viernes, 10 de noviembre de 2023

Conducto C

Isaac Asimov

 

Aun desde la cabina donde lo habían encerrado con los demás pasajeros, el coronel Anthony Windham veía el desarrollo de la batalla. Durante un rato hubo un silencio sin sobresaltos, lo cual significaba que las naves combatían a distancia astronómica, en un duelo de descargas energéticas y potentes defensas de campo.

Sabía que eso podía tener un único fin. La nave terrícola era sólo un buque mercante provisto de armas, y una ojeada al enemigo kloro, antes de que la tripulación los retirara de la cubierta, le había bastado para indicarle que se trataba de un crucero liviano.

Y en menos de media hora comenzaron esas sacudidas que estaba esperando. Los pasajeros se tambaleaban bruscamente mientras la nave giraba y viraba igual que un barco en una tormenta. Pero el espacio seguía tan tranquilo y silencioso como siempre; era el piloto, que lanzaba desesperados chorros de vapor por los tubos para que la nave rodara y girara por reacción. Eso sólo podía significar que había ocurrido lo inevitable: se habían eliminado las pantallas protectoras de la nave terrícola y ya no soportarían un impacto directo.

El coronel Windham se apoyó en su bastón de aluminio. Pensó que era un anciano, que se había pasado la vida en la milicia sin participar en ningún combate y que, en ese momento, con una batalla desarrollándose a su alrededor, se veía viejo, gordo, cojo y sin hombres bajo su mando.

Pronto los abordarían esos monstruos kloros. Era su modo de luchar. Sus trajes espaciales los estorbarían, así que sufrirían muchas bajas; pero querían la nave terrícola. Windham observó a los pasajeros. Por un momento pensó: si estuvieran armados y yo pudiera dirigirlos…

Desechó la idea. Porter obviamente se había acobardado y el joven Leblanc no estaba mucho mejor. Los hermanos Polyorketes –demonios, no podía distinguirlos– murmuraban en un rincón. Mullen era diferente, estaba erguido en su asiento, sin demostrar miedo ni otras emociones; pero medía apenas un metro cincuenta y era evidente que jamás había empuñado un arma en su vida. No podía hacer nada.

Y estaba Stuart, con su sonrisa socarrona y la incisiva ironía que impregnaba cada una de sus frases. Windham lo miró y vio que se acariciaba el cabello trigueño con sus manos pálidas. Con esas manos artificiales resultaba inservible.

Sintió la vibrante sacudida del contacto entre ambas naves y, a los cinco minutos, se oyó ruido de combate en los corredores. Uno de los hermanos Polyorketes dio un grito y echó a correr hacia la puerta. El otro hizo lo propio después de gritar:

–¡Arístides, espera!

Sucedió de repente. Arístides salió al corredor, presa del pánico. Un carbonizador fulguró y ni siquiera se escuchó un gemido. Windham, desde la puerta, apartó horrorizado la vista de aquellos restos ennegrecidos. Resultaba extraño: toda una vida de uniforme y jamás había presenciado una muerte violenta.

Se necesitó la fuerza de todos los demás para arrastrar al otro hermano al interior de la habitación.

El alboroto de la batalla se apaciguó.

–Terminó –dijo Stuart–. Pondrán dos tripulantes profesionales a bordo y nos llevarán a uno de sus planetas. Somos prisioneros de guerra, naturalmente.

–¿Sólo dos kloros permanecerán a bordo? –preguntó sorprendido Windham.

–Es su costumbre –respondió Stuart–. ¿Por qué lo pregunta, coronel? ¿Piensa encabezar un gallardo intento de recuperar la nave?

Windham se sonrojó.

–Sólo era curiosidad, qué diablos.

Pero supo que no había dado con la nota de dignidad y autoridad que buscaba. Era simplemente un viejo cojo.

Y Stuart quizá tuviera razón. Había vivido entre los kloros y conocía sus costumbres.

 

John Stuart sostuvo desde un principio que los kloros eran unos caballeros. Tras haber transcurrido veinticuatro horas de encarcelamiento, repetía esa afirmación mientras flexionaba los dedos y observaba las arrugas que surcaban el blando artiplasma.

Disfrutaba de la reacción airada que causaba en los demás. Las personas estaban hechas para ser perforadas; eran vejigas con demasiado aire. Y sus manos eran del mismo material que sus cuerpos.

Anthony Windham era un caso especial. Se hacía llamar coronel Windham, y Stuart estaba dispuesto a creerle. Un coronel retirado que tal vez hubiese adiestrado una guardia miliciana en un prado de aldea, cuarenta años atrás, y con tal falta de distinción que no lo reincorporaron al servicio con ningún cargo, ni siquiera durante la emergencia de la primera guerra interestelar de la Tierra.

–No es oportuno hablar así del enemigo, Stuart. No sé si me gusta esa actitud.

Windham parecía empujar las palabras a través del pulcro bigote. También se había rasurado la cabeza, imitando el estilo militar en boga, pero un vello gris empezaba a rodearle la coronilla calva. Las mejillas fofas se le aflojaban, lo cual, sumado a las venillas rojas de la nariz, le daba un aire desaliñado, como si lo hubieran despertado de golpe y demasiado temprano.

