Paul Lisicky
Mi madre se toca la
frente y deja en sombra sus ojos verdes. La boca es rosada, el pelo rubio como
el trigo. Está bronceada. Es la mujer más bonita de la playa, aunque es la
única que no lo reconoce nunca. Se envuelve el esbelto cuerpo con un albornoz y
hace una mueca, porque cree que sus caderas son como una campana. Aún ahora
está calculando y esperando oír el chasquido del cierre de la máquina de fotos.
Los brazos de
mi padre la sujetan fuertemente por los hombros. Es musculoso y con el estómago
plano como una sartén. Mira hacia adelante y aparenta estar con mi madre, pero
está ya en Florida, edificando nuevas ciudades, drenando manglares muertos
llenos de arena. Se imagina construyendo, construyendo. Estará sano. Tendrá
buena suerte. Y, en años futuros, como sus compañeros del ejército, se habrá
vuelto blando y afeminado, todo se le volverá duro trabajo, pero la gente
recordará su nombre.
Los hombros se
tocan. La postura dice: así es como se supone que deben ser las parejas
jóvenes. Obsérvenlos, son felices. Pero la cabeza de mi madre está ladeada.
¿Qué está mirando? ¿Mira al jugador de tenis que está junto a la ducha, al aire
libre, el de las manos suaves, el que le enseñó a olvidar las cosas?, ¿o quizá
ya oye el disparo del revólver que mi padre apretará contra su propia sien
veinte años después?
No hay comentarios:
Publicar un comentario