Raymond Carver
Chéjov.
La noche del 22 de marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y
confidente Alekséi Suvorin, editor y magnate de la prensa, era un reaccionario,
un self-made man cuyo padre había sido soldado raso en Borodino. Al
igual que Chéjov, era nieto de un siervo. Tenían eso en común: sangre campesina
en las venas. Pero tanto política como temperamentalmente se hallaban en las
antípodas. Suvorin, sin embargo, era uno de los escasos íntimos de Chéjov, y
Chéjov gustaba de su compañía.
Naturalmente, fueron al mejor restaurante
de la ciudad, un antiguo palacete llamado L’Ermitage (establecimiento en el que
los comensales podían tardar horas –la mitad de la noche incluso– en dar cuenta
de una cena de diez platos en la que, como es de rigor, no faltaban los vinos, los
licores y el café). Chéjov iba, como de costumbre, impecablemente vestido:
traje oscuro con chaleco. Llevaba, cómo no, sus eternos quevedos. Aquella noche
tenía un aspecto muy similar al de sus fotografías de ese tiempo. Estaba
relajado, jovial. Estrechó la mano del maitre, y echó una ojeada al vasto
comedor. Las recargadas arañas anegaban la sala de un vivo fulgor. Elegantes
hombres y mujeres ocupaban las mesas. Los camareros iban y venían sin cesar.
Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el
menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca. Suvorin y dos
camareros lo acompañaron al cuarto de baño y trataron de detener la hemorragia
con bolsas de hielo. Suvorin lo llevó luego a su hotel, e hizo que prepararan una
cama en uno de los cuartos de su suite. Más tarde, después de una segunda
hemorragia, Chéjov se avino a ser trasladado a una clínica especializada en el
tratamiento de la tuberculosis y afecciones respiratorias afines. Cuando
Suvorin fue a visitarlo días después, Chéjov se disculpó por el “escándalo” del
restaurante tres noches atrás, pero siguió insistiendo en que su estado no era
grave. “Reía y bromeaba como de costumbre –escribe Suvorin en su diario–,
mientras escupía sangre en un aguamanil”.
María Chéjov, su hermana menor, fue a
visitarlo a la clínica los últimos días de marzo. Hacía un tiempo de perros;
una tormenta de aguanieve se abatía sobre Moscú, y las calles estaban llenas de
montículos de nieve apelmazada. María consiguió a duras penas parar un coche de
punto que la llevara al hospital. Y llegó llena de temor y de inquietud.
“Antón Pávlovich yacía boca arriba
–escribe María en sus Memorias–. No le permitían hablar. Después de saludarlo,
fui hasta la mesa a fin de ocultar mis emociones”. Sobre ella, entre botellas
de champán, tarros de caviar y ramos de flores enviados por amigos deseosos de
su restablecimiento, María vio algo que la aterrorizó: un dibujo hecho a mano
–obra de un especialista, era evidente– de los pulmones de Chéjov. (Era de este
tipo de bosquejos que los médicos suelen trazar para que los pacientes puedan
ver en qué consiste su dolencia). El contorno de los pulmones era azul, pero
sus mitades superiores estaban coloreadas de rojo. “Me di cuenta de que eran
ésas las zonas enfermas”, escribe María.
También León Tolstoi fue una vez a
visitarlo. El personal del hospital mostró un temor reverente al verse en
presencia del más eximio escritor del país. (¿El hombre más famoso de Rusia?)
Pese a estar prohibidas las visitas de toda persona ajena al “núcleo de
allegados”, ¿Cómo no permitir que viera a Chéjov? Las enfermeras y médicos
internos, en extremo obsequiosos, hicieron pasar al barbudo anciano de aire
fiero al cuarto de Chéjov. Tolstoi, pese al bajo concepto que tenía del Chéjov
autor de teatro (“¿A dónde le llevan sus personajes? –le preguntó a Chéjov en
cierta ocasión–. Del diván al trastero, y del trastero al diván”), apreciaba
sus narraciones cortas. Además –y tan sencillo como eso–, lo amaba como
persona. Había dicho a Gorki: “Qué bello, qué espléndido ser humano. Humilde y
apacible como una jovencita. Incluso anda como una jovencita. Es sencillamente
maravilloso”. Y escribió en su diario (todo el mundo llevaba un diario o
dietario en aquel tiempo): “Estoy contento de amar… a Chéjov”.
Tolstoi se quitó la bufanda de lana y el
abrigo de piel de oso y se dejó caer en una silla junto a la cama de Chéjov.
Poco importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera prohibido
hablar, y más aún mantener una conversación. Chéjov hubo de escuchar, lleno de
asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre la inmortalidad
del alma. Recordando aquella visita, Chéjov escribiría más tarde: “Tolstoi
piensa que todos los seres (tanto humanos como animales) seguiremos viviendo en
un principio (razón, amor…) cuya esencia y fines son algo arcano para nosotros…
De nada me sirve tal inmortalidad. No la entiendo, y Lev Nikoláievich se
asombraba de que no pudiera entenderla”.
A Chéjov, no obstante, le produjo una
honda impresión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de
Tolstoi, Chéjov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en
nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco
sentidos. En consonancia con su concepción de la vida y la escritura, carecía
–según confesó en cierta ocasión– de “una visión del mundo filosófica,
religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme
con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean mueren. Y cómo hablan”.
Unos años atrás, antes de que le
diagnosticaran la tuberculosis, Chéjov había observado: “Cuando un campesino es
víctima de la consunción, se dice a sí mismo: ‘No puedo hacer nada. Me iré en
la primavera, con el deshielo’”. (El propio Chéjov moriría en verano, durante
una ola de calor). Pero, una vez diagnosticada su afección, Chéjov trató
siempre de minimizar la gravedad de su estado. Al parecer estuvo persuadido
hasta el final de que lograría superar su enfermedad del mismo modo que se
supera un catarro persistente. Incluso en sus últimos días parecía poseer la
firme convicción de que seguía existiendo una posibilidad de mejoría. De hecho,
en una carta escrita poco antes de su muerte, llegó a decirle a su hermana que
estaba “engordando”, y que se sentía mucho mejor desde que estaba en
Badenweiler.
Badenweiler
era un pequeño balneario y centro de recreo situado en la zona occidental de la
Selva Negra, no lejos de Basilea. Se divisaban los Vosgos casi desde cualquier
punto de la ciudad, y en aquellos días el aire era puro y tonificador. Los
rusos eran asiduos de sus baños termales y de sus apacibles bulevares. En el
mes de junio de 1904 Chéjov llegaría a Badenweiler para morir.
A principios de aquel mismo mes había
soportado un penoso viaje en tren de Moscú a Berlín. Viajó con su mujer, la
actriz Olga Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los ensayos de La
gaviota. Sus contemporáneos la describen como una excelente actriz. Era una
mujer de talento, físicamente agraciada y casi diez años más joven que el
dramaturgo. Chéjov se había sentido atraído por ella de inmediato, pero era
lento de acción en materia amorosa. Prefirió, como era habitual en él, el
flirteo al matrimonio. Al cabo, sin embargo, de tres años de un idilio lleno de
separaciones, cartas e inevitables malentendidos, contrajeron matrimonio en
Moscú, el 25 de mayo de 1901, en la más estricta intimidad. Chéjov se sentía
enormemente feliz. La llamaba “mi poney”, y a veces “mi perrito” o “mi
cachorro”. También le gustaba llamarla “mi pavita” o sencillamente “mi
alegría”.
En Berlín Chéjov había consultado a un
reputado especialista en afecciones pulmonares, el doctor Karl Ewald. Pero,
según un testigo presente en la entrevista, el doctor Ewald, tras examinar a su
paciente, alzó las manos al cielo y salió de la sala sin pronunciar una
palabra. Chéjov se hallaba más allá de toda posibilidad de tratamiento, y el
doctor Ewald se sentía furioso consigo mismo por no poder obrar milagros y con
Chéjov por haber llegado a aquel estado.
Un periodista ruso, tras visitar a los
Chéjov en su hotel, envió a su redactor jefe el siguiente despacho: “Los días
de Chéjov están contados. Parece mortalmente enfermo, está terriblemente
delgado, tose continuamente, le falta el resuello al más leve movimiento, su
fiebre es alta”. El mismo periodista había visto al matrimonio Chéjov en la
estación de Potsdam, cuando se disponían a tomar el tren para Badenweiler.
“Chéjov –escribe– subía a duras penas la pequeña escalera de la estación. Hubo
de sentarse varios minutos para recobrar el aliento”. De hecho, a Chéjov le
resultaba doloroso incluso moverse: le dolían constantemente las piernas, y
tenía también dolores en el vientre. La enfermedad le había invadido los
intestinos y la médula espinal. En aquel instante le quedaba menos de un mes de
vida. Cuando hablaba de su estado, sin embargo –según Olga–, lo hacía con “una
casi irreflexiva indiferencia”.
El doctor Schwöhrer era uno de los muchos
médicos de Badenweiler que se ganaba cómodamente la vida tratando a una
clientela acaudalada que acudía al balneario en busca de alivio a sus
dolencias. Algunos de sus pacientes eran enfermos y gente de salud precaria.
Pero Chéjov era un caso muy especial: un enfermo desahuciado en fase terminal.
Y un personaje muy famoso. El doctor Schwöhrer conocía su nombre: había leído
algunas de sus narraciones cortas en una revista alemana. Durante el primer
examen médico, a primeros de junio, el doctor Schwöhrer le expresó la
admiración que sentía por su obra, pero se reservó para sí mismo el juicio
clínico. Se limitó a prescribirle una dieta de cacao, harina de avena con
mantequilla fundida y té de fresa. El té de fresa ayudaría al paciente a
conciliar el sueño.
El 13 de junio, menos de tres semanas
antes de su muerte, Chéjov escribió a su madre diciéndole que su salud
mejoraba: “Es probable que esté completamente curado dentro de una semana”. ¿Qué
podía empujarlo a decir eso? ¿Qué es lo que pensaba realmente en su fuero
interno? También él era médico, y no podía ignorar la gravedad de su estado. Se
estaba muriendo: algo tan simple e inevitable como eso. Sin embargo, se sentaba
en el balcón de su habitación y leía guías de ferrocarril. Pedía información
sobre las fechas de partida de barcos que zarpaban de Marsella rumbo a Odessa.
Pero sabía. Era la fase terminal: no podía no saberlo. En una de las últimas
cartas que habría de escribir, sin embargo, decía a su hermana que cada día se
encontraba más fuerte.
Hacía mucho tiempo que había perdido todo
afán de trabajo literario. De hecho, el año anterior había estado casi a punto
de dejar inconclusa El jardín de los cerezos. Esa obra teatral le había
supuesto el mayor esfuerzo de su vida. Cuando la estaba terminando apenas
lograba escribir seis o siete líneas diarias. “Empiezo a desanimarme –escribió
a Olga–. Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase que escribo me
parece carente de valor, inútil por completo”. Pero siguió escribiendo. Terminó
la obra en octubre de 1903. Fue lo último que escribiría en su vida, si se
exceptúan las cartas y unas cuantas anotaciones en su libreta.
El 2 de julio de 1904, poco antes de
medianoche, Olga mandó llamar al doctor Schwöhrer. Se trataba de una
emergencia: Chéjov deliraba. El azar quiso que en la habitación contigua se
alojaran dos jóvenes rusos que estaban de vacaciones. Olga corrió hasta su
puerta a explicar lo que pasaba. Uno de ellos dormía, pero el otro, que aún
seguía despierto fumando y leyendo, salió precipitadamente del hotel en busca
del doctor Schwöhrer. “Aún puedo oír el sonido de la grava bajo sus zapatos en
el silencio de aquella sofocante noche de julio”, escribiría Olga en sus
memorias. Chéjov tenía alucinaciones: hablaba de marinos, e intercalaba retazos
inconexos de algo relacionado con los japoneses. “No debe ponerse hielo en un
estómago vacío”, dijo cuando su mujer trató de ponerle una bolsa de hielo sobre
el pecho.
El doctor Schwöhrer llegó y abrió su
maletín sin quitar la mirada de Chéjov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del
enfermo estaban dilatadas, y le brillaban las sienes a causa del sudor. El
semblante del doctor Schwöhrer se mantenía inexpresivo, pues no era un hombre
emotivo, pero sabía que el fin del escritor estaba próximo. Sin embargo, era
médico, debía hacer –lo obligaba a ello un juramento– todo lo humanamente
posible, y Chéjov, si bien muy débilmente, todavía se aferraba a la vida. El
doctor Schwöhrer preparó una jeringuilla y una aguja y le puso una inyección de
alcanfor destinada a estimular su corazón. Pero la inyección no surtió ningún
efecto (nada, obviamente, habría surtido efecto alguno). El doctor Schwöhrer,
sin embargo, hizo saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chéjov, de
pronto, pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente: “¿Para qué?
Antes de que llegue seré un cadáver”.
El doctor Schwöhrer se atusó el gran
mostacho y se quedó mirando a Chéjov, que tenía las mejillas hundidas y
grisáceas, y la tez de cera. Su respiración era áspera y ronca. El doctor
Schwöhrer supo que apenas le quedaban unos minutos de vida. Sin pronunciar una
palabra, sin consultar siquiera con Olga, fue hasta el pequeño hueco donde
estaba el teléfono mural. Leyó las instrucciones de uso. Si mantenía apretado
un botón y daba vueltas a la manivela contigua al aparato, se pondría en
comunicación con los bajos del hotel, donde se hallaban las cocinas. Cogió el
auricular, se lo llevó al oído y siguió una a una las instrucciones. Cuando por
fin le contestaron, pidió que subieran una botella del mejor champán que
hubiera en la casa. “¿Cuántas copas?”, preguntó el empleado. “¡Tres copas!”,
gritó el médico en el micrófono. “Y dese prisa, ¿me oye?” Fue uno de esos
excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente,
pues la acción es tan apropiada al instante que parece inevitable.
Trajo el champán un joven rubio, con
aspecto de cansado y el pelo desordenado y en punta. Llevaba el pantalón del
uniforme lleno de arrugas, sin el menor asomo de raya, y en su precipitación se
había abrochado un botón de la casaca en un ojal equivocado. Su apariencia era
la de alguien que se estaba tomando un descanso (hundido en un sillón,
pongamos, dormitando) cuando de pronto, a primeras horas de la madrugada, ha
oído sonar al aire, a lo lejos –santo cielo–, el sonido estridente del
teléfono, e instantes después se ha visto sacudido por un superior y enviado
con una botella de Moët a la habitación 211. “¡Y date prisa, ¿me oyes?!”
El
joven entró en la habitación con una bandeja de plata con el champán dentro de
un cubo de plata lleno de hielo y tres copas de cristal tallado. Habilitó un
espacio en la mesa y dejó el cubo y las tres copas. Mientras lo hacía estiraba
el cuello para tratar de atisbar la otra pieza, donde alguien jadeaba con
violencia. Era un sonido desgarrador, pavoroso, y el joven se volvió y bajó la
cabeza hasta hundir la barbilla en el cuello. Los jadeos se hicieron más
desaforados y roncos. El joven, sin percatarse de que se estaba demorando, se
quedó unos instantes mirando la ciudad anochecida a través de la ventana.
Entonces advirtió que el imponente caballero del tupido mostacho le estaba
metiendo unas monedas en la mano (una gran propina, a juzgar por el tacto), y
al instante siguiente vio ante sí la puerta abierta del cuarto. Dio unos pasos
hacia el exterior y se encontró en el descansillo, donde abrió la mano y miró
las monedas con asombro.
De forma metódica, como solía hacerlo
todo, el doctor Schwöhrer se aprestó a la tarea de descorchar la botella de
champán. Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió
luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la costumbre, metió el
corcho a presión en el cuello de la botella. Luego llevó las tres copas hasta
la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la mano de Chéjov (una
mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos). Colocó otra almohada
bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de champán contra la palma, y se
aseguró de que sus dedos se cerraran en torno al pie de la copa. Los tres
intercambiaron miradas: Chéjov, Olga, el doctor Schwöhrer. No hicieron chocar
las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la
muerte? Chéjov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: “Hacía tanto
tiempo que no bebía champán…” Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos
minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima de la
mesilla de noche. Chéjov se dio la vuelta en la cama y se quedó tendido de
lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar.
El doctor Schwöhrer cogió la mano de
Chéjov, que descansaba sobre la sábana. Le tomó la muñeca entre los dedos y
sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco, y mientras lo hacía abrió la
tapa. El segundero se movía despacio, muy despacio. Dejó que diera tres vueltas
alrededor de la esfera a la espera del menor indicio de pulso. Eran las tres de
la madrugada, y en la habitación hacía un bochorno sofocante. Badenweiler
estaba padeciendo la peor ola de calor conocida en muchos años. Las ventanas de
ambas piezas permanecían abiertas, pero no había el menor rastro de brisa. Una
enorme mariposa nocturna de alas negras surcó el aire y fue a chocar con fuerza
contra la lámpara eléctrica. El doctor Schwöhrer soltó la muñeca de Chéjov. “Ha
muerto”, dijo. Cerró el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco.
Olga, al instante, se secó las lágrimas y
comenzó a sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acudido a su llamada.
Él le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizás, o unas gotas de
valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de que las
autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el luctuoso
desenlace, antes de que Chéjov dejara para siempre de estar a su cuidado,
quería quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podría el doctor Schwöhrer
ayudarla? ¿Mantendría en secreto, durante apenas unas horas, la noticia de
aquel óbito?
El doctor Schwöhrer se acarició el
mostacho con un dedo. ¿Por qué no? ¿Qué podría importar, después de todo, que
el suceso se hiciera público unas horas más tarde? Lo único que quedaba por
hacer era extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la mañana en
su consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor Schwöhrer movió la
cabeza en señal de asentimiento y recogió sus cosas. Antes de salir, pronunció
unas palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. “Ha sido un honor”, dijo
el doctor Schwöhrer. Cogió el maletín y salió de la habitación. Y de la
Historia.
Fue entonces cuando el corcho saltó de la
botella. Se derramó sobre la mesa un poco de espuma de champán. Olga volvió
junto a Chéjov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando en cuando
le acariciaba la cara. “No se oían voces humanas, ni sonidos cotidianos
–escribiría más tarde–. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de la
muerte”.
Se
quedó junto a Chéjov hasta el alba, cuando el canto de los tordos empezó a
oírse en los jardines de abajo. Luego oyó ruidos de mesas y sillas: alguien las
trasladaba de un sitio a otro en alguno de los pisos de abajo. Pronto le
llegaron voces. Y entonces llamaron a la puerta. Olga sin duda pensó que se
trataba de algún funcionario, el médico forense, por ejemplo, o alguien de la
policía que formularía preguntas y le haría rellenar formularios, o incluso
(aunque no era probable) el propio doctor Schwöhrer acompañado del dueño de
alguna funeraria que se encargaría de embalsamar a Chéjov y repatriar a Rusia
sus restos mortales.
Pero era el joven rubio que había traído
el champán unas horas antes. Ahora, sin embargo, llevaba los pantalones del
uniforme impecablemente planchados, la raya nítidamente marcada y los botones
de la ceñida casaca verde perfectamente abrochados. Parecía otra persona. No
sólo estaba despierto, sino que sus llenas mejillas estaban bien afeitadas y su
pelo domado y peinado. Parecía deseoso de agradar. Sostenía entre las manos un
jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo. Le ofreció las
flores a Olga con un airoso y marcial taconazo. Ella se apartó de la puerta
para dejarlo entrar. Estaba allí –dijo el joven– para retirar las copas, el
cubo de hielo y la bandeja. Pero también quería informarle que, debido al
extremo calor de la mañana, el desayuno se serviría en el jardín. Confiaba
asimismo en que aquel bochorno no les resultaría en exceso fastidioso. Y
lamentaba que hiciera un tiempo tan agobiante.
La mujer parecía distraída. Mientras el
joven hablaba apartó la mirada y la fijó en algo que había sobre la alfombra.
Cruzó los brazos y se cogió los codos con las manos. El joven, entre tanto, con
el jarrón entre las suyas y a la espera de una señal, se puso a contemplar
detenidamente la habitación. La viva luz del sol entraba a raudales por las
ventanas abiertas. La habitación estaba ordenada; parecía poco utilizada aún,
casi intocada. No había prendas tiradas encima de las sillas; no se veían
zapatos ni medias ni tirantes ni corsés. Ni maletas abiertas. Ningún desorden
ni embrollo, en suma; nada sino el cotidiano y pesado mobiliario. Entonces,
viendo que la mujer seguía mirando al suelo, el joven bajó también la mirada, y
descubrió al punto el corcho cerca de la punta de su zapato. La mujer no lo
había visto: miraba hacia otra parte. El joven pensó en inclinarse para
recogerlo, pero seguía con el jarrón en las manos y temía parecer aún más
inoportuno si ahora atraía la atención hacia su persona. Dejó de mala gana el corcho donde estaba y
levantó la mirada. Todo estaba en orden, pues, salvo la botella de champán
descorchada y semivacía que descansaba sobre la mesa junto a dos copas de
cristal. Miró en torno una vez más. A través de una puerta abierta vio que la
tercera copa estaba en el dormitorio, sobre la mesilla de noche. Pero ¡había
alguien aún acostado en la cama! No pudo ver ninguna cara, pero la figura
acostada bajo las mantas permanecía absolutamente inmóvil. Una vez percatado de
su presencia, miró hacia otra parte. Entonces, por alguna razón que no alcanzaba
a entender, lo embargó una sensación de desasosiego. Se aclaró la garganta y
desplazó su peso de una pierna a otra. La mujer seguía sin levantar la mirada,
seguía encerrada en su mutismo. El joven sintió que la sangre afluía a sus
mejillas. Se le ocurrió de pronto, sin reflexión previa alguna, que tal vez
debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, confiando en
atraer la atención de la mujer, pero ella ni lo miró siquiera. Los distinguidos
huéspedes extranjeros –dijo– podían desayunar en sus habitaciones si ése era su
deseo. El joven (su nombre no ha llegado hasta nosotros, y es harto probable
que perdiera la vida en la primera gran guerra) se ofreció gustoso a subir él
mismo una bandeja. Dos bandejas, dijo luego, volviendo a mirar –ahora con
mirada indecisa– en dirección al dormitorio.
Guardó
silencio y se pasó un dedo por el borde interior del cuello. No comprendía
nada. Ni siquiera estaba seguro de que la mujer le hubiera escuchado. No sabía
qué hacer a continuación; seguía con el jarrón entre las manos. La dulce
fragancia de las rosas le anegó las ventanillas de la nariz, e
inexplicablemente sintió una punzada de pesar. La mujer, desde que había entrado
él en el cuarto y se había puesto a esperar, parecía absorta en sus pensamientos.
Era como si durante todo el tiempo que él había permanecido allí de pie, hablando, desplazando su peso de una
pierna a otra, con el jarrón en las manos, ella hubiera estado en otra parte,
lejos de Badenweiler. Pero ahora
la mujer volvía en sí, y su semblante perdía aquella expresión ausente. Alzó
los ojos, miró al joven y sacudió la cabeza. Parecía esforzarse por entender
qué diablos hacía aquel joven en su habitación con tres rosas amarillas. ¿Flores?
Ella no había encargado ningunas flores.
Pero el momento
pasó. La mujer fue a buscar su bolso y sacó un puñado de monedas. Sacó también unos billetes. El joven se pasó la
lengua por los labios fugazmente: otra propina elevada, pero ¿por qué? ¿Qué
esperaba de él aquella mujer? Nunca había servido a ningún huésped parecido.
Volvió a aclararse la garganta.
No quería
el desayuno, dijo la mujer. Todavía no, en todo caso. El desayuno no era lo más
importante aquella mañana. Pero necesitaba que le prestara cierto servicio.
Necesitaba que fuera a buscar al dueño de una funeraria. ¿Entendía lo que le
decía? El señor Chéjov había muerto, ¿lo entendía? Comprenez-vous? ¿Eh,
joven? Antón Chéjov estaba muerto. Ahora atiéndeme bien, dijo la mujer. Quería
que bajara a recepción y preguntara dónde podía encontrar al empresario de
pompas fúnebres más prestigioso de la ciudad. Alguien de confianza, escrupuloso con su trabajo y de temperamento
reservado. Un artesano, en suma, digno de un gran artista. Aquí tienes, dijo
luego, y le encajó en la mano los billetes. Diles ahí abajo que quiero que seas
tú quien me brinde este servicio. ¿Me escuchas? ¿Entiendes lo que te estoy
diciendo?
El joven se
esforzó
por comprender el sentido del encargo. Prefirió no mirar de nuevo en dirección
al otro cuarto. Ya había presentido que algo no marchaba bien. Ahora advirtió
que el corazón le latía con fuerza bajo la casaca, y que empezaba a aflorarle
el sudor por la frente. No sabía hacia dónde dirigir la mirada. Deseaba dejar el
jarrón en alguna parte.