–Pamplinas –rechazó Stuart–. Invierta esta situación. Suponga que una nave militar terrícola hubiera capturado una de sus naves de travesía. ¿Qué cree que habría pasado con los civiles kloros?

–Estoy seguro de que la flota terrícola observaría las reglas de la guerra interestelar –sostuvo Windham.

–Sólo que no existen. Si pusiéramos una tripulación profesional en una de sus naves, ¿se cree que nos tomaríamos la molestia de mantener una atmósfera de cloro para los supervivientes, que les permitiríamos conservar sus pertenencias legítimas, que les cederíamos la sala más confortable, etcétera, etcétera, etcétera?

–Oh, cállese, por amor de Dios –se quejó Ben Porter–. Si oigo sus etcéteras una vez más, me volveré loco.

–Lo lamento –dijo Stuart, sin lamentarlo.

Porter a duras penas conservaba el aplomo. El rostro delgado y la nariz ganchuda le relucían de sudor, y se mordió el interior de la mejilla hasta que hizo una mueca de dolor. Apoyó la lengua en el sitio dolorido, lo cual acrecentó su aspecto de payaso.

Stuart se estaba cansando de azuzarlos. Windham era un enemigo demasiado débil y Porter sólo sabía temblar. Los demás guardaban silencio. Demetrios Polyorketes se refugiaba en un mundo de callada congoja interior. Tal vez no hubiera dormido esa noche. Al menos, cuando Stuart se despertó y cambió de postura, –pues él también se hallaba inquieto– lo oyó murmurar en la litera. No dejaba de decir cosas, pero lo que más repetía era: “¡Oh, mi hermano!”

Ahora estaba sentado en la litera, mirando con ojos inflamados a los demás prisioneros y con la barba crecida en su rostro moreno. Hundió la cara en las palmas callosas y sólo se le vieron los mechones de pelo crespo y negro. Se balanceó lentamente, pero como todos se encontraban despiertos no emitió ningún sonido.

Claude Leblanc se esforzaba en vano por leer una carta. Era el más joven de los seis. Recién salido de la universidad, regresaba a la Tierra para casarse. Esa mañana Stuart lo había sorprendido sollozando en silencio, con su rostro rosa y blanco abotargado como el de un niño desconsolado. Era muy rubio y poseía una belleza casi femenina en torno de sus grandes ojos azules y sus labios carnosos. Stuart se preguntó qué clase de chica sería la muchacha que había prometido convertirse en su esposa. Había visto la foto, como todos a bordo. Tenía esa belleza insípida que volvía indistinguibles los retratos de las novias. Stuart pensó que él, de ser mujer, preferiría alguien más viril.

Eso le dejaba sólo a Randolph Mullen. Con franqueza, no sabía qué idea hacerse de él. Era el único de los seis que había pasado un tiempo considerable en los mundos arcturianos. Stuart sólo había estado allí el tiempo suficiente para dictar una serie de conferencias sobre ingeniería astronáutica en el instituto provincial de ingeniería. El coronel Windham había ido de visita a Cook, Porter estuvo comprando hortalizas concentradas alienígenas para sus plantas de enlatado de la Tierra, y los hermanos Polyorketes, tras intentar establecerse en Arcturus como granjeros, al cabo de dos estaciones renunciaron, obtuvieron algunas ganancias de la venta y regresaban a la Tierra.

Randolph Mullen, en cambio, había pasado diecisiete años en el sistema arcturiano. ¿Cómo hacían los viajeros para averiguar tan pronto tantas cosas sobre sus compañeros de travesía? Ese hombrecillo apenas había hablado durante su estancia a bordo. Era infaliblemente cortés, siempre se hacía a un lado para ceder el paso y su vocabulario parecía consistir en “gracias” y “con perdón”. Sin embargo, se sabía que ése constituía su primer viaje a la Tierra en diecisiete años.

Era un hombrecillo menudo, y tan meticuloso que resultaba irritante. Al despertar esa mañana, había hecho su cama, se había afeitado, bañado y vestido. El hecho de ser prisionero de los kloros no alteraba sus hábitos de años. No hacía alarde de ello, eso había que admitirlo, y no parecía reprobar el desaliño de los demás; se limitaba a permanecer sentado, casi con pudor, enfundado en su atuendo conservador y con las manos entrelazadas sobre el regazo. La fina línea de vello que le cubría el labio superior, lejos de infundirle carácter, ponía absurdamente un énfasis en su apocamiento.

Parecía la caricatura de un contable. Y lo más raro, pensó Stuart, era que se dedicaba precisamente a eso. Lo había leído en el registro: Randolph Fluellen Mullen; ocupación, tenedor de libros; empleadores, Cajas de Papel Prístina y Cía; avenida de Tobías, número 27; Nueva Varsovia; Arcturus II.

 

–¿Señor Stuart?

Levantó la cabeza. Era Leblanc, con un temblor en el labio inferior. Stuart procuró ser amable.

–¿Qué hay, Leblanc?

–Dígame, ¿cuándo nos soltarán?

–¿Cómo puedo saberlo?

