Isaac Asimov
Rose Smollett se sentía feliz, casi triunfante. Se arrancó
los guantes, tiró el sombrero, volvió sus ojos brillantes hacia su marido y le
dijo:
–Drake,
vamos a tenerlo aquí.
Drake
la miró disgustado:
–Llegas
tarde para la cena. Yo creí que ibas a estar de vuelta a eso de las siete.
–Bah,
no tiene importancia. Comí algo mientras venía. Pero, Drake, ¡vamos a tenerlo
aquí!
–¿A
quién, aquí? ¿De quién estás hablando?
–¡Del
doctor del planeta Hawkin! ¿Es que no te diste cuenta de que la conferencia de
hoy era sobre él? Pasamos todo el día hablando de ello. ¡Es la cosa más
excitante que jamás pudiera habernos ocurrido!
Drake
Smollett apartó la pipa de su rostro. Primero miró la pipa, luego a su mujer.
–A
ver si lo he entendido bien. ¿Cuando dices el doctor procedente del planeta
Hawkin, te refieres al hawkinita que tienen en el instituto?
–Pues,
claro. ¿A quién iba a referirme si no?
–¿Y
puedo preguntarte qué diablos significa eso de que vamos a tenerlo aquí?
–Drake,
¿es que no lo entiendes?
–¿Qué
es lo que tengo que entender? Tu instinto puede estar interesado por esa cosa,
pero yo no. ¿Qué tenemos que ver con él? Es cosa del instituto, ¿no crees?
–Pero,
cariño –dijo Rose pacientemente–, el hawkinita quería vivir en una casa
particular en una parte donde no lo molestaran con ceremonias oficiales y donde
pudiera desenvolverse más de acuerdo con sus gustos. Lo encuentro de lo más
comprensible.
–¿Por
qué en nuestra casa?
–Porque
nuestra casa es conveniente para ello, creo. Me preguntaron si se lo permitía,
y, francamente –añadió con cierta obstinación–, lo considero un privilegio.
–¡Mira!
–Drake se metió los dedos entre el cabello y consiguió alborotarlo–, tenemos un
lugar adecuado, ¡de acuerdo! No es el lugar más elegante del mundo, pero nos
sirve bien a los dos. No obstante, no veo que nos sobre sitio para visitantes
extraterrestres.
Rose
empezó a parecer preocupada. Se quitó las gafas y las guardó en su funda.
–Podemos
instalarlo en el cuarto de huéspedes. Él se ocupará de tenerlo en orden. He
hablado con él y es muy agradable. Sinceramente, lo único que debemos hacer es
mostrar cierta capacidad de adaptación.
–Sí,
claro, sólo un poco de adaptabilidad. Los hawkinitas aspiran cianuro. Y supongo
que también tendremos que adaptarnos a eso, ¿no?
–Lleva
siempre cianuro en un pequeño cilindro. Ni siquiera te darás cuenta.
–¿Y
de qué otras cosas no voy a darme cuenta?
–De
nada más. Son totalmente inofensivos. ¡Cielos, si incluso son vegetarianos!
–Y
eso, ¿qué significa?, ¿que tenemos que servirle una bala de heno para cenar?
El
labio inferior de Rose empezó a temblar.
–Drake,
estás siendo deliberadamente odioso. Hay muchos vegetarianos en la Tierra; no
comen heno.
–Y
nosotros, ¿qué? Podremos comer carne, ¿o esto va a hacerle pensar que somos
caníbales? No pienso vivir de ensaladas para hacerlo feliz, te lo advierto.
–No
seas ridículo.
Rose
se sentía desamparada. Se había casado relativamente mayor. Había elegido su
carrera; parecía haber encajado bien en ella. Era miembro del Instituto Jenkins
de Ciencias Naturales, rama de Biología, con más de veinte publicaciones a su
nombre. En una palabra, la línea estaba trazada, el camino desbrozado: se había
dedicado a una carrera y a la soltería. Y ahora, a los 35 años, estaba aún algo
asombrada de encontrarse casada desde hacía escasamente un año.
Ocasionalmente
se sentía turbada, porque a veces descubría que no tenía la menor idea de cómo
tratar a un marido. ¿Qué había que hacer cuando el hombre de la casa se ponía
testarudo? Esto no constaba en ninguno de sus cursillos. Como mujer de carrera
y de mentalidad independiente, no podía rebajarse a zalamerías. Así que lo miró
fijamente y le dijo con sinceridad:
–Para
mí significa mucho.
–¿Por
qué?
–Porque,
Drake, si se queda aquí algún tiempo, podré estudiarlo bien de cerca. Se ha
trabajado muy poco en la biología y psicología del hawkinita individualmente, y
en las inteligencias extraterrestres en general. Sabemos algo de su sociología
e historia, pero nada más. Seguro que te das cuenta de que es una oportunidad.
Vivirá aquí; lo observaremos, le hablaremos, vigilaremos sus hábitos…
–No
me interesa.
–Oh,
Drake. No te comprendo.
–Supongo
que vas a decirme que no suelo ser así.
–Bueno,
es que no eres así.
Drake
guardó silencio un momento. Parecía ajeno a todo; sus pómulos salientes y su
barbilla cuadrada parecían helados, tal era la sensación de resentimiento.
Finalmente, dijo.
–Mira,
he oído hablar algo de los hawkinitas en relación con mi trabajo. Dices que se
ha investigado su sociología pero no su biología. Claro, porque los hawkinitas
no quieren que se les estudie como ejemplares, como tampoco querríamos
nosotros. He hablado con hombres que fueron encargados de la seguridad y
vigilancia de varias misiones de hawkinitas en la Tierra. Las misiones
permanecen en las habitaciones que se les asignan y no las abandonan por nada
salvo para asuntos oficiales sumamente importantes. No tienen el menor contacto
con los hombres de la Tierra. Es obvio que sientan tanta repugnancia por
nosotros, como yo, personalmente, por ellos.
“La
verdad es que no llego a comprender por qué el hawkinita del instituto va a ser
diferente. Me parece que tenerlo aquí va contra lo establecido y, bueno… que él
quiera vivir en la casa de un terrícola me lo revuelve todo.
Rose,
cansada, explicó:
–Esto
es diferente. Me sorprende que no puedas comprenderlo, Drake. Es un doctor.
Viene aquí en plan de investigación médica y te concedo que probablemente no
disfrute conviviendo con seres humanos y que, además, nos encuentre horribles.
Pero, con todo y con eso debe quedarse. ¿Crees tú que a un médico humano le
guste ir al trópico o que disfrute dejándose picar por los mosquitos?
–¿Qué
es eso de mosquitos? –cortó Drake–. ¿Qué tienen que ver con lo que estamos
discutiendo?
–Pues
nada –contestó Rose asombrada–, se me ocurrió de pronto, nada más. Estaba
pensando en Reed y en sus experimentos sobre la fiebre amarilla.
Drake
se encogió de hombros.
–Haz
lo que quieras.
Rose
titubeó un instante, luego preguntó:
–No
estarás enfadado, ¿verdad? –Le pareció que sonaba ridículamente infantil.
–No.
Y
eso significa, ella lo sabía, que sí lo estaba.
Rose se contempló, insegura, en el espejo de cuerpo entero.
Nunca había sido guapa y estaba tan resignada, que ya no le importaba. Por
supuesto que no tenía la menor importancia para un ser procedente del planeta
Hawkin. Lo que sí le molestaba era eso de tener que ser una anfitriona bajo tan
extrañas circunstancias, mostrar tacto hacia una criatura extraterrestre y, a
la vez, hacia su marido. Se preguntó quién de los dos resultaría más difícil.
Drake
llegaría tarde a casa aquel día; tardaría aún media hora. Rose se encontró
inclinada a creer que lo había preparado expresamente con la aviesa intención
de dejarla sola con su problema. De pronto se sintió presa de un sordo
resentimiento.
La
había llamado por teléfono al instituto para preguntarle bruscamente:
–¿Cuándo
vas a llevarlo a casa?
–Dentro
de tres horas –respondió con voz seca.
–Está
bien. ¿Cómo se llama? El nombre del hawkinita.
–¿Por
qué quieres saberlo? –No pudo evitar la frialdad de las palabras.
–Digamos
que es una pequeña investigación por mi cuenta. Después de todo, esa cosa
vivirá en mi casa.
–Por
el amor de Dios, Drake, no mezcles tu trabajo con nosotros.
La
voz de Drake sonó metálica y desagradable.
–¿Por
qué no, Rose? ¿No es eso precisamente lo que haces tú?
Así
era, claro, de forma que le dio la información que él quería.
Esta
era la primera vez en su vida matrimonial que tenían una pelea o cosa parecida
y, sentada frente al gran espejo empezó a preguntarse si no tendría que
esforzarse por comprender su punto de vista. En esencia, se había casado con un
policía. En realidad era más que un simple policía: era miembro del Consejo de
Seguridad Mundial.
Había
sido una sorpresa para sus amigos. El matrimonio había sido ya de por sí la
mayor sorpresa, pero ya que se había decidido a casarse, ¿por qué no con otro
biólogo? O, si hubiera querido salirse a otro camino, ¿por qué no con un
antropólogo o con un químico? Pero, mira que precisamente con un policía… Nadie
había pronunciado estas palabras, naturalmente, pero se mascaba en la atmósfera
el día de la boda.
Aquel
día, y desde entonces, había sentido ciertos resentimientos. Un hombre podía
casarse con quien le diera la gana, pero si una doctora en Filosofía decidía
casarse con un hombre que no fuera siquiera licenciado, se escandalizaban. ¿Y
por qué razón? ¿Qué les importaba a ellos? En cierto modo era guapo e
inteligente, y ella estaba perfectamente satisfecha de su elección.
No
obstante, ¿cuánto esnobismo del mismo tipo traía ella a casa? ¿No adoptaba
siempre la actitud de que sus investigaciones biológicas eran importantes,
mientras que la ocupación de él era simplemente algo que quedaba dentro de las
cuatro paredes de su pequeño despacho en los viejos edificios de las Naciones
Unidas, en East River?
Se
levantó de un salto, agitada, y respirando profundamente decidió abandonar
aquellos pensamientos. Ansiaba desesperadamente no disputar con él. Y tampoco
iba a meterse en sus asuntos. Se había comprometido a aceptar al hawkinita como
huésped, pero en lo demás dejaría que Drake hiciera lo que quisiera. Era mucho
lo que él concedía.
Harg Tholan estaba de pie en medio de la sala de estar,
cuando ella bajó la escalera. No se había sentado, porque no estaba
anatómicamente construido para hacerlo. Lo sostenían dos pares de miembros
colocados muy cerca, mientras que un tercer par, de diferente construcción,
pendía de una región que, en un ser humano, equivalía al pecho. La piel de su
cuerpo era dura, brillante y marcada de surcos, mientras que su cara tenía un
vago parecido a algo remotamente bovino. Sin embargo, no era por completo
repulsivo y llevaba una especie de vestimenta en la parte baja de su cuerpo a
fin de evitar ofender la sensibilidad de sus anfitriones humanos.
–Señora
Smollett –dijo–, agradezco su hospitalidad más allá de lo que puedo expresar en
su idioma. –Y se agachó de modo que sus miembros delanteros rozaron el suelo
por un instante.
Rose
sabía que este gesto significaba gratitud entre los seres del planeta Hawkin.
Estaba agradecida de que hablara tan bien su idioma. La forma de su boca,
combinada con la ausencia de incisivos hacía que los sonidos fueran sibilantes.
Aparte de todo esto, podía haber nacido en la Tierra por el poco acento que
tenía.
–Mi
marido no tardará en llegar, y entonces cenaremos.
–¿Su
marido? –Calló un momento y al instante añadió–: Sí, claro.
Rose
no hizo caso. Si había un motivo de infinita confusión entre las cinco razas
inteligentes de la Galaxia conocida, estribaba en las diferencias de su vida
sexual e instituciones sociales. El concepto de marido y esposa, por ejemplo,
existía solamente en la Tierra. Las otras razas podían lograr una especie de
comprensión intelectual de lo que significaba, pero jamás una comprensión
emocional.
–He
consultado al instituto para la preparación de su menú. Confío en que no haya
nada que le disguste.
El
hawkinita parpadeó rápidamente. Rose recordó que esto equivalía a un gesto de
diversión.
–Las
proteínas son siempre proteínas, mi querida señora Smollett. En cuanto a los
factores trazadores que necesito pero que no se encuentran en sus alimentos, he
traído concentrados perfectamente adecuados para mí.
Y
las proteínas eran proteínas. Rose lo sabía con certeza. Su preocupación por la
dieta de la criatura había sido, sobre todo, una muestra de buenos modales. Al
descubrirse vida en los planetas de las estrellas exteriores, una las
generalizaciones más interesantes fue comprobar que la vida podía formarse de
otras sustancias que no fueran proteínas, incluso de elementos que no eran
carbono. Seguía siendo verdad que las únicas inteligencias conocidas eran de
naturaleza proteínica. Esto significaba que cada una de las cinco formas de
vida inteligente podía mantenerse largos periodos con los alimentos de
cualquiera de las otras cuatro.
Oyó
la llave de Drake en la cerradura y se quedó tiesa de aprensión.
Tuvo
que admitir que se portó bien. Entró y sin la menor vacilación tendió la mano
al hawkinita, diciéndole con firmeza:
–Buenas
noches, doctor Tholan.
El
hawkinita alargó su miembro delantero, grande, torpe, y, por decirlo de algún
modo, se estrecharon la mano. Rose ya había pasado por ello y conocía la
extraña sensación de una mano hawkinita en la suya. La había notado rasposa,
caliente y seca. Imaginaba que al hawkinita, la suya y la de Drake le
parecerían frías y viscosas.
Cuando
se lo presentaron, tuvo la oportunidad de observar aquella mano extraña. Era un
caso sorprendente de evolución convergente. Su desarrollo morfológico era
enteramente diferente del de la mano humana, pero había conseguido acercarse a
una buena similitud. Tenía cuatro dedos, le faltaba el pulgar. Cada dedo tenía
cinco articulaciones independientes. Así, la carente flexibilidad por ausencia
del pulgar se compensaba por las propiedades casi tentaculares de los dedos. Y
lo que era aún más interesante a sus ojos de bióloga era que cada dedo
hawkinita terminaba en una diminuta pezuña, imposible de identificar al profano
como tal, pero claramente adaptada para la carrera, como para el hombre la mano
estuvo adaptada para trepar.
–¿Está
usted bien instalado, señor? –preguntó Drake amablemente–. ¿Quiere una copa?
El
hawkinita no contestó sino que miró a Rose con una ligera contorsión facial que
indicaba cierta emoción que, desgraciadamente, Rose no supo interpretar.
Comentó, nerviosa:
–En
la Tierra hay la costumbre de beber líquidos que han sido reforzados con
alcohol etílico. Lo encontramos estimulante.
–Oh,
si, en este caso me temo que debo rehusar. El alcohol etílico chocaría muy
desagradablemente con mi metabolismo.
–Bueno,
tengo entendido que a los de la Tierra les ocurre lo mismo, doctor Tholan –intervino
Drake–. ¿Le molestaría que yo bebiera?
–Claro
que no.
Drake
pasó junto a Rose al ir hacia el aparador y ella sólo captó una palabra, dicha
entre dientes y muy controlada, “¡Cielos!” No obstante, le pareció captar unas
cuantas exclamaciones más a sus espaldas.
El
hawkinita permaneció de pie junto a la mesa. Sus dedos eran modelo de destreza
al manejar los cubiertos. Rose se esforzó por no mirarlo mientras comía. Su
gran boca sin labios partía su cara de un modo alarmante al ingerir los
alimentos y al masticar, sus enormes mandíbulas se movían desconcertantes de un
lado a otro. Era otra prueba de sus antepasados ungulados. Rose se encontró
preguntándose si, después, en la soledad y quietud de su habitación, rumiaría
la comida, y sintió pánico por si Drake tenía la misma idea y se levantaba,
asqueado, de la mesa. Pero Drake se lo estaba tomando todo con mucha calma.
Dijo:
–Supongo,
doctor Tholan, que el cilindro que tiene al lado contiene cianuro, ¿no?
Rose
se sobresaltó. No se había dado cuenta. Era un objeto de metal, curvado, y sus
pezuñitas sostenían un tubo delgado y flexible que recorría su cuerpo pero que
apenas se notaba por el color tan parecido al de su piel amarillenta, y entraba
por una esquina de su inmensa boca. Rose se sintió ligeramente turbada como si
viera una exhibición de prendas íntimas.
–¿Y
contiene cianuro puro? –siguió preguntando.
El
hawkinita parpadeó, divertido:
–Supongo
que pensará en un peligro posible para los terrícolas. Sé que el gas es
altamente venenoso para ustedes y yo no necesito mucho. El gas contenido en el
cilindro es cianuro hidrogenado en un cinco por ciento, y el resto es oxígeno.
Nada escapa del tubo excepto cuando realmente chupo el conducto, y no tengo que
hacerlo con frecuencia.
–Ya.
¿Y necesita el gas para vivir?
Rose
estaba algo sorprendida. Uno no debía hacer semejantes preguntas sin una
cuidadosa preparación. Era imposible conocer de antemano dónde podían estar los
puntos sensibles de una psicología extraña. Y Drake debía hacer esto
deliberadamente, ya que no podía dejar de darse cuenta de que podía obtener,
fácilmente, respuestas a sus preguntas, dirigiéndose a ella. ¿O es que prefería
no preguntárselo a ella?
El
hawkinita se mostró imperturbable aparentemente:
–¿No
es usted biólogo, señor Smollett?
–No,
doctor Tholan.
–Pero
está íntimamente asociado a la señora doctora Smollett.
–Sí,
estoy casado con una señora doctora, pero no soy biólogo. –Drake sonrió
ligeramente–. Simplemente un funcionario menor del Gobierno. Los amigos de mi
mujer –añadió– me llaman policía.
Rose
se mordió el interior de la mejilla. En este caso había sido el hawkinita el
que había tocado el punto sensible de la psicología extraña. En el planeta
Hawkin, regía un fuerte sistema de castas y las relaciones entre castas eran
limitadas. Pero Drake no podía darse cuenta.
El
hawkinita se volvió a Rose:
–Señora
Smollett, le ruego me permita explicar un poco nuestra bioquímica a su marido.
Será aburrido para usted puesto que estoy seguro de que está perfectamente
enterada.
–No
faltaba más, doctor Tholan –le respondió.
–Verá
usted, señor Smollett, el sistema respiratorio de nuestro cuerpo y de todos los
cuerpos de todas las criaturas que respiran en la Tierra, está controlado por
ciertas enzimas con contenido de un metal, o eso me han enseñado. El metal es
generalmente hierro aunque a veces es cobre. En cualquier caso, pequeños
rastros de cianuro combinarían con los metales e inmovilizarían el sistema
respiratorio de la célula terrestre o viviente. Se verían en la imposibilidad
de utilizar oxígeno y morirían a los pocos minutos.
“La
vida en mi planeta no está del todo organizada así. Los compuestos
respiratorios clave no contienen ni hierro ni cobre; en realidad ningún metal.
Es por dicha razón por la que mi sangre es incolora. Nuestros compuestos
contienen ciertos grupos orgánicos que son esenciales para la vida y estos
grupos pueden solamente mantenerse intactos con la ayuda de una pequeña
concentración de cianuro. Indudablemente, este tipo de proteína se ha
desarrollado a lo largo de un millón de años de evolución, en un mundo que
tiene un pequeño tanto por ciento de cianuro, con hidrógeno naturalmente, en la
atmósfera. Su presencia se mantiene por ciclo biológico. Varios de nuestros
microorganismos nativos sueltan el gas libre.
–Lo
expone usted con suma claridad, doctor Tholan, y es muy interesante –dijo Drake–,
¿Y qué ocurre si no lo respira? ¿Se muere simplemente así? –Y chasqueó los
dedos.
–No
del todo. No es como la presencia del cianuro para ustedes. En mi caso, la
ausencia de cianuro equivaldría a una lenta estrangulación. Ocurre a veces, en
habitaciones mal ventiladas de mi mundo, que el cianuro se consume gradualmente
y cae por debajo de la necesaria concentración mínima. Los resultados son muy
dolorosos y de tratamiento difícil.
Rose
tenía que reconocérselo a Drake; daba la sensación de estar realmente
interesado. Y al forastero, gracias a Dios, no parecía importarle el
interrogatorio.
El
resto de la cena pasó sin incidentes. Fue casi agradable.
A
lo largo de la velada, Drake siguió lo mismo: interesado. Mucho más que eso:
absorto. La anuló, y a ella le agradó. Él fue realmente brillante y solamente
su trabajo, su entrenamiento especial, fue el que le robó protagonismo. Lo
contempló confusa y pensó: “¿Por qué se casó conmigo?”
Drake,
sentado, con las piernas cruzadas, las manos unidas y golpeando suavemente su
barbilla, observaba fijamente al hawkinita. Éste estaba frente a él, de pie a
su estilo de cuadrúpedo.
–Me
resulta difícil pensar en usted como en un médico –comentó Drake.
El
hawkinita parpadeó risueño.
–Comprendo
lo que quiere decir. A mí también me resulta difícil pensar en usted como en un
policía. En mi mundo, los policías son gente altamente especializada y
singular.
–¿De
veras? –rezongó Drake secamente, y cambió de tema–. Deduzco que su viaje aquí
no es de placer.
–No,
es sobre todo un viaje de mucho trabajo. Me propongo estudiar este curioso
planeta que llaman Tierra como jamás ha sido estudiado por nadie de mi país.
–Curioso.
¿En qué sentido?
El
hawkinita miró a Rose antes de contestar.
–¿Está
enterado de la muerte por inhibición?
Rose
pareció turbada. Explicó:
–Su
trabajo es muy importante. Me temo que mi marido dispone de poco tiempo para
enterarse de los detalles de mi trabajo. –Sabía que esto no resultaba adecuado
y le pareció notar, otra vez, una de las inescrutables emociones del hawkinita.
La
criatura extraterrestre se volvió otra vez a Drake:
–Para
mí resulta siempre desconcertante descubrir lo poco que los terrícolas aprecian
sus propias y excepcionales características. Mire, hay cinco razas inteligentes
en la Galaxia. Todas ellas se han desarrollado independientemente y, sin
embargo, han conseguido converger de forma sorprendente. Es como si, a la
larga, la inteligencia requiriera cierta preparación física para florecer. Dejo
esta cuestión a los filósofos. No es necesario que insista en este punto,
puesto que para usted debe ser familiar.
“Ahora
bien, cuando se investigan de cerca las diferencias entre las inteligencias, se
encuentran una y más veces que son ustedes, los de la Tierra, más que
cualquiera de los otros planetas, los que son únicos. Por ejemplo, es solamente
en la Tierra donde la vida depende de las enzimas metálicas para la
respiración. Ustedes son los únicos que encuentran el cianuro hidrogenado
venenoso. La suya es la única forma de vida inteligente que es carnívora. La
suya es la única forma de vida que no procede de un animal rumiante. Y lo más
interesante de todo es que la suya es la única forma de vida inteligente
conocida que deja de crecer al alcanzar la madurez”.
Drake
le sonrió. Rose sintió que se le aceleraba el corazón. Lo más agradable de su
marido era su sonrisa, y la estaba utilizando con gran naturalidad. No era
forzada ni falsa. Se estaba adaptando, ajustando, a la presencia de esa
criatura extraña. Se estaba mostrando simpático… y debía estar haciéndolo por
ella. Le agradó la idea y se la repitió. Lo hacía por ella; estaba siendo
amable con el hawkinita por ella.
Drake le estaba diciendo sonriente:
–No
parece muy alto, doctor Tholan. Yo diría que tiene usted unos tres centímetros
más que yo, lo que lo hace de un metro setenta de estatura más o menos. ¿Es
porque es joven o es que los de su mundo no son excesivamente altos?
–Ni
una cosa ni otra –contestó el hawkinita–. Crecemos a velocidad retardada con
los años, de forma que a mi edad, tardo unos quince años para crecer unos
centímetros más, pero, y éste es el punto importante, nunca dejamos enteramente
de crecer. Y por supuesto, y como consecuencia, nunca morimos del todo.
Drake
abrió la boca e incluso Rose se sintió envarada. Esto era algo nuevo. Algo que
ninguna de las pocas expediciones al planeta Hawkin había descubierto. Estaba
embargada de excitación pero dejó que Drake hablara por ella.
–¿No
mueren del todo? No estará tratando de decirme que la gente del planeta Hawkin
es inmortal.
–Nadie
es realmente inmortal. Si no hubiera otra forma de morir, siempre existe el
accidente, y si éste falla, está el aburrimiento. Algunos de nosotros vivimos
varios siglos de su tiempo. Pero es desagradable pensar que la muerte puede
venir involuntariamente. Es algo que, para nosotros, es sumamente horrible. Me
molesta incluso cuando lo pienso ahora, esta idea de que contra mí voluntad y
pese a los cuidados, pueda llegar la muerte.
–Nosotros
–admitió Drake, sombrío– estamos acostumbrados a ello.
–Ustedes,
terrícolas, viven con esa idea; nosotros, no. Y lo que nos desazona, es
descubrir que la incidencia de la muerte por inhibición ha ido aumentando
recientemente.
–Aún
no nos ha explicado –dijo Drake– qué es la muerte por inhibición, pero deje que
lo adivine. ¿Es acaso un cese patológico del crecimiento?
–Exactamente.
–¿Y
cuánto tiempo después del cese del crecimiento acontece la muerte?
–En
el curso de un año. Es una enfermedad de consunción, una enfermedad trágica y
absolutamente incurable.
–¿Qué
la provoca?
El
hawkinita tardó bastante en contestar y cuando lo hizo se le notó incluso algo
tenso, inquieto, en la forma de hacerlo.
–Señor
Smollett, no sabemos nada de lo que causa la enfermedad.
Drake
asintió, pensativo. Rose seguía la conversación como si fuera una espectadora
en un partido de tenis.
–¿Y
por qué viene a la Tierra para estudiar la enfermedad? –preguntó Drake.
–Porque
le repito que los terrícolas son únicos. Son los únicos seres inteligentes que
son inmunes. La muerte por inhibición afecta a todas las otras razas. ¿Saben
esto sus biólogos, señora Smollett?
Se
había dirigido a ella inesperadamente, de modo que la sobresaltó. Contestó:
–No,
no lo saben.
–No
me sorprende. Lo que le he dicho es el resultado de una investigación reciente.
La muerte por inhibición es diagnosticada incorrectamente con facilidad y la
incidencia es menor en los otros planetas. Es en realidad un hecho curioso,
algo para filosofar, que la incidencia de la muerte es más alta en mi mundo,
que está más cerca de la Tierra, y más baja en los planetas a medida que se
distancian. De modo que la más baja ocurre en el mundo de la estrella Témpora,
que es la más alejada de la Tierra mientras que la Tierra en sí es inmune. Por
algún lugar de la bioquímica del terrícola está el secreto de esa inmunidad.
¡Qué interesante sería descubrirlo!
–Pero,
óigame –insistió Drake–, no puede decir que la Tierra sea inmune. Desde donde
estoy sentado parecía como si la incidencia fuera de un cien por ciento. Todos
los terrícolas dejan de crecer, y todos mueren. Todos tenemos la muerte por
inhibición.
–En
absoluto. Los terrícolas viven hasta los setenta años después de dejar de
crecer. Ésta no es la muerte como nosotros la entendemos. Su enfermedad
equivalente es más bien la del crecimiento sin freno. Cáncer, creo que la
llaman. Pero, basta, le estoy aburriendo.
Rose
protestó al instante. Drake hizo lo mismo con aún mayor vehemencia, pero el
hawkinita cambió decididamente de tema. Fue entonces cuando Rose sintió el
primer asomo de sospecha, porque Drake cercaba insistentemente a Harg Tholan
con sus palabras, acosándolo, pinchándolo para tratar de sonsacarle la
información en el punto en que el hawkinita la había dejado. Pero haciéndolo
bien, con habilidad; no obstante, Rose lo conocía y supo lo que andaba
buscando. ¿Y qué podía buscar si no lo que exigía su profesión? Y como en
respuesta a sus pensamientos, el hawkinita recogió la frase que estaba dando
vueltas en su mente como un disco roto sobre una plataforma en movimiento
perpetuo.
–¿No
me dijo que era policía? –preguntó.
–Sí
contestó Drake secamente.
–Entonces,
hay algo que me gustaría pedirle que hiciera por mí. He estado deseándolo toda
la velada desde que descubrí su profesión, pero no acabo de decidirme. No me
gustaría molestar a mis anfitriones.
–Haremos
lo que podamos.
–Siento
una profunda curiosidad por saber cómo viven los terrícolas; una curiosidad que
tal vez no comparten la generalidad de mis compatriotas. Me gustaría saber si
podrían enseñarme alguno de los departamentos de Policía de su planeta.
–Yo
no pertenezco exactamente a un departamento de Policía del modo que usted
supone o imagina –dijo Drake, con cautela–. No obstante, soy conocido del
departamento de Policía de Nueva York. Podré hacerlo sin problemas. ¿Mañana?
–Sería
de lo más conveniente para mí. ¿Podré visitar el departamento de personas
desaparecidas?
–¿El
qué?
El
hawkinita se irguió sobre sus cuatro piernas, como si quisiera demostrar su
intensidad:
–Es
mi pasatiempo, es una extraña curiosidad, un interés que siempre he sentido.
Tengo entendido que tienen ustedes un grupo de oficiales de Policía cuya única
obligación consiste en buscar a los hombres que se han perdido o desaparecido.
–Y
mujeres y niños –añadió Drake–. Pero, ¿por qué precisamente esto tiene tanto
interés para usted?
–Porque
también en esto son únicos. En nuestro planeta no existe la persona
desaparecida. No sabría explicarle el mecanismo, claro, pero entre la gente de
otros mundos hay siempre una percepción de la presencia de alguien,
especialmente si existe un fuerte lazo de amistad o afecto. Somos siempre
conscientes de la exacta ubicación del otro, sin tener en cuenta para nada el
sitio del planeta donde pudiéramos encontrarnos.
Rose
volvió a sentirse excitada. Las expediciones científicas al planeta Hawkin
habían tropezado siempre con la mayor dificultad para penetrar en el mecanismo
emocional interno de los nativos, y he aquí que uno de ellos hablaba libremente
y tal vez lo explicaría. Olvidó la preocupación que sentía por Drake e
intervino en la conversación:
–¿Puede
experimentar tal conciencia, incluso ahora en la Tierra?
–El
hawkinita respondió:
–Quiere
decir ¿a través del espacio? No, me temo que no. Pero puede darse cuenta de la
importancia del asunto. Todo lo único de la Tierra debería ligarse. Si la
carencia de este sentido puede explicarse, quizá la inmunidad ante la muerte
por inhibición se explicaría también. Además, encuentro sumamente curioso que
cualquier forma de vida comunitaria inteligente pueda organizarse entre gente
que carece de dicha percepción comunitaria. ¿Cómo puede decir un terrícola, por
ejemplo, cuándo ha formado un subgrupo afín, una familia? ¿Cómo pueden ustedes
dos, por ejemplo, saber que el lazo que los une es auténtico?
Rose
se encontró afirmando con un movimiento de cabeza. ¡Cómo había echado en falta
ese sentido! Pero Drake se limitó a sonreír:
–Tenemos
nuestros medios. Es tan difícil explicarle a usted lo que nosotros llamamos “amor”,
como lo es para usted explicarnos esta percepción, este sentido.
–Lo
supongo. Dígame la verdad, señor Smollett… si la señora Smollett saliera de
esta habitación y entrara en otra sin que usted la hubiera visto hacerlo, ¿se
daría usted cuenta del lugar donde se encuentra?
–Realmente,
no.
El
hawkinita murmuró:
–Asombroso
–titubeó, luego añadió–: Por favor, no se ofenda si le digo que el hecho me
parece también odioso.
Después de ver que la luz del dormitorio se apagaba, Rose se
acercó a la puerta tres veces, abriéndola un poco para mirar. Sentía que Drake
la vigilaba. Notó una especie de fuerte diversión en su voz al decidirse a
preguntarle:
–¿Qué
te pasa?
–Quiero
hablarte –le confesó.
–¿Tienes
miedo de que nuestro amigo pueda oírnos?
Rose
hablaba en voz baja. Se metió en la cama, apoyó la cabeza en la almohada de
forma que pudiera bajar aún más la voz. Preguntó:
–¿Por
qué hablaste de la muerte por inhibición al doctor Tholan?
–
Porque me intereso por tu trabajo, Rose. Siempre has deseado que me interese.
–Preferiría
que dejaras el sarcasmo. –Hablaba con violencia, con toda la violencia que se
puede mostrar susurrando–. Creo que hay algo de tu propio interés… me refiero a
tu interés policial, probablemente. ¿De qué se trata?
–Te
lo contaré mañana.
–No,
ahora mismo.
Drake
pasó la mano por debajo de la cabeza de Rose, alzándola. Por un momento alocado
pensó que iba a besarla, besarla impulsivamente, como hacen a veces los
maridos, o como imaginaba que suelen hacerlo. Pero Drake no lo hacía nunca, ni
ahora tampoco.
Simplemente
la acercó a él y musitó:
–¿Por
qué estás tan interesada en saberlo?
Su
mano le apretaba casi brutalmente la nuca, de tal modo que se envaró y trató de
desprenderse. Su voz ahora fue más que un murmullo:
–Suéltame,
Drake.
–No
quiero más preguntas ni más intromisiones. Tú haz tu trabajo, yo haré el mío.
–La
naturaleza de mi trabajo es abierta y conocida.
–Pues
la naturaleza del mío no lo es, por definición. Pero te diré una cosa. Nuestro
amigo de las seis patas está en esta casa por alguna razón definida. No fuiste
seleccionada como bióloga encargada porque sí. ¿Sabes que hace un par de días
estuvo preguntando sobre mí en la Comisión?
–Es
una broma.
–No
lo creas ni por un minuto. Hay algo muy profundo en todo esto que tú ignoras.
Pero en cambio es mi trabajo y no pienso discutirlo más contigo. ¿Lo entiendes?
–No,
pero no te preguntaré más si tú no quieres.
–Entonces,
duérmete.
Permaneció
echada boca arriba y fueron pasando los minutos y los cuartos de hora. Se
esforzaba por hacer encajar las piezas. Incluso con lo que Drake le había
dicho, las curvas y los colores se negaban a coincidir. Se preguntó qué diría
Drake si supiera que tenía una grabación de la conversación de anoche.
Una
imagen seguía clara en su mente en aquel momento. Persistía burlona en su
recuerdo. El hawkinita, al término de la larga velada, se volvió a ella
diciendo con gravedad:
–Buenas
noches, señora Smollett. Es usted una encantadora anfitriona.
A
la sazón tuvo ganas de echarse a reír. ¿Cómo podía llamarla anfitriona
encantadora? Para él sólo podía ser una cosa horrenda, un monstruo de pocos
miembros y cara excesivamente estrecha.
Y
entonces, una vez el hawkinita soltó su pequeña muestra de educación sin
sentido, Drake palideció. Por un instante sus ojos se llenaron de algo parecido
al terror.
Jamás
hasta entonces había visto que Drake mostrara tener miedo de algo, y la imagen
de aquel instante de pánico puro permaneció grabada hasta que, al fin, sus
pensamientos se perdieron en el olvido del sueño.
Al día siguiente, Rose no fue a su despacho hasta mediodía.
Había esperado, deliberadamente, a que Drake y el hawkinita se fueran, ya que
solamente entonces podía retirar la pequeña grabadora que había escondido la
noche anterior detrás del sillón de Drake. En un principio no tenía la
intención de mantener secreta su presencia; fue sólo que llegó tan tarde que no
pudo advertirle y menos en presencia del hawkinita. Después, claro, las cosas
cambiaron.
La
colocación de la grabadora era simplemente una maniobra de rutina. Las
declaraciones y la entonación del hawkinita necesitaban ser conservadas para
futuros estudios intensivos por parte de varios especialistas del instituto. La
había escondido a fin de evitar que la vista del aparato provocara distorsiones
y recelos, y ahora no podía de ningún modo mostrarla a los especialistas.
Tendría que servir para una función totalmente distinta. Una función más bien
fea.
Iba
a espiar a Drake.
Tocó
la cajita con los dedos y se preguntó sin venir a cuento cómo se las arreglaría
Drake aquel día. El trato social entre los mundos habitados no era, incluso
ahora, tan corriente que la vista de un hawkinita por las calles de la ciudad
no atrajera la atención de las masas. Pero Drake sabría cómo hacerlo, estaba
segura. Él siempre sabía salir del apuro.
Escuchó
una vez más la charla de la noche anterior, repitiendo los momentos que le
parecían interesantes. No estaba satisfecha con lo que Drake le había contado.
¿Por qué el hawkinita tenía que interesarse precisamente por ellos dos? Sin
embargo, Drake no le mentiría. Le hubiera gustado pasar por la Comisión de
Seguridad, pero sabía que no podía hacerlo. Además, la sola idea la hacía
sentirse desleal; no, decididamente Drake no le mentiría.
Pero,
también, ¿por qué Harg Tholan no podía investigarlos? Pudo igualmente haber
preguntado por todas las familias de los biólogos del instituto. Era
perfectamente natural que tratara de elegir la casa que considerara más
agradable de acuerdo con sus propios puntos de vista, fueran los que fueran.
E
incluso si solamente había investigado a los Smollett, ¿por qué creaba esto tal
cambio en Drake, pasar de intensa hostilidad a intenso interés? Indudablemente,
Drake sabía cosas que prefería guardar para sí. ¡Sólo el cielo sabía cuántas
cosas!
Sus
pensamientos fueron hurgando lentamente a través de todas las posibilidades de
intrigas interestelares. Hasta el momento, no había indicios de hostilidad o de
mala voluntad entre ninguna de las cinco razas inteligentes que habitaban la
Galaxia. Por el momento estaban espaciadas a intervalos demasiado amplios para
enemistarse. Los intereses económicos y políticos no tenían ningún punto que
creara conflictos.
Pero
ésta era sólo su idea y ella no formaba parte de la Comisión de Seguridad. Si
hubiera conflicto, si hubiera peligro, si hubiera la más mínima razón para
sospechar que la misión del hawkinita pudiera ser otra cosa menos pacífica,
Drake lo sabría.
Pero,
¿estaba Drake suficientemente bien situado en los consejos de la Comisión de
Seguridad para estar enterado del peligro que se cernía en la visita de un
físico hawkinita? Nunca había pensado en que su posición podía ser algo más que
la de un simple pequeño funcionario de la Comisión; él nunca había presumido de
ser más. No obstante…
–¿Y
si era más?
Se
encogió de hombros ante la idea. Aquello la hacía pensar en las novelas de
espionaje del siglo XX y los dramas históricos de los días en que existían
cosas como secretos atómicos.
La
idea del drama histórico la decidió. Al contrario que Drake, ella no era
policía, y no sabía cómo actuaría un policía de verdad. Pero sabía que esas
cosas se hacían en los viejos dramas.
Cogió
una hoja de papel y rápidamente trazó una línea vertical en el centro. Arriba
de una columna puso “Harg Tholan” y en la otra escribió “Drake”. Debajo de “Harg
Tholan” puso “sincero” y a continuación tres interrogantes. Después de todo,
¿era un doctor o sólo lo que podía describirse como un agente interestelar?
¿Qué pruebas tenía el instituto de su profesión salvo su propia declaración?
¿Era por eso por lo que Drake le había estado preguntando sobre la muerte por
inhibición? ¿Estaba advertido de antemano y trataba de atrapar al hawkinita en
un error?
Por
un momento estuvo indecisa; luego, poniéndose en pie de un salto, dobló la hoja
de papel, la guardó en el bolsillo de su chaqueta y salió disparada del
despacho. No dijo nada a ninguno con los que se cruzó al salir del instituto.
No dejó ningún recado en recepción indicando a dónde iba o cuándo pensaba
volver.
Una
vez fuera, corrió hacia el Metro del tercer nivel y esperó a que pasara un
compartimiento vacío. Los dos minutos que transcurrieron le parecieron un
tiempo insoportablemente largo. Tuvo que hacer un esfuerzo para decir:
“Academia
de Medicina de Nueva York” en la boquilla situada sobre el asiento.
La
puerta del pequeño cubículo se cerró y el roce del aire que desplazaban se hizo
fuerte como un alarido a medida que ganaban velocidad.
La nueva Academia de Medicina de Nueva York había sido
ampliada tanto vertical como horizontalmente en las dos últimas décadas. Sólo
la biblioteca ocupaba un ala entera del tercer piso. Indudablemente, si todos
los libros folletos y periódicos que contenía hubieran estado en su forma
original impresa en vez de microfilmados, el edificio entero con lo grande que
era habría sido insuficiente para contenerlos todos. Así y todo, Rose sabía que
se hablaba de limitar la obra impresa a los últimos cinco años, y no a los
diez, como se hacía hasta ahora.
Rose,
como miembro de la Academia, tenía entrada libre a la biblioteca. Se dirigió a
los departamentos dedicados a la medicina extraterrestre, y sintió alivio al
encontrarlos desiertos.
Hubiera
sido más prudente reclamar la ayuda de una bibliotecaria, pero prefirió no
hacerlo. Cuanto menos rastro dejara, menos probable sería que Drake lo
descubriera.
De
este modo, sin ayuda de nadie, disfrutó recorriendo las estanterías siguiendo
ansiosamente los títulos con los dedos. Los libros estaban casi todos en
inglés, aunque había algunos en alemán y en ruso. Irónicamente, ninguno estaba
escrito con signos extraterrestres. Al parecer, había una sala para dichos
originales, pero estaban sólo a disposición de los traductores oficiales.
Sus
ojos inquisitivos y su dedo se detuvieron. Había encontrado lo que estaba
buscando.
Cargó
con media docena de volúmenes y se los llevó a una mesa a oscuras. Buscó el
interruptor y abrió el primero de los volúmenes. Su título era Estudios sobre
la inhibición. Lo hojeó y pasó al índice de autores. El nombre de Harg Tholan
estaba allí.
Una
a una fue buscando todas las referencias indicadas, luego volvió a las
estanterías en busca de traducciones de los originales que pudo encontrar.
Pasó
más de dos horas en la Academia. Cuando terminó sabía que había un doctor
hawkinita llamado Harg Tholan, experto en la muerte por inhibición. Estaba
relacionado con la organización hawkinita de investigación con la que el
instituto había estado en correspondencia. Naturalmente, el Harg Tholan que
ella conocía podía simplemente hacer el papel del verdadero doctor para que la
representación fuera más realista; pero ¿era todo eso necesario?
Sacó la hoja de papel del bolsillo, y donde había escrito “sincero”
con tres interrogantes, escribió ahora SÍ en mayúsculas. Regresó al instituto y
a las cuatro volvía a estar otra vez en su despacho. Llamó a la centralita para
advertirles que no le pasaran ninguna llamada y cerró la puerta con llave.
En
la columna encabezada por “Harg Tholan” escribió ahora dos preguntas “¿Por qué
Harg Tholan vino a la Tierra solo?” Dejó un espacio considerable y después
puso:
“¿Por
qué se interesa por el Departamento de personas desaparecidas?”
En
verdad, la muerte por inhibición era exactamente lo que había dicho el
hawkinita. Por sus lecturas en la Academia era obvio que ésta ocupaba la mayor
parte del esfuerzo médico en el planeta Hawkin. Se le temía más que al cáncer
en la Tierra. Si hubieran creído que la respuesta o solución estaba en la
Tierra habrían enviado una expedición completa. ¿Era suspicacia o desconfianza
por su parte lo que los había hecho desplazar solamente a un investigador?
¿Qué
era lo que Harg Tholan había dicho la noche anterior? La incidencia de muerte
era superior en su propio mundo, que era el más cercano a la Tierra, y era
menor en el planeta más alejado de la Tierra. Sumando a esto el hecho implicado
por el hawkinita y comprobado por sus propias lecturas en la Academia, que la
incidencia se había extendido considerablemente desde que se había establecido
contacto interestelar con la Tierra…
Poco
a poco y de mala gana llegó a una conclusión. Los habitantes del planeta Hawkin
podrían haber supuesto que, de un modo u otro, la Tierra había descubierto la
causa de la muerte por inhibición y la propagaban deliberadamente entre los
pueblos extraños de la Galaxia con la intención de hacerse supremos entre las
estrellas.
Rechazó
esta conclusión que la sobrecogía con verdadero pánico. No podía ser; era
imposible. En primer lugar, la Tierra no haría algo tan terrible. En segundo
lugar, no podría hacerlo.
En
cuanto a los progresos científicos, los seres del planeta Hawkin eran realmente
iguales a los de la Tierra. La muerte llevaba ocurriendo allí miles de años y
su récord médico era un fracaso total. Seguro que en la Tierra, con sus
investigaciones a larga distancia en bioquímica, no podía haber acertado tan de
prisa. De hecho, por lo que sabía, apenas había investigaciones en patología
hawkinita por parte de los médicos y biólogos de la Tierra.
Pero
la evidencia indicaba que Harg Tholan había llegado sospechando y había sido
recibido con suspicacia. Cuidadosamente, debajo de la pregunta “¿Por qué Harg
Tholan vino a la Tierra solo?”, escribió la respuesta: “El planeta Hawkin cree
que la Tierra es la causante de la muerte por inhibición”.
Entonces,
¿qué era todo eso del Departamento de personas desaparecidas? Como científica,
era rigurosa sobre las teorías que desarrollaba. Todos los hechos tenían que
encajar, no simplemente algunos.
¡Departamento
de personas desaparecidas! Si era un falso indicio deliberadamente pensado para
engañar a Drake, lo había hecho torpemente, ya que apareció solamente después
de una hora de discusión sobre la muerte por inhibición.
¿Era
intencionado como una oportunidad para estudiar a Drake? Y de ser así, ¿por
qué? ¿Era éste, quizás, el punto más importante? El hawkinita había investigado
a Drake antes de ir a su casa. ¿Había ido a su casa porque Drake era policía y
tenía entrada en el Departamento de personas desaparecidas?
Pero
¿por qué? ¿Por qué?
Lo dejó y pasó a la columna marcada con “Drake”.
Y
allí surgía una pregunta que escribía sola, sin pluma ni tinta sobre el papel,
pero con las letras infinitamente más visibles del pensamiento y la mente. “¿Por
qué se casó conmigo?”, pensó Rose, y se cubrió los ojos con las manos para
atenuar la molesta luz.
Se
habían conocido accidentalmente hacía algo más de un año cuando él se trasladó
a vivir a la casa de apartamentos donde ella residía. Los saludos puramente
corteses se habían ido transformando en conversación amistosa y esto, a su vez,
en alguna que otra invitación a cenar en un restaurante cercano. Todo había
sido muy amistoso y normal y una nueva y excitante experiencia, y ella se
enamoró.
Cuando
él le pidió que se casaran, estuvo encantada… e impresionada. En aquel momento
se le ocurrieron varias explicaciones. Él apreciaba su inteligencia y amistad.
Era una buena chica. Sería una buena esposa y una excelente compañera.
Se
había dado todas esas explicaciones y casi se las había creído. Pero el casi no
bastaba.
No
era que encontrara faltas definidas en Drake como marido. Era siempre
considerado, amable y todo un caballero. Su vida matrimonial no era apasionada,
pero se adaptaba bien a las emociones más tranquilas de la cercana cuarentena.
Ella no tenía diecinueve años, ¿qué esperaba?
Pues
eso: que no tenía diecinueve años. Ni era guapa, ni encantadora, ni
despampanante. ¿Qué esperaba? ¿Podía esperar que Drake, guapo y fuerte, cuyo
interés por lo intelectual era escaso, que nunca se había interesado por su
trabajo en los meses que llevaban casados, se prestara a discutir el suyo con
ella? ¿Por qué se casó con ella?
Pero
no encontraba respuesta a esta pregunta. No tenía nada que ver con lo que Rose
trataba de hacer ahora. Era algo fuera de lo habitual, se dijo, furiosa; era un
pasatiempo infantil para distraerse de la tarea que se había propuesto hacer.
Actuaba como una adolescente, después de todo, sin excusa para ello.
Descubrió
que se le había roto la punta del lápiz y cogió otro. En la columna “Drake”
escribió: “¿Por qué sospechaba de Harg Tholan?”, y debajo puso una flecha
señalando a la otra columna.
Lo
que había escrito allí bastaba como explicación. Si la Tierra difundía la
muerte por inhibición, o si la Tierra sabía que se sospechaba de ella de tal
difusión, resultaba obvio que se estuviera preparando contra un eventual ataque
de los extraterrestres. En realidad, la escena estaba preparada para las
maniobras preliminares de la primera guerra interestelar de la Historia. Era
una explicación adecuada pero horrible.
Ahora quedaba sólo la segunda pregunta, a la que no podía
responder. Escribió despacio: “¿Por qué esa extraña reacción de Drake a las
palabras de Harg Tholan ‘Es usted una encantadora anfitriona’?”
Trató
de recordar exactamente la escena. El hawkinita lo había dicho inocentemente,
normal y correcto, y Drake se quedó traspuesto al oírlo. Una y otra vez escuchó
la frase en la grabadora. Un terrícola pudo haberla pronunciado en el mismo
tono inconsecuente al despedirse después de un coctel. La grabación no
reflejaba el aspecto de la cara de Drake; sólo tenía su recuerdo. Los ojos de
Drake se habían impregnado de terror y odio, y Drake era un hombre que
prácticamente no tenía miedo a nada. ¿Qué había de terrorífico en la frase “es
usted una anfitriona encantadora”, para afectarle hasta aquel extremo? ¿Celos?
Absurdo. ¿Tuvo la impresión de que Tholan había sido sarcástico? Quizás, aunque
improbable. Tenía la seguridad de que Tholan había sido sincero.
Lo
dejó y puso una enorme interrogación bajo la segunda pregunta. Ahora había dos
preguntas más, una debajo de “Harg Tholan” y otra debajo de “Drake”. ¿Podía
haber alguna relación entre el interés de Tholan por las personas desaparecidas
y la reacción de Drake por una frase correcta después de una fiesta? No se le
ocurría ninguna.
Bajó
la cabeza y la apoyó en los brazos cruzados. El despacho empezaba a quedarse a
oscuras y ella estaba muy cansada. Por un momento debió haberse quedado en
aquel extraño país entre el sueño y el no sueño, cuando las ideas y las
palabras pierden el control de lo consciente y se mueven en nuestra cabeza sin
rumbo y de modo surrealista. Pero, por más que saltaran y danzaran, volvían
siempre a la única frase “Es usted una encantadora anfitriona”. A veces la oía
en la voz culta y apagada de Tholan y otras en la voz vibrante de Drake. Cuando
la decía Drake, estaba llena de amor, llena de un amor que nunca le había oído.
Le gustaba oírselo decir.
Despertó
sobresaltada. El despacho ahora estaba completamente a oscuras y encendió la
luz de la mesa. Parpadeó y luego arrugó el ceño. En aquel extraño duermevela
debió haber tenido otro pensamiento. Había habido otra frase que turbó a Drake.
¿Cuál? Arrugó más la frente con el esfuerzo mental. No había sido anoche. No
era nada de lo que había en la grabadora, así que debió ocurrir antes. No
recordó nada y se inquietó.
Miró
el reloj y se llevó un susto. Eran casi las ocho. Ya estarían en casa,
esperándola.
Pero
no le apetecía ir a casa. No quería enfrentarse a ellos. Pausadamente cogió la
hoja de papel en la que había anotado los pensamientos de aquella tarde, la
hizo pedazos y los dejó caer en el pequeño cenicero atómico de la mesa.
Desaparecieron en un destello sin que quedara rastro de ellos.
¡Si
no quedara tampoco nada del pensamiento que representaban!
Era
inútil. Tendría que volver a casa.
No estaban allí esperándola. Los encontró bajando de un
giro-taxi en el momento que ella salía del Metro a nivel de la calle. El
giro-taxista miró a sus pasajeros con los ojos muy abiertos, luego se elevó y
desapareció. De mutuo acuerdo y en silencio, los tres esperaron a entrar en el
apartamento antes de hablar.
Rose
comentó, indiferente:
–Espero
que haya tenido un día agradable, doctor Tholan.
–Mucho.
Y excitante y provechoso, además.
–¿Y
han tenido oportunidad de comer? –Aunque Rose no había comido nada, no sentía
hambre.
–Ya
lo creo.
Drake
interrumpió:
–Hemos
pedido que nos subieran comida y cena. Bocadillos. –Parecía cansado.
–Hola,
Drake –le dijo. Era la primera vez que le hablaba.
Drake
apenas la miró al contestarle:
–Hola.
–Sus
tomates son un vegetal sorprendente. No tenemos nada que se les pueda comparar
en gusto en nuestro planeta. Creo que he comido dos docenas y una botella
entera de un derivado de tomate.
–Cátsup
–aclaró Drake, tajante.
–¿Y
su visita al Departamento de personas desaparecidas, doctor Tholan? –preguntó
Rose–. ¿Dice que lo encontró provechoso?
–Sí,
creo que puedo calificarlo así.
Rose
le daba la espalda mientras ahuecaba los almohadones del sofá. Insistió:
–¿En
qué aspecto?
–Encontré
interesantísimo saber que la inmensa mayoría de personas desaparecidas son
varones. Las esposas suelen dar parte de maridos desaparecidos, mientras que lo
contrario es rarísimo.
–Oh,
no es nada misterioso, doctor Tholan –comentó Rose–. Es que usted no se da
cuenta del problema económico que tenemos en la Tierra. Verá usted, en este
planeta el varón es generalmente el miembro de la familia que la mantiene como
unidad económica. Él es el que por su trabajo es retribuido en moneda. La función
de la esposa es, generalmente, la de ocuparse del hogar y de los hijos.
–Pero
esto no será universal.
–Más
o menos –explicó Drake–. Si está pensando en mi esposa, ella es un ejemplo de
la minoría de mujeres que son capaces de abrirse camino en el mundo.
Rose
le miró de soslayo. ¿Acaso se mostraba sarcástico?
–¿De
su explicación, señora Smollett –preguntó el hawkinita–, se deduce que las
mujeres al ser económicamente dependientes de su compañero varón encuentran más
difícil desaparecer?
–Es
un modo muy discreto de explicarlo –dijo Rose–, pero viene a ser así.
–¿Y
diría usted que el Departamento de personas desaparecidas de Nueva York es un
buen ejemplo de estos casos en todo el planeta?
–Sí,
creo que sí.
El
hawkinita preguntó bruscamente:
–¿Y
se puede decir que existe una explicación económica para justificar que con el
desarrollo de los viajes interestelares el porcentaje de jóvenes varones
desaparecidos es más pronunciado que nunca?
Fue
Drake el que contestó con un estallido verbal:
–¡Santo
Dios, eso es aún menos misterioso que lo otro! Hoy en día el que huye tiene
todo el espacio para desaparecer. Todo el que quiere escapar de los problemas
no necesita más que saltar a una nave espacial. Están siempre buscando
tripulaciones sin hacer preguntas, así que sería casi imposible tratar de
localizar al desaparecido si realmente quería mantenerse fuera de circulación.
–Y
casi siempre jóvenes en su primer año de matrimonio.
Rose
se echó a reír al comentar:
–Éste
es precisamente el momento en que los apuros del hombre parecen más agudos. Si
supera el primer año, no suele haber necesidad de desaparecer.
Drake
no parecía divertido. Rose volvió a pensar que parecía cansado y triste. ¿Por
qué insistía en llevar la carga él solo? Y de pronto se le ocurrió que tal vez
tenía que hacerlo así.
El
hawkinita preguntó de pronto:
–¿La
ofendería si me desconecto por cierto periodo de tiempo?
–En
absoluto –contestó Rose–. Espero que no haya tenido un día demasiado agotador.
Como viene de un planeta cuya gravedad es mayor que la de la Tierra, tengo la
impresión de que suponemos con demasiada facilidad que ustedes resisten más que
nosotros.
–Oh,
no estoy cansado en el sentido físico de la palabra. –Por un instante miró las
piernas de Rose y parpadeó rápidamente indicando que estaba divertido–. Yo, en
cambio, no dejo de temer que los terrícolas se caigan hacia delante o hacia
atrás en vista del escaso equipo de miembros de sostén. Debe perdonarme si mi
comentario le parece demasiado familiar, pero la mención de la menor gravedad
de la Tierra me lo ha hecho pensar. En mi planeta, dos piernas no bastarían de
ningún modo. Pero todo esto no viene a cuento ahora. Es que he estado
absorbiendo tantos conceptos nuevos y raros que siento la necesidad de
desconectarme un poco.
Rose
se encogió mentalmente de hombros. Bueno, esto era lo más cerca que una raza
podía estar de la otra. Por lo que podían conseguir las expediciones al planeta
Hawkin, se sabía que los hawkinitas tenían la facultad de desconectar su mente
consciente de todas sus demás funciones corporales por períodos de tiempo
equivalentes a días terrestres. Los hawkinitas encontraban el proceso
agradable, incluso necesario a veces, aunque ningún terrícola podía realmente
decir para qué servía.
Del
mismo modo, ningún terrícola había podido explicar enteramente el concepto de “dormir”
a un hawkinita, o a cualquier extraterrestre. Lo que un terrícola llamaría
dormir o soñar, un hawkinita lo consideraría un signo alarmante de
desintegración mental.
Rose
se dijo turbada: “He aquí otra cosa por la que los terrícolas son únicos.”
El
hawkinita retrocedía, de espaldas, pero tan inclinado que sus miembros
delanteros casi barrieron el suelo al despedirse. Drake inclinó la cabeza
mientras le veía desaparecer tras una vuelta del corredor. Oyeron que abría su
puerta, la cerraba y luego, el silencio.
Pasados
unos minutos en los que el silencio parecía pesar entre ellos, el sillón de
Drake crujió al revolverse inquieto. Rose observó, algo impresionada, que tenía
sangre en los labios. Se dijo: “Se encuentra en algún apuro. Tengo que
hablarle. No puedo dejarlo pasar así.” Lo llamó:
–¡Drake!
Drake
pareció como si la viera desde muy lejos. Poco a poco sus ojos la enfocaron y
dijo:
–¿Qué
te ocurre? ¿Has terminado también tu jornada?
–No,
estoy dispuesta para empezar. Estamos en el mañana de que me hablaste. ¿Vas a
contármelo o no?
–¿Cómo
dices?
–Anoche
dijiste que me hablarías mañana. Ahora estoy dispuesta.
Drake
frunció el ceño. Sus ojos se escondieron bajo los párpados y Rose sintió que
parte de su resolución empezaba a abandonarla.
–Pensé
que habíamos acordado que no me preguntarías nada de mi participación en este
asunto.
–Creo
que ya es demasiado tarde. En este momento sé demasiado sobre todo ello.
–¿Qué
quieres decir? –gritó poniéndose en pie de un salto. Conteniéndose, se acercó,
le apoyó las manos en los hombros y repitió en voz más baja–: ¿Qué quieres
decir?
Rose
mantuvo los ojos fijos en sus manos que descansaban inertes en su regazo.
Soportó pacientemente los dedos como garfios que la oprimían y contestó
despacio:
–El
doctor Tholan cree que la Tierra está provocando, a propósito, la muerte por
inhibición, ¿es así o no?
Esperó.
Poco a poco la presión cedió y lo vio de pie, con los brazos caídos a los
lados, con la cara angustiada, desconcertado. Murmuró:
–¿Cómo
se te ha ocurrido?
–¡Con
que es verdad!
Jadeando,
con voz forzada preguntó:
–Quiero
saber exactamente por qué dices esto. No juegues conmigo, Rose. No digas
tonterías. Esto es muy secreto.
–¿Si
te lo digo, me contestarás a una pregunta? ¿Está la Tierra difundiendo
deliberadamente la muerte por inhibición, Drake?
Drake
alzó los brazos al cielo.
–¡Por
el amor de Dios!
Se
arrodilló ante ella. Le tomó las manos entre las suyas y ella sintió que le
temblaban. Estaba forzando la voz para musitar palabras tiernas,
tranquilizadoras, le decía:
–Rose,
querida, fíjate, has descubierto algo peligroso y crees que puedes utilizarlo
para mortificarme en una pequeña pelea entre marido y mujer. No, no voy a
pedirte demasiado. Sólo dime exactamente qué te ha empujado a decirme… lo que
acabas de decir…
Estaba
terriblemente interesado.
–Esta
tarde estuve en la Academia de Medicina de Nueva York. Estuve leyendo ciertas
cosas.
–Pero,
¿por qué? ¿Qué te empujó a hacerlo?
–En
primer lugar, porque te vi tan interesado en la muerte por inhibición. Y el
doctor Tholan hizo aquellos comentarios sobre la incidencia de los viajes
interestelares, y que era mayor en el planeta más cercano a la Tierra. –Hizo
una pausa.
–¿Y
tus lecturas? –insistió Drake–. ¿Qué encontraste en tus lecturas, Rose?
–Le
dan la razón –respondió–. Lo único que pude hacer fue buscar apresuradamente en
esa dirección sus investigaciones en las últimas décadas. A mí me parece obvio
que por lo menos algunos de los hawkinitas consideren la posibilidad de que la
muerte por inhibición se origine en la Tierra.
–¿Lo
dicen abiertamente?
–No.
O si lo han hecho, no lo he visto. –Lo contempló, asombrada. En un asunto como
aquél, seguro que el Gobierno habría vigilado la investigación hawkinita sobre
este punto. Insistió con dulzura–: ¿Estás enterado de las investigaciones
hawkinitas sobre eso, Drake? El Gobierno…
–No
pienses en ello. –Drake se había apartado de ella, pero volvió a acercársele.
Le brillaban los ojos. Exclamó como si acabara de hacer un gran descubrimiento–.
¡Pero si eres una experta en eso!
¿Lo
era? ¿Lo descubría solamente ahora que la necesitaba? Movió la nariz y dijo
secamente:
–Soy
bióloga.
–Si,
ya lo sé, pero quiero decir que tu especialidad es el crecimiento. ¿No me
dijiste una vez que habías trabajado en crecimiento?
–Puedes
llamarlo así. Publiqué unos veinte artículos sobre la relación entre la
estructura pura del ácido nucleico y el desarrollo embrionario, para la beca de
la Sociedad del Cáncer.
–Bien.
Hubiera debido recordarlo. –Se le veía presa de una nueva excitación–. Dime,
Rose… ¡Oh, perdóname que me enfadara contigo hace un momento! Serías capaz como
nadie de comprender la dirección de sus investigaciones si pudieras leer sobre
ellas, ¿verdad?
–Muy
capaz, sí.
–Entonces,
dime cómo creen que se extiende la infección. Los detalles, quiero decir.
–Oye,
eso es pedirme mucho. Sólo pasé unas horas en la Academia. Necesitaría bastante
más tiempo para poder contestar a tu pregunta.
–Por
lo menos dame una respuesta aproximada. No puedes imaginar lo importante que
es.
–Claro
–respondió dubitativa–, Estudios sobre la inhibición es un gran tratado sobre
la materia. Es algo así como el resumen de todos los datos disponibles de la
investigación.
–¿Sí?
¿Y es muy reciente?
–Es
un tipo de publicación periódica. El último volumen debe tener alrededor de un
año.
–¿Se
habla en él de su trabajo? –Y con el dedo señaló en dirección a la alcoba de
Harg Tholan.
–Más
que de ningún otro. En su campo es un trabajador sobresaliente. Leí
especialmente sus artículos.
–¿Y
cuáles son sus teorías sobre el origen de la enfermedad? Trata de recordarlo,
Rose.
–Juraría
que echa la culpa a la Tierra –respondió moviendo la cabeza–, pero admite que
ignoran cómo se extiende la infección. Yo también podría jurarlo.
Estaba
de pie ante ella, rígido. Sus fuertes manos colgaban a ambos lados, crispadas,
y sus palabras sonaban poco más que un murmullo.
–Podría
ser un caso de completa exageración. ¡Quién sabe! –Y se dio la vuelta–. Ahora
mismo voy a averiguarlo, Rose. Gracias por tu ayuda.
Ella
corrió tras él:
–¿Qué
vas a hacer?
–Hacerle
unas cuantas preguntas. –Estaba revolviendo en los cajones de su mesa de
trabajo y por fin sacó la mano derecha. Sostenía una pistola de aguja. Rose
exclamó:
–¡No,
Drake!
La
apartó bruscamente y se dirigió por el corredor a la alcoba del hawkinita.
Drake
abrió la puerta de golpe y entró. Rose le pisaba los talones, tratando de
sujetarle el brazo, pero él se detuvo para mirar a Harg Tholan.
El
hawkinita estaba inmóvil, con la mirada perdida, sus cuatro piernas separadas
en cuatro direcciones. Rose sintió vergüenza por la intrusión, como si
estuviera violando un rito íntimo. Pero Drake, aparentemente despreocupado, se
acercó a pocos pasos de la criatura y se quedó allí. Estaban cara a cara, Drake
sostenía fácilmente la pistola de aguja a nivel más o menos del torso del
hawkinita.
–No
te muevas –ordenó Drake–. Poco a poco se irá dando cuenta de mi presencia.
–¿Cómo
lo sabes?
La
respuesta fue tajante:
–Lo
sé. Ahora márchate.
Pero
Rose no se movió y Drake estaba demasiado absorto para preocuparse de ella.
Sectores
de la piel del rostro del hawkinita empezaban a temblar ligeramente. Era algo
repulsivo y Rose pensó que prefería no mirar. Drake habló de pronto:
–Ya
está bien, doctor Tholan. No conecte con ninguno de sus miembros. Sus órganos
sensoriales y de voz bastaran.
La
voz del hawkinita sonaba apagada.
–¿Por
qué ha invadido mi cámara de desconexión? –Y en voz más fuerte–: ¿Y por qué
está armado?
La
cabeza le bailaba ligeramente sobre un torso todavía helado. Por lo visto,
había seguido la sugerencia de Drake de no conectar los miembros. Rose se
preguntó cómo podía Drake conocer que la reconexión parcial era posible. Ella
lo ignoraba. El hawkinita habló de nuevo:
–¿Qué
es lo que quiere?
Y
esta vez Drake contestó. Dijo:
–La
respuesta a ciertas preguntas.
–¿Con
una pistola en la mano? No quiero darle satisfacción a su incorrección hasta
ese punto.
–No
sólo me dará satisfacción, a lo mejor también salva su vida.
–Esto
para mí es totalmente indiferente dadas las circunstancias. Siento, señor
Smollett, que los deberes para con un huésped sean tan mal interpretados en la
Tierra.
–No
es usted mi huésped, doctor Tholan –repuso Drake–. Entró en mi casa con engaño.
Tenía cierta razón para hacerlo, de algún modo había usted planeado utilizarme
para lograr su propósito. No me arrepiento de alterar su programa.
–Será
mejor que dispare. Nos ahorrará tiempo.
–¿Tan
convencido está de que no va a contestar a mis preguntas? Esto ya de por sí es
sospechoso. Da la impresión de que considera que ciertas respuestas son más
importantes que su vida.
–Considero
muy importantes los principios de cortesía. Usted, como terrícola, puede que no
lo entienda.
–Puede
que no. Pero yo, como terrícola, entiendo una cosa. –Drake dio un salto hacia
delante, antes de que Rose pudiera gritar, antes de que el hawkinita pudiera
conectar sus miembros. Cuando saltó hacia atrás, llevaba en la mano el tubo
flexible del cilindro de cianuro de Harg Tholan. En la comisura de la amplia
boca del hawkinita, donde antes había estado prendido el tubo, apareció una
gota de líquido incoloro que resbaló de una pequeña herida en la rugosa piel, y
poco a poco se solidificó en un globulillo gelatinoso y pardo al oxidarse.
Drake
dio un tirón al tubo, que se desprendió del cilindro. Hizo presión sobre el
botón que controlaba la fina válvula en la parte alta del cilindro y cesó el
pequeño zumbido.
–Dudo
que haya escapado lo bastante –dijo Drake–para ponernos en peligro. No
obstante, espero que se dé cuenta de lo que le ocurrirá a usted ahora, si no
contesta a las preguntas que voy a hacerle… y lo hace de tal modo que no me
quede la menor duda de que no miente.
–Devuélvame
el cilindro –pidió el hawkinita, despacio–. De lo contrario me veré en la
obligación de atacarle y usted en la obligación de matarme.
Drake
dio un paso atrás.
–De
ningún modo. Atáqueme y dispararé a sus piernas para inutilizarlas. Las
perderá; las cuatro si es necesario, pero seguirá viviendo, aunque de un modo
horrible. Vivirá para morir por falta de cianuro. Será una muerte de lo más
incómoda. Yo no soy más que un terrícola y no puedo apreciar su verdadero
horror, pero usted sí puede, ¿no es verdad?
La
boca del hawkinita estaba abierta y algo amarillo-verdoso se estremeció dentro.
Rose quería vomitar. Quería gritar: “¡Devuélvele el cilindro, Drake!” Pero no
pudo articular palabra. No podía siquiera volver la cabeza.
–Creo
que le queda aproximadamente una hora antes de que los efectos sean
irreversibles –explicó Drake–. Hable rápidamente, doctor Tholan y le devolveré
el cilindro.
–Y
después de… –empezó a decir el hawkinita.
–Después
de eso, ¿qué más da? Incluso si lo matara, sería una muerte limpia, no por
falta de cianuro.
Algo
pareció escapársele al hawkinita. Su voz se volvió gutural y las palabras
confusas como si ya no le quedara energía para mantener su inglés perfecto.
Murmuró:
–¿Qué
preguntas son? –Y mientras hablaba, sus ojos no perdían de vista el cilindro en
la mano de Drake.
Drake
lo hizo bailar deliberadamente, atormentándole, y los ojos de aquella criatura
lo seguían… lo seguían…
–¿Cuáles
son sus teorías sobre la muerte por inhibición? ¿Por qué vino, realmente, a la
Tierra? ¿Cuál es su interés por el Departamento de personas desaparecidas?
Rose
se encontró esperando anhelante, angustiosamente. Éstas eran las preguntas que
a ella también le hubiera gustado formular. No de este modo, quizá, pero en el
trabajo de Drake, la bondad y humanitarismo venían en segundo lugar después de
la necesidad.
Se
lo repitió a sí misma varias veces en un esfuerzo para contrarrestar el hecho
de que estaba odiando a Drake por lo que estaba haciéndole al doctor Tholan.
El
hawkinita empezó:
–La
respuesta adecuada llevaría más de la hora que me ha dejado. Estoy
profundamente avergonzado por obligarme a hablar con amenazas. En mi planeta no
hubiera podido hacer esto bajo ningún pretexto. Es solamente aquí, en este
repulsivo planeta, donde se me puede privar de mi cianuro.
–Está
desperdiciando su hora, doctor Tholan.
–Se
lo hubiera contado eventualmente, señor Smollett. Necesitaba su ayuda. Por esta
razón vine aquí.
–Sigue
sin contestar a mis preguntas.
–Se
las contestaré ahora. Durante años, además de mi trabajo científico regular, he
estado investigando particularmente las células de mis pacientes que sufrían de
muerte por inhibición. Me vi obligado a guardar el más riguroso secreto y a
trabajar sin ayuda, porque los métodos que empleaba para investigar los cuerpos
de mis pacientes desagradaban a mi gente. Su sociedad experimentaría
sentimientos similares en contra de la vivisección humana, por ejemplo. Por
esta razón no podía presentar los resultados obtenidos a mis colegas médicos
hasta haber confirmado mis teorías aquí, en la Tierra.
–¿Cuáles
son sus teorías? –preguntó Drake. Sus ojos volvían a estar febriles.
–A
medida que proseguía mis estudios se me hizo más y más evidente que el enfoque
de la investigación sobre la muerte por inhibición estaba equivocado.
Físicamente, no había solución a su misterio. La muerte por inhibición es por
entero una infección de la mente.
Rose
interrumpió:
–Pero,
doctor Tholan, no es psicosomática.
Una
sombra gris, translúcida, había pasado por los ojos del hawkinita. Había dejado
de mirarlos. Prosiguió:
–No,
señora Smollett, no es psicosomática. Es una auténtica enfermedad de la mente,
una infección mental. Mis pacientes tienen doble mente. Más allá y por debajo
de la que obviamente les pertenece, tuve conocimiento de otra mente… una mente
ajena. Trabajé con pacientes de muerte por inhibición de otras razas, distintas
a la mía, y encontré lo mismo. Resumiendo, no hay cinco inteligencias en la
Galaxia, sino seis. Y la sexta es parasitaria.
–Pero
eso es una locura… ¡es imposible! –exclamó Rose–. Debe estar equivocado, doctor
Tholan.
–No
estoy equivocado. Hasta que llegué a la Tierra, pensé que podía estarlo. Pero
mi estancia en el instituto y mis investigaciones en el Departamento de
personas desaparecidas, me convencieron de lo contrario. ¿Por qué le parece tan
imposible el concepto de inteligencia parasitaria? Inteligencias como ésas no
dejarían restos fósiles, ni siquiera dispositivos… si su única función, en
cierto modo, es sacar alimentos de las actividades mentales de otras criaturas.
Uno puede imaginar semejante parásito, que en el curso de millones de años,
quizá, perdiera todas las partes de su ser físico excepto lo más necesario,
algo así como la solitaria, entre sus parásitos terrestres, perdiendo
eventualmente todas sus funciones excepto una sola, la única, la de
reproducción. En el caso de la inteligencia parasitaria, todos los atributos
físicos estarían perdidos. No sería más que mente pura, viviendo de un modo
mental, inconcebible para nosotros, de la mente de los demás. Especialmente de
las mentes de los terrícolas.
–¿Por
qué precisamente terrícolas? –preguntó Rose.
Drake
se mantenía simplemente al margen, interesado, sin hacer más preguntas.
Aparentemente se sentía satisfecho, dejando hablar al hawkinita.
–¿No
ha sospechado que la sexta inteligencia es un cultivo de la Tierra? La
Humanidad ha vivido con ella desde el principio, se ha adaptado a ella, no es
consciente de ella. Es por lo que las especies de animales terrestres,
incluyendo al hombre, no crecen después de la madurez y mueren de lo que se
llama muerte natural; es el resultado de esa infección parasitaria universal;
es por lo que se duerme y se sueña, pues es cuando la mente parasitaria debe
alimentarse y cuando uno es algo más consciente de ella, quizás; es por lo que
la mente terrestre, única entre las inteligencias, es tan inestable. ¿Dónde más
en la Galaxia se encuentran dobles personalidades y otras manifestaciones
parecidas? Después de todo, incluso ahora debe haber algunas mentes que están visiblemente
dañadas por la presencia del parásito.
–Pero,
de algún modo, esas mentes parasitarias podían atravesar el espacio. No tenían
limitaciones físicas. Podían flotar entre las estrellas en lo que
correspondería a un estado de hibernación. Ignoro por qué lo hicieron las
primeras mentes; probablemente no se sabrá nunca. Pero una vez descubrieron la
presencia de inteligencia en otros planetas de la Galaxia, se organizó una
pequeña y seguida corriente de inteligencias parasitarias cruzando el espacio.
Nosotros, los de los otros mundos, debimos ser una golosina para ellas o jamás
se hubieran esforzado tanto para llegar a nosotros. Imagino que muchas no
pudieron llevar a cabo el viaje, pero para las que lo consiguieron debió valer
la pena.
“Pero,
vea usted, nosotros los de los otros mundos no habíamos vivido millones de años
con esos parásitos, como lo habían hecho el hombre y sus antepasados. No
estábamos adaptados a ellos. Nuestros seres débiles no habían sido gradualmente
eliminados por espacio de cientos de generaciones hasta que sólo quedaran los
fuertes. Así que, donde el terrícola podía sobrevivir a la infección durante
décadas y con un poco de daño, nosotros morimos de una muerte rápida en el
curso de un año”.
–¿Y
es por ello por lo que la incidencia ha aumentado desde que establecieron los
viajes interestelares entre la Tierra y los otros planetas?
–Sí.
–Hubo un momento de silencio y de pronto el hawkinita dijo en un súbito acceso
de energía–. Devuélvame el cilindro. Ya tiene mi respuesta.
Drake
insistió fríamente:
–¿Y
qué hay del Departamento de personas desaparecidas? –Volvió a hacer bailar el
cilindro, pero esta vez el hawkinita no lo seguía con la mirada. La sombra gris
y translúcida sobre sus ojos se había hecho más oscura y Rose se preguntó si
sería simplemente una expresión de debilidad o un ejemplo de los cambios
inducidos por la falta de cianuro.
–Dado
que no estamos bien adaptados a la inteligencia que infecta al hombre, tampoco
ella se adapta bien a nosotros. Puede vivir de nosotros, aparentemente incluso
lo prefiere, pero no puede reproducirse con nosotros solos como única fuente de
su vida. Por tanto, la muerte por inhibición no es directamente contagiosa
entre nuestro pueblo.
Rose
lo miró con creciente horror:
–¿Qué
trata usted de decir, doctor Tholan?
–El
terrícola sigue siendo el máximo anfitrión para el parásito. Un terrícola puede
contagiar a uno de nosotros si permanece entre nosotros. Pero el parásito una
vez localizado en una inteligencia de los otros mundos, debe volver a un
terrícola si espera reproducirse. Antes de los viajes interestelares esto era
solamente posible por un recruzar el espacio, por lo que la incidencia de
infección era infinitesimal. Ahora estamos infectados y reinfectados al
regresar los parásitos a la Tierra y volver a nosotros vía la mente de los
terrícolas que viajan a través del espacio.
–Y
las personas desaparecidas… –musitó Rose.
–Son
los anfitriones intermedios. El proceso exacto de cómo se lleva a cabo, yo no
lo sé. La mente masculina terrestre parece mejor dotada para sus propósitos.
Recordará que en el instituto me dijeron que la esperanza de vida del varón
medio es de tres años menos que la de la hembra. Una vez ha tenido lugar la
reproducción, el varón contagiado se marcha en nave espacial hacia los otros
mundos. Desaparece.
–Pero
esto es imposible –insistió Rose–, lo que dice implica que la mente parasitaria
controle los actos de su anfitrión. Esto no puede ser así o nosotros, los de la
Tierra, hubiéramos notado su presencia.
–El
control, Mrs. Smollett, puede ser muy sutil y además ejerce solamente durante
un periodo de reproducción activa. Le señalo simplemente su Departamento de
personas desaparecidas. ¿Por qué desaparecen los jóvenes? Hay explicaciones
económicas y psicológicas, mas no son suficientes. Pero en este momento me
siento muy mal y no puedo hablar mucho más. Sólo tengo una cosa que decir. En
el parásito mental, tanto su gente como la mía, tenemos un enemigo común. Los
terrícolas tampoco deben morir involuntariamente, de no ser por su presencia.
Pensé que si me encontraba imposibilitado de regresar a mi propio mundo con mi
información debido a los métodos heterodoxos empleados para conseguirla, podría
someterla a las autoridades de la Tierra y solicitar su ayuda para erradicar la
amenaza. Imagine mi placer cuando descubrí que el marido de una de las biólogas
del instituto era miembro de uno de los más importantes cuerpos de
investigación de la Tierra. Naturalmente, hice cuanto pude para ser huésped en
su casa, y tratar con él en privado, convencerlo de la terrible verdad,
utilizar su cargo para que me ayudara a atacar los parásitos. Esto,
naturalmente, es imposible ahora. No puedo censurarla a usted. Como habitantes
de la Tierra, no se puede esperar que comprendan la psicología de mi pueblo. No
obstante, debe comprender esto: no puedo tener más tratos con ninguno de los
dos. No podría ni siquiera soportar permanecer más tiempo en la Tierra.
–Entonces,
sólo usted, de todo su pueblo, está enterado de esta teoría.
–Yo
solo, en efecto.
–Su
cianuro, doctor Tholan. –Y Drake le tendió el cilindro.
El
hawkinita lo agarró, anhelante. Sus dedos ágiles manipularon el tubo y la
válvula con la mayor delicadeza. En diez segundos, lo tenía colocado e inhalaba
el gas a grandes bocanadas. Sus ojos se iban volviendo claros y transparentes.
Drake
esperó a que la respiración del hawkinita se normalizara y luego, sin cambiar
de expresión, alzó la pistola y disparó. Rose lanzó un grito. El hawkinita
permaneció de pie. Sus cuatro miembros inferiores no podían doblarse, pero la
cabeza le colgó de pronto y de su boca repentinamente fláccida, se desprendió
el tubo de cianuro ya inútil. Drake cerró la válvula, tiró el cilindro a un
lado y permaneció sombrío contemplando a la criatura muerta. Ninguna marca
exterior indicaba que lo hubieran matado.
El
proyectil de la pistola de aguja más fino que la propia aguja que daba nombre
al arma penetró en el cuerpo fácil y silenciosamente y estalló con efecto
devastador una vez dentro de la cavidad abdominal.
Rose
salió de la alcoba sin dejar de gritar. Drake fue tras ella y la agarró del
brazo; notó los golpes fuertes de la palma de su mano sobre la cara, sin
sentirlos realmente, y terminó sollozando sordamente. Drake le advirtió:
–Te
dije que no te metieras en esto. ¿Qué vas a hacer ahora?
–Suéltame
–protestó Rose–. Quiero irme. Quiero irme lejos de aquí.
–¿Por
algo que mi trabajo me obligó a hacer? Ya oíste lo que dijo esa criatura.
¿Supones que podía dejarlo que volviera a su mundo y propagara todas esas
mentiras? Le creerían. ¿Y qué crees que ocurriría entonces? ¿Puedes imaginar lo
que sería una guerra interestelar? Pensarían que debían matarnos a todos para
detener la infección.
Con
un esfuerzo que pareció estremecerla toda, Rose se calmó. Miró firmemente a los
ojos de Drake y declaró:
–Lo
que dijo el doctor Tholan no eran ni errores ni mentiras, Drake.
–Venga,
mujer, estás histérica. Necesitas dormir.
–Sé
que lo que dijo es cierto porque la Comisión de Seguridad está enterada de la
teoría, y saben que es verdad.
–¿Por
qué te empeñas en decir estos disparates?
–Porque
tú mismo te traicionaste por dos veces.
–Siéntate
–ordenó Drake. Así lo hizo mientras él seguía de pie y la contemplaba
curiosamente–. Así que me he traicionado dos veces. Has tenido un día muy
cargado de trabajo detectivesco, querida. Tienes facetas ocultas. –Se sentó y
cruzó las piernas.
Rose
pensó, sí, su día había sido muy ocupado. Desde donde estaba podía ver el reloj
eléctrico de la cocina; habían transcurrido dos horas después de medianoche.
Harg Tholan había entrado por primera vez en su casa treinta y cinco horas
antes y ahora yacía asesinado en la habitación de invitados.
–Bueno,
¿es que no vas a decirme cómo me he traicionado dos veces? –preguntó Drake.
–Te
pusiste pálido cuando Harg Tholan dijo de mí que era una encantadora
anfitriona. Anfitriona tiene dos sentidos, como bien sabes, Drake. Un anfitrión
es el que alberga un parásito.
–Primera
–dijo Drake–. ¿Cuál es la segunda?
–Algo
que hiciste antes de que Harg Tholan viniera a casa. Hace horas que intento
recordarlo, ¿lo recuerdas tú, Drake? Comentaste lo desagradable que era para
los hawkinitas, asociarse con terrícolas, y yo te dije que Harg Tholan era un
doctor y tenía que hacerlo. Te pregunté si creías que los médicos humanos
disfrutaban especialmente cuando iban a los trópicos, o cuando dejaban que los
mosquitos infectados los picaran. ¿Recuerdas lo trastornado que te mostraste?
Drake
se echó a reír.
–Ignoraba
que fuera tan transparente. Los mosquitos son anfitriones para la malaria y
parásitos de la fiebre amarilla –suspiró–. He hecho cuanto he podido para
mantenerte al margen de esto. Ahora no me queda más que decirte la verdad. Debo
hacerlo porque solamente la verdad, o la muerte, hará que me dejes en paz. Y no
quiero matarte.
Ella
se encogió en su sillón, con los ojos muy abiertos. Drake prosiguió:
–La
Comisión conoce la verdad, pero no nos sirve de nada. Sólo podemos hacer cuanto
esté en nuestras manos para que los otros mundos no lo descubran.
–Pero
la verdad no puede ocultarse para siempre. Harg Tholan la descubrió. Lo has
matado, pero otro extraterrestre repetirá el mismo descubrimiento… una y otra
vez. No puedes matarlos a todos.
–También
lo sabemos –asintió Drake–. No tenemos elección.
–¿Por
qué? –exclamó Rose–. Harg Tholan te dio la solución. Ni sugirió ni amenazó con
guerras entre los mundos. Sugirió, por el contrario, que combináramos con las
otras inteligencias para ayudarnos a eliminar al parásito. Y podemos hacerlo.
Si nosotros, junto con los otros, unimos todos nuestros esfuerzos…
–¿Quieres
decir que podemos confiar en él? ¿Habla en nombre de su Gobierno o de las otras
razas?
–¿Podemos
atrevemos a no correr el riesgo?
–No
lo comprendes –cortó Drake. Se acercó a ella y tomó una de sus manos frías,
inerte, entre las suyas. Siguió hablándole–: Puede parecer una tontería tratar
de enseñarte algo de tu propia especialidad, pero quiero que te fijes en lo que
voy a decirte. Harg Tholan tenía razón. El hombre y sus antepasados
prehistóricos han estado viviendo con esas inteligencias parasitarias por
espacio de larguísimos periodos, por un tiempo mucho más largo que desde que
fuimos realmente Homo Sapiens. En ese intervalo, no solamente nos adaptamos a
ellas, sino que dependemos de ellas. Ya no es un caso de parasitismo. Es un
caso de cooperación mutua. Ustedes, los biólogos, tienen un nombre para ello.
–¿De
qué estás hablando? –gritó, desprendiendo su mano–. ¿Simbiosis?
–Exactamente.
También tenemos nuestra propia enfermedad, crecimiento imparable. Ya ha sido
mencionada como contrapartida a la muerte por inhibición. Bien, ¿cuál es la
causa del cáncer? ¿Cuánto tiempo llevan los biólogos, los fisiólogos, los
bioquímicos y demás trabajando en ello? ¿Qué éxito han conseguido? ¿Por qué?
¿Puedes tú contestarme ahora?
–No,
no puedo –contestó despacio–. ¿De qué me estás hablando?
–Es
estupendo decir que si pudiéramos eliminar al parásito, creceríamos y
viviríamos eternamente si así lo deseáramos; o por lo menos hasta que nos
cansáramos de ser excesivamente grandes o demasiado longevos, y nos
elimináramos limpiamente. Pero ¿cuántos millones de años han transcurrido desde
que el cuerpo humano tuvo ocasión de crecer de este modo imparable? ¿Puede
hacerlo aún? ¿Está preparada para ello la química del cuerpo? ¿Dispone de los
suficientes como-se-llamen?
–Enzimas
–aclaró Rose en un murmullo.
–Eso,
enzimas. Es imposible. Si por cualquier razón la inteligencia parasitaria, como
la llama Harg Tholan, abandona el cuerpo humano, o si su relación con la mente
humana se daña de algún modo, el crecimiento se da, pero no de forma ordenada.
A este crecimiento lo llamamos cáncer. Y ahí lo tienes. No hay manera de
deshacerse del parásito. Estamos unidos para siempre, eternamente. Para
eliminar su muerte por inhibición, los extraterrestres deben borrar de la
Tierra toda vida vertebrada. No hay otra solución para ellos y por tanto
debemos evitar que se enteren. ¿Lo comprendes?
Rose
tenía la boca seca y le costaba hablar.
–Lo
comprendo, Drake. –Se dio cuenta de que su marido tenía la frente húmeda y que
el sudor se deslizaba por ambas mejillas–. Y ahora tendrás que sacarlo del
apartamento.
–Como
es muy tarde podré sacar el cuerpo del edificio. Después… –Se volvió a mirarla–.
No sé cuándo estaré de vuelta.
–Lo
comprendo, Drake –repitió.
Harg
Tholan pesaba mucho. Drake tuvo que arrastrarlo por el piso. Rose se alejó para
vomitar. Se cubrió los ojos hasta que oyó que la puerta se cerraba, y dijo para
sí:
–Lo
comprendo, Drake.
Eran las tres de la mañana. Había pasado casi una hora desde
que oyó cerrarse la puerta, sin ruido, tras Drake y su carga. No podía saber a
dónde iba, ni lo que se proponía hacer.
Permaneció
sentada, atontada. No sentía deseos de dormir, ni deseos de moverse. Mantuvo la
mente trabajando en círculos apretados, lejos de lo que sabía y que no quería
saber.
¡Mentes
parasitarias! ¿Era sólo una coincidencia o se trataba de una extraña memoria
racial, un tenue jirón de antigua tradición o percepción interna, que se
extendía a través de increíbles milenios, que mantenía al día el curioso mito
del principio de los humanos? Pensó que, para empezar, hubo dos inteligencias
en la Tierra. En el jardín del Edén había humanos y también la serpiente, que
era “más sutil que cualquier animal del campo”. La serpiente contaminó al
hombre y como resultado perdió sus miembros. Sus atributos físicos ya no eran
necesarios. Y por causa de esta contaminación, el hombre fue arrojado del
jardín de la vida eterna. La muerte entró en el mundo.
Pero,
pese a sus esfuerzos, el círculo de sus pensamientos crecía y volvía a Drake.
Lo rechazaba, pero volvía; contó en voz baja, recitó los nombres de los objetos
que tenía en su campo visual, gritó: “No, no, no”, pero volvía. Seguía
volviendo.
Drake
le había mentido. Había sido una historia plausible. Hubiera resistido en la
mayoría de los casos, pero Drake no era biólogo. El cáncer no podía ser, como
aseguraba Drake, una enfermedad que expresara la pérdida de capacidad de
crecimiento normal. El cáncer atacaba a niños en pleno crecimiento; incluso
podía atacar el tejido embrionario; atacaba a los peces que, como los
extraterrestres, no dejaban de crecer mientras vivían, y morían solo por
enfermedad o accidente; atacaba a las plantas que no tienen mente y no pueden
albergar parásitos. El cáncer no tenía nada que ver con la presencia o ausencia
de crecimiento normal; era la enfermedad general de la vida, a la que ningún
tejido de ningún organismo multicelular era completamente inmune.
Se
cubrió los ojos con las manos. Los jóvenes que desaparecían estaban
generalmente en el primer año de su matrimonio. Fuera cual fuera el proceso de
reproducción de las inteligencias parasitarias, debía involucrar una íntima
asociación con otro parásito… el tipo de íntima y continuada asociación que
solamente era posible si sus respectivos anfitriones estaban igualmente en
íntima relación. Como es el caso en parejas de recién casados.
Percibía
que sus pensamientos iban desconectándose poco a poco. Pero volverían. Le
preguntarían:
–¿Dónde
está Harg Tholan? –Y ella contestaría:
–Con
mi marido.
Sólo
que le dirían:
–¿Y
dónde está tu marido? –Porque él también se habría ido. Ya no la necesitaba
más. Jamás regresaría. Nunca lo encontrarían porque estaría por el espacio.
Informaría de ambos: de Drake Smollett y de Harg Tholan al Departamento de
personas desaparecidas.
Deseaba
llorar pero no podía; tenía los ojos secos y doloridos.
Y
de pronto le entró una risa loca y no podía parar. Era divertido. Buscando
respuestas a tantas preguntas y las encontraba todas de golpe. Había encontrado
incluso la respuesta a la pregunta que creyó que no tenía la menor relación con
el caso.
Por
fin había descubierto por qué Drake se había casado con ella.
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