Isaac Asimov
Aun desde la cabina donde lo habían encerrado con los demás
pasajeros, el coronel Anthony Windham veía el desarrollo de la batalla. Durante
un rato hubo un silencio sin sobresaltos, lo cual significaba que las naves combatían
a distancia astronómica, en un duelo de descargas energéticas y potentes
defensas de campo.
Sabía
que eso podía tener un único fin. La nave terrícola era sólo un buque mercante
provisto de armas, y una ojeada al enemigo kloro, antes de que la tripulación
los retirara de la cubierta, le había bastado para indicarle que se trataba de
un crucero liviano.
Y
en menos de media hora comenzaron esas sacudidas que estaba esperando. Los
pasajeros se tambaleaban bruscamente mientras la nave giraba y viraba igual que
un barco en una tormenta. Pero el espacio seguía tan tranquilo y silencioso
como siempre; era el piloto, que lanzaba desesperados chorros de vapor por los
tubos para que la nave rodara y girara por reacción. Eso sólo podía significar
que había ocurrido lo inevitable: se habían eliminado las pantallas protectoras
de la nave terrícola y ya no soportarían un impacto directo.
El
coronel Windham se apoyó en su bastón de aluminio. Pensó que era un anciano,
que se había pasado la vida en la milicia sin participar en ningún combate y
que, en ese momento, con una batalla desarrollándose a su alrededor, se veía
viejo, gordo, cojo y sin hombres bajo su mando.
Pronto
los abordarían esos monstruos kloros. Era su modo de luchar. Sus trajes
espaciales los estorbarían, así que sufrirían muchas bajas; pero querían la
nave terrícola. Windham observó a los pasajeros. Por un momento pensó: si
estuvieran armados y yo pudiera dirigirlos…
Desechó
la idea. Porter obviamente se había acobardado y el joven Leblanc no estaba
mucho mejor. Los hermanos Polyorketes –demonios, no podía distinguirlos–
murmuraban en un rincón. Mullen era diferente, estaba erguido en su asiento,
sin demostrar miedo ni otras emociones; pero medía apenas un metro cincuenta y
era evidente que jamás había empuñado un arma en su vida. No podía hacer nada.
Y
estaba Stuart, con su sonrisa socarrona y la incisiva ironía que impregnaba
cada una de sus frases. Windham lo miró y vio que se acariciaba el cabello
trigueño con sus manos pálidas. Con esas manos artificiales resultaba
inservible.
Sintió
la vibrante sacudida del contacto entre ambas naves y, a los cinco minutos, se
oyó ruido de combate en los corredores. Uno de los hermanos Polyorketes dio un
grito y echó a correr hacia la puerta. El otro hizo lo propio después de
gritar:
–¡Arístides,
espera!
Sucedió
de repente. Arístides salió al corredor, presa del pánico. Un carbonizador
fulguró y ni siquiera se escuchó un gemido. Windham, desde la puerta, apartó
horrorizado la vista de aquellos restos ennegrecidos. Resultaba extraño: toda
una vida de uniforme y jamás había presenciado una muerte violenta.
Se
necesitó la fuerza de todos los demás para arrastrar al otro hermano al
interior de la habitación.
El
alboroto de la batalla se apaciguó.
–Terminó
–dijo Stuart–. Pondrán dos tripulantes profesionales a bordo y nos llevarán a
uno de sus planetas. Somos prisioneros de guerra, naturalmente.
–¿Sólo
dos kloros permanecerán a bordo? –preguntó sorprendido Windham.
–Es
su costumbre –respondió Stuart–. ¿Por qué lo pregunta, coronel? ¿Piensa
encabezar un gallardo intento de recuperar la nave?
Windham
se sonrojó.
–Sólo
era curiosidad, qué diablos.
Pero
supo que no había dado con la nota de dignidad y autoridad que buscaba. Era
simplemente un viejo cojo.
Y
Stuart quizá tuviera razón. Había vivido entre los kloros y conocía sus
costumbres.
John Stuart sostuvo desde un principio que los kloros eran
unos caballeros. Tras haber transcurrido veinticuatro horas de encarcelamiento,
repetía esa afirmación mientras flexionaba los dedos y observaba las arrugas
que surcaban el blando artiplasma.
Disfrutaba
de la reacción airada que causaba en los demás. Las personas estaban hechas
para ser perforadas; eran vejigas con demasiado aire. Y sus manos eran del
mismo material que sus cuerpos.
Anthony
Windham era un caso especial. Se hacía llamar coronel Windham, y Stuart estaba
dispuesto a creerle. Un coronel retirado que tal vez hubiese adiestrado una
guardia miliciana en un prado de aldea, cuarenta años atrás, y con tal falta de
distinción que no lo reincorporaron al servicio con ningún cargo, ni siquiera
durante la emergencia de la primera guerra interestelar de la Tierra.
–No
es oportuno hablar así del enemigo, Stuart. No sé si me gusta esa actitud.
Windham
parecía empujar las palabras a través del pulcro bigote. También se había
rasurado la cabeza, imitando el estilo militar en boga, pero un vello gris
empezaba a rodearle la coronilla calva. Las mejillas fofas se le aflojaban, lo
cual, sumado a las venillas rojas de la nariz, le daba un aire desaliñado, como
si lo hubieran despertado de golpe y demasiado temprano.
–Pamplinas
–rechazó Stuart–. Invierta esta situación. Suponga que una nave militar
terrícola hubiera capturado una de sus naves de travesía. ¿Qué cree que habría
pasado con los civiles kloros?
–Estoy
seguro de que la flota terrícola observaría las reglas de la guerra
interestelar –sostuvo Windham.
–Sólo
que no existen. Si pusiéramos una tripulación profesional en una de sus naves,
¿se cree que nos tomaríamos la molestia de mantener una atmósfera de cloro para
los supervivientes, que les permitiríamos conservar sus pertenencias legítimas,
que les cederíamos la sala más confortable, etcétera, etcétera, etcétera?
–Oh,
cállese, por amor de Dios –se quejó Ben Porter–. Si oigo sus etcéteras una vez
más, me volveré loco.
–Lo
lamento –dijo Stuart, sin lamentarlo.
Porter
a duras penas conservaba el aplomo. El rostro delgado y la nariz ganchuda le
relucían de sudor, y se mordió el interior de la mejilla hasta que hizo una
mueca de dolor. Apoyó la lengua en el sitio dolorido, lo cual acrecentó su
aspecto de payaso.
Stuart
se estaba cansando de azuzarlos. Windham era un enemigo demasiado débil y
Porter sólo sabía temblar. Los demás guardaban silencio. Demetrios Polyorketes
se refugiaba en un mundo de callada congoja interior. Tal vez no hubiera
dormido esa noche. Al menos, cuando Stuart se despertó y cambió de postura, –pues
él también se hallaba inquieto– lo oyó murmurar en la litera. No dejaba de
decir cosas, pero lo que más repetía era: “¡Oh, mi hermano!”
Ahora
estaba sentado en la litera, mirando con ojos inflamados a los demás
prisioneros y con la barba crecida en su rostro moreno. Hundió la cara en las
palmas callosas y sólo se le vieron los mechones de pelo crespo y negro. Se
balanceó lentamente, pero como todos se encontraban despiertos no emitió ningún
sonido.
Claude
Leblanc se esforzaba en vano por leer una carta. Era el más joven de los seis.
Recién salido de la universidad, regresaba a la Tierra para casarse. Esa mañana
Stuart lo había sorprendido sollozando en silencio, con su rostro rosa y blanco
abotargado como el de un niño desconsolado. Era muy rubio y poseía una belleza
casi femenina en torno de sus grandes ojos azules y sus labios carnosos. Stuart
se preguntó qué clase de chica sería la muchacha que había prometido
convertirse en su esposa. Había visto la foto, como todos a bordo. Tenía esa
belleza insípida que volvía indistinguibles los retratos de las novias. Stuart
pensó que él, de ser mujer, preferiría alguien más viril.
Eso
le dejaba sólo a Randolph Mullen. Con franqueza, no sabía qué idea hacerse de
él. Era el único de los seis que había pasado un tiempo considerable en los
mundos arcturianos. Stuart sólo había estado allí el tiempo suficiente para
dictar una serie de conferencias sobre ingeniería astronáutica en el instituto
provincial de ingeniería. El coronel Windham había ido de visita a Cook, Porter
estuvo comprando hortalizas concentradas alienígenas para sus plantas de
enlatado de la Tierra, y los hermanos Polyorketes, tras intentar establecerse
en Arcturus como granjeros, al cabo de dos estaciones renunciaron, obtuvieron
algunas ganancias de la venta y regresaban a la Tierra.
Randolph
Mullen, en cambio, había pasado diecisiete años en el sistema arcturiano. ¿Cómo
hacían los viajeros para averiguar tan pronto tantas cosas sobre sus compañeros
de travesía? Ese hombrecillo apenas había hablado durante su estancia a bordo.
Era infaliblemente cortés, siempre se hacía a un lado para ceder el paso y su
vocabulario parecía consistir en “gracias” y “con perdón”. Sin embargo, se
sabía que ése constituía su primer viaje a la Tierra en diecisiete años.
Era
un hombrecillo menudo, y tan meticuloso que resultaba irritante. Al despertar
esa mañana, había hecho su cama, se había afeitado, bañado y vestido. El hecho
de ser prisionero de los kloros no alteraba sus hábitos de años. No hacía
alarde de ello, eso había que admitirlo, y no parecía reprobar el desaliño de
los demás; se limitaba a permanecer sentado, casi con pudor, enfundado en su
atuendo conservador y con las manos entrelazadas sobre el regazo. La fina línea
de vello que le cubría el labio superior, lejos de infundirle carácter, ponía
absurdamente un énfasis en su apocamiento.
Parecía
la caricatura de un contable. Y lo más raro, pensó Stuart, era que se dedicaba
precisamente a eso. Lo había leído en el registro: Randolph Fluellen Mullen;
ocupación, tenedor de libros; empleadores, Cajas de Papel Prístina y Cía;
avenida de Tobías, número 27; Nueva Varsovia; Arcturus II.
–¿Señor Stuart?
Levantó
la cabeza. Era Leblanc, con un temblor en el labio inferior. Stuart
procuró ser amable.
–¿Qué
hay, Leblanc?
–Dígame,
¿cuándo nos soltarán?
–¿Cómo
puedo saberlo?
–Todos
dicen que vivió en un planeta kloro, y acaba usted de decir que son unos
caballeros.
–Sí,
claro. Pero hasta los caballeros libran las guerras con el propósito de
ganarlas. Tal vez nos retengan mientras dure el conflicto.
–¡Pero
podría durar años! Margaret me está esperando. ¡Pensará que he muerto!
–Supongo
que nos permitirán enviar mensajes una vez que lleguemos a su planeta.
Porter
intervino con voz ronca y agitada:
–Si
usted sabe tanto sobre estos demonios, ¿qué nos harán cuando nos encarcelen?
¿Con qué nos alimentarán? ¿Nos darán oxígeno? Sin duda nos matarán. –Y añadió
nostálgicamente–: A mí también me aguarda una esposa.
Pero
Stuart le había oído hablar de su esposa en los días previos al ataque. No se
dejó impresionar. Porter toqueteaba con sus uñas carcomidas la manga de Stuart,
que se apartó con brusca repulsión. No soportaba esas horribles manos. Le
sacaba de quicio que esas monstruosidades fuesen reales mientras que sus manos
perfectas no eran más que imitaciones confeccionadas con látex alienígena.
–No
nos matarán. Si ésa fuera su intención ya lo hubiesen hecho. Nosotros también
capturamos kloros, y es cuestión de sentido común tratar bien a los prisioneros
si se espera lo mismo del otro bando. Sabrán comportarse. Quizá la comida no
sea excelente, pero son mejores químicos que nosotros. Son sobresalientes en
eso. Sabrán exactamente qué factores alimentarios y cuántas calorías
necesitamos. Sobreviviremos. Ellos se encargarán de que así sea.
–Habla
usted cada vez más como un simpatizante de esos bichos verdes –gruñó Windham–.
Me revuelve el estómago que un terrícola hable de esas criaturas como lo hace
usted. Rayos, ¿dónde está su lealtad?
–Mi
lealtad está donde corresponde; con la honestidad y la decencia, al margen de
la forma del ser que las practique. –Levantó sus manos–. ¿Ve esto? Es obra de
los kloros. Viví seis meses en uno de sus planetas. Las máquinas de
acondicionamiento de mis aposentos me destrozaron las manos. Pensé que el
suministro de oxígeno que me daban era escaso (en realidad no lo era) y procuré
hacer ajustes por mi cuenta. Fue culpa mía. No conviene aventurarse con las
máquinas de otra cultura. Cuando los kloros atinaron a ponerse un traje
atmosférico y llegar a mí, era demasiado tarde para salvar mis manos.
“Cultivaron
estas cosas de artiplasma y me operaron. Para ello tuvieron que diseñar equipo
y soluciones nutrientes que funcionaran en una atmósfera de oxígeno. Sus
cirujanos tuvieron que efectuar una delicada operación enfundados en trajes
atmosféricos. Y yo recuperé las manos. –Se rio con aspereza, apretando los
puños–. Manos…
–¿Y
por eso vende la lealtad que debe a la Tierra? –le reprochó Windham.
–¿Vender
mi lealtad? Usted está loco. Durante años odié a los kloros por esto. Yo era
piloto mayor de las Líneas Espaciales Trasgalácticas antes de este suceso.
¿Ahora? Trabajo en un escritorio. Y doy algunas conferencias. Tardé tiempo en
asumir la responsabilidad y comprender que los kloros se habían comportado con
decencia. Tienen su propio código ético y es tan bueno como el nuestro. Si no
fuera por la estupidez de algunos de ellos y de algunos de los nuestros no
estaríamos en guerra. Y cuando haya terminado…
Polyorketes
estaba de pie. Curvó los gruesos dedos y sus ojos oscuros relucieron.
–No
me gusta su modo de hablar, amigo.
–¿Por
qué?
–Porque
habla demasiado bien de esos bastardos verdes. Los kloros se portaron bien con
usted, ¿eh? Bueno, pues no hicieron lo mismo con mi hermano. Lo mataron. Y tal
vez yo lo mate a usted, maldito espía de los verdes.
Y
atacó.
Stuart
apenas tuvo tiempo de alzar los brazos para contener al furibundo granjero.
Jadeó un juramento mientras le sujetaba una muñeca y movía el hombro para
evitar que el otro le apresara la garganta.
Su
mano de artiplasma cedió. Polyorketes se zafó sin esfuerzo.
Windham
resollaba, Leblanc les pedía que se detuvieran, con su voz aflautada; pero fue
el pequeño Mullen quien agarró al granjero por detrás y tiró con todas sus
fuerzas. No fue muy efectivo, pues Polyorketes ni siquiera notó el peso del
hombrecillo en su espalda. Mullen se vio levantado en vilo y empezó a patalear.
Pero no soltó a Polyorketes y al fin Stuart logró zafarse y echó mano del
bastón de aluminio de Windham.
–Aléjese,
Polyorketes –advirtió.
Recobraba
el aliento, temiendo otra embestida. Ese hueco cilindro de aluminio no serviría
de mucho, pero era mejor que contar sólo con sus débiles manos.
Mullen
soltó a Polyorketes y se mantuvo alerta, con la respiración entrecortada y la
chaqueta desaliñada.
Polyorketes
se quedó inmóvil. Agachó su cabeza desgreñada.
–Es
inútil –masculló–. Lo que he de matar son kloros. Pero cuide su lengua, Stuart.
Si habla más de la cuenta puede tener problemas. Hablo en serio.
Stuart
se pasó el brazo por la frente y le devolvió el bastón a Windham, quien lo tomó
con la mano izquierda mientras usaba la derecha para enjugarse la calva con un
pañuelo mientras hablaba:
–Caballeros,
evitemos estas fricciones. Atentan contra nuestro prestigio. Recordemos al
enemigo común. Somos terrícolas y hemos de actuar como lo que somos, la raza
dominante en la galaxia. No debemos degradarnos ante las razas inferiores.
–Sí,
coronel –resopló Stuart–. Ahórrese el resto del discurso para mañana. –Se
volvió hacia Mullen–. Quiero darle las gracias.
Le
causaba embarazo, pero tenía que hacerlo. El pequeño contable lo había
sorprendido. Pero Mullen, con una voz seca que apenas se elevó por encima de un
susurro, replicó:
–No
me lo agradezca, señor Stuart. Era lo único que podía hacer. Si nos encarcelan,
le necesitaremos como intérprete. Usted entiende a los kloros.
Stuart
se puso tenso. Era el típico razonamiento de un tenedor de libros, demasiado
lógico, demasiado árido. Riesgo presente y provecho futuro. Un pulcro
equilibrio entre créditos y débitos. Hubiera preferido que Mullen lo defendiera
por… bueno, por mera decencia, sin egoísmos.
Se
rio de sí mismo. Comenzaba a esperar idealismo de los seres humanos, en vez de
motivaciones claras e interesadas.
Polyorketes estaba aturdido. La pena y la furia actuaban como
un ácido en su interior, pero no hallaban palabras para expresarse. Si él fuera
Stuart, ese bocazas de manos blancas, podría hablar y hablar hasta sentirse
mejor. En cambio, tenía que quedarse allí sentado, muerta la mitad de su ser,
sin hermano, sin Arístides…
Fue
tan repentino… Si pudiera retroceder en el tiempo y contar con un segundo más
para frenar a Arístides, detenerlo, salvarlo…
Pero
ante todo odiaba a los kloros. Dos meses atrás apenas había oído hablar de
ellos, y ya los odiaba con tal furia que le alegraría morir con tal de liquidar
unos cuantos.
–¿Cómo
se inició esta guerra, eh? –preguntó sin levantar la vista.
Temía
que le respondiera Stuart. Odiaba esa voz. Pero habló Windham, el calvo.
–La
causa inmediata fue una disputa por concesiones mineras en el sistema
Wyandotte. Los kloros invadieron propiedades terrícolas.
–¡Hay
espacio para ambos, coronel!
Polyorketes
irguió la cabeza con un gruñido. Ese Stuart no podía cerrar el pico. De
nuevo con su cháchara, ese lisiado, ese sabelotodo, ese traidor.
–¿Valía
la pena pelear por eso, coronel? –continuó Stuart–. No podemos usar unos los
mundos del otro. Los planetas de cloro son inútiles para nosotros y nuestros
planetas de oxígeno lo son para ellos. El cloro es mortífero para nosotros y el
oxígeno lo es para ellos. No hay modo de mantener una hostilidad permanente.
Nuestras razas no coinciden. ¿Se justifica la lucha porque ambas razas quieren
extraer hierro de los mismos asteroides sin aire cuando hay millones de ellos
en la galaxia?
–Está
la cuestión del honor planetario… –empezó Windham. –Fertilizante planetario.
¿Cómo puede eso excusar esta ridícula guerra? Sólo se puede luchar en puestos
de avanzada. Se ha reducido a una serie de acciones defensivas, y con el tiempo
se dirimirá mediante negociaciones que se pudieron efectuar en primer término
para evitarla. Ni nosotros ni los kloros ganaremos nada.
A
regañadientes, Polyorketes comprendió que estaba de acuerdo con Stuart. ¿Qué
les importaba a él y a Arístides dónde obtuvieran el hierro los terrícolas o
los kloros?
¿Eso
justificaba la muerte de su hermano? Sonó el timbre de advertencia.
Polyorketes
irguió la cabeza y se levantó despacio, apretando los labios. En la puerta sólo
podía haber una cosa. Aguardó, con los brazos en tensión y los puños cerrados.
Stuart se le acercó. Polyorketes lo notó y se rio para sus adentros. Que
entrara el kloro y ni Stuart ni los demás podrían detenerlo.
Espera,
Arístides, espera un momento y obtendrás un poco de venganza.
Se
abrió la puerta y entró un personaje enfundado en una amorfa e inflada
imitación de traje espacial.
Una
voz extraña, aunque no del todo desagradable, comenzó a hablar:
–Con
desagrado, terrícolas, mi compañero y yo…
Y
se calló cuando Polyorketes atacó profiriendo un rugido. Fue una acometida
torpe, una embestida de toro: con la cabeza agachada y extendidos los brazos
fornidos y los dedos velludos. Empujó a Stuart, antes de que éste tuviera la
oportunidad de intervenir, y lo derribó sobre un catre.
El
kloro pudo haber detenido a Polyorketes con el brazo sin mayor esfuerzo o
hacerse a un lado para esquivarlo; en cambio, con un rápido movimiento
desenfundó un arma, y un haz rosado la conectó con el atacante. Polyorketes se
desplomó, arqueado como estaba y con un pie en el aire, víctima de una
parálisis instantánea. Cayó de lado, con los ojos vivos y ardientes de furia.
–No
sufrirá lesiones permanentes –dijo el kloro, sin inmutarse aparentemente ante
aquel intento de violencia. Luego, volvió a empezar–: Con desagrado,
terrícolas, mi compañero y yo hemos captado un cierto alboroto en esta
habitación. ¿Hay alguna necesidad que podamos satisfacer?
Stuart
se masajeaba la rodilla que se había raspado al chocar con el catre.
–No,
gracias, kloro –masculló.
–Un
momento –resopló Windham–, esto es ultrajante. Exigimos que se disponga nuestra
liberación.
El
kloro volvió su diminuta cabeza de insecto hacia el hombre gordo. No resultaba
agradable para quien no estuviera habituado. Tenía la estatura de un terrícola,
pero la parte superior consistía en un cuello que parecía un tallo fino,
coronado por una cabeza que era apenas una hinchazón. Se componía de una trompa
roma y triangular y, a ambos lados, sendos ojos protuberantes. Eso era todo. No
había caja craneana ni cerebro. Lo que equivalía al cerebro estaba situado en
lo que sería el abdomen en un terrícola; la cabeza era un mero órgano
sensorial. El traje espacial respetaba la forma de la cabeza, y los ojos
quedaban expuestos en dos claros semicírculos de vidrio que parecían verdes a
causa de la atmósfera de cloro del interior. Uno de esos ojos estaba enfocando
a Windham, quien se echó a temblar ante esa mirada.
–No
tienen derecho a mantenernos prisioneros –insistió a pesar de todo–. No somos
combatientes.
La
voz del kloro, con su sonido artificial, surgía de un pequeño aditamento de
alambre de cromo en lo que hacía las veces de pecho. La caja sonora funcionaba
con aire comprimido, controlados por uno o dos de los delicados zarcillos en
horqueta que surgían de los dos círculos del cuerpo superior y que, por suerte,
quedaban ocultos bajo el traje.
–¿Hablas
en serio, terrícola? Sin duda has oído hablar de la guerra, de las normas de la
guerra y de los prisioneros de guerra.
Miró
en torno, moviendo los ojos a sacudidas bruscas y fijando la vista primero en
un objeto y, luego, en otro. Stuart entendía que cada ojo comunicaba un mensaje
al cerebro abdominal, el cual debía coordinar ambos para obtener toda la
información.
Windham
no supo qué responder. Los demás callaron. El kloro, con sus cuatro
extremidades principales (un par de brazos y un par de piernas), tenía un
aspecto vagamente humano dentro del traje, siempre que uno no lo mirara a la
cabeza; pero no había modo de adivinar sus sentimientos.
Dio
media vuelta y se marchó.
Porter
carraspeó y habló con voz sofocada:
–Por
Dios, qué tufo a cloro. Si no hacen algo, moriremos con los pulmones
destrozados.
–Cállese
–le espetó Stuart–. No hay suficiente cloro en el aire para hacer estornudar a
un mosquito y lo poco que hay se esfumará en dos minutos. Además, un poco de
cloro será bueno para usted. Quizá mate el virus de su resfriado.
Windham
tosió y dijo:
–Stuart,
creo que usted pudo decirle algo sobre nuestra liberación a su amigo kloro. No
es tan audaz en su presencia como cuando ellos no están, ¿eh?
–Ya
oyó lo que dijo esa criatura, coronel. Somos prisioneros de guerra, y el
intercambio de prisioneros lo negocian los diplomáticos. Tendremos que esperar.
Leblanc,
que se había puesto pálido al ver al kloro, se levantó y corrió hacia el
excusado. Le oyeron vomitar.
Se
hizo un incómodo silencio mientras Stuart pensaba qué decir para disimular ese
desagradable sonido. Mullen intervino. Hurgaba en un pequeño estuche que había
sacado de debajo de la almohada.
–Tal
vez sea mejor que el señor Leblanc tome un sedante antes de acostarse. Tengo
bastantes. Me alegrará ofrecerle uno. –De inmediato explicó su
generosidad–: De lo contrario, quizá nos mantenga despiertos a todos.
–Muy
lógico –asintió secamente Stuart–. Será mejor que guarde alguno para nuestro
caballero andante. Guarde media docena. –Se acercó a Polyorketes, que todavía
estaba despatarrado, y se arrodilló–. ¿Está cómodo el niño?
–Es
de pésimo gusto hablar así, Stuart –protestó Windham.
–Bien,
si tan preocupado está por él, ¿por qué usted y Porter no lo llevan a su catre?
Los
ayudó a trasladarlo. Los brazos de Polyorketes temblaban de un modo errático.
Por lo que Stuart sabía sobre las armas nerviosas de los kloros, el hombre
debía de estar sufriendo un hormigueo insoportable.
–Y
no lo traten con mucha suavidad –añadió–. Este zopenco pudo hacer que nos
mataran a todos. ¿Y para qué?
Empujó
el cuerpo, rígido a un lado y se sentó en el borde de la litera.
–¿Me
oye, Polyorketes? –Los ojos del herido fulguraron. Intentó en vano alzar el
brazo–. De acuerdo, pues. Escuche. No vuelva a intentar nada parecido. La
próxima vez puede ser el fin para todos nosotros. Si usted hubiera sido un
kloro y él un terrícola, ya estaríamos muertos. Así que métase una cosa en la
mollera: lamentamos lo de su hermano y es una pena, pero fue únicamente culpa
suya.
Polyorketes
trató de moverse y Stuart lo contuvo. –No, siga escuchando. Tal vez ésta sea mi
única oportunidad de hablarle y conseguir que me escuche. Su hermano no estaba
autorizado para salir del recinto de pasajeros. No tenía a dónde ir. Se puso en
medio de nuestra propia gente. Ni siquiera sabemos con certeza si lo mataron
los kloros. Pudo ser uno de los nuestros.
–Oh, caramba, Stuart –objetó Windham.
Stuart
se giró hacia él.
–¿Tiene
pruebas de lo contrario? ¿Usted vio el disparo? ¿Pudo discernir, por lo que
quedó del cuerpo, si era energía de los kloros o nuestra?
Polyorketes
atinó a hablar, moviendo la lengua en un forzado y gangoso gruñido.
–Maldito
canalla, defensor de bichos verdes.
–¿Yo?
Sé qué está pensando, Polyorketes. Piensa que cuando pase la parálisis se
desquitará propinándome una paliza. Pues bien, si lo hace, probablemente nos
aíslen a todos con cortinas.
Se
levantó y apoyó la espalda en la pared. Quedó así enfrente de todos ellos.
–Ninguno
de ustedes conoce a los kloros como yo. Las diferencias físicas que ven no son
importantes. Sí lo son las de temperamento. Ellos no comprenden nuestro modo de
entender el sexo, por ejemplo. Para ellos es sólo un reflejo biológico, como el
respirar. No le atribuyen importancia. Pero sí le dan importancia a los grupos
sociales. Recuerden que sus ancestros evolutivos tenían mucho en común con
nuestros insectos. Siempre dan por sentado que un grupo de terrícolas
constituye una unidad social.
“Eso
lo significa todo para ellos, aunque no sé exactamente cuál es el significado.
Ningún terrícola puede entenderlo. Pero lo cierto es que nunca disgregan un
grupo, así como nosotros no separamos a una madre de sus hijos si podemos
evitarlo. Tal vez ahora nos estén tratando con dulzura porque suponen que nos
sentimos deprimidos al haber muerto uno de los nuestros, y eso los hace
sentirse culpables.
“Pero
recuerden una cosa. Nos encarcelarán juntos y permaneceremos juntos mientras
esto dure. No me agrada la idea. No los habría escogido como compañeros de
cuarto y estoy seguro de que ustedes no me habrían escogido a mí. Pero así
están las cosas. Los kloros no entenderían que estábamos juntos a bordo sólo
por accidente.
“Eso
significa que tendremos que aguantarnos unos a otros. Y no se trata de
tonterías sobre avecillas que saben compartir el nido. ¿Qué creen que habría
ocurrido si los kloros hubieran entrado antes y nos hubiesen sorprendido a
Polyorketes y a mí tratando de matarnos? ¿No lo saben? Pues bien, ¿qué
pensarían ustedes de una madre a la que sorprendieran tratando de matar a sus
hijos?
“¿Comprenden?
Nos habrían matado como a un grupo de pervertidos y monstruos. ¿Entendido?
¿Entendido, Polyorketes? ¿Capta la idea? Conque insultémonos si es preciso,
pero dejemos las manos quietas. Y ahora, si no les importa, me daré un masaje
en las manos; estas manos sintéticas que los kloros me dieron y que uno de mi
propia especie intentó mutilar de nuevo”.
Para Claude Leblanc había pasado lo peor. Se había estado
sintiendo muy harto, hastiado de muchas cosas; pero hastiado sobre todo de
haber tenido que abandonar la Tierra. Fue magnífico estudiar fuera de la
Tierra. Resultó ser una aventura que le permitió alejarse de la madre. Se
alegró de esa escapada tras el primer mes de tímida adaptación.
Y
en las vacaciones estivales ya no era Claude, el timorato estudiante, sino
Leblanc, viajero del espacio. Alardeaba de ello. Se sentía más hombre hablando
de estrellas, de saltos en el espacio, de los hábitos y las condiciones de
otros mundos; y le proporcionó coraje con Margaret. Ella lo amaba por los
peligros que había afrontado…
Pero
estaba enfrentándose al primer peligro real, y no lo sobrellevaba demasiado
bien. Lo sabía, sentía vergüenza y lamentaba no ser como Stuart.
Aprovechó
la excusa del almuerzo para abordarlo.
–Señor
Stuart.
–¿Cómo
se siente? –le preguntó él, lacónicamente.
Leblanc
se sonrojó. Se sonrojaba fácilmente y el esfuerzo por evitarlo sólo empeoraba
las cosas.
–Mucho
mejor, gracias –respondió–. Es hora de comer. Le he traído su ración.
Stuart
aceptó la lata que le ofrecían. Era una ración espacial corriente; sintética,
concentrada, nutritiva e insatisfactoria. Se calentaba automáticamente al abrir
la lata, pero se podía comer fría si era necesario. Aunque incluía un utensilio
que combinaba la cuchara con el tenedor, la consistencia de la ración permitía
utilizar los dedos sin ensuciarse más de la cuenta.
–¿Oyó
usted mi pequeño discurso? –le preguntó Stuart.
–Sí,
y quería decirle que puede contar conmigo.
–Muy
bien. Ahora vaya a comer.
–¿Puedo
comer aquí?
–Como
guste.
Comieron
un rato en silencio.
–Tiene
usted mucho aplomo, señor Stuart –comentó al fin Leblanc–. Debe ser maravilloso
sentirse así.
–¿Aplomo?
Gracias, pero ahí tiene usted a alguien con auténtico aplomo.
Leblanc
siguió sorprendido la dirección del ademán.
–¿El
señor Mullen? ¿Ese hombrecillo? ¡Oh, no!
–¿No
le parece seguro de sí mismo?
Leblanc
negó con la cabeza. Miró fijamente a Stuart para asegurarse de que no le tomaba
el pelo.
–Ese
hombre es muy frío. No tiene emociones. Es como una pequeña máquina. Me resulta
repulsivo. Usted es diferente, señor Stuart. Usted rebosa energía, pero se
controla. Me gustaría ser así.
Como
atraído por el magnetismo de una mención que no había escuchado, Mullen se
reunió con ellos. Apenas había tocado su ración. La lata aún humeaba cuando se
acuclilló ante ambos.
Habló
con su habitual susurro furtivo:
–¿Cuánto
cree que durará el viaje, señor Stuart?
–Lo
ignoro, Mullen. Sin duda evitan las rutas comerciales habituales y darán más
saltos que de costumbre en el hiperespacio para desorientar a los posibles
perseguidores. No me sorprendería que durase una semana. ¿Por qué lo pregunta?
Supongo que tendrá una razón muy lógica y muy práctica.
–Pues,
sí, por cierto –asintió Mullen. Parecía impermeable a los sarcasmos–. He
pensado que sería prudente racionar las raciones, por así decirlo.
–Tenemos
comida y agua suficientes para un mes. Fue lo primero que investigué.
–Entiendo.
En tal caso, me terminaré la lata.
Y
eso hizo, manipulando delicadamente el utensilio y enjugándose los labios con
el pañuelo, aunque los tenía limpios.
Polyorketes se levantó con esfuerzo un par de horas después.
Se tambaleaba como víctima de una resaca. No intentó acercarse a Stuart pero sí
habló dirigiéndose a él:
–Maldito
espía de los verdes, vaya con cuidado.
–Ya
oyó lo que le dije antes, Polyorketes.
–Lo
oí. Y también oí lo que dijo de Arístides. No me molestaré con usted porque es
sólo un saco de aire ruidoso. Pero espere y algún día soplará usted más aire de
la cuenta en la cara de alguien y lo harán reventar.
–Esperaré
–dijo Stuart.
Windham
se aproximó cojeando y apoyándose en el bastón.
–Vamos,
vamos –exhortó con una jadeante jovialidad que puso de relieve su angustia en
vez de ocultarla–. Somos todos terrícolas, rayos. Tenemos que recordarlo. Debe
ser nuestra luz inspiradora. No perdamos el temple ante esos malditos kloros.
Tenemos que olvidar las rencillas personales y recordar que somos terrícolas
unidos contra monstruos alienígenas.
Stuart
hizo un comentario irreproducible.
Porter
se hallaba detrás de Windham. Había estado hablando en privado durante una hora
con el coronel calvo, y exclamó con indignación:
–Deje
de hacerse el listo, Stuart, y escuche al coronel. Hemos estado analizando la
situación.
Se
había lavado la grasa de la cara, tenía humedecido el cabello y se lo había
echado hacia atrás. Aun así, conservaba el tic en la comisura de la boca, y sus
manos verrugosas no parecían más atractivas.
–De
acuerdo, coronel –accedió Stuart–. ¿Qué tiene pensado hacer?
–Preferiría
que todos los hombres estuviesen juntos –declaró Windham.
–De
acuerdo, llámelos.
Leblanc
se acercó deprisa; Mullen, con mayor lentitud.
–¿Quiere
también a ese sujeto? –preguntó Stuart, señalando a Polyorketes con la cabeza.
–Vaya,
pues sí. Señor Polyorketes, ¿puede usted acercarse?
–Bah,
déjeme en paz.
–Continúe
–le instó Stuart–, déjelo en paz. Yo no lo quiero aquí.
–No,
no –se empeñó Windham–. Esto es para todos los terrícolas. Señor Polyorketes,
le necesitamos.
Polyorketes
rodó hasta el borde del catre.
–Estoy
a suficiente distancia para oírlo.
–¿Los
kloros tendrán micrófonos en esta habitación? –le preguntó Windham a Stuart.
–No.
¿Para qué?
–¿Está
seguro?
–Claro
que estoy seguro. No sabían que Polyorketes me hubiera atacado. Oyeron el
alboroto cuando la nave se puso a traquetear.
–Tal
vez querían hacernos creer que no hay micrófonos en la habitación.
–Escuche,
coronel, nunca he sabido de un kloro que mintiera a propósito…
–Ese
bocazas ama a los kloros –dijo Polyorketes con calma.
–No
empecemos con eso –medió Windham–. Mire, Stuart. Porter y yo hemos hablado del
asunto y pensamos que usted conoce a los kloros lo bastante como para pensar en
un modo de regresar a la Tierra.
–Pues
se equivocan. No se me ocurre ningún modo.
–Tal
vez haya alguna manera de arrebatarles la nave a esos canallas verdes –sugirió
Windham–. Alguna debilidad que tengan. ¡Rayos, usted sabe a qué me refiero!
–Dígame,
coronel, ¿qué le preocupa? ¿Su pellejo, o el bienestar de la Tierra?
–Me
ofende esa pregunta. Aunque me interesa mi propia vida, como a cualquiera,
pienso ante todo en la Tierra, ¿se entera usted? Y creo que eso vale para todos
nosotros.
–En
efecto –declaró Porter.
Leblanc
parecía angustiado; Polyorketes, amargado. Mullen no tenía ninguna expresión.
–De
acuerdo –aceptó Stuart–. Desde luego, no creo que podamos tomar la nave. Ellos
están armados y nosotros no. Pero hay una cosa. Usted sabe por qué los kloros
se hicieron con la nave intacta: porque necesitan naves. Son mejores químicos
que los terrícolas, pero los terrícolas son mejores ingenieros astronáuticos.
Tenemos naves de mayor tamaño y mejores, y en mayor cantidad. En realidad, si
nuestra tripulación hubiera respetado los axiomas militares, habría hecho
estallar la nave en cuanto los kloros se dispusieron a abordarla.
–¿Matando
a los pasajeros? –preguntó Leblanc, horrorizado.
–¿Por
qué no? Ya han oído las palabras del coronel. Cada uno de nosotros piensa más
en los intereses de la Tierra que en su mezquina vida. ¿De qué le servimos a la
Tierra con vida? De nada. ¿Cuánto daño causará esta nave en manos de los
kloros? Muchísimo, probablemente.
–¿Por
qué se negaron nuestros hombres a hacer estallar la nave? –Quiso saber Mullen–.
Debían de tener una razón.
–La
tenían. Es tradición de los militares terrícolas que nunca debe haber una
proporción desfavorable de bajas. Si nos hubieran hecho estallar, habrían
muerto veinte combatientes y siete civiles de la Tierra, con un total de cero
bajas por parte del enemigo. Entonces, ¿qué? Los dejamos que nos asalten,
matamos a veintiocho, pues estoy seguro de que hemos liquidado por lo menos a
esa cantidad, y permitimos que se queden con la nave.
–Bla,
bla, bla –se mofó Polyorketes.
–Esto
tiene una moraleja –prosiguió Stuart–. No podemos quitarles la nave a los
kloros, pero podríamos distraerlos y mantenerlos ocupados el tiempo suficiente
para que uno de nosotros establezca un cortocircuito en los motores.
–¿Qué?
–aulló Porter, y Windham, asustado, le hizo callar.
–Un
cortocircuito –repitió Stuart–. Eso destruiría la nave, que es lo que todos
deseamos, ¿no es cierto?
Los
labios de Leblanc estaban blancos cuando musitó:
–No
creo que eso funcionara.
–No
lo sabremos si no lo intentamos. ¿Y qué podemos perder en el intento?
–¡La
vida, demonios! –bramó Porter–. ¡Loco chiflado, ha perdido el juicio!
–Si
estoy chiflado –replicó Stuart– y además loco, es una obviedad añadir que he
perdido el juicio. Pero recuerden que si perdemos la vida, lo cual es muy
probable, no perdemos nada valioso para la Tierra, mientras que al destruir la
nave, lo cual también es probable, beneficiamos muchísimo a nuestro planeta.
¿Qué patriota vacilaría? ¿Quién antepondría su persona a su propio mundo? –Miró
en torno–. Usted no, por supuesto, coronel Windham.
Éste
carraspeó.
–Amigo
mío, no se trata de eso. Debe haber un modo de rescatar la nave sin perder la
vida, ¿o no?
–Bien,
dígalo usted.
–Pensemos
todos en ello. Sólo hay dos kloros a bordo. Si uno de nosotros pudiera
atacarlos…
–¿Cómo?
El resto de la nave está llena de cloro. Tendríamos que usar un traje espacial.
La gravedad de su sector de la nave está sintonizada en el nivel de su planeta,
así que a quien le toque la china tendría que moverse asegurando sus pasos, con
pesadez y lentitud. Oh, claro que podría atacarlos, igual que una mofeta que
intentara moverse furtivamente a favor del viento.
–Entonces,
desistiremos –se atrevió Porter, con voz trémula–. Escuche, Windham, no vamos a
destruir la nave. Mi vida significa mucho para mí y, si alguno de ustedes
intenta semejante cosa, avisaré a los kloros. Hablo en serio.
–Bueno
–resumió Stuart–, nuestro héroe número uno.
–Yo
deseo regresar a la Tierra –manifestó Leblanc–, pero…
Mullen
lo interrumpió:
–No
creo que nuestras probabilidades de destruir la nave sean buenas a menos que…
–Héroes
dos y tres. ¿Qué dice usted, Polyorketes? Tendría la oportunidad de matar dos
kloros.
–Quiero
matarlos con mis manos –gruñó el granjero, agitando los puños–. En su planeta
los mataré a docenas.
–Una
promesa interesante y un poco arriesgada. ¿Y usted, coronel? ¿No quiere marchar
conmigo hacia la muerte y la gloria?
–Su
actitud es cínica e inconveniente, Stuart. Es obvio que si los demás se oponen
su plan fracasará.
–A
menos que lo ejecute yo mismo, ¿no?
–No
hará tal cosa, ¿me oye? –se apresuró Porter.
–Por
supuesto que no –convino Stuart–. No presumo de héroe. Soy sólo un patriota
convencional, perfectamente dispuesto a ir a cualquier planeta al que me lleven
y esperar allí el fin de la guerra.
–Claro que existe un modo de sorprender a los kloros –comentó
Mullen pensativamente.
Nadie
le habría prestado atención si Polyorketes no hubiera reaccionado. Lo señaló
con su índice rechoncho, cuya uña estaba ennegrecida, y se rio roncamente.
–¡El
señor contable! Un contable que pronuncia grandes discursos, como ese maldito
espía de los verdes. Adelante, señor contable. Adelante con su perorata. Que
las palabras rueden como un tonel vacío. –Se volvió hacia Stuart y repitió en
un tono lleno de rencor–: ¡Un tonel vacío! Un tonel vacío y con manos
inservibles. Sólo sirve para hablar.
Mullen
no se hizo oír hasta que Polyorketes hubo terminado, pero luego dijo,
dirigiéndose a Stuart:
–Podríamos
atacarlos desde el exterior. Esta sala tiene un conducto C. Estoy seguro.
–¿Qué
es un conducto C? –preguntó Leblanc.
–Bien…
–comenzó Mullen, y se calló, desorientado.
–Es
un eufemismo, muchacho –contestó Stuart con tono burlón–. El nombre completo es
“conducto para cadáveres”. Nadie los menciona, pero hay un conducto C en la
sala principal de toda nave. Se trata de una pequeña cámara de presión por
donde se expulsan los cadáveres. Sepultura en el espacio. Mucho gesto
emocionado y mucho inclinar de cabeza mientras el capitán pronuncia uno de esos
discursos que irritarían a Polyorketes.
Leblanc
hizo una mueca de disgusto.
–¿Usar
eso para salir de la nave?
–¿Por
qué no? ¿Es usted supersticioso? Continúe, Mullen.
El
hombrecillo había aguardado con paciencia.
–Una
vez en el exterior, se puede volver a entrar en la nave por los tubos de vapor.
Se puede hacer… con suerte. Y luego habría un visitante inesperado en la sala
de control.
Stuart
lo miró con curiosidad.
–¿Cómo
se le ocurrió? ¿Qué sabe usted de tubos de vapor?
Mullen
carraspeó.
–¿Se
refiere a que estoy en el negocio de las cajas de papel? Bien… –Se ruborizó,
aguardó un momento y comenzó de nuevo con voz neutra–. Mi compañía, que
manufactura cajas de papel de fantasía y contenedores originales, tenía hace
algunos años una línea de cajas de golosinas con forma de nave espacial para
los niños. Estaban diseñadas de tal modo que al tirar de un cordel se
perforaban unos contenedores de presión y salían chorros de aire comprimido por
los tubos de vapor, haciendo estallar la caja y desparramando los dulces. La
teoría comercial era que los niños disfrutarían jugando con la nave y
recogiendo las golosinas.
“En
realidad fue un fracaso total. La nave rompía platos y a veces golpeaba a otro
niño en el ojo. Peor aún, los niños no sólo recogían las golosinas, sino que
reñían por ellas. Fue nuestro peor fracaso. Perdimos montones de dinero.
“De
todos modos, mientras se diseñaban las cajas, toda la oficina se interesó por
el asunto. Era como un juego, muy perjudicial para la eficacia y para la moral
laboral. Durante un tiempo todos fuimos expertos en tubos de vapor. Leí varios
libros sobre construcción de naves. Pero en mi tiempo libre, no en horas de
trabajo”.
Stuart
estaba fascinado.
–Parece
una idea para un video de aventuras –dijo–, pero podría funcionar si tuviéramos
un héroe dispuesto. ¿Lo tenemos?
–¿Qué
le parece usted mismo? –se indignó Porter–. Se está mofando de nosotros con sus
sarcasmos baratos, pero no se ofrece como voluntario para nada.
–Porque
no soy un héroe, Porter. Lo admito. Mi propósito es conservar el pellejo, y eso
de deslizarse por tubos de vapor no me parece un modo de conservarlo. Pero
ustedes son nobles patriotas. Eso dice el coronel. ¿Y si lo hiciera usted,
coronel? Es nuestro héroe máximo.
–¡Rayos!
–exclamó Windham–. Si yo fuera más joven, y si usted tuviera manos, me
complacería propinarle una buena paliza.
–No
lo dudo, pero no ha respondido a mi pregunta.
–Usted
sabe muy bien que a mis años y con esta pierna –arguyó, dándose una palmada en
la rodilla rígida–, no estoy en condiciones de hacer nada semejante, por mucho
que lo deseara.
–Ah,
claro –asintió Stuart–. Y yo tengo las manos inservibles, como me ha recordado
Polyorketes. Nosotros dos nos salvamos. ¿Y qué desdichadas deformidades afligen
al resto?
–Escuche
–se impacientó Porter–, quiero saber de qué se trata. ¿Cómo se puede descender
por los tubos de vapor? ¿Y si los kloros los utilizan mientras uno de nosotros
está dentro?
–Vaya,
Porter, eso forma parte de la diversión. ¿No tiene espíritu deportivo?
–Pero
acabaría hervido como una langosta en su concha.
–Una
imagen bonita, aunque inexacta. El vapor sólo duraría un par de segundos y el
aislamiento del traje resistiría. Además, el chorro de vapor sale a varios
cientos de kilómetros por minuto, de modo que el hombre se encontraría fuera de
la nave antes de que el vapor lo calentara siquiera. De hecho, sería despedido
a varios kilómetros en el espacio, con lo cual quedaría a salvo de los kloros.
Claro que no podría regresar a la nave. Porter sudaba a chorros.
–No
me asusta ni por un minuto, Stuart.
–¿No?
¿Entonces se ofrece a ir? ¿Ha pensado en lo que significa quedar varado en el
espacio? Se encuentra uno totalmente solo. El chorro de vapor quizá lo deje
girando a gran velocidad, pero no lo notará. Creerá estar inmóvil, sólo que las
estrellas girarán y girarán hasta parecer estrías en el cielo. No pararán
nunca. Ni siquiera servirán para detenerlo. Luego, su calentador se apagará, el
oxígeno se le agotará y morirá usted muy despacio. Tendrá tiempo de sobra para
pensar. Si tiene usted prisa, siempre puede abrirse el traje. Eso tampoco será
agradable. He visto el rostro de hombres a los que se les rasgó accidentalmente
el traje, y le aseguro que es bastante horrendo. Pero sería más rápido. Después…
Porter
dio media vuelta y se alejó temblando.
–Otro
fracaso –bromeó Stuart–. Seguimos teniendo un acto de heroísmo aguardando al
mejor postor, pero aún no aparece ninguna oferta.
Polyorketes
habló entonces, masticando las palabras con voz áspera:
–Siga
hablando, bocazas. Siga agitando ese tonel vacío. Pronto le haremos tragar los
dientes. Creo que hay alguien que estaría dispuesto, ¿eh, señor Porter?
Porter
miró a Stuart en confirmación de lo cierto del comentario de Polyorketes, pero
no dijo nada.
–¿Y
qué dice usted, Polyorketes? –lo provocó Stuart–. El hombre de los puños y las
agallas. ¿Quiere que le ayude a ponerse el traje?
–Le
pediré ayuda cuando la necesite.
–¿Y
usted, Leblanc? –El joven se amilanó–. ¿Ni siquiera por volver con Margaret? –Leblanc
negó con la cabeza–. ¿Mullen?
–Bien…
lo intentaré.
–¿Qué?
–Que
sí, que lo intentaré. A fin de cuentas, fue idea mía.
Stuart
estaba anonadado.
–¿Habla
en serio? ¿Por qué?
Mullen
frunció los labios.
–Porque
nadie más lo hará.
–Pero
eso no es motivo. Y menos para usted.
Mullen
se encogió de hombros.
Windham
dio un bastonazo en el suelo y se acercó.
–¿De
veras piensa ir, Mullen?
–Sí,
coronel.
–En
ese caso, qué diablos, déjeme estrecharle la mano. Me cae usted simpático. Es
un… un terrícola, por todos los cielos. Hágalo y triunfe o perezca, yo seré su
testigo.
Mullen
se zafó torpemente del vibrante apretón del coronel.
Y
Stuart se quedó como paralizado. Se hallaba en una situación inusitada. Se
hallaba, de hecho, en la más rara de todas las situaciones que pudiera
imaginarse.
No
tenía nada que decir.
La atmósfera de tensión quedó alterada. Al abatimiento y la
frustración las reemplazó el estímulo de la conspiración. Hasta Polyorketes
palpaba los trajes espaciales comentando con voz ronca cuál le parecía mejor.
Mullen
presentó ciertos problemas. El traje le quedaba grande aun después de haber
ceñido al máximo las articulaciones ajustables. Ya sólo faltaba atornillarle el
casco. Movió el cuello.
Stuart
sostenía el casco con esfuerzo. Era pesado y sus manos de artiplasma no podían
asirlo con vigor.
–Rásquese
la nariz si le pica –dijo–. Va a ser su última oportunidad por un tiempo. –No
añadió “quizá para siempre”, aunque lo pensó.
–Tal
vez sea mejor que lleve otro cilindro de oxígeno–apuntó Mullen.
–De
acuerdo.
–Con
una válvula reductora.
Stuart
movió la cabeza afirmativamente.
–Entiendo.
Si sale despedido de la nave, podría tratar de regresar usando el cilindro como
motor de reacción.
Le
pusieron el casco y le sujetaron el cilindro de repuesto a la cintura.
Polyorketes y Leblanc subieron a Mullen hasta la abertura del conducto C. El
interior aparecía ominosamente oscuro, pues el revestimiento metálico se
hallaba pintado de negro, el color del luto. Stuart creyó detectar un aroma
desagradable, pero sabía que era cosa sólo de su imaginación.
Interrumpió
la operación cuando Mullen estaba medio metido ya en el conducto. Golpeó el
visor del hombrecillo.
–¿Me
oye?
El
otro asintió con la cabeza.
–¿El
aire entra bien? ¿Ningún problema?
Mullen
alzó el brazo en señal de aprobación.
–Recuerde,
no use la radio del traje. Los kloros podrían captar las señales.
Retrocedió
a regañadientes. Las manos robustas de Polyorketes bajaron a Mullen hasta que
se oyó el ruido de las suelas de acero contra la válvula externa. La compuerta
interna giró y se cerró con estremecedora contundencia, y el borde biselado de
silicio se ajustó como con un suspiro. Echaron los cierres.
Stuart
se plantó ante el interruptor que controlaba la compuerta externa. Lo movió y
el medidor que indicaba la presión de aire del tubo bajó a cero. Un punto de
luz roja advirtió que la compuerta externa se hallaba abierta. Luego, la luz se
apagó, la compuerta se cerró y la aguja del medidor se volvió a elevar despacio
a siete kilos.
Abrieron
de nuevo la compuerta interna y vieron el tubo vacío.
–¡El
pequeño hijo de perra! –exclamó Polyorketes–. ¡Se fue! –Miró asombrado a los
demás–. Un tío tan pequeño y con tantas agallas.
–Bien
–dijo Stuart–, será mejor que nosotros nos preparemos. Existe la posibilidad de
que los kloros hayan detectado la apertura y el cierre de las compuertas. En
tal caso, vendrán a investigar y tendremos que encubrirlo.
–¿Cómo?
–quiso saber Windham.
–No
verán a Mullen. Diremos que está en el cuarto de baño. Los kloros saben que una
característica de los terrícolas es que no les gustan las intrusiones en el
excusado, así que no lo comprobarán. Si podemos distraerlos…
–¿Y
si esperan o si revisan los trajes espaciales? –interrumpió Porter.
Stuart
se encogió de hombros.
–Esperemos
que no. Y escuche, Polyorketes, no arme un revuelo cuando entren.
–¿Estando
ese hombre ahí fuera? –gruñó Polyorketes–. ¿Qué cree que soy? –Miró a Stuart
sin hostilidad y se rascó vigorosamente el pelo rizado–. ¡Y yo que me reía de
él! Pensaba que era un blando. Me da vergüenza.
Stuart
carraspeó y dijo:
–Escuche,
yo he estado diciendo cosas poco oportunas, ahora que lo pienso. Me gustaría
aclarar que lo lamento.
Se
giró malhumorado y caminó hacia su catre. Oyó pasos, sintió que le tocaban la
manga y se dio la vuelta. Era Leblanc.
–No
dejo de pensar en que el señor Mullen es un hombre mayor –murmuró el joven.
–Bien,
no es un chiquillo. Creo que tiene cuarenta y cinco o cincuenta años.
–¿Cree
usted, señor Stuart, que tendría que haber ido yo? –preguntó Leblanc–. Soy el
más joven. No me gusta la idea de haber permitido que un hombre mayor fuera en
mi lugar. Me hace sentir muy mal.
–Lo
sé. Será horroroso si él muere.
–Pero
se ofreció voluntario. Nadie lo obligó, ¿verdad?
–No
trate de eludir la responsabilidad, Leblanc. No le hará sentirse mejor.
Cualquiera de nosotros tenía motivos más fuertes que él para correr el riesgo.
Y
Stuart se quedó pensando en silencio.
Mullen sintió que la obstrucción cedía bajo sus pies y las
paredes se deslizaban con celeridad. El escape del aire lo succionaba,
arrastrándolo. Clavó brazos y piernas en la pared para frenarse. Los cadáveres
debían ser lanzados a gran distancia de la nave, pero él no era un cadáver… por
el momento.
Sus
pies se balancearon. Oyó el sonido sordo de una bota magnética contra el casco
cuando el resto de su cuerpo salió expulsado como un corcho bajo presión.
Osciló peligrosamente en el borde del orificio de la nave (de pronto había
cambiado de orientación y la miraba desde arriba) y retrocedió un paso mientras
la tapa se cerraba sola, encajando perfectamente en el casco.
Lo
abrumó una sensación de irrealidad. No era él quien estaba de píe en la
superficie de una nave, no era Randolph F. Mullen. Muy pocos seres humanos
podían alardear de ello, ni siquiera los que viajaban constantemente por el
espacio.
Comprendió
gradualmente que estaba dolorido. Salir de ese agujero, con un pie plantado en
el casco, casi lo había partido en dos. Trató de moverse con cuidado y
descubrió que sus movimientos eran erráticos y casi imposibles de controlar.
Suponía que no se había roto nada, aunque sentía desgarrones en los músculos
del costado izquierdo.
Recobró
la compostura y notó que las luces de la bocamanga del traje estaban
encendidas. Bajo esa luz escrutó la negrura del conducto C. Temió que los
kloros vieran desde dentro los puntos gemelos de luz móvil fuera del casco.
Movió el interruptor que tenía en la cintura del traje.
Mullen
nunca hubiera imaginado que, de pie en una nave, no lograría ver el casco. Pero
todo era oscuridad, tanto abajo como arriba. Se veían las estrellas, puntitos
de luz firme, brillante y sin dimensión. Nada más en ninguna otra parte. Abajo,
ni siquiera las estrellas… ¡y ni siquiera sus propios pies!
Miró
hacia arriba. Sintió vértigo. Las estrellas se desplazaban despacio. Mejor
dicho, estaban quietas y la nave rotaba, pero él no podía convencer de eso a
sus ojos. ¡Se movían ellas! Bajó la vista y miró hacia popa. Más estrellas al
otro lado. Un horizonte negro. La nave existía sólo como una zona sin
estrellas.
¿Sin
estrellas? Vaya, había una casi a sus pies. Tendió la mano hacia ella y
comprendió que era sólo un reflejo reluciente en el bruñido metal.
Se
desplazaban a miles de kilómetros por hora. Las estrellas. Y la nave. Y él.
Pero eso no significaba nada. Sus sentidos sólo captaban silencio, oscuridad y
el lento movimiento giratorio de los astros. Sus ojos seguían el movimiento…
Y
su casco chocó contra la superficie de la nave con una vibración semejante a un
tañido.
Presa
del pánico, tanteó en derredor con sus gruesos e insensibles guantes de
silicato. Conservaba los pies adheridos con firmeza al casco de la nave, pero
el resto del cuerpo se le arqueaba en ángulo recto hacia atrás, a la altura de
las rodillas. No existía gravedad fuera de la nave. Si se doblaba hacia atrás,
nada presionaba la parte superior del cuerpo hacia abajo, indicando a las
articulaciones que se estaban combando. El cuerpo permanecía de cualquier modo
en que lo pusiera. Ejerció presión en el casco y el torso salió despedido hacia
arriba, se negó a detenerse, cuando estuvo en vertical, y cayó hacia delante.
Lo intentó con menor crispación. Se equilibró con ambas manos contra el casco,
hasta quedar en cuclillas. Luego, se levantó, despacio, hasta ponerse recto,
con los brazos extendidos para mantener el equilibrio.
Ya
estaba erguido, y consciente de su náusea y de su vértigo. Miró en torno. Por
Dios, ¿dónde estaban los tubos de vapor? No los veía. Negro sobre negro; nada
sobre nada.
Encendió
las luces de las bocamangas. En el espacio no se reflejaban en haces, sólo en
manchas elípticas y nítidas de parpadeante acero azul. Cuando iluminaban un
remache, arrojaban una sombra afilada como un cuchillo y negra como el propio
espacio, y la zona en cuestión se alumbraba repentina y difusamente.
Movió
los brazos e inclinó el cuerpo en la dirección opuesta: acción y reacción.
Entrevió un tubo de vapor con sus lisos bordes cilíndricos. Intentó ir hacia
allí. El pie permaneció adherido al casco. Tiró de él y consiguió arrastrarlo,
luchando contra una especie de arena movediza que cedió de pronto. Ocho
centímetros arriba y casi se liberó; quince centímetros, y casi echó a volar.
Lo
adelantó un poco y le hizo descender; sintió cómo se hundía en la arena
movediza. Cuando la suela estuvo a cinco centímetros del casco, cayó de golpe,
sin control, y se estrelló contra la superficie. El traje espacial transmitió
las vibraciones, amplificándolas en sus oídos.
Se
detuvo aterrado. Los deshidratantes que secaban la atmósfera interior del traje
no pudieron con la avalancha de sudor que le empapó la frente y los sobacos.
Esperó
un poco y levantó el pie de nuevo, apenas tres centímetros, lo dejó a esa
altura y lo desplazó horizontalmente. El movimiento horizontal no implicaba
esfuerzo alguno, pues se trataba de un movimiento perpendicular a las líneas de
fuerza magnética. Pero tenía que evitar que el pie descendiera bruscamente,
debía bajarlo despacio.
Resopló.
Cada paso era una agonía. Le crujían los tendones de las rodillas y sentía
punzadas en el costado.
Se
detuvo para dejar secar la transpiración. No quería enturbiar la parte interior
del visor. Dirigió las luces de la muñeca y descubrió el cilindro de vapor
justo delante de él.
La
nave tenía cuatro de esos tubos, a intervalos de noventa grados y saliendo en
ángulo desde el eje central. Constituían el “ajuste fino” del curso de la nave.
El ajuste corriente residía en los potentes propulsores de popa y de proa, que
fijaban la velocidad final con su fuerza de aceleración y desaceleración, y en
el motor hiperatómico que se encargaba de los saltos espaciales.
Pero
en ocasiones había que ajustar ligeramente la dirección del vuelo y eso se
encomendaba a los cilindros de vapor. A solas, podían impulsar la nave arriba,
abajo, a derecha y a izquierda. De dos en dos, si se graduaba atinadamente el
impulso, podían hacer que virase en la dirección deseada.
El
dispositivo no había sufrido mejoras con los siglos, pues era demasiado simple.
La pila atómica calentaba el agua de un contenedor cerrado, transformándola en
vapor y elevándola en menos de un segundo a temperaturas a las que se podía
descomponer en una mezcla de hidrógeno y oxígeno, y luego en una mezcla de
electrones y de iones. Tal vez se descompusiese de verdad. Nadie se molestaba
en verificarlo; funcionaba, así que no era necesario.
En
el punto crítico, una válvula pequeña cedía y el vapor salía disparado en un
chorro corto, pero demoledor. Y la nave se desplazaba majestuosamente en
dirección opuesta, virando sobre su propio centro de gravedad. Cuando los
grados del viraje eran suficientes, un chorro igual y en sentido contrario
cancelaba el movimiento. La nave se desplazaba a la velocidad original, pero en
una nueva dirección.
Mullen
se había arrastrado hasta el borde del cilindro de vapor. Se imaginó a sí mismo
como una mancha vacilando en el extremo de una estructura que salía de un
ovoide que surcaba el espacio a quince mil kilómetros por hora.
Pero
no existía el riesgo de que una corriente de aire lo arrancara del casco, y las
suelas magnéticas lo adherían con más fuerza de lo que deseaba.
Con
las luces encendidas se agachó para escrutar el tubo, y la nave se transformó
en un precipicio para él al cambiar de orientación. Extendió los brazos para
afirmarse, pero no se caía; en el espacio no había arriba ni abajo, excepto
cuando su mente confundida optaba por uno o por otro.
El
cilindro era de un tamaño suficiente para un hombre, de modo que los técnicos
pudieran entrar allí para repararlo. La luz alumbró los peldaños que tenía
enfrente. Soltó un suspiro de alivio con el aliento que le quedaba: algunas
naves carecían de peldaños.
Avanzó
hacia ellos, y la nave pareció deslizarse y retorcerse mientras él se movía.
Alzó un brazo sobre el borde del tubo, buscando el peldaño a tientas, dejó
sueltos los pies y se deslizó adentro.
El
nudo que tenía en el estómago desde el principio se convirtió en un revoltijo
convulso. Si decidían maniobrar con la nave, si lanzaban un chorro de vapor…
Ni
siquiera se daría cuenta. En una mínima fracción de segundo pasaría de estar
aferrado a un peldaño, buscando el siguiente a tientas, a encontrarse solo en
el espacio; y la nave sería una mancha oscura perdida para siempre entre los
astros. Tal vez hubiera un breve esplendor de cristales de hierro arremolinados
girando con él, reluciendo con las luces de la bocamanga, aproximándose y
rotando a su alrededor atraídos por su masa como planetas infinitesimales en
torno de un sol absurdamente diminuto.
Estaba
sudando de nuevo y empezó a sentir sed. Ni pensarlo. No podría beber hasta que
saliera del traje… si es que llegaba a salir.
Un
peldaño, otro, y otro. ¿Cuántos habría? Su mano resbaló, y Mullen miró
incrédulo el destello que se veía bajo la luz.
¿Hielo?
¿Por
qué no? El vapor salía caliente en extremo y chocaba contra un metal que estaba
cerca del cero absoluto. En fracciones de segundo no había tiempo para que el
metal se calentara por encima del punto de congelamiento del agua, de modo que
se formaba una lámina de hielo que se condensaba lentamente en el vacío. La
celeridad del proceso impedía la fusión de los tubos con el contenedor del
agua.
Su
mano palpó el final. Volvió a conectar las luces. Miró con escalofríos la
boquilla del vapor, de poco más de un centímetro de diámetro. Parecía
condenadamente inofensiva. Pero siempre podía, hasta el microsegundo anterior…
Alrededor
estaba la tapa externa. Giraba en torno de un eje central que tenía resortes en
la parte que daba al espacio y una rosca en la parte que daba a la nave. Los
resortes le permitían ceder bajo el impulso brutal de la presión del vapor,
antes de superar la poderosa inercia de la nave. El vapor se derramaba en la
cámara interior, rompiendo la fuerza del impulso y dejando inalterada la
energía total, pero desperdigándola en el tiempo para que el casco mismo
corriera menos peligro de hundirse.
Mullen
se apoyó en un peldaño y presionó la tapa externa hasta que cedió un poco.
Estaba rígida, pero no era preciso que cediera demasiado, lo suficiente para
que encajara en la rosca. Notó que encajaba.
Apretó
y la hizo girar, sintiendo que su cuerpo giraba en dirección contraria. La
rosca aguantó la presión cuando él ajustó el pequeño control que permitía la
caída libre de los resortes. ¡Qué bien recordaba los libros que había leído!
Se
encontraba en la cámara de presión, que tenía tamaño suficiente para albergar
un hombre, también por si se necesitaba un técnico en reparaciones. Ya no podía
ser despedido de la nave. Si en ese momento lanzaran un chorro de vapor, lo
impulsarían contra la tapa interior, reduciéndolo a pulpa. Una muerte rápida,
de la que al menos no se enteraría.
Lentamente,
desenganchó el otro cilindro de oxígeno. Sólo una compuerta interna lo separaba
de la sala de control. La compuerta se abría al exterior, hacia el espacio, de
modo que el chorro de vapor sólo podía cerrarla con más fuerza, nunca abrirla.
Y era hermética. No había manera de abrirla desde fuera.
Se
elevó por encima de la compuerta y apretó la espalda arqueada contra la
superficie interna de la cámara. Le costaba respirar. El otro tubo de oxígeno
colgaba oblicuamente. Tomó la manguera de malla metálica, la enderezó y golpeó
la compuerta interior para hacerla vibrar. Una vez… y otra…
Eso
llamaría la atención de los kloros. Tendrían que investigar.
No
había modo de saber cuándo lo harían. Por lo general, primero dejarían entrar
aire en la cámara para que se cerrase la compuerta externa; pero la compuerta
se encontraba en la rosca central, lejos del borde, por lo que el aire seguiría
de largo, evaporándose en el espacio.
Mullen
siguió golpeando. ¿Los kloros mirarían el indicador de aire, notando así que
estaba apenas por encima de cero, o darían por sentado que funcionaba
correctamente?
–Hace una hora y media que se fue –se impacientó Porter.
–Lo
sé –dijo Stuart.
Todos
estaban nerviosos, inquietos, pero la tensión entre ellos se había disipado.
Era como si todas las emociones se encontraran centradas en el casco de la
nave.
Porter
se sentía molesto. Su filosofía de la vida siempre fue sencilla: cuida de ti
mismo porque nadie cuidará de ti. Le fastidiaba verla cuestionada.
–¿Creen
que lo han capturado? –preguntó.
–En
tal caso ya lo sabríamos –le contestó Stuart.
Porter,
con una punzada de amargura, notó que los demás tenían poco interés en
hablarle. Lo entendía; no se había ganado su respeto. Un torrente de excusas le
atravesaba la mente. Los demás también estaban atemorizados. Un hombre tenía
derecho a sentir miedo. Nadie quiere morir. Al menos él no había huido como
Arístides Polyorketes. Tampoco había llorado como Leblanc. No…
Pero
allí estaba Mullen, en el casco.
–¿Por
qué lo habrá hecho? –exclamó. Lo miraron con indiferencia, pero no le
importaba. Le molestaba tanto que tenía que decirlo–. Me gustaría saber por qué
Mullen arriesga el pellejo.
–Es
un patriota… –empezó Windham.
–¡Nada
de eso! –lo interrumpió Porter con un grito histérico–. Ese sujeto no tiene
emociones; tan sólo razones. Y quiero saber cuáles son, porque…
No
terminó la frase. ¿Podía decir acaso que si esas razones se aplicaban a un
contable de edad madura debían aplicarse aún más a su propia persona?
–Es
un tipo valiente –afirmó Polyorketes. Porter se puso de pie.
–Escuchen,
tal vez esté atascado ahí fuera. Quizá no logre terminar él solo lo que está
haciendo. Me… me ofrezco para seguirlo.
Temblaba
al hablar y aguardó con temor al sarcástico azote de la lengua de Stuart. Éste
lo miraba fijamente, quizá sorprendido; pero Porter no se atrevía a mirarlo a
su vez para cerciorarse.
–Démosle
otra media hora –murmuró por fin Stuart. Porter levantó la vista. No había
socarronería en el rostro de Stuart. Incluso parecía cordial. Todos parecían
cordiales.
–Y
luego… –empezó a decir.
–Y
luego todos los que se ofrezcan como voluntarios lo echarán a suertes o
utilizarán un recurso igualmente democrático. ¿Quién se ofrece, además de
Porter?
Todos
alzaron la mano, incluso Stuart.
Pero
Porter estaba feliz. Se había ofrecido el primero. Ansiaba que pasara esa media
hora.
A
Mullen lo pilló por sorpresa. La compuerta externa se abrió y el cuello largo,
delgado y serpentino de un kloro asomó con su cabeza minúscula, sin poder
resistir el chorro de aire en fuga.
El
cilindro de Mullen echó a volar, casi se le desprendió de las manos. Tras un
instante de pánico, forcejeó para manipularlo por encima del torrente y esperó
a que el furor inicial se aplacase cuando el aire de la sala de control se
disipara; luego, lo bajó con fuerza.
Cayó
de plano en el cuello nervudo, aplastándolo. Mullen, encorvado encima de la
compuerta, casi totalmente protegido del torrente, alzó de nuevo el cilindro y
lo lanzó contra la cabeza, con el resultado de que trituró los sorprendidos
ojos y los redujo a un líquido viscoso. En el vacío casi total, la sangre verde
manó del cuello destrozado.
Mullen
no se atrevía a vomitar, pero no le faltaban ganas.
Mirando
hacia otro lado, retrocedió, sujetó la compuerta externa con una mano y la
empujó. Tardó varios segundos, pero al conducir el giro los resortes la
cerraron automática y herméticamente. Lo que quedaba de la atmósfera se ajustó
y las bombas llenaron nuevamente la sala de control.
Mullen
se arrastró por encima del kloro mutilado y entró en la sala. Estaba vacía.
Apenas
tuvo tiempo de notar que se encontraba de rodillas. Se levantó con esfuerzo. La
transición a la gravedad lo había tomado por sorpresa. Además era gravedad
kloriana, con lo cual el traje significaba un cincuenta por ciento de lastre
para su menudo cuerpo. Al menos, las pesadas piezas de metal ya no se adherían
irritantemente al metal del suelo. En el interior de la nave, los suelos y las
paredes eran de aleación de aluminio revestida de corcho.
Se
giró despacio. El kloro decapitado agonizaba y sólo se movía en estertores que
evidenciaban que había sido un organismo viviente. Lo pisó con disgusto para
poder cerrar la compuerta del tubo de vapor.
La
sala tenía un tono bilioso y deprimente y las luces emitían un fulgor verde
amarillento. Era la atmósfera del planeta de Kloro.
Mullen
se sintió sorprendido y admirado a su pesar. Los kloros obviamente tenían un
modo de tratar los materiales para que fueran inmunes al efecto oxidante del
cloro. Incluso el mapa de la Tierra que había en la pared, impreso en papel
brillante y tras una lámina de plástico, aparecía fresco e intacto. Se
aproximó, atraído por el perfil familiar de los continentes…
Captó
un movimiento con el rabillo del ojo. Tan rápidamente como se lo permitió el
pesado traje, dio media vuelta y lanzó un grito. El kloro que él consideraba
muerto se ponía de pie.
Estaba
ciego. La destrucción del cuello lo había privado de su equipo sensorial, y la
asfixia parcial lo había desquiciado. Pero el cerebro permanecía sano y entero
en el abdomen. Aún vivía.
Mullen
reculó. Dio vueltas, procurando torpe e infructuosamente caminar de puntillas,
aunque sabía que su enemigo estaba sordo. El kloro tropezó, chocó con una
pared, la palpó y empezó a deslizarse a lo largo.
Mullen
buscó desesperadamente un arma y no la encontró. El kloro tenía una en la
funda, pero Mullen no se atrevía a acercarse. ¿Por qué no se la había
arrebatado antes? ¡Tonto!
La
puerta de la sala de control se abrió, casi sin ruido. Mullen se volvió
temblando.
Entró
el otro kloro, intacto, entero. Se quedó en la puerta un instante, con los
zarcillos del pecho rígidos e inmóviles y el delgado cuello tendido hacia
delante; sus horribles ojos miraron a Mullen y al camarada moribundo.
Se
echó la mano al costado.
Mullen,
sin pensarlo, se movió por puro reflejo. Estiró la manguera del cilindro de
oxígeno libre, que llevaba en el traje cuando entró en la sala, y abrió la
válvula. No se molestó en reducir la presión. Soltó un chorro que casi lo tumbó
a él en la dirección contraria.
Pudo
ver la corriente de oxígeno, una bocanada clara que ondulaba en medio del
verdor del cloro. Sorprendió al alienígena con una mano sobre la funda del
arma.
El
kloro alzó las manos, abrió alarmado, pero sin emitir sonido alguno, el pequeño
pico del nódulo que tenía por cabeza, se tambaleó, cayó al suelo, se
contorsionó un instante y se quedó tieso. Mullen se aproximó y roció el cuerpo
con oxígeno, como si extinguiera un incendio. Luego, levantó el pesado pie y le
aplastó el cuello contra el suelo.
Se
volvió hacia el primero. Estaba despatarrado, yerto.
La
sala tenía un tono claro gracias al oxígeno expandido, suficiente para matar
legiones enteras de kloros. El cilindro se encontraba vacío.
Mullen
pasó por encima del kloro muerto, salió de la sala de control y se dirigió por
el corredor principal hacia la habitación de los prisioneros.
Y
al fin tuvo una reacción: se puso a gemir, presa de un miedo ciego e
incoherente.
Stuart estaba cansado. Aun con manos postizas se encontraba
de nuevo controlando los mandos de una nave. Dos cruceros livianos de la Tierra
iban en camino. Durante más de veinticuatro horas se había hecho cargo de la
nave casi a solas. Desechó el equipo de cloración, reinstaló los generadores de
atmósfera, localizó la posición de la nave en el espacio, trazó un rumbo y
envió señales codificadas, que obtuvieron respuesta.
Así
que se sintió un poco molesto cuando se abrió la puerta de la sala de control.
Estaba demasiado cansado para charlar. Se volvió y vio que era Mullen.
–¡Por
amor de Dios, vuelva a la cama, Mullen!
–Estoy
harto de dormir, aunque no hace mucho nunca hubiera creído que llegaría a
estarlo.
–¿Cómo
se siente?
–Tengo
todo el cuerpo anquilosado. Especialmente el costado.
Con
una mueca de dolor, miró involuntariamente en torno.
–No
busque a los kloros –dijo Stuart–. Nos deshicimos de esos pobres diablos. –Sacudió
la cabeza–. Me dio pena. Como es lógico, ellos creen que son los seres humanos
y que somos nosotros los alienígenas. Aunque, por supuesto, eso no quiere decir
que yo hubiera preferido que lo mataran a usted, ya me entiende.
–Lo
entiendo.
Stuart
miró de soslayo al hombrecillo, que contemplaba el mapa de la Tierra.
–Le
debo una disculpa personal, Mullen. Yo no lo tenía en gran estima.
–Estaba
usted en su derecho –le contestó Mullen en su tono desabrido, despojado de toda
emoción.
–No,
no lo estaba. Nadie tiene el derecho de despreciar a otros. Es un derecho que
se gana laboriosamente al cabo de una larga experiencia.
–¿Ha
estado pensando en ello?
–Sí,
todo el día. Tal vez no sepa explicarlo. Es por culpa de mis manos. –Las
extendió delante de sí–. Me exasperaba que los demás tuvieran manos propias.
Los odiaba por eso. Siempre tenía que esforzarme por investigar y desdeñar sus
motivaciones, señalar sus defectos, exponer sus flaquezas. Hacía cualquier cosa
para demostrarme que no merecían mi envidia.
Mullen
se sintió incómodo.
–Esta
explicación no es necesaria.
–Lo
es. ¡Claro que lo es! –Stuart examinó sus pensamientos, esforzándose por
expresarlos con palabras–. Durante años he abandonado toda esperanza de hallar
decencia en los seres humanos. Pero usted se metió en el conducto C.
–Tenga
en cuenta que yo estaba motivado por consideraciones prácticas y egoístas. No
voy a permitir que me describa como a un héroe.
–No
era ésa mi intención. Sé que usted no haría nada sin un motivo. Pero su acto
influyó en los demás. Transformó a un puñado de impostores y de necios en
personas decentes. Y no por arte de magia. Eran decentes, pero necesitaban un
ejemplo y usted se los brindó. Y yo soy uno de ellos. Tendré que seguir su
ejemplo yo también. Probablemente durante el resto de mi vida.
Mullen
se volvió de espaldas, un tanto molesto. Se alisó las mangas, que no estaban
arrugadas, y apoyó un dedo en el mapa.
–Nací
en Richmond, Virginia –dijo–. Aquí está. Es el primer sitio adonde iré. ¿Dónde
nació usted?
–En
Toronto.
–Eso
está aquí. No muy lejos en el mapa, ¿verdad?
–¿Me
diría una cosa?
–Sí
puedo, sí.
–¿Por
qué lo hizo?
Mullen
frunció la boca.
–¿Y
mi motivo prosaico no estropeará el efecto ejemplar? –observó en un tono seco.
–Llámelo
curiosidad intelectual. Cada uno de nosotros tenía motivos obvios. Porter
estaba espantado de que lo encerraran, Leblanc quería regresar con su novia,
Polyorketes quería matar kloros y Windham se veía como un patriota. En cuanto a
mí, me consideraba un noble idealista, me temo. Pero en ninguno de nosotros la
motivación fue tan fuerte como para inducirnos a ponernos el traje y entrar en
el conducto C. ¿Qué fue, entonces, lo que lo indujo a usted a hacerlo; a usted,
precisamente?
–¿Por
qué ese énfasis en que a mí “precisamente”?
–No
se ofenda, pero parece una persona desprovista de toda emoción.
–¿De
veras? –La voz de Mullen no se alteró, se mantuvo en el mismo tono bajo y preciso,
pero algo tensa–. Eso es sólo entrenamiento y autodisciplina, Stuart, no es
natural. Un hombre menudo no puede tener emociones respetables. ¿Hay algo más
ridículo que un hombrecillo como yo embargado por la furia? Mido un poco más de
uno cincuenta y peso cincuenta y cinco kilos.
“¿Puedo
ser engreído? ¿Soberbio? ¿Erguirme cuan alto soy sin provocar hilaridad? ¿Dónde
hallar una mujer que no me desdeñe al instante con una risita? Naturalmente,
tuve que aprender a despojarme de toda manifestación externa de emoción.
“Habla
usted de deformidades. Nadie repararía en sus manos ni sabría que son
diferentes si usted no se empeñara en hablar de ellas en cuanto conoce a la
gente. ¿Cree que los veinte centímetros de altura que me faltan se pueden
ocultar? ¿No es lo primero y en la mayoría de los casos lo único de mí que
notará una persona?”
Stuart
se sentía avergonzado. Había invadido una intimidad en la que no le
correspondía inmiscuirse.
–Lo
lamento.
–¿Por
qué?
–No
debí obligarlo a hablar de esto. Debí haber visto por mí mismo que usted… que
usted…
–¿Que
yo qué? ¿Que trataba de demostrar algo? ¿Que trataba de demostrar que mi cuerpo
menudo escondía un corazón de gigante?
–Yo
no lo habría expresado con tono burlón.
–¿Por
qué no? Es una idea necia y no fue el motivo por el que hice lo que hice. ¿Qué
hubiera logrado con eso? ¿Acaso ahora me llevarán a la Tierra, me plantarán
ante las cámaras de televisión (bajándolas, por supuesto, para enfocarme el
rostro, o poniéndome de pie en una silla) y me prenderán medallas en el pecho?
–Es
muy probable que lo hagan.
–¿Y
de qué me servirá? Dirán: “Vaya, y eso que es una birria de tío.” Y después
¿qué? ¿Le diré a cada persona que conozca que soy ese fulano al que
condecoraron el mes pasado por su increíble valor? ¿Cuántas medallas cree usted
que se necesitan, señor Stuart, para sumarme veinte centímetros, y por lo
menos, veinticinco kilos más?
–Dicho
así, comprendo a qué se refiere.
Mullen
estaba hablando ya más deprisa, con un acaloramiento controlado que saturaba
sus palabras, llevándolas a la temperatura ambiente.
–Había
días en que pensaba que ya les demostraría algo a ellos, a ese misterioso “ellos”
que incluye a todo el mundo. Abandonaría la Tierra y conquistaría otros mundos.
Sería un nuevo y más bajito aún Napoleón. Así que dejé la Tierra y me fui a
Arcturus. ¿Y qué podía hacer en Arcturus que no hubiera hecho en la Tierra?
Nada. Llevo libros contables. De modo que he superado esa vanidad, señor
Stuart, de tratar de erguirme de puntillas.
–Entonces,
¿por qué lo hizo?
–Dejé
la Tierra a los veintiocho años y llegué al sistema arcturiano. He vivido allí
desde entonces. Este viaje era mi primer periodo de vacaciones, mi primera
visita a la Tierra después de tanto tiempo. Iba a quedarme en la Tierra seis
meses. En cambio, los kloros nos capturaron y nos habrían encerrado por tiempo
indefinido. Y no podía consentir que me dejaran sin viajar a la Tierra. Fuera
cual fuese el riesgo, tenía que impedir que se entrometieran. No fue amor por
una mujer ni miedo ni odio ni idealismo; fue algo más fuerte que cualquiera de
esas cosas.
Hizo
una pausa y extendió una mano como para acariciar el mapa.
–Señor
Stuart –añadió en voz baja–, ¿alguna vez echó de menos su hogar?
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