martes, 3 de mayo de 2022

La maldición de Eurema

R. A. Lafferty

 

Era casi el último de ellos.

¿Qué? ¿El último de los grandes individualistas? ¿El último de los verdaderos genios creativos del siglo? ¿El último de los precursores absolutos?

No. No. Era el último de los tontos.

Los niños nacían cada vez más inteligentes cuando él llegó al mundo, y así sería eternamente. Él era el último de los bobos recién nacidos.

Hasta su madre tenía que admitir que Albert era un niño lento. ¿Qué otra cosa se puede decir de un chico que no comienza a hablar hasta los cuatro años, que no aprende a manejar una cuchara hasta los seis, que no sabe abrir una puerta hasta los ocho? ¿Qué otra cosa se puede decir de un niño que se pone el zapato derecho en el pie izquierdo y sufre cuando camina? ¿Y a quién se le tiene que decir que cierre la boca después de bostezar?

Algunas cosas siempre estaban fuera de su alcance… como distinguir la aguja pequeña de la grande en el reloj. Pero eso no tenía importancia. A él no le importaba saber la hora.

Cuando tenía ocho años y medio hizo un progreso notable, llegando a distinguir su mano derecha de la izquierda. Pero lo hizo por medio de las más ridículas asociaciones. Tenían que ver con la forma en que los perros se dan la vuelta antes de echarse, la dirección de los remolinos y tornados, el lado en el cual se ordeña una vaca y se monta un caballo, la dirección en que se agitan las hojas del roble y el sicomoro, el complicado laberinto que forma el moho de las rocas y árboles, las grietas de las calizas, la dirección de los giros del halcón, la forma en que caza el alcaudón, y el serpenteo de la víbora (recuerden que la Mountain Boomer es una excepción), la orientación de los montes de cedros y bálsamos, el contorno irregular del agujero cavado por el zorrillo y el tejón (recuerden que, a veces, los zorrillos usan las cuevas de los tejones). Bien, Albert aprendió finalmente a diferenciar la derecha de la izquierda, pero un chico listo podía aprender cuál era su mano derecha y cuál su izquierda sin tantas tonterías.

Albert nunca aprendió a escribir de una forma legible. Hacía trampa en la escuela. Con el contador de velocidad de una bicicleta, un motor de juguete, unas diminutas levas excéntricas y unas batería robadas del audífono de su abuelo, hizo una máquina que escribiera por él. Era pequeña como una hormiga león y se podía colocar tanto en un lápiz como en un lapicero, ocultable entre los dedos. Formaba las letras maravillosamente, ya que Albert había colocado las levas de modo que siguieran el modelo de los cuadernos de caligrafía. Hacía el cambio de letra con llaves no más grandes que un bigote de ratón. Era deshonesto, es cierto, pero ¿qué puede hacer uno cuando es demasiado tonto para escribir de forma pasable?

Albert no podía calcular. Tuvo que hacer una máquina que calculara por él. Cabía en la palma de la mano; sumaba, restaba, multiplicaba y dividía. Al año siguiente, cuando tenía nueve, le enseñaron álgebra. Tuvo que inventar un dispositivo que, adosado a su aparato, resolvía simultáneamente las ecuaciones de cuarto grado. Si no hubiera sido por todos esos trucos, Albert jamás hubiera conseguido buenas calificaciones en la escuela.

 

Tuvo otra dificultad, a los quince años. Bueno, decirlo así es poco. Tiene que haber una palabra más fuerte que “dificultad” para eso. Le tenía miedo a las mujeres.

¿Qué hacer?

–Construiré una máquina que no le tenga miedo a las mujeres –dijo Albert. Y puso manos a la obra. Casi la había terminado cuando se le ocurrió algo–. Pero si ninguna máquina le teme a las mujeres. Esto no ayudará a solucionar el problema.

Su lógica era errónea y la analogía lo demostró. Hizo lo que siempre hacía. Trampa.

