Angélica Gorodischer
Se dio vuelta bajo las mantas, rugieron los torrentes. Alcanzó a detener
la punta de un sueño que hablaba de Ulises; escuchó la respiración
tranquilizadora de la noche en Vantedour. Bonifacio de Solomea se estiró a los
pies de la cama y sacó la lengua rosa para la rutina de un aseo perezoso. Pero
no había amanecido, y los dos volvieron a dormirse. Atravesado en el umbral de
la puerta, Tuk-o-Tut roncaba.
Del otro lado del mar, los Matronas mecían a Carita
Dulce. Habían transportado con cuidado el huevo al aire libre, fijándose dónde
pisaban para no tropezar, para no sacudirlo, y lo habían destapado. La cuna
enorme se movía al compás de la canción y el sol amarillo pasaba entre las
hojas de los árboles y le lamía los muslos. Se movió, se frotó contra las paredes
suaves de la cuna y lloriqueó. Los Matronas cantaron, y uno de ellos se acercó
y le acarició la mejilla. Carita Dulce sonrió y volvió a quedarse dormido. Los
Matronas suspiraron y se miraron entre ellos, arrobados.
En la isla era por la tarde: los clavicordios tocaban la
Sonata número 17 en sí bemol mayor.
Theophilus se preparaba para atacar nuevamente; Saverius
había terminado su discurso y él había estado planeando una respuesta
brillante. Pero dentro de él resonó la frase: Esta alma también ama a Cimarosa.
¿Se le escapaban las palabras que había pensado decir, la importancia de una
conjunción adversativa, el matiz de un adjetivo para calificar un tanto
peyorativamente el pretendido modelo universal de la percepción?, y le pareció
que Saverius empezaba a mostrarse demasiado satisfecho.
Retorcido como una soga, barbudo y sucio, oliendo a
vómito y a sudor, hizo otro esfuerzo para sentarse. Apoyó con fuerza la mano izquierda
en el suelo, apretando, apretando para que no temblara, y se agarró a una mata
de pasto. Alzó la derecha, se sujetó al tronco del árbol y empezó a izarse.
Estaba mareado y una saliva biliosa le llenaba la boca. Escupió, y un poco de
baba se le deslizó por la barbilla.
–Cantemos –dijo–, cantémosle a la vida, al amor y al
vino.
Tenía siete soles dentro de la cabeza y dos afuera. Uno
era anaranjado y podía mirárselo impunemente.
–Quiero un traje –dijo–. Éste está hecho una porquería.
Un traje nuevo de terciopelo verde.
Verde, eso es, verde. Y botas altas. Un bastón, una
camisa. Y whisky en copones de cerveza.
Pero estaba muy lejos del violeta y no tenía fuerzas para
caminar.
La fachada de la casa era de piedra gris. La casa misma
estaba incrustada en la montaña, y por dentro estaba minada por incontables
corredores a los que no llegaba ninguna luz. Las salas de trofeos estaban
vacías: en el monte, los Cazadores asaban carne de ciervos. Había salas
tapizadas de negro a las que a veces entraban los Jueces. Todo estaba en
silencio como lo estaba la mayor parte del tiempo: las ventanas seguirían cerradas.
La cámara de torturas se encontraba en el sótano, y hacia allí llevaban a Lesvanoos,
con las manos atadas a la espalda.
Mientras tanto, quince hombres cansados se acercaban en
la oscuridad. Once de ellos habían sido elegidos por sus aptitudes físicas, su
valor y su capacidad de obediencia: los cuatro restantes, por sus
conocimientos. En el único lugar que no era un pozo destinado a la mayor
cantidad posible de funciones útiles, siete se sentaban alrededor de una mesa.
–Digamos que diez horas más –dijo el Comandante.
Leónidas Terencio Sessler pensó que se habían dicho
demasiadas cosas en ese viaje, y que por lo visto, seguían y seguirían
diciéndose demasiadas cosas. Había habido discusiones, peleas, gritos, órdenes,
disculpas, explicaciones, discursos moralizantes (a su cargo, exclusivamente a
su cargo). Su intención no había sido nunca resultar moralizador, pero en el
deseo de paliar un poco lo que sabía que a los oídos de los demás sonaría como cinismo,
algo se modificaba en el proceso oscuro por el que los pensamientos se transformaban
en palabras, y terminaba por aplastar con moralejas a todo el mundo. Había tenido
tiempo de comparar muchas veces ese proceso con el que, creía, debía producirse
en la creación –un poema, por ejemplo: “sé salir antes del día sin despertar la
estrella verde”– y había llegado a la conclusión de que la detonación del
lenguaje, grito, lenguaje, nombre –otra vez: “habitaré mi nombre”– había sido
un error monstruoso, o una broma sangrienta. Eso, según su estado de ánimo; en
el segundo caso (cuando llegaba a ser capaz de aceptar la posibilidad de la
sospecha de una sospecha: la existencia de dios), chistes interminables y reeditados,
autobiografías desoladas, recomendaciones y presunciones.
–Deberíamos suprimir las palabras y comunicarnos con
música –dijo.
El Comandante se sonrió, torciendo la cabeza como un
pájaro de alas cortas, desconfiado.
–No me refiero solamente a nosotros –explicó Leo
Sessler–, sino al hombre en general.
–Mi querido doctor –dijo el ingeniero Savan–, según
usted, ¿en este momento deberíamos abrir las bocas y emitir una marcha
triunfal?
–Ajá.
–¿No es lo mismo si gritamos viva viva, hurra hurra?
–Por supuesto que no.
–Doce notas son poco –dijo Reidt el joven
inesperadamente.
–Y veintiocho signos son demasiado –contestó Leo Sessler.
–A ver ese café –dijo el Comandante.
A las once, hora de navegación, aterrizaron en el así
llamado Desierto Puma. No era un desierto, sino una vasta depresión cubierta de
hierbas amarillentas.
–Triste tierra –dijo Leo Sessler.
–Diez horas cincuenta y cuatro –le contestaron.
Y también:
–No dormí nada anoche.
–¿Y quién durmió? –dijo alguien más.
Los cruzaban todos los ruidos precisos, matemáticos,
perfectos. El Desierto Puma se extendía, engañosamente reseco, y se elevaba en
los bordes como un gran plato de sopa. Los hombres se vestían, cada uno junto a
su casillero, con trajes blancos; se ponían duros guantes articulados y botas
hasta la rodilla, equipo completo de descenso. Leo Sessler se calzó los
anteojos y encima las antiparras reglamentarias, estúpidas precauciones. Savan silbaba.
–Cuando estén listos –dijo el Comandante que siempre era
el primero en estar listo –, junto a la cámara de salida.
Y abrió la puerta.
–¿Usted preferiría morirse a quedarse ciego, Savan?
–preguntó Leo Sessler.
–¿Cómo? –dijo el Comandante desde la puerta.
–Esos soles –dijo Leo Sessler.
–No hay cuidado –contestó el Comandante–, Reidt el joven
sabe lo que hace.
Y cerró la puerta.
Reidt el joven se ruborizó: dejó caer un guante para
poder agacharse y no tener que exhibir la cara ante los demás.
–Morirme –dijo Savan.
Bonifacio de Solomea arqueó el lomo y bufó.
–¿Qué pasa? –preguntó el Señor de Vantedour.
Abajo, aullaban los perros.
En cambio, Theophilus tuvo la seguridad del aterrizaje,
o, por lo menos, se enteró de que algo había sido visto en el cielo, y que ese
algo venía en dirección a ellos. La esperanza había sido reemplazada por el
bienestar, relegada y olvidada cuanto antes como algo peligroso. Pero la
curiosidad hizo que se mantuviera en contacto con el Maestro Astrónomo. Así
supo el lugar en el que eso había caído o bajado, y aunque no le entusiasmaba
la idea de viajar sin dormir, hizo que le comunicaran con el Maestro Navegador.
–Apaguen esa música.
Los clavicordios se interrumpieron en medio de la
trigésima sonata.
Un jinete entraba a galope tendido en el patio de honor.
El Señor de Vantedour se levantó de la cama, se echó una capa sobre los
hombros, y se acercó a los balcones. El hombre gritaba algo allá abajo, venía
de los puestos de observación, y señalaba hacia el oeste.
–Después del desayuno –dijo el Señor de Vantedour.
En la habitación no había nadie para escucharle, salvo
Bonifacio de Solomea que aprobó silenciosamente.
Carita Dulce lamía las paredes húmedas de la cuna, y
Lesvanoos, atado a la mesa, desnudo, miraba al verdugo y el verdugo esperaba.
Vestido con el traje de terciopelo verde, apoyándose en
el bastón, se alejó del violeta cantando.
Llevaba una copa en la mano. El sol brillaba en el
cristal y en los botones de perlas de la camisa.
Estaba en paz y la felicidad era tan fácil.
Bajaron ocho de ellos, el Comandante, Leo Sessler, el
ingeniero Savan, el radiooperador segundo, y cuatro tripulantes más. Todos
llevaban armas livianas, pero el único que se sentía ridículo era Leo Sessler.
Savan levantó la cabeza para mirar al cielo, y dijo a
través de la mascarilla, con una voz desconocida:
–Reidt el joven tenía razón. Uno de ellos por lo menos,
es totalmente inofensivo. Mire para arriba, doctor.
–Gracias, no. Supongo que lo voy a hacer en cualquier
momento, sin darme cuenta. El sol siempre me ha inspirado cierta desconfianza.
Imagínese cuando me encuentro con dos.
Empezaban a remontar la cuesta suave.
–Cuando salgamos de esta hoya –dijo el Comandante y se
detuvo.
Contra el horizonte dorado galopaba un potro, negro a
contraluz. Todos se quedaron parados, quietos y mudos, y uno de los tripulantes
alzó el fusil. Leo Sessler alcanzó a verlo y le hizo un gesto negativo, el
potro seguía galopando a la vista de todos por el borde de la depresión, como
ofreciéndose para que lo contemplaran, lleno de fuerza, acotado por el frío de
la mañana, animado por ríos de sangre caliente en los ijares y en los remos,
las narices dilatadas y burlonas. De pronto desapareció, bajando hacia el otro
lado de la pendiente.
–Ah no –dijo el ingeniero Savan–, pero si eso era un
caballo.
Y al mismo tiempo:
–¿Ustedes vieron? –preguntó el Comandante.
–Un caballo –dijo uno de los tripulantes–, un caballo, mi
Comandante, señor, pero no era que no íbamos a encontrar animales.
–Ya sé. Nos hemos equivocado. Bajamos en otra parte.
