Guillermo Samperio
El
disgusto no abandonaba al ingeniero José Luis Roma viendo latir los rebordes
del centro de la máquina, pulsiones rítmicas; las ocultas bocinas digitales
emitían gemidos, respiraciones fuertes, algún pujido. Su enfado se dirigía
también hacia sí mismo por confiar en Richard, primo hermano carnal por lado
materno, de apellido Calva, un muchacho con aspecto tímido, raro, de lentes
gruesos de carey; pasaba temporadas en la capital proveniente de LA y devoraba
revistas de rock light, en español o en inglés. A Roma le parecía un poco
hipocritón, en su timidez notaba cierta soberbia; su imposibilidad de
convertirse en uno de los integrantes del grupo de jóvenes músicos lo enmudecía
más. Hablaba lo necesario; era funcional, como había dicho alguna vez.
José Luis tenía que viajar a Caracas a dar una
conferencia sobre nuevos dispositivos electrónicos, varios de los cuales él
había creado. Richard tenía una semana y necesitaba quedarse otra. José Luis le
dijo que podía hacerlo, se fue a Venezuela, la pasó bien y regresó. Richard le
había dejado una nota: “Joe Louis: Un compás negro dibuja círculos viciosos;
estos círculos pueden ser rotos por cualquiera de sus partes. Mil gracias:
Richy”.
Roma no entendió el mensaje, si es que lo tenía;
pensaba que era como decir un compás blanco dibuja círculos virtuosos y el
azul, espirituales, y así le podía seguir. Respecto de quebrar los círculos
viciosos, Richard tenía razón, pero si hay más provecho que desastre puede ser
gozoso. Le vino a la mente el día en que llegó el dispositivo, comprado a un
distribuidor clandestino, apodado Barbarroja. Lo único que traía la caja era un
órgano sexual femenino, sus conexiones y un instructivo en tres idiomas, entre
ellos el japonés. La probó varios días y supo que había comprado el dispositivo
oportuno. Sin embargo, no le bastaban los anteojos tridimensionales que le
mostraban escenas eróticas.
Se puso a trabajar en el diseño de un cuerpo de
mujer para adaptárselo al módulo sexual. En la práctica, reprodujo el maniquí
de una especie de actriz hollywoodense y le puso por nombre Wendy. Con una red
de conexiones internas, la muñeca generaba temperatura, podía besar, mover las
piernas, reproducir palabras y monosílabos excitantes, además de oler a mujer.
Le mandó a confeccionar ropa coqueta y se volvió una compañera de trabajo para
Roma. Por lo regular, Wendy llevaba zapatos de tacón rojos y un vestido
ajustado color verde seco. Cuando iba a venir gente, simplemente la
desconectaba y la ponía ante un tocador en un pequeño cuarto que le había
adaptado a ella, donde a veces dormían juntos, ella enchufada a una laptop.
En las temporadas que tenía visitas, cerraba el
cuarto con llave y se iba a hurtadillas con ella alguna madrugada. Una noche,
al entrar al cuarto de Wendy, se topó con Richard y ya no pudo ocultarle nada.
De cualquier manera, los dispositivos de la erotomanía electrónica se habían
vuelto tan usuales; era seguro que su primo tuviera uno en LA.
Al
poco tiempo, surgió lo de su viaje a Caracas y el regreso a su soledad y, desde
luego, a la compañía de la muñeca. Como en sus viajes se alborotaba un poco,
durante diez días estuvo con Wendy, tanto en la recámara como en el estudio.
Una mañana, en el baño, Roma notó manchas violáceas en su entrepierna. Aunque
Wendy estaba vacunada con los más modernos antivirus, estaba expuesta a
cualquier novedad. No dudó en ningún momento en que el responsable había sido
el pinche Richard Calva; tras su rostro de inteligente atolondrado había un
perverso promiscuo. Dos cosas hizo José Luis de inmediato: primero, destrozarle
el sistema electrónico a Richard en LA, mandándole los virus que había creado
esa primavera; después, llamarle a Barbarroja para pedirle el antivirus
pertinente. En el momento en que el pirata escuchó el cuento, se doblaba de
risa en la pantalla telefónica y su barba se unía a su vientre. Al final,
vacunó a Wendy, a José Luis; las manchas desaparecieron y vino la calma.
Unos tres meses después, notó que Wendy se
desconfiguraba y parecía una mujer frígida. Roma revisó la red de conexiones de
su compañera y la encontró bien, pero las desconfiguraciones siguieron. José
Luis llamó de nuevo a Barbarroja quien, para el caso, se hizo presente de
inmediato; vino en una moto potente de tres llantas. Revisó a Wendy, sus
conexiones, probó varios programas; movía la cabeza en señal negativa, el sudor
bajó a su barba. De pronto, explotó en una risa tumultuosa, se pasó el
antebrazo por la frente, se acercó a Roma, lo abrazó y dijo:
–Tu mujer está embarazada.
De momento, Roma se sintió contento, pero con los
días le vino la duda de si lo que iba a nacer era suyo o de Richard. Una
madrugada quiso desconfigurar a Wendy para siempre, desarmarla y perderla, pero
se le fue haciendo costumbre esperar a que viniera lo que viniera. Con lío
familiar de por medio, pensó en una frase de una canción de Andrés Calamaro: no
hay más verdad que la verdad. Y entonces, esperó y allí estaba, de frente a
ella; Wendy, en los últimos momentos del trabajo de parto. Vio venir una
cabecita de cabello oscuro y poco a poco salió un cuerpo breve de muñeca
electrónica, bien concebida, sonora pues lloró. Con un instinto desconocido
para él, el ingeniero José Luis Roma la recibió y la miró con curiosidad y
cariño. Cuando le descubrió el mismo lunar grande en la nalga izquierda, supo
que era suya. La llamaría Sybil.
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