Emilio S. Belaval
Por la noche, la viuda del
manto prieto arropaba el cañaveral del barrio con sus tocas harapientas. ¡Condená!
Tenía los ojos llenos de ceniza, la boca llagada y unas manos huesudas que no se
acababan de morir:
–Voy
a largalme pa no velle más la cara tiñosa.
–Tiés
mieo?
–Tanto
como tú. Ya me la he llevao tres noches enjolqueá en la anca. Anoche se me brincó
de un guamá y me rodeó con sus güesos la centura. Casi estoy pol dejal el asuntito
de la gualdarraya, na más que pa no paseal más a ese espelpento.
–¿Tú
no crees que esté muelta? –preguntó el otro con canillera.
–Pa
mí que está en la desandá.
–¿Y
aonde le llevaste, mano?
–A
su rancho pelao. En la única pulgaíta que no se ha tragao la caña.
–¿Estará
muelta, helmano?
–¡Njú!
Los
capataces del ingenio norteamericano estaban intrigados con. aquel rancho maléfico.
Veinte veces lo tumbaron, le prendieron fuego a las yaguas, le pasaron filo a los
terrones y al otro día el terreno liso y las yaguas juntas. Había que sacar a la
vieja antes de que echara su milagrito por el barrio. En verdad era un poco pesado
ver aquella mai, acurrucada en la puerta de su rancho pelado, tan flaca como una
guajana y con los ojos llenos de cenizas. El gerente buscó al guapo de la central
y le encomendó que la desalojara.
Se
llamaba Flor Colón y era un hombre de pelo en pata. El ingenio le soplaba un chequecito
para que se estuviera quieto en el barrio, al servicio de la gerencia. Usaba una
lengua de vaca más larga que un espadón; tenía cuatro tajos largos en el cuero y
su famita bien ganada en reyerta contra parientes. El guapo se amarró la cintura
y subió:
–Tié
que ilse, mai.
–No
pueo.
–Ande,
mai, que no quieo asuntos con mujeres. Miste que tengo que estiralla. La central
no quié agregaos.
–No
pueo.
–¿Ni
mueltesita, mai?
–No
pueo.
–Pues
le voy a jacel el favolcito ligero, pa que se vaya usté pa arriba y se siente con
su marío aonde quepan. ¿Se va usté, o no se va?
–No
pueo.
Le
largó un tajo capaz de tirar al suelo a cuatro primos bien avenidos. ¡Ná! La lengua
de vaca le viró el brazo y lamió al guapo encima de la rodilla. Flor Colón se arrastró
despavorido hasta el cafetín:
–Mañana
arrenuncio lo de la central. Esa vieja no la mata naide.
–¿Pero
la macheteaste?
–Pa
dos chichas, hombre. No le entró el golpe. Pa mí que está muelta. Me arrenuncio,
y si el americano me suelta una guasita, pos le saco la manteca de un tajo.
El
soplo corrió por el barrio como un rabojunco en tierra verde. ¡La vieja del rancho
estaba muerta! ¡Ni Flor Colón había podido untarle su lengua de vaca! Todos volvieron
los ojos desorbitados hacia el rancho. ¿Se habría muerto la mai sin darse cuenta?
Poco a poco cada cual trajo su brasa; uno dijo que no abría la boca para que no
se le vieran los alveolos sin caries; otro, que tenía una tela de cebolla por nariz;
otro que los ojos los llevaba por dentro y se los viraba por la noche No comía nunca,
chupaba unas raíces que no la dejaban podrirse y ella misma se remendaba con alambre,
cuando se le desajustaban las canillas Sentadita a la puerta del rancho, esperaba
la voz de su muerto, para largarse con él al cielo. Flor Colón decía que la vieja
no podía irse del rancho. ¿Por qué andaba de noche solamente, crujiendo su manto
prieto por entre los cañaverales? Siempre había alguno que sabia más: la vieja enterró
los muertos del cólera sin un solo vómito; en la bubónica cogía los ratones y se
los echaba en el seno para calentarlos, pasó por los guajanales sin sufrir nunca
la ceguera. ¡Tenía que estar muerta! Si alguien se lo dijera tal vez se reconocería.
No era la primera comadre que se extraviaba en el camino del purgatorio. Con decírselo
estaba todo arreglado. Hubo junta de los bragados de la vecindad, para arreglar
la entrevista con la viuda de las tocas harapientas. Flor Colón fue el único que
llegó con voz al rancho:
–Mai,
se nos ha ocurrido que usté pué estal muelta. Lleva usté muchos años asina ¿Pol
qué no se larga usté pa onde su defunto?
–No
pueo.
–Miste,
mai, que los chicos están asustaos y los hombres con malos pensamientos. Váyase
usté pal cementerio, que yo la acompaño.
–No
pueo.
–Pol
lo menos no salga usté de noche jasta que le resemos las orasiones y se reconosca.
–No
pueo.
–Miste
que se va a despoblal este barrio por culpa suya.
–No
pueo.
Flor
Colón se cuchicheó con la escolta; ¡mejor era que aquella condená vieja andara a
la vista! Podría darle por echarle a la gente un bufido caliente en la oscuridad
y aquello sí que podía ser una cosa de susto. Mientras tuviera cuerpo, al menos
se la podía ver y echarle mano en tiempo oportuno:
–Pos
nos demos salvao. ¿Qué diache podrá jacelse pa que se largue?
Al
guapo del barrio le entró una pesadumbre, que trancaba las puertas con solo echarse
un suspiro. Le hormigueaba en el pecho su responsabilidad de hombre trascendente.
¡Era él quien tenía que resolver el problema de la vieja!; por algo le había encomendado
el americano aquel desalojo. Todas las tardes iba Flor Colón a hablar con la viuda:
–Miste,
mai, que usté me está comprometiendo seriamente. ¡Que pueo peldel mi prestigio si
usté no se larga! Váyase pa el otro barrio. Yo le múo el rancho.
–No
pueo.
–Si
tó arresulta en un paseíto entre amigos. Yo le cierro los sojos y le prendo un velorio
como nunca se jace pol aquí.
–No
pueo –remataba la voz fanática, fatídica, fantasmal.
El
guapo bajaba desesperado de los breñales de la vieja. ¡También era una porquería
del destino que le tocara a él tamaño lío con una muerta, después de haberse fajado
honorablemente con tantos vivos!
–Tié
que ilse; tié que ilse, manque se me monde la otra roílla –murmuraba el guapo, desesperado.
Pero
la vieja permanecía en el rancho. Acurrucada todo el día en la puerta roída, con
los ojos llenos de ceniza y la boca llagada por un dolor que no la dejaba morir,
caminando casi toda la noche por los cañaverales, con el manto prieto al desgaire,
sorda a todos los ruegos y las encomiendas, hilandera tiñosa de la conseja agreste,
vivía aquella estoica alma en espera de una voz que la juntara con su marido. Niño
que la mirara de lejos, por la noche le daba cagalera; jíbaro que rondara en busca de amores por gualdarrayas
abruptas, la tenía de jineta al regreso, con sus brazos huesudos apretando la cintura
del galán. Flor Colón lloraba como un niño, mirando su flor de hombre pisoteada,
impotente ante aquel guiño de la fatalidad:
–Ganas
teño de machetealme yo mesmo pa dalle una emburujá de muelto a muelto a esa condená.
Si alguien me lo asegurara, esta noche la diba a buscal defunto.
Aquella
noche fue la última noche en vela de Flor Colón; a la madrugada, con los cascos
alucinados, se le ocurrió; ¿por qué no buscar la historia del marido, para averiguar
el secreto de la vieja? En algún rincón del barrio tenía que estar. La pregunta
cayó en el cafetín como flor de malva para una calentura.
Corrieron
a tumbarle la puerta a las cuatro viejas más viejas del conuco, unas greñas miserables
que tenían casa embarrancada y manutención de gorgojo, de puerta en puerta. Aquellas
cuatro viejas ya estaban en el último callejón de la inmortalidad. No les hacía
daño ni el maíz podrido de la limosna y las pulgas las habían dejado quietas, como
carne que tiene derecho a descansar de toda rasquiña terrena. El guapo entró renqueando
hasta las viejas, en saltitos anquilosados, en medio de un coro de jíbaros con amores
en medianerías abruptas:
–Miren,
doñas, que la cosa es de cuidado y es pa jasel mimoria de seguío –advirtió Flor
Colón, en tonito como para vivas.
–Di,
hombre, di –contestó una conocida por Paula, un tanto despertada por el tono.
–Se
nos ha colgao en el barrio una condená alma que no deja enterral y jay que disponel
algo pa que se nos acabe la flojera.
–¿Y
qué te cuesta la condená, Flol? Con los mueltos jace bien la pacencia, mijijo.
–A
mí me cuesta una roílla, se va usté enterando; a los chicos de estos le va a paltil
los dientes la alferesía y a aquellos dos, unas chamacas que tién más allá de los
pajuíles. Con que ná de pedil chavos pa velas, que nojotros sabemos la manera de
vivil de ca quien, y a resolvel de seguío.
–¿Cómo
se ñama?
–Ni
nombre tié. Es la viua que vive acurrucá en el rancho.
–Pero
esa es viva, mijijo.
–Íselo
a mi lengua de vaca, doña. Le tiré un tajo pa jacel dos y desde aquello ando cojo.
La
más vieja de las cuatro viejas más viejas del barrio, plegó los ojos y se puso a
tumbar cien años atrás.
–Mía,
mijijo, que me voy a arrecoldando cómo queó viua esa probe Al marío se lo fuñeron
en el cañaveral.
–Siga,
doña.
–Se
casaron más que mosos y pelaron mucha tierra pa vivil en la finca dél. Ella era
muy bonitinga pero la tierra la estiró Mala revirá tuvieron los probes Sembraron
yuca y les salió brava y los grandules secos Se murieron las crías y el último pollo
se lo comieron con moquillo. En eso se encaramó pa acá el cañaveral y no dieron
paso ni pa la bestia. Tuvió que entregal la finca el marío pa que le dieran trabajo.
Al capatá le entró ojerisa contra el probe y un día polque se saltó un arao, le
abrió la cabesa con una coa, frente al rancho mesmo Lo trujeron con un trapo ajuntándole
la sesera. Yo estuví en el velorio, mijijo. La viua no soltó una lágrima. Tenía
la boca apretá, asina, con el labio pegao y el lloro pol dentro. Asina se pasó jasta
que se lo llevaron.
–Eso
es un caso de justisia, doña.
–Pos
yo no vide llegal a naide arriba con el comisario.
–Se
la hadremos nojotros. ¿Y cuenta usté que esa vieja chumba alguna ve fue bonita?
–Lo
mesmo que una calambreña, mijijo. Bonitina y pulposa. Tenia una narisilla ñata de
mujel suspiraora que le jacía muy grasioso el palabreo. Pero se enjumió con su hombre
pa salval la finca. De ná le silvio.
–¿Y
el capatá, aonde se largó?
–No
sé, oye. El último hijo que yo supiera se mató con una espantá de caballo. ¿Sería
la viua?
–Es
un caso complicao. Si algún allegao del capatá estuviera vivo, se podría desquital
a la vieja. ¿Y qué jace esa condená metía en el cañaveral?
–Cosa
de mueltos, mijijo. A lo mejol un día de estos le pega fuego a la caña.
–¿Será
eso lo que espera la vieja? –preguntó el guapo recelosamente, pensando en su chequecito.
–No
sé entoavía, mijijo. Quisá prendiendo una vela pa vel de qué lao se enclina…
–Miste,
doña, que aquí naide se quié metel en lío con la central. El fósforo le deja a uno
siempre un poco de ollín en la mano.
–Pos
allá tú que eres el encargao.
–Muchas
grasias, doña, y a callarse, ¿eh? Esto no se jabla con naide Y cuidiao con quearse
de velona cuando se estire, ¿sabe? La viua es la última muelta que aguanto yo aquí
y eso polque es un caso de justisia. Usté la desandá se la dá pol la playa, que
allí no se asustan los conglios.
–Ta
bien, hombre Yo de aquí salto pal cielo.
