Ramón Gómez de la Serna
El
orgullo de la gran ciudad se había cumplido por fin. Ya tenía diez millones de
automóviles.
Casi nadie pasaba por las calles y las
aceras se habían suprimido. A lo más en algunas vías de la ciudad habían dejado
una especie de alero para peatones desgraciados.
Pero aquella tarde de un domingo estival,
caracterizado por una atmósfera pesada, los gases de los diez millones de
automóviles intoxicaron toda la ciudad y los turistas que llegaron en la
madrugada se encontraron con el triste espectáculo de todos los habitantes
raseros de las calzadas, caídos en los sofás de sus coches, catalepsiados para
siempre por la asfixia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario