
Bueno, pues durante los
primeros trecientos años le fue fácil espantar a la gente, pero luego la
familia tuvo un fuerte disgusto con el rey, que llegó a posesionarse
del castillo y le había mandado cortar la cabeza a lord Hugh Jessingham, lady
Jessingham y su pequeño hijo emigraron a Estados Unidos, y lady Elizabeth
Jessingham, la fantasma, los siguió. Durante los siguientes ciento cincuenta
años ella continuó espantando en varias casas, soportando la fortuna de la
familia; acabando al fin en Nueva York, después de recorrer varias ciudades. Generalmente
espantaba en una forma muy distinguida y elegante, apareciéndose vestida de
negro, con grandes ojos tristes, su larga falda de seda arrastrando por el suelo,
y sin efectos de sonido tales como quejidos y gritos; aunque ella podía ser vulgar
cuando quería, como en las veces en que la familia no le daba las muestras de respeto
a que era acreedora. Entonces ella decía groserías de un modo tal como para
sonrojar de vergüenza a un carretonero, pues en el curso de varias centurias
había aprendido bastantes feas palabras de los Jessingham y de sus numerosos huéspedes
en distintas ocasiones. Pero en general su conducta era enteramente correcta, y
ella siempre se aparecía por lo menos una vez cada noche.
La última casa en la que lady Elizabeth espantó
estaba en la calle Cincuenta y Tres. Luego, a la muerte de sus padres, Edward George
Jessingham VI se cambió a un departamento en Park Avenue. Era muy guapo y tenía
bastante dinero; y si la vida era una lucha perpetua, él no se había dado
cuenta de ello. No obstante, de vez en cuando sentía una vaga inquietud que él
atribuía a cierta ambición por hacer algo, aunque en realidad podía ser una enfermedad
de los riñones o alguna otra cosa de esas que anuncian en los periódicos. En
esas ocasiones se ponía a pensar en la conveniencia de tomar algún trabajo o
hacer algún negocio.
Bueno, pues una vez Edward tenía dolor de cabeza
y llegó temprano a su casa, y al entrar vio a lady Elizabeth deslizándose al ras
del suelo. La saludó con la mano y entró luego a su recámara, cerrando la puerta,
pero ella se coló por la cerradura, y le dijo:
–Edward, tengo que hablar contigo.
Edward se había quitado el saco y el chaleco,
y se estaba deshaciendo de los tirantes.
–Di –preguntó.
–Por favor pórtate bien –le dijo lady
Elizabeth–, pues esto es serio.
Edward sugirió:
–¿No
puedes esperar a otro día? Tengo un fuerte dolor de cabeza.
Pero ante la negativa de ella, no tuvo más
remedio que ponerse de nuevo el saco, suspirar, tomar asiento y escuchar que
ella le explicara el cambio en sus métodos para espantar.
Ella dijo:
–Me es inútil
seguir apareciéndome en este departamento, pues aunque estés en la ciudad nunca
llegas a la casa antes de la madrugada y no es cosa digna andar espantando en los
cuartos vacíos, cuando no hay nadie a quien asustar o impresionar. De modo –continuó–,
que en el futuro te voy a espantar a ti personalmente.
–Bueno,
los cuartos no siempre están vacíos –aclaró Edward–. ¿No
te acuerdas de la fiesta esa del otro día?
–Muy bonita –respondió lady Elizabeth–, aunque todos
tus amigos me confundieron con otro huésped. Fíjate que hasta Mr. Prosser se atrevió a… –y lady Elizabeth sólo sonrió, como recordando algo agradable; luego se puso seria y continuó–: pero eso fue la excepción.
–Bueno, bueno –cortó Edward–, haz lo que gustes. ¿Ya me puedo
acostar?
De manera que lady Elizabeth dijo “sí”, él
se tendió sobre la cama y ella desapareció por la cerradura.
De modo que a eso de la media noche de
todas las noches, lady Elizabeth comenzó a aparecerse a donde quiera que estaba Edward. Primero nadie se fijaba en ella.
Una mujer que se desliza quejándose junto a la barra de algún restaurante de
lujo, o que se desliza entre un grupo de jóvenes alegres, no atrae mucho la atención,
por más anticuado que sea su vestido. Pero lady Elizabeth no se iba a desanimar.
Así que comenzó a flotar como a un metro del suelo y luego se dio cuenta de que
causaba bastante terror. Hizo que cundiera el pánico en dos o tres magníficas fiestas,
y hasta logró que dos o tres pecadores volvieran a la Iglesia, y otro montón de
cosas por el estilo.
Primero nadie relacionó a la fantasma con Edward.
Él nunca le hacía caso y, por supuesto, ella nunca le hablaba, a menos que
estuvieran solos. Pero pronto la gente comenzó a darse cuenta de que la fantasma
sólo aparecía donde él estaba. Por fin, dos amigos suyos fueron a hablarle del asunto.
Pues no sólo muchas de sus amistades dejaron de beber vinos y licores, sino que
los sirvientes de las casas se estaban ahuyentando.
–Una broma es una broma –le dijeron–, pero
esto ya es demasiado.
–No es una broma –explicó Edward–, es el fantasma
de nuestra familia.
–Lo que sea –contestaron–, pero no nos agrada
y tienes que suspenderlo.
Bueno, pues Edward sabía que era inútil discutir con
lady Elizabeth, porque ella se limitaría a decir groserías, y a lo mejor se
enojaba tanto que se convertiría en un perro negro y se dedicaría a aullar toda
la noche. Y estaba pensando qué
hacer, cuando Persis Hawtrey lo llamó por teléfono para decirle que acababa de regresar
de no sé dónde, y que iba a pasar el fin de semana con él, y lo invitó a Long Island.
Persis era una muchacha
igual que cualquier otra, pero para Edward era como la Divina Providencia.
Tenía una carita de porcelana muy linda, y una voluntad de acero. Lo que ella quería,
eso lograba. Edward deseaba que ella lo quisiera, y hasta le había propuesto matrimonio,
pero ella tenía muchas otras proposiciones en el archivo. De modo que Edward aceptó la invitación.
Todo iba muy
bien. Persis
había decidido que Edward era el hombre que necesitaba, y antes de que llegara la
noche ya se lo había dicho. Pero cuando a la mañana siguiente él se estaba
vistiendo, le trajeron un recado de ella, que mandaba desde su cuarto, y que le
decía: “Ven, que tengo que hablarte”.
El corazón de Edward se puso a saltar como
rana dentro de un barril. Corrió, tocó la puerta y entró. Persis estaba todavía
acostada, y le dijo:
–Te mandé llamar y puedes ir empacando tus
cosas y largarte inmediatamente.
Edward lo iba a tomar a broma, pero se dio
cuenta de que Persis tenía los ojos muy abiertos, y le preguntó:
–Pero Persis, ¿hablas en serio?
–¡Vaya si hablo en serio! –respondió ella–.
No, ni te hagas el inocente. Yo misma la vi entrar.
–¿Viste a quién?
–preguntó Edward.
Y Persis
dijo:
–Pues
a esa muchacha que entró anoche a tu cuarto. Ha de haber sido una de las recamareras, porque ninguna mujer decente se pondría esa bata de noche.
Y entonces Edward se rio y comentó:
–Pero si esa no
era una recamarera, ¡era lady Elizabeth!
Persis creyó que él se estaba burlando de ella y se
levantó de la cama, muy enojada, aunque se veía muy bonita, y cogiendo
un termo, se lo aventó a la cabeza y le gritó:
–¡Salte, porque si no, te mato!
Las reglas de los fantasmas son muy estrictas. Una de ellas es que
los fantasmas no se deben aparecer de día sino cuando la vida de algún miembro de
la familia está en peligro. Ahora que cuándo es peligro y cuándo no lo es, el fantasma lo decide. Y esto sí que le
pareció peligro a lady Elizabeth, porque en sus tiempos, cuando una persona le decía
a otra que la iba a matar, lo decía en serio; de modo que inmediatamente se
apareció en un rincón del cuarto y dejó escapar un quejido.
Persis volteó y preguntó:
–¿Quién es usted? ¿Cómo entró? –y luego continuó–: ¡Ah, si usted es la de anoche!
–Sí –dijo lady Elizabeth–,soy la fantasma de
la familia Jessingham.
–¡Ah! ¿Sí? –dijo a su vez Persis– Pues póngase
fantasma, porque si en tres segundos no sale de aquí, le aviento este vaso a la
cabeza.
Pero lady Elizabeth nada más
sonrió con aire de superioridad y dijo:
–Como usted guste, señora.
Y Persis le arrojó el vaso, que atravesó a
la fantasma como si nada y se estrelló en la pared. Persis se quedó mirando un momento,
como que no lo creía, y luego dio un brinco y se colgó del cuello de Edward,
pegando su nariz a la mejilla de él. De modo que Edward pensó que no tenía nada
que hacer, en vista de la situación, y únicamente se dejó apretar por Persis.
–Esto no nos lleva a ningún
lado –dijo lady Elizabeth–, por favor escúcheme un momento, señora.
Persis se estremeció un poco, y lady
Elizabeth siguió hablando; le explicó las relaciones que tenía con la familia Jessingham
y lo de las reglas de los fantasmas y todo eso. Y dijo:
–Según
entiendo, mi joven descendiente quiere casarse con usted, y yo no tengo
objeción alguna.
–¿Ah, no? –dijo Persis, apartando la nariz
de la mejilla de Edward–, pues yo sí la
tengo. Dese cuenta de que no me puedo casar con un hombre cuya abuela siempre se
anda metiendo a nuestro cuarto, pues eso es lo que va a pasar.
–Ya
se acostumbrará a mi presencia –dijo lady Elizabeth–; además, ese es el precio
de casarse con un hombre de antiguo linaje.
–Bueno, pues que ese precio lo pague otra –dijo Persis– y yo me voy y
no me caso con él.
Entonces Edward regresó a la ciudad muy
triste, ¿y por qué no? Pero debía haber algún modo de quitarse encima a la
vieja fantasma. Y se fue a su casa a pensar. Y como no tenía costumbre de hacer
eso, le dolió la cabeza, pero él siguió pensando, hasta que una idea le saltó,
rechinando, a la superficie. Y esa noche se fue a la calle y se emborrachó y se
puso a pelear con todo mundo, y luego se ató una servilleta en la cabeza y
desde encima de una mesa comenzó a convocar a todos los fieles a orarle a Alá.
Y cuando llegó a su casa, al día siguiente, después de haber pagado la multa,
se puso un lienzo con hielo en el ojo morado y se acostó.
Bueno, pues estaba muy cansado y se quedó
dormido todo el día; y a eso de las doce de la noche despertó. Y
ahí estaba lady Elizabeth muy sonriente. Era la primera vez que él la había visto
tan contenta. Y ella exclamó:
–¡Bravo, mi hijo, eres un verdadero Jessingham!
–¿Eh? –suspiró Edward.
–Sí –afirmó ella–, anoche me hiciste
recordar a mi querido marido. Quizá hasta te pareciste al famoso cuarto lord Jessingham,
Fulk, mi padre. Tenía la costumbre de pelearse con los guardianes del rey por lo
menos una vez a la semana. Me recuerda los viejos tiempos.
Pero Edward nada más se quejó y se volvió a dormir, dándole la espalda.
Pero no abandonó la esperanza y siguió
pensando. Y pensó que había sido un tonto si había creído que iba a ahuyentar a
lady Elizabeth con una conducta escandalosa. Si ella hubiera sido una fantasma de
clase media, con puntos de vista propios de esa gente, quizás. Pero los Jessingham siempre habían sido unos completos caballeros, y no había nada que no les
fuera permitido. Hasta un crimen sería inútil. Con gusto
cometería un asesinato para lograr el amor de Persis, pero estaba seguro de que
lady Elizabeth aplaudiría con entusiasmo un buen asesinato. Después de todo,
ella había sido asesinada. Y el robo y el incendiarismo también estaban dentro
de los principios morales de su nobleza. Podría quizás traicionar al rey, pero no
había rey a la mano, y si traicionara a mr. Roosevelt, de seguro ella, con sus ideas
reaccionarias de aquel tiempo, lo aprobaría entusiastamente.
Probablemente que alguna mancha en su escudo ahuyentaría a lady Elizabeth, pero era difícil hallar una mancha indeleble. “Nobleza obliga, al diablo”. dijo Edward, “debiera
ser Nobleza excusa”.
Bueno, pues pasó una semana antes de que encontrara
la solución, pero al fin la halló. Se le ocurrió una tarde en que iba a cenar con
Mrs. Hamerton Giles. Y se regresó a cambiar la corbata blanca por una negra, y
luego se quedó pensando unos minutos,
y después se puso zapatos de color café, en lugar de negros. Y luego fue y le
pidió algo prestado al muchacho del elevador, y por fin, se dirigió a la cena.
La fiesta estaba muy concurrida y era de mucha
distinción, pues Mrs. Hamerton Giles era de la gran sociedad y todos sus invitados
eran de los selectos. De modo que cuando Edward llegó hubo gran expectación y nadie
lo saludó, como si fuera el carcelero que iba a anunciar a los que les tocaba salir
a la muerte. Todos se daban cuenta de que Edward había llegado, pero siguieron
hablando como si nada. Y Mrs. Hamerton Giles nada más lo saludó fríamente con la
cabeza y salió a decirle al criado que cambiara el lugar en la mesa que le habían
dado a Edward. Bueno, pues no era grato todo esto, pero Edward estaba decidido a todo. Y durante la comida hizo
barbaridades, no que se pusiera la servilleta en el cuello o que sonara la sopa
en la boca, o que comiera con el cuchillo, pero sí se equivocó dos veces de
cucharas y se limpió la cara con la servilleta. Y entre plato y plato se escarbó
los dientes con el palillo. Primero no lo iba a hacer, pero luego decidió que
podía limpiarse los dientes detrás de la servilleta. La comida siguió y nadie
le hablaba,
como si no lo conocieran, y luego que pasaron a la sala hubo música. Edward esperó
a que la cantante estuviera en el re agudo para sonarse la nariz y luego se
puso a felicitar a Mrs. Hamerton Giles por la belleza de las cortinas, y más tarde se retiró a su casa.
Como una hora
después llegó lady Elizabeth. No dijo nada. Sólo se quedó en un rincón viéndole
los zapatos y la corbata, y había tal expresión de disgusto en su cara que Edward,
conmovido, casi le iba a decir la verdad. Después de
todo ella era abuela suya, separada de él por unas dos docenas de
generaciones. Pero pensó en Persis y su corazón se endureció; de modo que se
quitó el saco y se quedó en mangas de camisa. Tenía ligas rojas en las mangas. Lady
Elizabeth nada más comenzó a agitarse como si estuviera colgada del tendedero
durante un huracán, y dando un quejido ronco, desapareció.
Edward esperó todavía una semana para
estar seguro. Pero lady Elizabeth ya no regresó. De modo que fue y le dijo a Persis,
ella dijo que estaba muy bien y el mes siguiente se casaron. Y lady Elizabeth, que
nunca había estado ausente del casamiento de alguno de sus descendientes en
casi quinientos años, en forma de una paloma blanca, esa vez no fue. Y entonces
Edward
estuvo seguro de que no iba a volver nunca. Pero
no fue así. Porque cuando nació George Edward Jessingham
VII, lady Elizabeth regresó y lo comenzó a espantar a él. Pero ya Persis nunca
le hizo caso.
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