Fernando Pessoa
Es
inútil prolongar la conversación de todo este silencio… Yaces sentado, fumando,
en el rincón del gran sofá. Yazgo sentado, fumando, en el sofá de asiento
hondo. Entre nosotros no hubo, va a hacer una hora, sino las miradas de una
única voluntad de decir. Apenas renovábamos los cigarrillos –el nuevo en el
ocaso del viejo– y continuábamos la silenciosa conversación, interrumpida sólo
por el mirado deseo de hablar…
Sí, es inútil, pero todo, hasta la vida al
aire libre, es igualmente inútil. Hay cosas que son difíciles de decir… Este
problema, por ejemplo, de cuál de nosotros le gusta a ella, ¿cómo podemos
llegar a discutir eso? De ella ni hablar, ¿no es verdad? ¡Y sobre todo no ser
el primero en pensar en hablar de ella! Hablar sobre ella al impasible otro y
amigo… Ha caído la ceniza de tu cigarrillo en tu chaquetón negro –iba a
advertirte, pero para eso era necesario hablar…
Nos entremiramos de nuevo, como
transeúntes cruzados. Y el pecado mutuo que no cometemos asomó a la vez al
fondo de las dos miradas. De repente, te desesperezas, te semilevantas. Evitas
el hablar. “¡Me voy a tumbar!”, dijiste, sólo porque lo dijiste. Y todo esto,
tan psicológico, tan involuntario, por causa de una empleada de oficina
agradable y solemne.
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