Volvieron
al barrio, con las cejas alborotadas por la calentura. El guapo no se podía matar
el remordimiento de haber atacado a la viudita dolorosa, que se había destripado
junto a su hombre, para que no se los tragara la revirá:
–Isen
que tenía narisilla ñata de mujel suspiraora –rumió un jíbaro sensual, como mascullando
un romance.
–Y
se pasó toa su mosera velando cogollos de yuca brava.
–¡Y
acabaron con ella y con su hombre! ¡Qué poca velgüensa!
Llegaron
al cafetín, cuando ya la noche estaba trotando hacia el amanecer. El quinqué tenía
la mecha más viva que una culebrilla de fuego y los jíbaros empezaron a mirar la
llamita con una aprehensión singular:
–¿Qué
le pasa a esa condená lú esta noche, mano?
–Que
el cuentesito de la viua me la trai endemoniá, sonso.
–A
lo mejol esa viua pensará que en este barrio no jay machos.
Un
rato largo:
–¿Me
quiés creel que siento el condenado quinqué ese bailándome en la cocotera?
La
mecha rabiosa, escrutaba el corazón de los hombres, moviendo sus pestañas diabólicas.
Flor Colón se puso a estirar entre dos dedos una mala idea que se le había enredado
en la conciencia: ¿Por qué no sacarle la manteca que tenía en la barriga el gerente
y llevársela arriba a la vieja para que se friera unos buñuelos en su calderito
de ánima en pena? Aquello tal vez fuera más fácil que darle frente al ingenio con
un incendio malicioso. Los jíbaros no se atrevían a mirar al quinqué, temerosos
de que la llamita se doblara hasta el cañaveral. El guapo se asomó a la ventana
que abría frente al rancho pelado, como si quisiera solicitar un misterioso permiso
de aquellos ojos, que de tanto llorar por dentro, se habían cubierto de cenizas.
Allí estaba acurrucada la viejecita, con sus huesitos amarrados bajo una toca harapienta,
con los labios llagados por un dolor que no la dejaba morir, en espera de una voz
que luchó junto a ella, para que no se los tragara la revirá. De pronto, la llama
señaló hacia el cañaveral. Saltaron cuatro o cinco de la mesa del embrisque, a buscar
refugio en el guapo:
–¡Miste,
compai; la llamita se pone imprudente!
–No
se pué agualdal más. Tié que sel agora mesmo.
–¿Y
la polesía?
–La
polesía viene andando, presioso, pero los mueltos se cuelan por la cumblera.
–Yo
voy si tú lo desides.
–¿Quiés
que a tu hijo no le chillen más los dientes?
–¿Qué
falta?
–Gas,
mucho gas. Hay que pegal el fueguito pol las cuatro puntas.
–Y
la vieja dentro, Flor. ¿No será más malo?
–¡Bah!,
pol la vieja vela el defunto.
–Pos
vamos.
Se
desparramaron por el cañaveral con el lomo erizado y las manos llenas de candela,
sabiendo que las llamas aventarían el maleficio que amenazaba con despoblar el barrio.
Media hora más tarde, el cañaveral empezó a arder por las cuatro esquinas; el humo
escaloneaba hacia el cielo, como si quisiera prender por sobre toda la tierra desposeída
una siniestra toca de viuda; corrían las voces soplando tizones, esperando que de
la noche tormentosa, llena de chasquidos voraces, saliera una voz que esperaba la
viuda sentada en la puerta de su rancho pelado.
–Agora
sí que la viua se larga con su defunto, compai.
–No
se apure, mi vieja, que allá en el sielo tié que habel un rinconsito pa usté y su
defunto.
–Y
pué sel que allá me le pongan otra vé, su narisilla ñata pa que le haga grasioso
el palabreo.
Con
su nuevo manto de llamas la viuda subió al cielo: el guapo la enterró entre volutas
de leyenda, prendiendo su toca postrera con la risa del niño aterrorizado que prestó
sus alfileres de leche. Nunca más la viuda del manto prieto ha arropado los cañaverales
de Puerto Rico y nuestra noche colonial perdió su última jineta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario