León Tolstói
Durante la Semana Santa, un
mujik fue a ver si la tierra ya se había deshielado.
Se dirigió al huerto
y tanteó la tierra con un palo. La tierra ya se había ablandado. El mujik
fue al bosque. Allí, las yemas de las mimbreras ya se habían hinchado. Y el mujik
pensó: “Plantaré mimbreras alrededor del huerto y cuando crezcan lo protegerán del
viento”. Cogió un hacha, abatió diez arbustos, aguzó el extremo más grueso y los
plantó en la tierra.
Todas las mimbreras
echaron brotes con hojas por encima de la superficie; también bajo tierra salieron
brotes, que hacían las veces de raíces; algunos prendieron; otros no se aferraron
bien con sus raíces; perdieron vigor y cayeron.
Cuando llegó el
otoño, el mujik contempló alborozado sus mimbreras: seis habían prendido.
A la primavera siguiente las ovejas royeron la corteza de cuatro y sólo quedaron
dos. A la primavera siguiente las ovejas royeron también esas dos. Una no salió
adelante, pero la otra resistió, echó fuertes raíces y se convirtió en un árbol.
En primavera las abejas zumbaban ruidosamente sobre la mimbrera. En las hendiduras
solían formarse enjambres, de los que se aprovechaban los mujiks. Las campesinas
y los mujiks comían y dormían a menudo bajo esa mimbrera; los niños, en cambio,
se subían a su tronco y arrancaban las ramas.
El mujik
que plantó la mimbrera llevaba ya mucho tiempo muerto, pero ésta seguía creciendo.
El hijo mayor cortó dos veces sus ramas para quemarlas en la estufa. Pero la mimbrera
seguía creciendo. Le cortaban todas las ramas para hacer bastones, pero cada primavera
echaba nuevos brotes, más delgados que antes, pero dos veces más numerosos, semejantes
a las crines de un potro.
El hijo mayor había
dejado ya de trabajar y la aldea había cambiado de lugar, pero la mimbrera seguía
creciendo en campo abierto. Unos mujiks forasteros pasaron por allí y cortaron
muchas ramas, pero ella seguía creciendo. Un rayo la alcanzó, pero también esta
vez salió adelante, gracias a las ramas laterales, y siguió creciendo y floreciendo.
Un mujik quiso abatirla para hacer un abrevadero, pero al final cambió de
idea pues por dentro estaba bastante podrida. La mimbrera se venció de un lado y
sólo una parte se mantenía en pie, pero seguía creciendo y cada año las abejas venían
a recoger el polen de sus flores.
Un día de principios
de primavera, unos niños que estaban guardando los caballos se reunieron bajo su
copa. De pronto les pareció que hacía frío y se pusieron a encender un fuego; recogieron
rastrojos, ajenjo, ramas secas. Uno se subió a la mimbrera y cortó algunas ramas.
Lo colocaron todo en el hueco del árbol y prendieron fuego. La madera de la mimbrera
chisporroteaba, su linfa hervía; todo se cubrió de humo, y el fuego empezó a extenderse
por el tronco; el interior de la mimbrera se volvió negro. Los brotes jóvenes se
arrugaron, las flores se marchitaron. Los niños llevaron a casa los caballos. La
mimbrera quemada de arriba abajo, se quedó sola en el campo. Un cuervo negro llegó
volando, se posó en ella y graznó: “¡Bueno, viejo atizador, la has diñado! ¡Ya iba
siendo hora!”
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