Por favor,
haz esto por mí, dijo la mujer. Te recordaré con gratitud. Diles ahí abajo que
he insistido. Di eso. Pero no llames la atención innecesariamente. No atraigas
la atención ni sobre tu persona ni sobre la situación. Diles únicamente que
tienes que hacerlo, que yo te lo he pedido… y nada más. ¿Me oyes? Si me
entiendes, asiente con la cabeza. Pero sobre todo que no cunda la noticia. Lo
demás, todo lo demás, la conmoción y todo eso… llegará muy pronto. Lo peor ha
pasado. ¿Nos estamos entendiendo?
El joven se
había puesto pálido. Estaba rígido, aferrado al jarrón. Acertó a asentir con la
cabeza.
Después de
obtener la venia para salir del hotel, debía dirigirse discreta y
decididamente, aunque sin precipitaciones impropias, hacia la funeraria. Debía
comportarse exactamente como si estuviera llevando a cabo un encargo
importante, y nada más. De hecho estaba llevando a cabo un encargo muy
importante, dijo la mujer. Y, por si podía ayudarle a mantener el buen temple
de su paso, debía imaginar que caminaba por una acera atestada llevando en los
brazos un jarrón de porcelana –un jarrón lleno de rosas– destinado a un hombre importante.
(La mujer hablaba con calma, casi en un tono de confidencia, como si le hablara
a un amigo o a un pariente.) Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre a
quien debía entregar las rosas le estaba esperando, que quizás esperaba con
impaciencia su llegada con las flores. No debía, sin embargo, exaltarse y echar
a correr, ni quebrar la cadencia de su paso. ¡Que no olvidara el jarrón que
llevaba en las manos! Debía caminar con brío, comportándose en todo momento de
la manera más digna posible. Debía seguir caminando hasta llegar a la
funeraria, y detenerse ante la puerta. Levantaría luego la aldaba, y la dejaría
caer una, dos, tres veces. Al cabo de unos instantes, el propio patrono de la
funeraria bajaría a abrirle.
Sería un
hombre sin duda cuarentón, o incluso cincuentón, calvo, de complexión fuerte,
con gafas de montura de acero montadas casi sobre la punta de la nariz. Sería
un hombre recatado, modesto, que formularía sólo las preguntas más directas y
esenciales. Un mandil. Sí, probablemente llevaría un mandil. Puede que se
secara las manos con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía.
Sus ropas despedirían un tufillo de formaldehido, pero perfectamente
soportable, y al joven no le importaría en absoluto. El joven era ya casi un
adulto, y no debía sentir miedo ni repulsión ante esas cosas. El hombre de la
funeraria lo escucharía hasta el final, sería sin duda un hombre comedido y de
buen temple, alguien capaz de ahuyentar en lugar de agravar los miedos de la
gente en este tipo de situaciones. Mucho tiempo atrás llegó a familiarizarse
con la muerte, en todas sus formas y apariencias posibles. La muerte, para él,
no encerraba ya sorpresas ni soterrados secretos. Este era el hombre cuyos
servicios se requerían aquella mañana.
El maestro
de pompas fúnebres coge el jarrón de las rosas. Sólo en una ocasión durante el
parlamento del joven se despierta en él un destello de interés, de que ha oído
algo fuera de lo ordinario. Pero cuando el joven menciona el nombre del muerto,
las cejas del maestro se alzan ligeramente. ¿Chéjov, dices? Un momento,
enseguida estoy contigo.
¿Entiendes
lo que te estoy diciendo?, le dijo Olga al joven. Deja las copas. No te
preocupes por ellas. Olvida las copas de cristal y demás, olvida todo eso. Deja
la habitación como está. Ahora ya todo está listo. Estamos ya listos. ¿Vas a ir?
Pero en
aquel momento el joven pensaba en el corcho que seguía en el suelo, muy cerca de
la punta de su zapato. Para recogerlo tendría que agacharse sin soltar el
jarrón de las rosas. Esto es lo que iba a hacer. Se agachó. Sin mirar hacia
abajo. Cogió el corcho, lo encajó en el hueco de la palma y cerró la mano.
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