–Cállese, Savan, no diga estupideces. Hemos bajado
exactamente donde debíamos.
–“Pasaron los caballos que corrían al osario, fresca
todavía la boca de salvias de la tierra”.
–Solamente que ésta no es la Tierra y aquí no debería
haber caballos –dijo Leo Sessler.
El Comandante no le ordenó que se callara. Dijo:
–Adelante.
El Maestro Navegador le había hecho saber que todo estaba
preparado. Sentado frente al comunicador, Theophilus escuchaba. Oyó:
–“Pasaron los caballos que corrían al osario, fresca
todavía la boca de salvias de la tierra”.
Solamente que ésta no es la Tierra y aquí no debería
haber caballos.
Y después, otra voz:
–Adelante.
Para cuando llegaron al borde del Desierto Puma, el sol
amarillo calentaba la parte de afuera de los trajes blancos, pero allí adentro
ellos no sentían el calor.
Se detuvieron en el límite de un mundo verde y azul,
manchado de puntos violeta. Estaban en la Tierra en la primera mañana de una
nueva edad con dos soles y caballos, bosques de robles y sicómoros, parcelas de
tierra cultivada, girasoles y sendas.
Leo Sessler se sentó en el suelo: algo le saltaba dentro
de las tripas, algo le había sellado la garganta y andaba jugando dentro de él,
Proteo, leyendas. Se partió: por favor, tengamos calma.
Suponía que Savan estaba pálido y que el Comandante había
decidido seguir siendo el Comandante: Leo Sessler sabía que era un hombre
enfermo. Pensó que era una suerte que Reidt el joven se hubiera quedado. El
Comandante desplegó un mapa y planteó el asunto, dirigiéndose a todos. Lejos,
el potro galopaba contra el viento.
–Díganle al Maestro Navegador que ya bajo –dijo
Theophilus.
Carita Dulce se encogió, las rodillas contra el mentón.
Lesvanoos suplicaba que lo azotaran: el verdugo tenía orden de seguir
esperando.
Hacía girar el bastón con la mano derecha y con la
izquierda se llevaba el copón a los labios. El whisky chorreaba sobre el
terciopelo verde.
–¿Cuántos hombres? –preguntó el Señor de Vantedour.
–Ocho –contestó el vigía.
–La cosa es así –dijo el Comandante–: los datos no
coinciden, de modo que debe haber un error en alguna parte. Creo imposible que
nosotros nos hayamos equivocado. La alteración debe estar, con seguridad, en la
información que nos ha sido suministrada.
Cada hombre responde al ritual lingüístico de su clase,
pensó Leo Sessler.
–Se nos ha hablado de vida vegetal pobre, musgos, pastos,
y a veces arbustos, y nos encontramos con árboles (“cultivos, eso es más grave”,
pensó Sessler), hierbas altas, en fin, una vegetación asombrosamente rica y
variada. Sin contar con los animales. Según los informes previos, solamente
debíamos haber visto insectos, pocos, y algunos vermiformes.
–Está el asunto del agua –dijo Leo Sessler.
–¿Qué?
–Escuchen.
A la distancia, rugían los torrentes.
–El agua, eso es, el agua –dijo el Comandante–, otra
incongruencia.
Savan se sentó en el suelo, junto a Leo Sessler. El
Comandante tosió.
–Creo que se consignaban hilos de agua –dijo–,
intermitentes por otra parte, y estacionales, que se hundían en el suelo. Pero
lo importante ahora es resolver qué vamos a hacer. Podemos seguir. O podemos
volver y celebrar algo así como un concejo, con la información previa a la
vista, para compararla con lo que acabamos de ver.
–Alguna vez vamos a tener que ir –dijo el ingeniero
Savan.
–De acuerdo –dijo el Comandante–. Yo había pensado más o
menos en los mismos términos. La reunión podrá hacerse después, y la ventaja de
seguir reside en que contaremos con datos más amplios. De todas maneras, si
alguien quiere volverse –eso involucraba también a los tripulantes,
posiblemente no al radiooperador segundo–, puede hacerlo.
Pero nadie se movió.
–Sigamos entonces.
Plegó los mapas. Savan y Leo Sessler se pusieron de pie.
–Tengan las armas listas pero nadie las use sin orden
mía, vean lo que vieren.
¿Potros? ¿Una cabina de teléfonos? ¿Un tren? ¿Una
cervecería? Lo cotidiano: vermiformes e hilos de agua intermitentes y
estacionales.
–Todo parece tan tranquilo.
Leo Sessler pensó una de sus frases célebres y se rio de
sí mismo. Algún día escribiría sus memorias de hombre solitario, y habría un
apartado especial dedicado a sus frases célebres, pequeñas enunciaciones
dogmáticas que habían nacido frente a situaciones inesperadas que los demás no
comprendían y él tampoco, para tratar de reducirlas a su no-moral de la
fragilidad humana. Por ejemplo, en este caso, que la belleza, porque todo esto era
de una belleza maternal, no garantizaba una acogida amistosa. No lo había sido,
indudablemente, para el Comandante Tardón y la tripulación de la Luz Dormida
Tres. Podía haber silenciosas emboscadas. O monstruos. O aquí la muerte podía
adoptar formas amables. O sirenas, o simplemente venenos flotantes. O
emanaciones que fortalecieran en el hombre el deseo de morir. Lo que no
explicaba el potro ni los campos cultivados.
–Eso es un camino –dijo Savan.
Ni los caminos.
Se pararon frente al camino de tierra apisonada.
Ni algo tan familiar como los girasoles.
–Por el camino –dijo el Comandante–. Siempre nos va a
resultar más fácil andar por un camino que a campo traviesa.
Hasta un militar de profesión podía tener rasgos
admirables, y lo cierto es que esos rasgos admirables podían muy bien formar
parte precisamente del conjunto de inclinaciones y cualidades que llevan a un
hombre a elegir esa profesión abominable. Eso, decidió Leo Sessler, era
demasiado largo, no formaría parte del capítulo de las frases célebres, sino
de, veamos, de Las Reflexiones del Atardecer. Los soles estaban sobre sus cabezas,
las botas levantaban pequeños remolinos de polvo, un polvo blanco que flotaba un
momento y caía suavizando las huellas de pies. El Comandante dijo que
caminarían durante una hora más, y que, en caso de no encontrar nada nuevo,
volverían y programarían, una exploración más completa para el día siguiente.
El camino atravesaba el bosque de robles. Había pájaros pero nadie los comentó:
el potro había resumido a todos los animales que no debían haber existido.
–Efectivamente, es posible –dijo el Señor de Vantedour–.
¿Cómo los oyó?
–Creando un comunicador. Sumamente fácil, hágame acordar
que se lo explique.
–Las ventajas de ser experto en electrónica superior
–sonrió el Señor de Vantedour –. ¿Por qué vino a verme a mí?
–¿A quién esperaba que fuera a ver? –preguntó a su vez
Theophilus–. ¿A Moritz? Kesterren queda fuera de alcance. Y a Leval hay que
encontrarlo cuando es Les-Van-Oos, pero me temo que ahora pasa la mayor parte
del tiempo siendo Lesvanoos.
–Quiero decir si usted espera que hagamos algo.
–No sé.
–Por supuesto, usted comprende que podríamos hacer
cualquier cosa.
–Por cualquier cosa usted entiende suprimirlos –dijo
Theophilus.
–Sí.
–Fue lo primero que pensé. Y sin embargo.
–Eso es –dijo el Señor de Vantedour–. Sin embargo.
El camino salía del bosque de robles y Carita Dulce
reclamaba caricias, más caricias, mientras el hombre del traje de terciopelo
verde caía una vez más, la copa se hacía pedazos, el verdugo tensaba las
cuerdas, Lesvanoos aullaba, y el Señor de Vantedour y Theophilus trataban de
ponerse de acuerdo sobre qué se haría con los ocho hombres de la Niní Paume
Uno.
Leo Sessler fue el primero en ver el muro de ronda y
siguió caminando sin decir nada. Oyeron el galope: ¿el potro? Los hombres
vieron alzarse al jinete detrás de la próxima cuesta, o tal vez alcanzaron a
darse cuenta de las dos cosas al mismo tiempo, el muro de ronda y el jinete que
venía hacia ellos. El Comandante hizo un ademán: abajo las armas. El caballo
fue sofrenado y el jinete se acercó al paso.
–Con los saludos del Señor de Vantedour, señores. Se les
espera en el castillo. El Comandante inclinó la cabeza, el jinete desmontó y
empezó a caminar al frente del grupo, llevando al caballo de la brida.
El caballo era, o parecía, un pura sangre inglés de
perfil rectilíneo, de gran alzada. Los arneses estaban hechos de cuero teñido
de azul oscuro con estrellas doradas estampadas a fuego. El bocado, la barbada,
los anillos para las riendas, y los estribos, eran de plata. Llevaba gualdrapas
del mismo color que las riendas, con estrellas en la orla.
–Equus incredibilis –dijo Leo Sessler.
–¿Cómo? –preguntó Savan.
–O quizás Eohippus Salariis improbablis.
Savan no preguntó nada más.
El jinete era un hombre joven e inexpresivo, vestido de
azul y negro. Los calzones ajustados eran negros, y la casaca era azul con
estrellas doradas en la orla. Una capucha le cubría la cabeza y le bajaba hasta
los hombros.
El Comandante pidió al radiooperador segundo que llamara
a la Niní Paume Uno dando el rumbo que llevaban, sin explicar nada, diciendo
que volverían a comunicarse. El hombre se fue quedando atrás.
Cruzaron una rampa almenada sobre un foso seco, y el
puente levadizo. Entraron en el patio empedrado. Había una cisterna y ladridos
de perros y hombres vestidos como el guía, olor a animales, a troncos quemados,
a cuero y a pan caliente. Rodeados por las torres flanqueantes, las almenas y
las saeteras, encabezados por el Comandante para quien toda la marcha tenía que
haber sido un suplicio, se dejaron llevar hasta la Puerta de Ceremonia: a
medias en la sombra del interior, solamente las piernas en el agujero de luz que
hacía el sol sobre el piso de losas de piedra, esperaban dos hombres.
El guía se apartó y el Comandante dijo:
–Tardón.
–El Señor de Vantedour, querido Comandante, el Señor de
Vantedour. Adelante, quiero presentarles a Theophilus.
Los ocho hombres entraron en el salón.
En la isla, el Maestro Astrónomo componía su decimonovena
memoria: ésta, sobre la Constelación del Lecho de Afrodita. El jefe de
jardineros se inclinaba sobre una nueva variedad de rosa ocre moteada. Saverius
leía La Doctrina Platónica de La Verdad. La Peonía estudiaba su nuevo
peinado. Y en las cocinas se trabajaba en un ibis de hielo que llevaría en el
vientre ahuecado los helados de la comida de la noche.
Lesvanoos había eyaculado sobre las piedras rugosas de la
cámara. Flojo y dolorido, con los ojos llenos de lágrimas, los labios resecos,
la garganta ardiendo, alzó la mano derecha y señaló la puerta.
El verdugo llamó en voz alta y El Campeón entró con un
manto desplegado que echó sobre Lesvanoos.
Lo envolvió, lo levantó en brazos y lo sacó de allí.
El hombre del traje de terciopelo verde dormía bajo los
árboles. Siete perros aullaban a las lunas.
Carita Dulce se había despertado y los Matronas le
hablaban en arrullos, aflautando las voces, imitando balbuceos de niños.
–Confío en que una explicación hará que nos comprendamos
mejor –dijo el Señor de Vantedour.
Estaban sentados alrededor de la mesa en el Gran Salón.
En las chimeneas ardían los leños, bufones y trovadores esperaban en los
rincones. Los sirvientes trajeron vino y carne asada. Las damas habían sido
excluidas de la reunión. Eran los ocho hombres de la Tierra, el Señor de
Vantedour y Theophilus.
Bonifacio de Solomea trepó sobre las rodillas de Leo
Sessler y estudió al hombre con sus ojos amarillos. Tuk-o-Tut guardaba la
puerta que daba a la Sala de Armas, los brazos cruzados sobre el pecho.
–Imaginan a la Luz Dormida Tres cayendo hacia el mundo
con una rapidez mucho mayor de la prevista.
–Nos vamos a estrellar.
Moritz vomita, Leval parece de piedra. El Comandante
Tardón consigue frenar, no mucho, no todo lo que sería necesario, el impulso
suicida de Luz Dormida Tres, que se yergue al fin sobre la tierra desconocida
haciéndoles cimbrar los huesos. Pero el suelo de Salari II es gredoso, reseco y
flojo, y cede bajo un costado y la nave se inclina y cae.
–Heridos –dijo el Señor de Vantedour–, estuvimos
inconscientes mucho tiempo.
Hay un despertar blanco: el sol entra por las grietas
abiertas en la popa.
–Salimos de allí como pudimos. Kesterren era el que
estaba peor, lo sacamos a rastras. La Luz Dormida Tres quedó acostada en la
llanura.
El mundo es un frío pedazo de cobre bajo dos soles.
Kesterren se queja. Mientras Leval se queda con él, subo a la Luz Dormida Tres
con Sildor en busca de agua y suero. Tengo las manos quemadas y Sildor está
herido en la cara y arrastra una pierna. Afuera ha empezado a soplar el viento,
y ya se ha vuelto peligroso pensar.
–Vivimos entre el desierto y la Luz Dormida Tres,
manteniéndonos con raciones ínfimas, durante varios días, no puedo decirles
cuántos. Todos los instrumentos estaban destrozados y la provisión de agua se
iba a acabar muy pronto. Kesterren terminó por reaccionar, pero nos era
imposible moverlo, la pierna de Sildor se volvió enorme y rígida, y mis manos
estaban en carne viva. Moritz se pasaba el día sentado, con la cara entre las rodillas
y los brazos alrededor de las piernas, y a veces sollozaba sin pudor.
A Leo Sessler se le ocurrió (Bonifacio de Solomea dormía
sobre sus rodillas) que el pudor puede muy bien dejar de florecer en un mundo
desierto, donde no hay agua ni comida ni antibióticos; en un mundo con dos
soles y cinco lunas, al que el hombre llega por primera vez en misión
precolonizadora para un rápido viaje de reconocimiento, y donde se ve obligado
a enfrentar sus pocos, últimos días.
–Yo había decidido matarlos, ¿me comprenden? –dijo el
Señor de Vantedour–. Entrar en la Luz Dormida Tres, dispararles desde ahí y
pegarme un tiro después. No podíamos salir en busca de agua.
Incluso si la hubiéramos encontrado –hizo una pausa,
desdeñando hilos de agua intermitentes, estacionales e improbables–, nuestras
posibilidades de sobrevivir eran tan limitadas que resultaban casi
inexistentes. Algún día desembarcaría otra expedición, ustedes, y encontrarían
los restos de la nave y cinco esqueletos con agujeros de bala en la cabeza –sonrió–.
Sigo teniendo muy buena puntería.
–Comandante Tardón –dijo Savan.
–Señor de Vantedour, por favor, o simplemente Vantedour.
–Pero usted es el Comandante Tardón.
–Ya no.
El Comandante de la Niní Paume Uno se movió en su sillón
y dijo que él pensaba como Savan, que Tardón no podía dejar de ser quien había
sido, quien era en realidad. La pregunta de Savan no llegó a ser formulada:
suavemente, intervino Theophilus.
–Explíqueles cómo descubrimos el violeta, Vantedour.
–Explíquenos de dónde salió todo esto –dijo el
Comandante, y abarcó con un gesto el Gran Salón, los trovadores, las chimeneas
de piedra, los sirvientes vestidos de azul, los enanos, la Escalera de Honor,
Tuk-o-Tut junto a la puerta de la Sala de Armas adornado de collares, alfanje a
la cintura, babuchas en los pies; las caras femeninas tocadas con altos sombreretes
blancos que se asomaban a los balcones interiores.
–Es lo mismo –dijo el Señor de Vantedour.
–Dígales que somos dioses –sugirió Theophilus.
–Somos dioses.
–¡Por favor!
Camino alrededor de la nave rota esperando acortar el
día. Sildor viene a mi encuentro renqueando y caminamos los dos en círculos muy
lentos. Evitamos pisar las dos grandes manchas de luz violeta, como lo hemos
hecho desde el principio. Tienen bordes imprecisos y parecen fluctuar, moverse,
están vivas tal vez, y tal vez son mortíferas. No sentimos curiosidad, ya que
conocemos una respuesta.
–No quiero comer.
–Cállese, Sildor. Quedan provisiones.
–Mentira.
Creo que voy a golpearlo, pero él se ríe. Doy unos pasos
hacia él: retrocede sin mirar adonde pone los pies.
–No quise insultarlo –dice–. Iba a explicarle que no
quiero comer, pero que daría cualquier cosa por tener un cigarrillo.
–¿De dónde sacó ese cigarrillo? –le grito.
Sildor me mira espantado, y después recobra su cara de la
nave.
–Escuche, Comandante Tardón, no tengo cigarrillos.
Solamente dije que quería un cigarrillo.
Lo asalto, como si fuera a luchar con él, lo agarro de la
muñeca y le alzo la mano, se la pongo frente a los ojos.
Tiene dos cigarrillos en la mano.
–La única solución posible era que estábamos locos
–siguió el Señor de Vantedour.
Y el universo se desploma encima mío, blando y pegajoso.
Acostado en el Lecho de Afrodita, oprimido por la tapa de mi ataúd, oigo muy
lejos las voces de Sildor y de Leval. Me llaman, tienen un megáfono, sé que
hemos dejado atrás los límites, me silban los oídos y sueño con el agua. Me
golpean la cara y me ayudan a sentarme. Kesterren pregunta qué pasa. Quiero
saber si los cigarrillos existen.
Los tocamos y los olemos. Finalmente nos fumamos uno
entre los tres y es un cigarrillo. Decidimos suponer por un momento que no
estamos locos y hacer una prueba.
–Quiero un cigarrillo –dice Leval, y se mira las manos
vacías, que siguen vacías.
Lo repite sin mirarse las manos. Imitamos las palabras,
los gestos y las expresiones que teníamos en el momento en que se produjo el
primer cigarrillo. Sildor se para frente a mí y dice: No quise insultarlo. Iba
a explicarle que no quiero comer pero que daría cualquier cosa por tener un
cigarrillo.
No sucede nada más. Me río por primera vez desde que la
Luz Dormida Tres empezara a tomar demasiada velocidad, ya dentro de la
atmósfera.
–Quiero un refrigerador de alimentos con comida para diez
días –digo–. Una casa de veraneo a orillas de un lago. Un sobretodo con cuello
de piel. Un automóvil Sénior De Luxe. Un gato siamés.
Cinco trompetas.
Leval y Sildor también se ríen, pero hay un cigarrillo.
Dormimos mal, hace más frío que las noches anteriores, y
si bien Moritz ya casi no habla ni se mueve, Kesterren no deja de quejarse.
Pero a la mañana siguiente, antes de la hora fijada para
el desayuno, si es que lo que habíamos venido comiendo podía llamarse desayuno,
me levanté antes que los otros se despertaran y, por intrigado que estuviera
con lo de la noche anterior, fui hasta la Luz Dormida Tres en busca de los
rifles. Cuando miré hacia abajo, la carpa y el infinito mundo pardo que
empezaba a iluminarse con los dos soles, y las manchas violeta que parecían agua,
o aguas vivas, pensé que, con todo, era una lástima. No tenía miedo, no me daba
miedo eso de morir, porque no pensaba en la muerte. Después del primer acceso
de terror durante mi infancia, había adivinado que esas cosas se aceptan o nos
vencen. Pero me acordé del cigarrillo y volví a bajar. Me lo fumé ahí, helado
de frío en el viento de la mañana. El humo era de un azul violáceo, casi como
las manchas en el suelo de Salari II. Como iba a morir ese día, caminé hasta
una de ellas, me paré encima, y comprobé que no sentía nada. Dije quiero una
afeitadora eléctrica y la deseé realmente con fuerza, me sentí no como si me
estuviera afeitando, sino como si yo mismo hubiera sido una afeitadora eléctrica.
Me quemé los dedos con el cigarrillo, y el dolor de la brasa sobre las manos ya
quemadas me hizo gritar. Tenía una afeitadora eléctrica en la mano.
Los enanos jugaban a los dados junto a la chimenea. Los
malabaristas y los trovadores los azuzaban. Un contorsionista se tendió como un
arco por encima de los jugadores, las llamas de los leños iluminándole la cara.
Redes, claves: los sirvientes miraban y se reían.
–Como la muerte –dijo el Señor de Vantedour–, esto era
algo que había que aceptar. Y aun cuando estuviéramos locos, si podíamos
fumarnos nuestra locura, afeitarnos con nuestra locura, llenarnos el estómago
con nuestra locura, era no sólo conveniente sino necesario aceptarlo. Desperté
a Sildor y nos paramos cada uno sobre una de las manchas violeta. Pedimos un
río de agua dulce y clara, con peces y lecho de arena, a diez metros de donde
estábamos, y lo obtuvimos. Pedimos árboles, una casa, comida, un automóvil
Sénior De Luxe y cinco trompetas.
Los ocho hombres pasaron todo el día y se quedaron a
dormir en el castillo del Señor de Vantedour.
Theophilus volvió a la isla. Bonifacio de Solomea y
Tuk-o-Tut desaparecieron detrás del Señor.
Esa noche Reidt el joven tuvo pesadillas. Tres enfermeros
con los guardapolvos manchados de sangre empujaban montaña arriba una silla de
ruedas en la que él iba sentado. Al llegar a la cima soltaban la silla y lo
dejaban solo, se volvían corriendo por donde habían subido: iban inflando
globos, globos que se hinchaban y los izaban del suelo. Él se quedaba en su
silla, al borde de un precipicio sin fondo. En la ladera que caía a pico había
escalones excavados, y él se levantaba de la silla y empezaba a bajar agarrándose
de los bordes de cada agujero. Gritaba porque sabía que cuando bajara el pie no
iba a encontrar el próximo escalón: iba a terminar por soltarse, tanteando con
el pie en busca del otro hueco, iba a abrir las manos y a caer y gritaba.
Esa noche el radiooperador primero anotó en el parte un
mensaje firmado por el Comandante en el que se decía que habían encontrado un
lugar apropiado en el que acampaban para pasar la noche.
Esa noche Les-Van-Oos mató tres serpientes marinas,
armado solamente con una lanza, y la multitud lo aclamó. Carita Dulce cerró los
ojos dentro del útero-cuna, tanteó entre sus piernas con una mano, y los
Matronas se retiraron discretamente. Bajo las estrellas que se desleían, el
corazón del hombre del traje de terciopelo verde galopaba y se debatía en su
jaula.
Esa noche Leo Sessler se levantó de la cama y acompañado
por torrentes y por la luz de las teas, recorrió corredores y subió escaleras
hasta llegar a la puerta delante de la cual dormía Tuk-o-Tut.
–Quiero ver a tu señor –dijo Leo Sessler tocándolo con el
pie.
El negro se levantó y le mostró los dientes, la mano
sobre la empuñadura del alfanje.
Si este animal me da un golpe con eso, me destroza.
–Quiero ver al Señor de Vantedour.
El negro hizo que no con la cabeza.
–¡Tardón! –gritó Leo Sessler–. ¡Comandante Tardón!
¡Salga! ¡Quiero hablar con usted!
El negro desenvainó el alfanje, la puerta se abrió hacia
adentro.
–No, Tuk-o-Tut –dijo el Señor de Vantedour–, el doctor
Sessler puede venir cuantas veces quiera.
El negro sonreía.
–Adelante, doctor.
–Tengo que pedirle disculpas por esta visita
intempestiva.
–Pero no. Voy a hacer que nos traigan café.
Leo Sessler se rio:
–Me gustan esas contradicciones: un castillo medieval en
el que no hay luz eléctrica pero donde uno puede tomar café.
–¿Por qué no? La luz eléctrica me irrita, pero el café me
gusta –fue hasta la puerta, habló con Tuk-o-Tut y volvió a sentarse frente a
Sessler–. También tengo agua corriente, como habrá visto, pero no tengo
teléfono.
–¿Y los demás? ¿Tienen teléfono?
–Theophilus tiene, para comunicarse con Leval cuando
Leval está en condiciones de comunicarse con alguien. Kesterren no lo está casi
nunca, y Moritz definitivamente nunca.
Era una estancia enorme y los dos hombres estaban
sentados en el centro. La cama, sobre una plataforma de madera trabajada,
ocupaba la pared del norte. La pared del oeste no existía: tres arcadas
sostenidas por columnas daban a una galería con balcones sobre el patio, desde
los que se veían también el campo y los bosques. Todo era desmesurado: los techos
eran demasiado altos, había pieles en el suelo y colgaduras en las paredes. No
se oía nada, salvo la voz poderosa de los torrentes que Sessler todavía no había
visto, y hasta eso se adivinaba gigantesco a la distancia.
–¿Qué vamos a hacer, Vantedour?
–Es la segunda vez en el día que me hacen esa pregunta. Y
le voy a confesar que no veo por qué tengo que ser yo el que decida. Theophilus
me preguntó lo mismo, cuando supimos que ustedes habían llegado, él por medios
mucho más perfectos, y, digamos, más modernos que yo. Entonces se trataba de
decidir qué íbamos a hacer con respecto a ustedes. Parece que ahora se trata de
qué vamos a hacer con respecto a nosotros.
–Yo me refería a todos, a ustedes y a nosotros –dijo Leo
Sessler–. Pero le confieso que soy suspicaz en cuanto a mí mismo y a mis
motivos. Sospecho que esto, por importante que sea, no es más que una
aproximación oblicua para alentarle a que me dé algunas explicaciones.
El Señor de Vantedour sonrió:
–¿No le basta con todo lo que dije durante la comida?
Tuk-o-Tut entró sin llamar. Detrás de él venía un
sirviente con el café.
–¿Azúcar? ¿Un poco de crema?
–Gracias, no. Lo tomo así, negro y sin nada de azúcar.
–En cambio yo. Vea, me gusta el sabor de lo dulce. He
engordado. Hago ejercicio, salgo a caballo y organizo partidas de caza, pero
los placeres de la mesa siguen haciendo estragos –se llevó la taza a los
labios–. No es que me importe mucho –dijo, y tomó un trago del café dulce.
Tuk-o-Tut y el sirviente salieron. Bonifacio de Solomea
los miraba, sentado en la cama, rodeado por su cola.
–No quiero anécdotas, Vantedour. Me interesa su opinión
sobre este fenómeno de, no sé cómo llamarlo, y eso me molesta. Estoy
acostumbrado a que todo tenga su nombre, su denominación; incluso a la búsqueda
maniática del nombre correcto. Y a pesar de eso, yo soy el hombre que abomina
de las palabras.
–Me explico que necesite nombres para las cosas: ¿usted
no es eso que llaman un hombre de ciencia?
–Ajá. Excelente café.
–De nuestras plantaciones. Tiene que ir a visitarlas.
–Cómo no. Aceptemos eso de que soy un hombre de ciencia.
Con sus contradicciones, claro. Quiero decir, hubiera podido ser “el acupuntor
y el salinero, el peajero y el herrero”.
–Hoy habló de caballos que corrían hacia el osario.
–¿Cómo sabe eso?
–Theophilus imaginó un aparato, bastante complicado,
estoy seguro, con el que se dedicó a escucharlos desde que desembarcaron.
–Eso nos lleva a mi primera pregunta: qué piensa usted de
este fenómeno de conseguir cosas de la nada.
–No pienso ya. Pero tengo una infinidad de respuestas
para eso –dijo el Señor de Vantedour–. Puedo volver a repetirle que somos
dioses, o que se nos ha convertido en dioses. También puedo decirle que es algo
sumamente útil, y que si existiera en todos los mundos eliminaríamos muchas
cosas superfluas, religiones, doctrinas filosóficas, supersticiones y todo eso.
¿Se da cuenta? Es que no habría preguntas sobre el hombre. Dele usted a un
individuo un instrumento todopoderoso, y ahí tendrá todas las respuestas, créame.
O no me crea, no tiene por qué creerme: espere a ver lo que el violeta ha hecho
de Kesterren, de Moritz y de Leval, o lo que ellos han hecho de sí mismos con
el violeta –dejó la taza sobre la mesa–. Theophilus y yo somos los casos más
leves, por lo menos seguimos siendo hombres.
–¿Y ustedes dos no podrían haber hecho algo por ellos?
–No existe ninguna razón por la cual tendríamos que hacer
algo por ellos. Lo más terrible de todo es que ellos, nosotros también pero ésa
es otra historia, lo más terrible es que ellos por fin son felices. ¿Sabe lo
que quiere decir eso, Sessler?
–No, pero puedo entreverlo.
–El hecho de que seamos felices pone en cierto sentido un
punto final a todo. En cuanto a qué haremos con ustedes, eso también se
contesta fácilmente. Theophilus puede diseñar cualquier cosa, un aparato o una
poción o un arma que los haga olvidarse de todo, y hasta creer que han
comprobado que Salari II ya no existe, que estalló matándonos mientras
cumplíamos nuestra exploración, o que se ha vuelto peligroso para el hombre, o lo
que sea.
–Nosotros también podríamos utilizar el violeta.
–Lamento desilusionarle, Sessler, pero no, no pueden.
Nosotros descubrimos el medio porque estábamos desesperados. Ustedes no lo
están y nosotros nos vamos, a ocupar de que no lo estén mientras sigan en
Salari II. Le digo esto para evitarle pruebas inútiles: no se trata de pararse
sobre una mancha violeta y decir quiero las joyas de la corona para obtenerlas.
–Muy bien, ustedes tienen el secreto y no nos lo van a
decir. No crea que no lo comprendo. Pero ¿qué son o qué hay en esas manchas
violeta?
–No sé. No sé qué son. Hicimos algunos experimentos, al
principio. Cavamos, por ejemplo, y el violeta seguía allí extendiéndose hacia
abajo pero no como una cualidad de la tierra sino como un reflejo. Solamente
que si usted, parado allí, busca la fuente de ese reflejo, hacia arriba y hacia
los costados, no encuentra nada. Permanecen, un poco fluctuantes siempre,
también de noche, o sobre la nieve cuando nieva. No sabemos qué son ni qué
tienen. Puedo suponer un par de cosas. Que dios terminó por disgregarse, por ejemplo,
y que sus pedazos cayeron en Salari II. Es una buena explicación, sólo que a
mí, personalmente, no me gusta. Que cada mundo tiene puntos desde los cuales es
posible, bajo ciertas condiciones, no olvidemos eso, obtener cualquier cosa,
pero que en Salari II son más evidentes. Según esto, en la Tierra también los
habría y nadie los habría descubierto.
O casi nadie, y entonces podrían explicarse algunas
leyendas. Que esas cosas violeta están vivas y los dioses son ellas, no
nosotros. Que nada de esto existe –golpeó el suelo con el pie– y que en Salari
II el hombre cambia, sufre una especie de delirio que le hace ver y sentir que
todos sus deseos se han cumplido. Que es el infierno y el violeta es nuestro
castigo. Y así hasta el infinito. Adopte la que más le guste.
–Gracias, pero ninguna de sus teorías me convence.
–De acuerdo, a mí tampoco. Pero yo ya no me hago
preguntas. Y vamos a ver, Sessler, ¿qué clase de hombre es usted?
–¿Cómo?
–Eso, ¿qué clase de hombre es usted? Mañana o pasado irá
a ver cómo viven los otros, el resto de la dotación de la Luz Dormida Tres.
¿Qué hubiera hecho usted? ¿Cómo viviría?
–Ah no, oiga Vantedour, eso no es justo.
–¿Por qué? Ya ve cómo vivo yo, lo que quise, lo que pedí.
–Sí. Usted es un déspota, un hombre que no se siente
satisfecho si no está en la cima de la pirámide.
–Pero no, doctor Sessler, no. Yo no soy un señor feudal,
soy un hombre que vive en un castillo feudal. No envío a nadie al potro, no
confisco bienes, no corto cabezas, no me he ocupado de tener señores rivales ni
un rey a quien disputar el poder. No tengo ejército, no hay feudo, el castillo
es todo.
–¿Y los habitantes del castillo?
–También nacieron del violeta, claro, y son tan
auténticos como aquel cigarrillo y aquella afeitadora. Y le voy a decir algo
más: son felices y sienten afecto por mí, afecto, no adoración, porque los
concebí así. Envejecen, se enferman, se lastiman si se caen, mueren. Pero están
satisfechos y me quieren.
–¿Las mujeres también?
El Señor de Vantedour se puso de pie sin decir nada.
–Entonces, ¿las mujeres no?
–No hay mujeres, Sessler. Debido a las condiciones,
digamos tan particulares, bajo las cuales puede obtenerse algo del violeta, no
nos ha sido posible a ninguno de nosotros obtener una mujer.
–Pero yo las he visto.
–No eran mujeres. Y ahora, si usted me disculpa, y espero
que no me tome por un anfitrión desconsiderado, es hora de que nos acostemos.
Queda mucho por hacer mañana.
A las tres de la madrugada el doctor Leo Sessler salió al
patio del castillo, atravesó el puente, bajó la rampa y empezó a caminar bajo
las lunas buscando una mancha violeta en la tierra. Desde los balcones de la
galería, el Señor de Vantedour lo miraba.
–Hemos encontrado a la dotación de la Luz Dormida Tres
–anunció el Comandante.
–¿Cómo murieron? –preguntó Reidt el joven.
–No murieron –dijo Leo Sessler–. Viven, están vivos,
saludables y satisfechos.
–¿Y cómo vamos a hacer para llevarlos con nosotros,
señor? –preguntó el oficial de navegación–. Cinco hombres son demasiado peso
extra.
–No parece que quisieran volver –dijo Leo Sessler.
–Son los dueños y señores de Salari II –casi gritó
Savan–. Cada uno de ellos tiene un continente entero para él solo y pueden
obtener todo lo que quieren de esas cosas violeta.
–Qué cosas violeta.
–No nos apresuremos –dijo el Comandante–. Reúna a la
tripulación.
Los quince hombres subieron al vehículo de Theophilus,
con el Maestro Navegador a los controles.
Se deslizaron por la superficie de Salari II.
–¿Prefieren volar?
–No –dijo Theophilus–. Sigamos así. Conocen tan poco de
Salari II.
–Aquí vive Kesterren.
–¿Dónde?
–En cualquier parte, por aquí cerca. Nunca se aleja
mucho.
Los hombres caminaban por el campo, probaban suerte en
las manchas violeta.
–Hay un vagabundo acostado allí –dijo uno de los
tripulantes.
El Señor de Vantedour se inclinó sobre el hombre vestido
de harapos color verde. Estaba descalzo y tenía un bastón en la mano.
–¿Y si nos ataca? –dijo uno de los hombres con la mano en
la culata de la pistola:
–Dígale que deje eso –le dijo Theophilus al Comandante.
–¡Kesterren!
El Señor de Vantedour terminó por sacudirlo mientras lo
llamaba. El hombre de los harapos abrió los ojos.
–Ya no podemos hablar –dijo.
–Kesterren, despiértese, tenemos visitas.
–Visitas de los cielos –dijo el hombre–. ¿Quiénes son
ahora los hombres de los cielos?
–¡Kesterren! Ha llegado otra expedición de la Tierra.
–Están malditos –cerró los ojos otra vez–. Dígales que se
vayan, están malditos, y váyase usted también.
–Óigame, Kesterren, quieren hablar con usted.
–Váyanse.
–Quieren contarle algo de la Tierra y quieren que usted
les hable de Salan II.
–Váyanse.
Se dio vuelta y se tapó la cara con los brazos
extendidos. Tierra y hojas secas caían de los restos del traje de terciopelo
verde.
–Vamos –dijo el Señor de Vantedour.
–Pero vea, Tardón, no podemos dejarlo en ese estado, está
demasiado borracho, le puede pasar algo –protestó el Comandante.
–No se preocupe.
–Se va a morir, abandonado ahí.
–Difícil –dijo Theophilus.
El vehículo bajó frente a la fachada gris de la casa gris
en la montaña. La puerta se abrió antes que llamaran y quedó abierta hasta que
pasó el último hombre. Después volvió a cerrarse. Caminaron por un corredor
oscuro, inmenso y vacío, hasta otra puerta. Theophilus la abrió. Detrás había
una sala mezquina, sin ventanas, iluminada por lámparas que colgaban del techo.
Dos mujeres muy jóvenes jugaban a las cartas sobre la alfombra. El Señor de
Vantedour se les acercó:
–Salud –dijo.
–Me hace trampas –dijo una de las mujeres mirándolo.
–Mal hecho –dijo el Señor de Vantedour.
–Sí, ¿no es cierto? Pero yo la quiero lo mismo. Soy capaz
de perdonarle cualquier cosa.
–Ah –dijo él–. ¿Dónde podemos encontrar a Les-Van-Oos?
–No sé.
–Hay una fiesta en alguna parte –dijo la otra.
–En la sala dorada –dijo la primera.
–¿Dónde queda?
–No pretenderá que la deje sola, ¿no? No puedo ir con
ustedes –pensó un poco–. Salgan por esa puerta, no, por la otra, y cuando
encuentren a los Cazadores, pregúntenles.
Siguió jugando a las cartas.
–Tramposa –oyó Leo Sessler antes de salir.
Otro corredor igual al primero y corredores iguales a
éste y al anterior, que se abrían en ángulo recto. Llegaron a una sala circular,
con un techo de losas de vidrio por el que entraba la luz. Un grupo de hombres
comía sentado a una mesa.
–¿Ustedes son los Cazadores?
–No.
–Somos los Gladiadores –dijo otro.
–¿Dónde está Les-Van-Oos?
–En la sala dorada.
El hombre se levantó limpiándose las manos en el
taparrabos.
–Vengan.
Recorrieron, atravesaron corredores, hasta la sala
dorada.
El Héroe, despatarrado en el Trono de la Victoria, tenía
una corona de laureles sobre la cabeza y absolutamente nada más. Trató de
ponerse en pie cuando los vio entrar.
–¡Ah mis amigos, mis queridos amigos!
–¡Escuche, Les-Van-Oos! –gritó el Señor de Vantedour
abriendo los brazos.
La música, los gritos, el ruido, se tragaban todo lo que
se decía.
–¡Vino! ¡Más vino para mis invitados!
El Señor de Vantedour y Theophilus se acercaron al Trono.
Leo Sessler los miró mientras hablaban, y vio cómo se reía el Héroe, golpeando
con la mano abierta sobre los brazos del Trono. El Trono tenía incrustaciones
de piedras preciosas y los brazos, las patas y el respaldo, remataban en
Gorgonas de marfil con ojos de piedras.
–¡Espléndido, espléndido! –aullaba el Héroe–. ¡Traeremos
bailarinas, organizaremos torneos! ¡Que sirvan más vino! ¡Escuchen, escuchen!
¡Saluden a los huéspedes, muéstrenles sus habilidades! Vienen de un mundo
miserable, no hay héroes allí, ¡no hay más héroes que los que han quedado en
las leyendas y en los estados mayores!
Se levantó y caminó, siempre a punto de resbalar, siempre
a punto de caer, hasta el centro de la sala seguido por Theophilus y por el
Señor de Vantedour. El ruido se aquietó, no del todo; los vestidos dejaron de
flamear, la música bajó.
–Vienen de un mundo en donde la gente mira televisión y
come sobre manteles de plástico y pone flores artificiales en floreros de
cerámica; donde se pagan salarios familiares, seguros de vida, impuestos a las
cloacas; donde hay empleados de banco y sargentos de policía y enterradores –las
mujeres se reían–. ¡Denles vino! –Cada hombre tuvo que aceptar una copa llena
hasta los bordes–. ¡Más vino!
Las jarras se inclinaron sobre las copas y las copas
desbordaron y los quince hombres de la Tierra se quedaron quietos mientras el
vino les salpicaba las botas y corría por el piso.
–¡Basta, idiotas, esperen a que tomen!
Desnudo y coronado de laureles, el cuerpo lleno de
cicatrices y de costras, Les-Van-Oos les daba la bienvenida.
–He visto a la tierra fraccionada volverse estéril bajo
el peso de las genealogías – recitaba–, he bajado a las minas, he fabricado
cuchillos, he disuelto sal en mi boca, he soñado sueños incestuosos, be abierto
las puertas con llaves falsificadas. ¡Denles vino a los hombres opacos de la
Tierra, inútiles!
¿No ven que las copas están vacías?
Las copas de los quince hombres seguían llenas. Leo
Sessler pensó que le gustaría llevarse a Les-Van-Oos, así como estaba, borracho
y obsceno, a algún lugar en el que pudiera seguir haciéndole hablar; pero que
allí, en la fiesta enloquecida, y con la tripulación completa de la Niní Paume
Uno detrás de él, lo que quería, más que nada, era golpearlo hasta que cayera
inconsciente sobre el piso de mármol. Les-Van-Oos era un desecho, flaco y con
mataduras, un megalómano babeante y desnudo.
Si él lo golpeaba, lo mataría, y los invitados se le
echarían encima y lo destrozarían. O tal vez no. Tal vez lo sentarían en el
Trono de la Victoria, desnudo. Mientras tanto Les- Van-Oos había visto muchas
cosas, había hecho muchas cosas y estaba llegando al borde de sí mismo.
–¡He visto los ritos y los fraudes, he visto migrar a
pueblos enteros, he visto ciclones y cavernas y terneros de tres cabezas y
tiendas de compraventa! ¡He visto los pecados, he visto a los que los
practicaban y he aprendido de ellos! ¡He visto a los hombres comerse unos a
otros, y también las huidas! ¡Yo, galeote!
Todo terminó en un hipo y un sollozo. Lo alzaron en
brazos y lo llevaron al Trono donde quedó desplomado y jadeante.
–Dejen esas copas y vamos –dijo el Señor de Vantedour.
Leo Sessler puso la suya en el suelo, en el charco de
vino sobre el que había estado parado.
Les-Van-Oos pedía a gritos que le sacaran la corona de
laureles que le quemaba, que le quemaba la frente.
Los gladiadores habían terminado de comer y se habían
ido, dejando platos sucios y sillas volcadas.
Las mujeres seguían jugando a las cartas.
Era de noche cuando llegaron a Vantedour.
–Me gustaría ver alguna vez esos torrentes –dijo Leo
Sessler.
El Señor de Vantedour estaba a su lado:
–Cuando usted quiera, doctor Sessler. Queda bastante
lejos, pero podemos ir en cualquier momento. También tiene que ver los
cafetales. Y los invernaderos de Theophilus.
–¿Por qué torrentes?
–En realidad es una gran catarata, mayor que cualquiera
que usted haya visto nunca. Es que pasé gran parte de mi vida cerca de una
catarata.
–¿Cómo se puede tener una casa cerca de una catarata?
–No era mi casa, yo nunca tuve casa, doctor.
El Señor de Vantedour los condujo a través del patio de
honor.
Theophilus volvió a acompañarlos en la comida, y
Tuk-o-Tut volvió a pararse frente a la puerta de la sala de armas. El
Comandante dijo un discurso y Leo Sessler se rio de él en silencio. El Señor de
Vantedour se puso de pie y rechazó con suavidad el ofrecimiento en nombre de
quienes habían sido los tripulantes de la Luz Dormida Tres. Bonifacio de Solomea
estaba evidentemente de acuerdo, y Tuk-o-Tut frente a la puerta y las mujeres
de los sombreretes blancos en los balcones interiores, sonrieron.
–No veo que exista otra solución posible –dijo el
Comandante.
–La más sencilla y la más sensata es que dejen todo como
está –dijo Theophilus–. Vuelvan a la Tierra y nosotros nos quedaremos aquí.
–Pero tenemos que hacer un informe y presentar
evidencias. No podemos llevarnos a todos, es cierto, pero lo menos a Kesterren
que necesita asistencia médica urgente, y quizá también a Leval que necesita
que lo traten.
–Usted no ha visto a Moritz –dijo Theophilus.
–Podemos llevar a dos según los cálculos, ya veremos a
quiénes.
–Ni hablar. Vuelvan, hagan su informe, pero prescindan de
nosotros.
–¿Un informe sin evidencias físicas?
–No será la primera vez. Nadie llevó a la Tierra las
columnas de Tammerden ni los glifos de Arfe.
–Eso es menos increíble que.
–Que nosotros.
–De todas maneras hay que poner a esos hombres en
tratamiento, es una simple cuestión de humanidad. Y todavía más: cuando lleguen
los colonizadores, ustedes estarán ocupando ilegalmente las tierras, y tendrán
que volver.
–Me atrevo a anunciarle, Comandante, que no habrá
colonizadores –dijo el Señor de Vantedour–, y que no volveremos.
–¿Eso es una amenaza?
–De ninguna manera. Piénselo fríamente: ¿colonizadores en
un mundo donde, si se sabe cómo, se puede obtener cualquier cosa de la nada?
No, Comandante, no es una amenaza. No se olvide que somos dioses y los dioses
no amenazan, actúan.
–Eso se parece a una frase célebre –dijo Leo Sessler.
–Tal vez algún día lo sea, doctor Sessler. Pero pruebe
por favor estas uvas rosadas. Va a tener que visitar también los viñedos.
Leo Sessler se rio:
–Vantedour, me parece que es usted un comediante, y
bastante bueno.
–Gracias.
El Comandante no quiso probar las uvas.
–Insisto en que tendrán que volver. Si no con nosotros,
con alguna de las próximas expediciones.
Voy a incluir en el informe una recomendación para que se
les permita llevar algo de lo que tienen, y también las personas que ustedes
quisieran que los acompañen a la Tierra –miró hacia los balcones interiores–.
¿Alguna de ellas es la Castellana de Vantedour, comandante Tardón? Usted sabe
que las recomendaciones que se hacen en un informe se tienen muy en cuenta.
Theophilusse reía:
–Permítame, Comandante, dos objeciones. En primer lugar,
nada de lo producido por el violeta puede abandonar Salari II. ¿No se le
ocurrió pensar que lo más lógico hubiera sido que diez años atrás, diez años
terrestres atrás, pidiéramos una nave en buenas condiciones para volver a la
Tierra? La pedimos, Comandante. Pero éramos lo suficientemente desconfiados,
estábamos lo suficientemente bien entrenados, como para ensayar con una nave
controlada desde el suelo. Si Bonifacio de Solomea intentara acompañar a Vantedour
a la Tierra, se desvanecería al dejar la atmósfera.
–¡Entonces nada de esto es real!
–¿No? Pruebe una uva rosada, Comandante.
–¡Déjeme de uvas, Tardón! Usted habló de dos objeciones,
Sildor, ¿cuál es la otra?
–No hay nadie a quien quisiéramos llevar, aun si
pudiéramos, no hay castellana de Vantedour, no hay una sola mujer en todo
Salari II.
–¡Oiga! –dijo Savan–. Yo las he visto aquí y en esa casa
de locos y en…
–No son mujeres.
Leo Sessler esperaba. Todos hablaron al mismo tiempo
menos Reidt el joven que se mantenía pálido y mudo, con las manos entrelazadas
debajo de la mesa. El Señor de Vantedour dijo:
–Usted es tan amigo de la evidencia, Comandante. Puede
llamarles y pedirles que se desnuden, ninguno se va a negar. La palabra
correcta es efebos.
–Pero esas mujeres en la casa de Leval, ésas que jugaban
a las cartas en el suelo, ¡tenían pechos!
–¡Claro que tenían pechos! Les encanta tenerlos. Y
nosotros podemos conseguirles hormonas y bisturíes y cirujanos que manejen los
bisturíes. Y un cirujano puede hacer muchas cosas, sobre todo si es hábil. Lo
que no podemos conseguir es una mujer.
–¿Por qué no? –preguntó Leo Sessler.
Reidt el joven se había puesto rojo y tenía gotitas de
transpiración sobre el labio superior.
–Debido a aquellas condiciones especiales e
indispensables bajo las cuales deben concebirse las cosas a crear –dijo el
Señor de Vantedour–. Si alguno de ustedes hubiera tenido anoche un grabador, o
si poseyera una memoria perfecta, encontraría el medio, entre todo lo que dije.
–Eso cambia las cosas, definitivamente –despertó el
Comandante.
–¿Sí? ¿El hecho de que por lo menos cuatro de nosotros
nos acostamos con muchachos cambia las cosas?
–Por supuesto. Ustedes son, o eran, pero me atrevo a
decir que siguen siendo, oficiales de la Fuerza Espacial.
No, se dijo Leo Sessler, no, no, un hombre no puede
recorrer el espacio, pisar otros mundos, deslizarse en el silencio, hundirse en
las atmósferas, preguntarse si alguna vez va a volver y para qué está ahí, y
seguir siendo nada más que un Comandante de la Fuerza.
–Y yo no puedo cargar con la responsabilidad de
desprestigiar al Cuerpo (“Nunca he oído una mayúscula con mayor claridad que
ésa”, pensé) llevando a la Tierra a cinco oficiales homosexuales.
Entonces Reidt el joven estalló. Leo Sessler cruzó hasta
él en dos trancos y le dio una bofetada.
–¡No pueden! –gritaba Reidt el joven y la sangre del
golpe brutal de Sessler le corría desde la nariz hasta la boca, tiñendo y
arrastrando las gotitas de transpiración y seguía gritando y rociando la cara
de Sessler con una lluvia rojiza–. ¡No pueden obligarme a estar al lado de esa
basura! ¡Basura! ¡Basura! ¡Putos asquerosos! ¡Viciosos inmundos! –Otra
bofetada–. ¡Bárranlos! ¡Me han ensuciado! ¡Estoy sucio!
Leo Sessler cerró el puño.
–Saquen a ese imbécil de mi casa –dijo el Señor de
Vantedour.
Dos tripulantes levantaron al muchacho desmayado, por las
rodillas y por las axilas.
–¿Y usted decía que nosotros necesitábamos atención
médica? –preguntó Theophilus–. ¿Qué me dice de su tripulación, Comandante?
Nosotros estamos razonablemente satisfechos, podemos vivir con nosotros mismos,
jugamos limpio; pero las noches de ese tipo deben ser una orgía de sexo y
arrepentimiento. ¿Usted se arrepiente de algo, Vantedour?
–Podría hacerlo matar –dijo el Señor de Vantedour–. Haga
que se lo lleven de acá y lo encierren en la nave, Comandante, o lo hago
degollar.
–Llévenselo –dijo el Comandante–. Está bajo arresto en la
nave.
–Usen mi coche –dijo Theophilus.
–Me parece que tenemos que disculparnos.
–Oiga Sessler –protestó el Comandante.
–Le pedimos disculpas por el incidente, Señor –dijo Leo
Sessler, todavía de pie.
–Sentémonos. Le aseguro que ya me he olvidado de ese
infeliz. Y por favor, sigan con el postre. Tal vez prefiera los membrillos a
las uvas, Comandante.
–Vea Tardón, déjese de hablar de comida.
–Vantedour, Comandante, Señor de Vantedour, y es la
última vez que se lo digo: es el precio de mi perdón.
–Si usted cree que puede tratarme como a uno de sus
sirvientes.
–Claro que puede, Comandante –dijo Leo Sessler–. Lo mejor
es que vuelva a sentarse.
–¡Doctor Sessler, usted también está bajo arresto!
–Lo lamento Comandante, pero ésa es una arbitrariedad que
voy a pasar por alto.
El Comandante de la Niní Paume Uno empujó con fuerza el
sillón en el que había estado sentado durante la comida, que cayó al suelo con
ruido.
–¡Doctor Sessler, voy a hacer que lo expulsen de los
Cuerpos Auxiliares! ¡En cuanto a ustedes, en cuanto a ustedes!
Leo Sessler tuvo un instante de pánico. No se puede saber
cómo va a reaccionar el corazón de un hombre de cincuenta y ocho años, enfermo,
maltratado por el espacio, las gravedades y el vacío, frente a una tensión
demasiado grande.
Si el Comandante se muere.
–¡Voy a recomendar que se esterilice a Salari II! ¡Que
toda la vida humana o lo que sea desaparezca, termine, muera!
–Sí usted se vuelve a sentar, Comandante.
–¡No quiero sus uvas ni sus membrillos!
–Si usted se vuelve a sentar, yo le voy a explicar por
qué no le conviene hacer nada de eso.
Carita Dulce dormía y Lesvanoos lloraba en los brazos de
las jugadoras de cartas.
El hombre bajo los árboles había recobrado su traje de
terciopelo verde, pero éste era de un verde más claro y las botas tenían
hebillas plateadas y una cadena de oro le cruzaba el chaleco. Mala cosa, los
sueños.
–Cualquiera de nosotros, Theophilus o yo, y hasta Leval o
Kesterren, puede aniquilarlos a todos ustedes antes que usted tenga tiempo de
dar una orden.
El Comandante se sentó:
–Usted no es tan estúpido como cree que tiene que ser.
–Eso es un elogio, Comandante –dijo Leo Sessler–. Hemos
venido, y usted lo sabe, a romper el equilibrio en Salari II.
–Tenemos cómo hacerlo –dijo Theophilus–. De hecho,
tenemos ya dos medios, igualmente rápidos, igualmente drásticos.
–Está bien –dijo el Comandante–, ustedes ganan. ¿Qué
quieren que hagamos?
–Hemos ganado. ¿Qué es eso de hemos? Ahora sí, no hay
duda de que alguna vez voy a tener que escribir mis memorias.
–Pero nada, Comandante, absolutamente nada. Salvo
mantener al predicador encerrado en la nave, nada. Terminar de comer. Dar un
paseo, si quieren. ¿Han visto las cinco lunas? Una de ellas alcanza a dar tres
vueltas al mundo en una sola noche. Y después ir a dormir.
El vehículo de Theophilus los llevó hasta el río, y desde
allí tuvieron que seguir a pie.
–No hay caminos del otro lado –dijo Theophilus.
Cruzaron el puente colgante: del otro lado sólo había una
pradera cubierta de pasto verde y tierno.
Encontraron flores, pájaros, y tres manchas violetas. Los
hombres se paraban sobre el violeta y pedían oro, toneles de cerveza,
automóviles de carrera; después seguían caminando. Ni el Comandante ni Leo
Sessler hicieron la prueba. Pero Savan sí, y pidió una pulsera de platino y
brillantes para regalarle a Leda. Hubo un griterío: Savan tenía una pulsera de
platino y brillantes en la mano.
–Ya ven, no es tan difícil –dijo el Señor de Vantedour–.
Usted, ingeniero, cumplió las condiciones sin saberlo.
–Pero yo no hice nada.
–Claro que no.
–¿Cuáles son las condiciones?
–Esa es nuestra ventaja, ingeniero. ¿Y para qué quiere
saberlo? Tendría que quedarse a vivir en Salari II para conservar lo que
obtuviera.
Savan miró con tristeza la pulsera de Leda.
Los hombres saltaban, abrían los brazos, pedían cosas en
voz alta y murmurando, cantando, rezando, sentados, acostados sobre el violeta.
Theophilus les dijo que era inútil y el Comandante ordenó que siguieran.
Consiguieron arrancarlos de las manchas violetas: los
hombres no estaban contentos. Leo Sessler podía adivinar lo que sentían por
Theophilus y por el Señor de Vantedour. (No se van a atrever: hace demasiado
tiempo que viven en una disciplina demasiado estricta. Y de todas maneras saben
que todo eso se desvanecería al salir de la atmósfera de Salari II. Pero ¿y si
la pulsera de Leda no desaparecía?). La pulsera de Leda pasaba de mano en mano
y era toqueteada, olida y mordida por todos. Uno de los tripulantes la frotaba
contra su cara y otro se la colgó de una oreja.
–Es allí.
Ahora había árboles, y se acercaban a una cueva en la
ladera de la colina. Tres mujeres viejas, gordas y pesadas, salían a
recibirlos.
–Son los matronas.
–¿Los qué?
–Tampoco son mujeres, quiero decir. Moritz los llamaba
matronas: son algunas de sus madres.
–¿Y Moritz? ¿Dónde está Moritz?
–Moritz vive dentro de su madre, Comandante.
–Bienvenidos –dijeron las mujeres a coro.
–Gracias –contestó el Señor de Vantedour–. Queremos ver a
Carita Dulce.
Leo Sessler compadeció al Comandante.
–Nooo –dijeron los matronas–. Duerme.
–¿Podemos verlo dormir?
–Usted estuvo antes aquí. ¿Por qué quiere molestarlo?
–No queremos molestarlo, se lo aseguro. Estaremos en
silencio, vamos a mirarlo solamente.
Los matronas dudaban.
–Vengan –dijo uno de ellas–, pero en puntas de pie.
Leo Sessler decidió que no, que jamás escribiría sus
memorias: nunca podría describirse a sí mismo caminando en puntas de pie sobre
una pradera de Salari II junto a otros hombres que también caminaban en puntas
de pie, detrás de tres viejas gordas que eran tres hombres disfrazados, bajo
dos soles, uno amarillo y uno anaranjado, hacia la entrada de una cueva en una
ladera.
–En silencio, en silencio.
Pero la arena del piso de la cueva crujía bajo las
suelas, y los matronas se inquietaban.
A la entrada de la caverna había dos matronas. Y dos más
allá en el fondo, bajo una luz muy tenue, mecían un enorme huevo sostenido en
los extremos por un aparejo que le permitía moverse y girar.
–Eso qué es –dijo el Comandante.
–Shhh.
–Eso es el Gran Útero, la Madre –le susurró Theophilus.
–Shhh.
Leo Sessler lo tocó. El huevo era gris y fibroso. Tenía
una ranura que corría horizontalmente, como si las dos mitades pudieran
separarse. Podían separarse.
Los matronas sonreían y les señalaban al hombre dentro
del huevo, el mentón contra las rodillas, los brazos alrededor de las piernas,
sonriendo en sueños. El interior del huevo era húmedo, cálido y blando.
–¡Moritz! –dijo el Comandante casi en voz alta.
Los matronas alzaron los brazos, despavoridos. Carita
Dulce se movió, sin despertarse y lloriqueó.
Uno de los matronas señaló la salida: era una orden. Leo
Sessler volvió a cambiar de opinión: escribiría sus memorias.
Esa noche fueron huéspedes de Theophilus: clavicordios,
en vez de torrentes.
–Hace unos meses era peor –dijo el Señor de Vantedour–:
música china antigua.
La mesa era de cristal, con patas de ébano fileteadas en
oro. En los mosaicos ocre y dorado del piso, ningún dibujo se repetía jamás. La
Dama y el Unicornio los miraban desde los tapices. Los tripulantes se sentían
incómodos, se reían mucho, se codeaban y se hacían chistes: tenían cuatro
tenedores, cuatro cuchillos y tres copas alrededor del plato. Mucamos vestidos
de blanco pasaban las fuentes y el mayordomo estaba de pie detrás de la silla
de Theophilus. Leo Sessler se acordaba del hombre-feto encogido dentro del
útero-cuna viscoso y cálido, y se preguntaba si el recuerdo le dejaría comer.
Pero cuando trajeron sobre una mesa rodante las esculturas de hielo y una de
ellas empezó a incendiarse con una llama azul, descubrió que había comido de
todo, esperaba que con los cubiertos correspondientes, y que comería también
las frutas escarchadas y los helados cuando las esfinges y los cisnes se
derritieran. El Comandante hablaba en voz baja con Theophilus. Saverius, Leo
Sessler se había dado cuenta, no tenía idea de qué tenedor era el que había que
usar con el pescado (él sí: era el único del que estaba completamente seguro) y
no le importaba, ni a Theophilus tampoco. El Maestro Astrónomo anunció que les
leería la Introducción a su Memoria sobre la Constelación del Lecho de
Afrodita. Habían visto de lejos a la Peonía al entrar; Theophilus la había
saludado pero no la había llamado para que se reuniera con ellos. Leo Sessler
hubiera querido verlo de cerca y hablar con él. Eso sí, había rosas ocre
moteadas en el centro de la mesa.
–Pero hay que ocuparse de ellos, por lo menos de Moritz.
–¿Por qué? –preguntó Theophilus.
–Está enfermo, eso no es normal.
–¿Usted es normal, Comandante?
–Me muevo dentro de la normalidad.
–Mírelo así –dijo el Señor de Vantedour–: un tratamiento
psiquiátrico, porque efectivamente, podemos conseguirle un psiquiatra a Moritz,
le haría sufrir durante años, ¿para qué? Contando con el violeta, como contamos
todos, empezaría, sano, curado, dado de alta, por pedir una madre, y eso iría
cambiando o hipertrofiándose otra vez hasta convertirse en un útero-cuna. Eso
es lo que él quiere. Así como Leval quiere oscilar entre el heroísmo y la
humillación, y Kesterren quiere hundirse en una borrachera eterna, y Theophilus
quiere Cimarosa o música china, helados dentro de estatuas de hielo, filósofos alemanes
y tapices, y yo quiero un castillo del siglo doce. Cuando se tiene la
posibilidad de conseguirlo todo, uno termina por ceder a sus demonios
personales. Lo cual, no sé si se habrá dado cuenta, Comandante, es otra manera
de describir la felicidad.
–¡La felicidad! ¿Estar encerrado chupando las paredes de
la propia cárcel? ¿Pasar de las aclamaciones a un sótano donde lo azotan a uno
y le ponen hierros al rojo en las ingles? ¿Vivir inconsciente en una borrachera
continua?
–Y, sí, Comandante, eso también puede ser la felicidad.
¿Cuál es la diferencia entre encerrarse en un útero artificial y sentarse a la
orilla del río a pescar dorados? Aparte de que uno puede freír el dorado y
comérselo, y de que el sol da un aspecto muy saludable. La satisfacción, el
placer, quiero decir. Es tan legítimo un medio como otro: todo depende del
individuo que busca la felicidad. Entre empleados de banco y funebreros, si
usted me permite citar a Les-Van-Oos, es posible que el útero sea el espanto y
la pesca del dorado lo deseable. ¿Pero en Salari II?
Ya no había esfinges ni cisnes. Leo Sessler cortó una
naranja escarchada y la encontró rellena de guindas y las guindas a su vez
estaban rellenas con la pulpa de la naranja.
–Lo mismo, Comandante, lo mismo –contestaba el Señor de
Vantedour–. El útero, las borracheras, el látigo.
El Maestro Astrónomo carraspeó y se puso de pie.
–Van a oír algo muy interesante –dijo Theophilus.
Los mucamos pusieron tazas de cristal cortado para café,
frente a cada uno. En los globos transparentes el vapor de agua comenzó a
condensarse y a oscurecerse.
–Introducción a la Memoria sobre la Constelación del
Lecho de Afrodita –dijo el Maestro Astrónomo.
Esa noche, en Vantedour, fue el castellano el que
recorrió galerías y bajó escaleras hasta la habitación del doctor Leo Sessler.
Llevaba a Bonifacio de Solomea en los brazos, y Tuk-o-Tut los seguía.
–Buenas noches, doctor Sessler. Me he tomado la libertad
de venir a visitarle.
Leo Sessler le hizo pasar.
–Y de pedir que nos trajeran café y cognac.
–Me parece muy bien. Oiga, ya no voy a tener tiempo de
ver los cafetales ni los viñedos.
–De eso quería hablarle.
–Quiero decir que nos vamos mañana.
–Sí.
Trajeron el café. Tuk-o-Tut cerró la puerta y se sentó en
el corredor.
–¿Por qué no se queda, Sessler?
–No crea que no lo he pensado.
–Así yo me enteraría, por fin, si usted es el hombre que
supongo.
–Pedir una casa austera –dijo Leo Sessler–, toda blanca
por dentro y por fuera, paredes, techo, chimenea. Con un hogar y un catre de
campaña, un armario, una mesa y dos sillas, y ponerme a escribir mis memorias.
Probablemente iría a pescar dorados una vez por semana.
–¿Qué se lo impide? ¿Le molesta no poder tener una mujer?
–Francamente, no. Nunca me acosté con un hombre, nunca
tuve amores homosexuales, si se exceptúa una amistad fronteriza a los trece
años, con un compañero de colegio, pero eso está dentro de la normalidad, como
diría nuestro Comandante. No voy a retroceder espantado, como Reidt el joven.
Yo también creo que es imposible mantener para Salari II la moral sexual de la
Tierra. ¿Se ha preguntado alguna vez qué es una moral, Vantedour?
–Claro, conjunto de reglas que deben seguirse para hacer
el bien y evitar el mal. No creo haber oído nunca algo más idiota. Conozco un
solo bien, doctor Sessler, no violentar a mi hermano. Y un solo mal: pensar
demasiado en mí mismo, y he practicado los dos. Por eso lo que le hago es un
ofrecimiento, pero si usted quiere irse, no voy a insistir.
–Sí, he decidido que quiero volver.
–Me gustaría saber por qué.
–No estoy muy seguro. Por oscuras razones viscerales,
porque no caí en Salari II con una nave destrozada, porque no he tenido tiempo
de crear aquí una Tierra alrededor mío y según mis demonios personales, porque
siempre he vuelto y esta vez también quiero volver.
–¿Con quién vive en la Tierra?
–No, no es ésa la razón por la que le digo que no. Vivo
solo.
–Muy bien, Sessler, le despediremos con fanfarrias. Pero
quiero advertirle algo. Toda la tripulación de la Niní Paume Uno va a olvidar
lo que vio aquí.
–¿Era cierto entonces?
–En ese momento no. Ahora sí es cierto.
–¿Cómo se las van a arreglar?
–Cosas de Theophilus. Nadie se va a dar cuenta de que hay
algo que se les mete en el cerebro.
Media hora después de cerrar las escotillas de la nave,
todos van a estar seguros de haber encontrado un mundo peligroso, devastado por
las radiaciones que probablemente mataron a la dotación de la Luz Dormida Tres.
El Comandante va a informar que no hay posibilidades de colonización, y va a
recomendar un período de cien años hasta la próxima exploración.
–Lástima. Es un mundo amable. Pienso escribir mis
memorias, ¿sabe Vantedour? Y lamentaré tener que describir a Salari II como a
un mundo muerto y letal. En este momento no puedo imaginarlo, pero supongo que
eso vendrá sólo.
El Señor de Vantedour sonreía.
–Me asombra que me lo haya dicho –agregó Leo Sessler.
–¿Sí? Le voy a decir otra cosa. Nadie puede obtener nada
del violeta si no se siente como lo que quiere obtener. ¿Se da cuenta? Por eso
es imposible crear una mujer. Cuando la primera vez Theophilus deseó un
cigarrillo tenía tantas ganas de fumar que se identificó, no con el fumador
sino con el cigarrillo. Fue cigarrillo: se sintió tabaco, papel, humo, tocó las
fibras. Fue cada fibra. Yo le dije la otra noche, hablando de la afeitadora, la
segunda experiencia si no contamos el otro cigarrillo, con el que pasó lo
mismo, claro. Les dije que me había sentido, no como el hombre que se afeita,
sino como la afeitadora. Pero lo perdieron en medio de todas las cosas que
dije, que era lo que yo esperaba.
–Así que era tan simple.
–Sí. El ingeniero Savan debe estar muy deseoso de esa
mujer. Por un momento se sintió alrededor de la muñeca de ella y deseó la
pulsera. Por eso usted no obtuvo nada anteanoche. Pero si quiere probar ahora,
podemos ir hasta el violeta.
–¿Usted sabía?
–Lo vi desde el balcón. Esperaba que lo ensayara, claro.
Ahora puede conseguir lo que quiera, cualquier cosa.
–Gracias, pero creo que será mejor no probar. Y de todas
maneras sólo me duraría una noche y resulta que mañana voy a haber olvidado.
–Es cierto –dijo el Señor de Vantedour y se levantó–.
Lamentaré no leer sus memorias, doctor Sessler. Buenas noches.
Bonifacio de Solomea había quedado en la habitación, y
Leo Sessler tuvo que abrirle la puerta. Tuk-o-Tut venía hacia ellos, y
Bonifacio de Solomea saltó hacia los brazos que le tendía el negro.
En la escalerilla de la Niní Paume Uno, la dotación se
volvió y saludó. Leo Sessler no hizo el ademán militar sino que agitó una mano.
La población de Vantedour retrocedió al cerrarse las escotillas, cuando la nave
empezó a jadear.
Amarrado a su asiento, Leo Sessler recorría Salari II con
los ojos cerrados. Dentro de veinte minutos, diecinueve minutos cincuenta y
ocho segundos, diecinueve minutos cincuenta y tres segundos lo olvidaría. Nadie
hablaba. Reidt el joven tenía la cara hinchada, diecinueve minutos.
El Comandante le decía a alguien que se hiciera cargo.
Leo Sessler jugaba con el cierre de la correa; el Comandante decía que se iba a
sentar inmediatamente a escribir el borrador del informe sobre Salari II, tres
minutos cuarenta y dos segundos.
–¿Va a hacer alguna recomendación especial, Comandante?
–Es claro. Si quiere que le diga francamente lo que
pienso, creo que Salari II es una emergencia, atiéndame bien, una
e-mer-gen-cia.
Leo Sessler galopaba sobre las praderas de Salari II y el
aire le zumbaba en los oídos, dos minutos cincuenta y un segundos.
–Como tal, voy a recomendar una expedición de salvataje.
–¿A quién piensa salvar, Comandante?
–¿Se puede saber de dónde viene ese zumbido? –El
Comandante sacó el micrófono de su soporte–. Verifiquen procedencia zumbido
agregado.
Y lo volvió a colocar.
–Para regularizar la situación de los tripulantes de la
Luz Dormida Tres. (Dos segundos. Uno. El zumbido dejó de oírse), que deben de
haber muerto bajo las radiaciones.
Leo Sessler pensó apresuradamente en Salari II, el último
pensamiento, y lo recordó verde y azul bajo los dos soles. El Desierto Puma, el
potro, Vantedour. Theophilus, Vantedour, Bonifacio de Solomea, Kesterren, La
Peonía, el puñetazo a la mandíbula de Reidt el joven, Vantedour, el Trono de la
Victoria. Carita Dulce encerrado en el útero, las cinco lunas y el Señor de
Vantedour ofreciéndole que se quedara en Salari II y advirtiéndole que lo
olvidaría todo, pero él no olvidaba.
–Es lamentable –decía el Comandante–, lamentable que ni
siquiera hayamos podido salir en busca de restos como evidencia para adjuntar
al informe, pero esa radiación nos hubiera matado, aun con los trajes. Reidt el
joven no se equivoca. ¿Quién era el físico de la Luz Dormida Tres?
–Jonás Leval, creo.
–Ah. Bueno, doctor, me voy a poner a redactar el borrador
de ese informe. Hasta luego.
–Hasta luego, Comandante.
No he olvidado, no olvido.
Lamentaré no leer sus memorias, doctor Sessler, había
dicho el Señor de Vantedour.
–Lamentaré no leer las memorias del doctor Sessler –dijo
el Señor de Vantedour.
–¿Usted cree que Sessler es de fiar? –preguntó
Theophilus.
–Ajá. Y si no lo fuera, imagínese el cuadro.
–Catorce hombres hablando de un mundo radiactivo, y él describiendo
castillos medievales y úteros gigantescos.
–¿Por qué lo condenó a no olvidar, Vantedour?
–¿Usted cree que fue una condena?
En la Niní Paume Uno el Comandante escribía, Savan tomaba
café, Reidt el joven se frotaba la mejilla:
–Me habré golpeado al despegar.
Leo Sessler estaba sentado frente a una taza de café que
no había tocado.
–Deben de estar lamentando que las rutas hayan quedado
cerradas por este lado para la colonización –dijo Theophilus.
–Lástima –dijo el ingeniero Savan–. Con esto quedan
cerradas por este sector las rutas para la colonización durante mucho tiempo.
Kesterren cantaba abrazado a un árbol, Carita Dulce
pasaba la lengua por las paredes húmedas de la cuna-útero, Lesvanoos bajaba la
escalera hacia los sótanos, el Señor de Vantedour decía:
–Y quejándose de la porquería de café que están tomando.
–Este café es un asco –dijo el oficial de navegación–.
Nunca se puede conseguir buen café en una nave de exploración. Los cruceros de
lujo, ésos llevan buen café.
Theophilus se rio:
–Y deseando poder tomar el café que sirven en los
cruceros de gran turismo.
Leo Sessler no había probado el suyo.
–“Y allá se fueron –dijo–, al ruido de élitros de la
tierra, los grandes Itinerantes del sueño y de la acción; los Interlocutores
ávidos de lejanías y los Denunciantes de abismos mugientes, grandes
Interpeladores de albures en los confines”.
Pero nadie alcanzó a
oírlo.
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