Sacó los rodillos de programación de una vieja pianola que estaba en el desván, encontró una caja de engranes que aún servían, usó placas magnéticas en lugar de los rollos perforados de música, alimentó la matriz con un ejemplar de la Lógica de Wormwood y tuvo lista una máquina de lógica que podría contestar sus preguntas.

–¿Qué me pasa que le tengo miedo a las mujeres? –le preguntó Albert a la máquina de lógica.

–No pasa nada contigo –le dijo la máquina de lógica–. Es normal tenerle miedo a las mujeres. A mí también me asustan un poco.

–Pero, ¿qué puedo hacer?

–Esperar el momento y la situación. Seguro que no son muy vivas. Pero si quieres hacer alguna trampa…

–Sí, sí; entonces, ¿qué?

–Construye una máquina igual a ti, Albert, que hable como tú. Pero hazla más viva y menos tímida. Y, Albert, hay una cosa especial que es mejor que le coloques por si las cosas no salen como es debido. Te lo diré al oído. Es peligroso.

Entonces Albert hizo a Pequeño Danny, un muñeco que se parecía a él y hablaba como él, sólo que era más vivo y carecía de timidez. Llenó a Pequeño Danny con chistes de las revistas Mad y Quip, y entonces ambos estuvieron listos.

Albert y Pequeño Danny fueron a visitar a Alice.

–¡Oh, es maravilloso! –dijo Alice–. ¿Por qué no puedes ser así, Albert? ¿No es cierto que eres maravilloso, Pequeño Danny? ¿Por qué tienes que ser tan estúpido, Albert, cuando Pequeño Danny es tan maravilloso?

–Yo, hip, hip, no lo sé –dijo Albert–, hip, hip, hip.

–Cuando tiene hipo parece un pescado –dijo Pequeño Danny.

–¡Y lo es, Pequeño Danny, realmente lo es! –exclamó Alice–. ¿Por qué no puedes decir cosas inteligentes como Pequeño Danny? ¿Por qué eres tan estúpido?

El asunto no marchaba del todo bien, pero Albert siguió con él. Programó a Pequeño Danny para que tocara el ukelele y cantara. Deseaba poder programarse a sí mismo. A Alice le fascinaba todo lo que Pequeño Danny hacía, pero no le prestaba ninguna atención a Albert. Y un día la paciencia de Albert se vio colmada.

–¿Pa-pa-para qué necesitamos este muñeco? –preguntó Albert–. Lo construí para que te divirtieras y te hiciera reír. Vámonos de aquí y dejémoslo.

–¿Irme contigo, Albert? –preguntó Alice–. Pero eres muy estúpido, ya te lo he dicho muchas veces. Vámonos tú y yo, Pequeño Danny, y dejemos a Albert. Nos divertiremos mucho más sin él.

–¿Quién lo necesita? –preguntó Pequeño Danny–. Lárgate, fracaso.

Albert se alejó de ellos. Se alegraba de haber seguido el consejo de su máquina de lógica: poner un dispositivo especial dentro de Pequeño Danny al construirlo. Caminó cincuenta pasos. Cien.

–Es suficiente –se dijo, y apretó el botón de su bolsillo.

Nadie, salvo Albert y su máquina de lógica, supieron qué había provocado la explosión. Diminutos engranajes de Pequeño Danny y pedacitos de Alice cayeron por todas partes, pero no los suficientes como para que alguien pudiera identificarlos.

Albert había aprendido una lección de su máquina de lógica: nunca construyas algo que no puedas destruir.

Bien, al fin Albert se hizo un hombre, al menos en edad. Siempre hubo en él algo de aquel adolescente torpe, y aun así libró su propia batalla contra los adolescentes de su época y los venció por completo. Nunca se había llevado bien con ellos. No había sido un adolescente muy equilibrado y odiaba ese recuerdo. Tampoco nadie llegó nunca a confundirlo con un hombre equilibrado.

Albert era demasiado torpe para ganarse la vida con un trabajo honesto. Se vio obligado a negociar sus trucos y artificios con leguleyos y representantes. Pero se vio rodeado de una cierta fama y abrumado por la riqueza.

Era demasiado estúpido como para manejar sus asuntos económicos, pero construyó una máquina para que se ocupara de sus inversiones y se hizo rico por accidente. Había construido aquella maldita cosa demasiado bien, y se arrepentía.

Albert se transformó en uno más del grupo furtivo que nos ha llenado de cosas de poco valor a través de toda la historia. Estaba ese cartaginés que no podía aprender la gran variedad de caracteres jeroglíficos e inventó ese alfabeto pobre y reducido, apto para mediocres. Estaba aquel árabe sin nombre que no podía contar hasta diez y que desarrolló un sistema decimal para niños e idiotas. Estaba aquel dos veces flamenco, quien con sus tipos movibles llenó el mundo de libros inútiles. Albert pertenecía a ese grupo miserable.

Él no servía para nada, pero poseía una despreciable destreza para hacer máquina que servían para todo.

Sus máquinas hacían unas pocas cosas. Es posible que ustedes recuerden que, antiguamente, las ciudades estaba cubiertas de smog. Oh, era posible eliminarlo del aire con bastante facilidad. Todo lo que se necesitaba era un filtro. Albert hizo una máquina filtradora. La colocaba en el exterior todas las mañanas. Limpiaba el aire de un área de unos trescientos metros alrededor del cobertizo donde vivía, y recibía un poco más de una tonelada de residuos cada veinticuatro horas. Este residuo era rico en grandes moléculas polisilábicas que una de sus máquinas consumía.

–¿Por qué no limpia toda la atmósfera? –le preguntaba la gente.

–Porque este residuo es mucho más de lo que Clarence Desoxirribonucleico necesita por día –contestaba Albert.

Ése era el nombre de esa particular máquina química.

–Pero el smog nos matará –le dijo la gente–. Tenga piedad de nosotros.

–Oh, de acuerdo –dijo Albert.

Y entregó la máquina filtradora a una de sus máquinas duplicadoras para que hiciera tantas copias como fuera necesario.

 

¿Recuerdan que alguna vez hubo problemas con los adolescentes? ¿Recuerdan cómo eran esos pequeños bribones? Albert estaba harto de ellos. Había algo torpe en ellos que le recordaba demasiado a sí mismo. Se construyó su propio adolescente. Era grosero. Para los jóvenes era uno más de ellos: el aro en la oreja izquierda, las patillas largas, las manoplas y los estiletes, y la púa de guitarra para pinchar los ojos. Pero era incomparablemente más grosero que los adolescentes humanos. Aterrorizó a todo el vecindario y los hizo actuar y vestirse como personas normales. Había algo especial en la máquina adolescente que Albert había hecho. Estaba constituida de metal polarizado y cristal, y sólo era visible para los adolescentes.

–¿Por qué su vecindario es diferente? –le preguntaba la gente–. ¿Por qué los adolescentes son tan buenos y amables en su vecindario y tan distintos en los otros? Parece como si algo hubiera asustado a los de aquí.

–Oh –dijo Albert–, pensé que yo era el único al que no le gustaban.

–Oh, no, no –dijo la gente–. Si hubiera alguna cosa que usted pudiera hacer.

Albert entregó el mejor de sus adolescentes invisibles a una de sus máquinas duplicadoras para que hiciera tantas copias como fuera necesario, y envió uno a cada vecindario. Desde ese día los adolescentes son todos buenos y amables y un poco asustadizos. Pero no hay ninguna evidencia de que lo que los mantiene en ese estado sea un ojo colgando de una mejilla, provocado por una púa invisible de guitarra.

Así, dos de los problemas más serios de la segunda mitad del siglo veinte fueron solucionados, pero de una manera accidental, y no hay que exagerar sus méritos.

 

Con el paso de los años Albert comenzó a sentirse cada vez más inferior en presencia de sus máquinas, sobre todo con las de forma humana. No tenía la urbanidad ni la viveza ni la inteligencia de ellas. Era un zoquete a su lado y así se lo hacían sentir.

¿Por qué no? Uno de sus aparatos se sentaba en el gabinete presidencial. Otro era el Gran Consejero de los Observadores que preservaban la paz mundial. Otro presidía Riqueza Ilimitada, ese instrumento público-privado internacional, que garantizaba riquezas razonables para todo el mundo. Y otro era el conductor de la Fundación para la Salud y la Longevidad que se preocupaba de que estas cosas llegaran a todos. ¿Por qué esas espléndidas y triunfales máquinas se ocuparían del miserable tío que las había construido?

–Soy rico por accidente –se dijo Albert un día– y reverenciado por un error de las circunstancias. Pero no tengo en el mundo, sea hombre o máquina, un solo amigo. Hay libros que explican cómo hacer amigos, pero no me sirven. Tengo que hacerlo a mi manera.

Y Albert se construyó un amigo.

Hizo a Pobre Charles, una máquina tan estúpida, torpe e inepta como él mismo.

–Ahora tendré un compañero –se dijo Albert, pero no funcionó.

Ponga dos ceros juntos y aún tendrá cero. Pobre Charles, era demasiado parecido a Albert para servir para algo.

¡Pobre Charles! Incapaz de pensar hizo una –(pero espere un poco, hombre, eso no va a resultar)–, hizo una máqui –(pero ¿no es esto el mismo maldito asunto, de nuevo?)– hizo una máquina que pensara por él y…

¡Basta, basta! Es suficiente. Pobre Charles, fue la única máquina hecha por Albert que era lo suficientemente tonta como para hacer algo así.

Bueno, fuera lo que fuese, la máquina que Pobre Charles hizo tenía el control de la situación y de Pobre Charles cuando Albert los encontró accidentalmente. La máquina de la máquina, el aparato que Pobre Charles había construido para que pensara por él, lo estaba sermoneando en una forma humillante.

–Sólo los ineptos y deficientes inventan –decía la maldita máquina con voz monótona–. Los griegos, en su época de oro, no inventaban. No usaban energía suplementaria ni instrumentos. Usaban, como todos los hombres o máquinas siempre usan, esclavos. No tuvieron que humillarse con los aparatos. Ellos, que hacían lo difícil con facilidad, no buscaron el camino fácil.

“Pero los incompetentes inventan. Los disminuidos inventan. Los depravados inventan. Y los sirvientes inventan.”

Albert, en uno de sus raros momentos de ira, los mató a ambos. Pero sabía que la máquina de su máquina había dicho la verdad.

Albert estaba ahora mucho más abatido. Un hombre más inteligente hubiera sabido cuál era su error por una corazonada. Albert sólo tuvo una corazonada en su vida: el saber que no era bueno para las corazonadas y que nunca lo sería. No viendo, pues, solución, fabricó una máquina y la llamó Corazonador.

En muchos sentidos era la peor máquina que había hecho. Construyéndola trató de expresar algo que siempre lo inquietaba sobre el futuro. Era una cosa desproporcionada, tanto en mente como en mecanismo, un inadaptado.

Sus máquinas más inteligentes se reunían a su alrededor y protestaban mientras él las ensamblaba.

–¡Muchacho! ¡Estás perdido! –se mofaban–. ¡Esta cosa es muy primitiva! ¡Extrae su energía del ambiente! Hace años que te dijimos que eliminaras esa fuente de poder y colocaras en nosotros unidades energéticas codificadas.

–Ejem… algún día puede haber disturbios sociales y pueden quedar bloqueados todos los centros energéticos y los aparatos –balbuceó Albert–. Pero Corazonador seguiría operando aunque el mundo fuera borrado de un plumazo.

–Eso no concuerda con nuestra matriz de información –asintieron–. Es peor que Pobre Charles. Esta cosa estúpida sólo sirve para rascarse.

–Quizá haya un nuevo tipo de picazón para él –dijo Albert.

–¡Pero ni siquiera es limpio! –gritó indignada la máquina de urbanidad–. ¡Mira eso! Derramó sobre el piso algún tipo de lubricación primitiva.

–Me recuerda mi niñez, me gusta –dijo Albert.

–¿Para qué sirve? –le preguntaron.

–Ejem… tiene corazonadas –balbuceó Albert.

–¡Duplicación! –gritaron –. Eso es para lo que tú mismo sirves, y ni siquiera eres muy bueno. Sugerimos una elección para reemplazarte, perdona nuestras risas, en la dirección de esta empresa.

–Jefe, tengo la corazonada de que ahora debemos desconectarlos –dijo Corazonador con un susurro inacabado.

–Están fanfarroneando –le contestó Albert con otro susurro–. Mi primera máquina de lógica me enseñó que nunca construyera algo que no pudiera destruir. Los tengo agarrados y ellos lo saben. Desearía que esas cosas se me ocurrieran alguna vez a mí.

–Quizá lleguen tiempos difíciles y yo pueda servir para algo –dijo Corazonador.

 

Sólo una vez, casi al fin de su vida, tuvo Albert algo parecido a un estallido de honradez. Hizo algo (y fue un miserable error) por sí mismo. Fue la noche del segundo milenio en la que Albert recibió el Trofeo Finerty-Hochmann, el más alto premio que otorgaba la intelectualidad del mundo. Albert era sin duda una curiosa elección, pero era notorio que la paternidad de casi todos los inventos básicos de los últimos treinta años podía ser adjudicada a él o alguno de los aparatos que lo rodeaban.

Usted conoce el trofeo. En la parte superior está Eurema, la sintética diosa griega de la invención, cuyos brazos se extienden como si fuera a alzar el vuelo. Abajo un corte estilizado del cerebro mostrando las circunvoluciones. Y más abajo el escudo de armas de los académicos: el Viejo Sabio rampante (plata); el siniestro Analizador Anderson (gules); el Motor-Espacial Mondeman diestro (veros). Era un trabajo muy bueno de Groven, en su novena época.

Albert tenía un discurso elaborado por su máquina de escribir discursos, pero por alguna razón no la utilizó. Hizo su propia composición y fue un desastre. Se puso de pie al ser presentado y comenzó a hablar y tartamudear sin sentido.

–Ah… sólo la ostra enferma produce el nácar –dijo, y todos se quedaron con las bocas abiertas. ¿Cómo se podía comenzar un discurso de esta manera?–. ¿O acaso tengo yo un don equivocado? –preguntó Albert débilmente.

–¡Eurema no se parece a eso! Su mirada parecía aturdida, y de pronto apuntó al trofeo–. No, no, ella no es así. Eurema camina hacia atrás y es ciega. Y su madre es un armatoste sin cerebro.

Todos lo miraban con pena.

–Nada sube sin levadura –trató Albert de explicar–, pero el fermento en sí es un hongo y un mal. Uno puede regularizarlo todo, lo espléndido y lo sublime. Pero no se puede vivir sin lo irregular. Un día uno muere, pero ¿quién te dirá que estás muerto? ¿Quién inventará, cuando ya no haya más disminuidos o insuficientes? ¿Qué harán ustedes cuando ya no quede ningún defectuoso? ¿Quién hará elevar la masa entonces?

¿No se siente bien? –preguntó el maestro de ceremonias con rapidez–. ¿Quiere terminar con el discurso? La gente lo entenderá.

–Por supuesto que no estoy bien. Nunca lo he estado –dijo Albert–. Pero, ¿de qué otra manera podría ser útil? Usted sostiene el ideal de que todo debe ser saludable y bien ordenado. ¡No! ¡No! Cuando todos estemos ordenados nos osificaremos y moriremos. El mundo se mantiene saludable sólo para que las mentes insanas se oculten en él. La primera herramienta hecha por el hombre no fue un raspador o un cincel o un cuchillo de piedra. Fue una muleta, y no fue construida por un hombre sano.

Quizá usted debería descansar –dijo en voz baja un funcionario; nunca se había oído antes un discurso tan disparatado en la cena de entrega de premios.

–Sabe –dijo Albert–, no fueron los bueyes de raza ni las carretas hermosas las que hicieron los nuevos caminos. Sólo un becerro lisiado hace un nuevo sendero. Y todo lo que sobrevive debe ser un elemento de la incongruencia. Oiga, conoce usted a la mujer que dijo: “Mi marido es incongruente, pero a mí nunca me gustó Washington en verano”.

Todos lo contemplaron con estupor.

–Éste fue mi primer chiste –dijo Albert sin convicción–. Mi máquina de hacer chistes los hace mucho mejor que yo. –Hizo una pausa, carraspeó e inspiró profundamente–. ¡Bobos! –gritó roncamente–. ¿Qué harán ustedes cuando el último de los bobos se haya ido? ¿Cómo podrán sobrevivir sin nosotros?

Albert había finalizado. Bostezó y se olvidó de cerrar la boca. Le tuvieron que ayudar a volver a su asiento. Su máquina publicitaria explicó que Albert estaba fatigado por exceso de trabajo y luego distribuyó copias del discurso que se suponía debía de haber desarrollado.

Fue un episodio infortunado. ¡Qué dolor saber que los innovadores nunca son grandes hombres! ¡Y que los grandes hombres no sirven para otra cosa que para ser grandes hombres!

 

En ese año se aprobó un decreto indicando que debía hacerse un censo completo del país. El decreto era de Cesare Panebianco, el presidente del país; era el décimo año apropiado para el censo y no había nada inusual en el decreto. Se tomaron, desde luego, algunas previsiones para que los desocupados y decrépitos, que eran usualmente omitidos, fueran examinados y se investigara por qué se encontraban en esa situación. Fue en el curso de esa operación cuando Albert fue pescado. Si había un hombre parecido a un desempleado y un decrépito ése era Albert.

Fue agrupado con los otros vagos, sentado a una mesa, obligado a responder tortuosas preguntas, tales como:

–¿Cuál es su nombre?

Casi no pudo pronunciar el suyo, pero se rehízo y respondió:

–Albert.

–¿Qué hora marca ese reloj?

Lo dejaron varado en su viejo punto muerto. ¿Cuál sería la manecilla de la hora? Se quedó mirando con la boca abierta y no respondió.

–¿Sabe leer?

–No sin mi… –comenzó Albert–. No tengo conmigo a mi… No, no puedo leer muy bien por mí mismo.

–Pruebe.

Le dieron un papel para que marcara en él preguntas verdaderas y falsas. Albert contestó todas como verdaderas, creyendo haber respondido un cincuenta por ciento bien. Pero todas eran falsas. La gente común es aficionada a la falsedad. Luego le dieron un test en el que debía colocar la palabra que faltaba de un proverbio.

“… es la mejor póliza”. Esto no significaba nada para él. Ni siquiera pudo recordar el nombre de la compañía de seguros con la que había firmado sus pólizas.

“Más vale pájaro en mano que… volando” contenía más matemáticas de las que Albert podía manejar.

–Parece que hay cien incógnitas –se dijo– y un solo valor positivo, el pájaro. El significado del verbo “volando” es muy vago. No puedo resolver esta ecuación. Ni siquiera estoy seguro de que sea una ecuación. Si sólo tuviera conmigo a mi…

Pero no tenía ninguno de sus artefactos o máquinas con él. Sólo se tenía a sí mismo. Dejó una docena más de proverbios sin completar. De pronto vio la oportunidad de recuperarse. Nadie es tan tonto como para no saber una respuesta si se le hacen las suficientes preguntas.

“…es la madre de la inventiva”, decía.

“Estupidez”, escribió Albert con su extraña letra. Luego se estiró en el asiento con regocijo.

–Conozco a Eurema y a su madre –dijo lanzando risitas–. ¡Hombre, vaya si las conozco!

Pero ellos también la consideraron errónea. Él había contestado mal todas las preguntas de todos los tests. Comenzaron a ponerle una etiqueta para enviarlo a un sanatorio para deficientes donde pudiera aprender qué hacer con sus manos; con su cabeza no había ninguna esperanza.

Un par que máquinas de urbanidad de Albert llegaron y lo sacaron de allí. Explicaron que, si bien él era un desocupado y un vago, era un desocupado y un vago muy rico, y que además era un hombre famoso.

–No lo parece, pero en realidad es, perdón por nuestras risas, un tipo de mucha importancia –explicó una de las máquinas–. Hay que indicarle que cierre la boca después de bostezar, pero, después de todo, es el ganador del Premio Finerty-Hochmann. Nos hacemos responsables de él.

 

Albert se sentía un miserable mientras sus máquinas lo sacaban de allí, especialmente cuando le pidieron que caminara tres o cuatro pasos detrás de ellas como si no fueran juntos. Le jugaron un montón de bromas que lo hicieron sentirse como un gusano reptante. Luego los dejó y fue a uno de los tantos escondrijos que tenía.

–Me haré saltar mis sesos de cangrejo –maldecía–. Esta humillación es más de lo que puedo soportar. Pero creo que no puedo hacerlo solo. Buscaré a alguien que lo haga.

Comenzó a fabricar un aparato en su escondrijo.

–¿Qué está haciendo, jefe? –le preguntó Corazonador–. Tuve la corazonada de que vendría aquí y comenzaría a construir algo.

–Estoy construyendo una máquina que me haga volar los sesos de calabaza –gritó Albert–. Soy demasiado cobarde para hacerlo yo mismo.

–Jefe, tengo la corazonada de que hay algo mejor que hacer. Hagamos algo que divierta.

–No –dijo Albert pensativamente–. Una vez construí una máquina de diversión. Era graciosa hasta que desapareció, pero no me hacía ningún efecto.

–Esta diversión será para nosotros dos. Considere a todo el mundo. ¿Cómo cree que es?

–Es demasiado bueno para que yo viva en él – dijo Albert–. Todas las cosas y todas las personas son perfectas, y así es todo. Están en la cúspide de la civilización. Se lo han ganado y lo mantienen muy pulcro. No hay lugar para un desordenado como yo en el mundo. Por eso me voy.

–Jefe, tengo la corazonada de que está viendo mal las cosas. Debemos observar mejor. Vuelva a mirar, una exploración real, de todo. Ahora bien, ¿qué es lo que ve?

–Corazonador, Corazonador ¿es esto posible? ¿Es real lo que veo? Me sorprende no haberme dado cuenta antes. Así que las cosas son así, vistas de cerca.

“¡Seis mil millones de tarados esperando ser atrapados! ¡Seis mil millones de tarados sin defensa alguna! Un par de tipos sueltos con alguna diversión y, caray, ¡caerán derribados por la bola del Improvisado Canal de Boliche de Albert!

–Jefe, tengo la corazonada de que fui hecho para esto. El mundo se estaba poniendo muy aburrido. Arrojemos la bola y derribemos todas las tristezas. Caray, ¡podemos hacer chuza!

–Inauguremos una nueva era –exclamó exultante Albert–. La llamaremos el Giro del Gusano. Tendremos diversión, Corazonador. Nos comeremos a todos como si fueran cacahuates. ¿Cómo no lo vi antes así? Seis mil millones de tarados.

 

El siglo veintiuno comenzó con esta, cómo decir, extraña nota.

 

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