José Dávila
El día en que murió su
madre los vio por primera vez…
Eran dos, diría después José María a su abuelo
Abundio. Eran como dos gotas de lágrimas, como las suyas, cuando vio descender
en una fosa de roja arcilla, la caja de madera apañando el cuerpo de su mamá.
–Estás ido hijo; las lágrimas no vuelan.
–Pero yo las vi abuelo, iban así, como muy
bajito, muy suavecito, como viendo la tierra. Luego, cuando voltearon hacia el
rojo del atardecer, se volvieron como lucecitas de petróleo, no azules ni
tampoco coloradas; era como cuando la lumbre flamea amarillo.
–Debieron ser pájaros que van al monte. La
distancia engaña hijo. Si engaña hasta los corazones, cuanto más a ti que eres
un chamaco.
José María tenía apenas diez años de edad. Iba a
la escuela primaria de Agua Fría, la que estaba metida en la cañada de donde
bajaba el arroyo de agua clara, tan transparente como su misma alma. Al pase de
lista escuchaba su nombre: “¡José María Pacheco Aguirre!”. Entonces, así de
resuelto, se paraba del guacal y repetía muy serio: “José María Aguirre,
¡presente!”.
Diario, todas las semanas y todos los meses, era
lo mismo. La maestra, en un principio intentó convencerle de que bastaba con
responder presente y ya. Que eso era suficiente. Que no había necesidad de
repetir su nombre. Que ella ya lo sabía; que lo tenía apuntado hasta en la
lista de su memoria. Pero, José María se entercaba en responder siempre igual: “José
María Aguirre ¡presente!”.
Señalando hacia el horizonte, un día después del
funeral, insistió: Los vi cuando la arboleda estaba durmiendo por la noche.
Iban lento, lentito, y luego se detuvieron; se pararon arriba y aluzaron muy
fuerte haciendo de la oscuridad el día. Después, ganaron, ganaron y ganaron,
hasta irse…
–Nada aluza más que el sol, José María.
Recuérdalo; nada más que el sol….
Don Abundio sabía de las visiones de su nieto;
también sabía de su rebeldía y ahora de su dolor. Nació, sin ayuda de parto, en
la soledad del jacal en donde vivía su madre. Nadie le ayudó a salir, nadie le
recibió, nadie le puso de cabeza para luego nalguearlo ni nadie le cobijó. Su
madre, como pudo, le acogió, cuidó y amamantó. Le bautizó como José María, le
inventó el apellido del padre, y le juntó el que a ella le escribieron en la
boleta del registro civil.
José María, dijo el párroco, y Pacheco Aguirre,
el licenciado del ayuntamiento. Así creció en el monte, en el jacal de la
hondonada del Espinazo. Gallinas, pollos, guajolotes y un perro sarnoso, fueron
compañía de siempre. Luego, colgado de la espalda de su madre, conoció el
mercado del pueblo adonde ella llevaba a vender sus jitomates, chiles, lechugas
y acelgas. Largas horas bajo el sol; dormitando unas y mamando otras. Y luego,
otra vez con las gallinas, pollos, guajolotes y el perro sarnoso al que gustaba
jalarle de la cola.
–De verdad, desde que murió mi mamá pasan casi al
anochecer, cuando ya se cansó la tarde. Se ven ora jalando pa’lla; ora jalando
pa’ca. Así de rapidito, haciendo como dibujos en el cielo, claritos como las
lágrimas, de veras que sí abuelo.
–En el cielo nadie llora José María, sólo son las
cabrillas. Las cabrillas, hijo, esas nubecitas de estrellas que anuncian la
venida de los diciembres y después parten antes que los tres grandes luceros.
Madre e hijo vivieron siempre solos. Ella,
sembrando, lavando, echando tortilla al comal. Él, soplando el anafre,
acarreando agua del arroyo y desgranando la mazorca tierna. Después, cuando se
sintió grande, decidió arar un nuevo jirón de loma y ganó callos en las manos y
ampollas en los pies. El maíz creció generoso y la vida con él, hasta que
preguntó por su papá.
–Tu padre se fue allá arriba.
Y José María volteaba al cielo encapotado, y
buscaba y buscaba: “¿Hasta dónde, pues…?”
Cuando cumplió edad para ir a la escuela de Agua
Fría, le vieron llegar de la mano de su madre. Una y otra vez todas las
mañanas; y una y otra vez le vieron partir de la mano de ella, cuando se
acababa la clase del abecedario.
–¿Y tu papá, José María, qué hace tu papá? ¿Ónde
está tu papá, José María, ónde? ¿Por qué nunca viene tu papá, José María, por
qué?
–Porque está arriba.
–¿Dónde que no lo veo?
–Allá muy alto, tan alto, que tampoco yo lo veo.
–¿Qué tan alto?
–Muy alto.
–¿Más alto que los cerros?
–No sé. Mi mamá dice que se fue allá arriba. Pero
un día bajará… –respondía José María seguro de decir verdad.
Cuando supo que irse arriba significaba morirse,
José María se sintió mal; sintió que le habían arrebatado algo, un algo muy
suyo: una esperanza, una ilusión, un pensamiento que le había acompañado hasta
el día que conoció la mala noticia. Aquel vacío se volvió tristeza, y como ya
nadie bajaría, se quitó el apellido paterno.
–¿Pa’que lo quero si ya no existe? –decía. La
maestra intentó convencerlo de que no debía; que su nombre y apellidos eran
para siempre. Su madre, al conocer del hecho, se encogió de hombros sin
preocupación: “Tiene razón, ¿pa’qué cargar con un apellido sin vida?”
Sin embargo, José María no se olvidó de voltear a
las nubes, como buscando contestación.
Cuando la madre enfermó para morir, el abuelo
Abundio llegó a cuidar de la tierrita, a jalonearle el poco alimento que
ofrecía, mientras José María alimentaba los animales, molía el maíz, y temprano
se iba a trazar nuevos surcos.
El viejo, en sus largas conversaciones, se cuidó
mucho de no mencionar la figura paterna. Sabía que era herida abierta en el
corazón de José María y rezaba por la salvación de todos.
–Mire abuelo, cuando estaba de regreso de Agua
Fría, otra vez salieron las dos luces. Se quedaron paradas bajo las nubes. Así
como flotando; tranquilas y relucientes. Luego, una agarró para el nuevo
santuario enrojeciéndose como carbón encendido y luego volteó pa’ San Miguel,
como una flecha sin voz. La otra esperó, brilló claro como el metal y se fue
como una rayita en la noche.
–En el cielo nada se queda suspendido, José
María; ni las nubes flotan.
–Pero siempre andan por ahí, abuelo. Cuando uno
las busca, no salen. Cuando ni se les hace caso, ahí están, como jugando con
uno. Y salen, y suben, y bajan. A veces en parejitas, así de igualitas, como
dos lágrimas de Dios.
Cuando murió la madre de José María el cielo se
quedó sin estrellas. Ni luces ni lágrimas…
José María se enredó en sus afanes y se cobijó
con la figura del anciano. Antes del entierro, decidió dejarse el Aguirre,
porque, después de todo, fue el apellido materno el que le dio vida y
pensamiento.
Cuando por sepultura quedó un montón de tierra,
los vio por primera vez… Allá arriba, donde le había dicho su mamá que estaba
su papá. ¡Zum!, ya se iban pa’l cerro. ¡Zum!, ya se regresaban pa’l río. ¡Zum!,
un flamazo de luz fuerte, como los rayos del sol. Hasta que un buen día,
serenos, se fueron y se fueron, aluzándose como foquitos navideños, como
diciendo adiós entre las cabrillas, chisporroteando como debe hacer el corazón
cuando se cansa, pero lento. Eran como gotas de lágrimas, porque el cielo,
quizá, decidió llorar por la madre de José María.
–Oiga abuelo, usted que conoce, ¿qué son esas
cosas?
No hay comentarios:
Publicar un comentario