–Todos dicen que vivió en un planeta kloro, y acaba usted de decir que son unos caballeros.

–Sí, claro. Pero hasta los caballeros libran las guerras con el propósito de ganarlas. Tal vez nos retengan mientras dure el conflicto.

–¡Pero podría durar años! Margaret me está esperando. ¡Pensará que he muerto!

–Supongo que nos permitirán enviar mensajes una vez que lleguemos a su planeta.

Porter intervino con voz ronca y agitada:

–Si usted sabe tanto sobre estos demonios, ¿qué nos harán cuando nos encarcelen? ¿Con qué nos alimentarán? ¿Nos darán oxígeno? Sin duda nos matarán. –Y añadió nostálgicamente–: A mí también me aguarda una esposa.

Pero Stuart le había oído hablar de su esposa en los días previos al ataque. No se dejó impresionar. Porter toqueteaba con sus uñas carcomidas la manga de Stuart, que se apartó con brusca repulsión. No soportaba esas horribles manos. Le sacaba de quicio que esas monstruosidades fuesen reales mientras que sus manos perfectas no eran más que imitaciones confeccionadas con látex alienígena.

–No nos matarán. Si ésa fuera su intención ya lo hubiesen hecho. Nosotros también capturamos kloros, y es cuestión de sentido común tratar bien a los prisioneros si se espera lo mismo del otro bando. Sabrán comportarse. Quizá la comida no sea excelente, pero son mejores químicos que nosotros. Son sobresalientes en eso. Sabrán exactamente qué factores alimentarios y cuántas calorías necesitamos. Sobreviviremos. Ellos se encargarán de que así sea.

–Habla usted cada vez más como un simpatizante de esos bichos verdes –gruñó Windham–. Me revuelve el estómago que un terrícola hable de esas criaturas como lo hace usted. Rayos, ¿dónde está su lealtad?

–Mi lealtad está donde corresponde; con la honestidad y la decencia, al margen de la forma del ser que las practique. –Levantó sus manos–. ¿Ve esto? Es obra de los kloros. Viví seis meses en uno de sus planetas. Las máquinas de acondicionamiento de mis aposentos me destrozaron las manos. Pensé que el suministro de oxígeno que me daban era escaso (en realidad no lo era) y procuré hacer ajustes por mi cuenta. Fue culpa mía. No conviene aventurarse con las máquinas de otra cultura. Cuando los kloros atinaron a ponerse un traje atmosférico y llegar a mí, era demasiado tarde para salvar mis manos.

“Cultivaron estas cosas de artiplasma y me operaron. Para ello tuvieron que diseñar equipo y soluciones nutrientes que funcionaran en una atmósfera de oxígeno. Sus cirujanos tuvieron que efectuar una delicada operación enfundados en trajes atmosféricos. Y yo recuperé las manos. –Se rio con aspereza, apretando los puños–. Manos…

–¿Y por eso vende la lealtad que debe a la Tierra? –le reprochó Windham.

–¿Vender mi lealtad? Usted está loco. Durante años odié a los kloros por esto. Yo era piloto mayor de las Líneas Espaciales Trasgalácticas antes de este suceso. ¿Ahora? Trabajo en un escritorio. Y doy algunas conferencias. Tardé tiempo en asumir la responsabilidad y comprender que los kloros se habían comportado con decencia. Tienen su propio código ético y es tan bueno como el nuestro. Si no fuera por la estupidez de algunos de ellos y de algunos de los nuestros no estaríamos en guerra. Y cuando haya terminado…

Polyorketes estaba de pie. Curvó los gruesos dedos y sus ojos oscuros relucieron.

–No me gusta su modo de hablar, amigo.

–¿Por qué?

–Porque habla demasiado bien de esos bastardos verdes. Los kloros se portaron bien con usted, ¿eh? Bueno, pues no hicieron lo mismo con mi hermano. Lo mataron. Y tal vez yo lo mate a usted, maldito espía de los verdes.

Y atacó.

Stuart apenas tuvo tiempo de alzar los brazos para contener al furibundo granjero. Jadeó un juramento mientras le sujetaba una muñeca y movía el hombro para evitar que el otro le apresara la garganta.

Su mano de artiplasma cedió. Polyorketes se zafó sin esfuerzo.

Windham resollaba, Leblanc les pedía que se detuvieran, con su voz aflautada; pero fue el pequeño Mullen quien agarró al granjero por detrás y tiró con todas sus fuerzas. No fue muy efectivo, pues Polyorketes ni siquiera notó el peso del hombrecillo en su espalda. Mullen se vio levantado en vilo y empezó a patalear. Pero no soltó a Polyorketes y al fin Stuart logró zafarse y echó mano del bastón de aluminio de Windham.

–Aléjese, Polyorketes –advirtió.

Recobraba el aliento, temiendo otra embestida. Ese hueco cilindro de aluminio no serviría de mucho, pero era mejor que contar sólo con sus débiles manos.

Mullen soltó a Polyorketes y se mantuvo alerta, con la respiración entrecortada y la chaqueta desaliñada.

Polyorketes se quedó inmóvil. Agachó su cabeza desgreñada.

–Es inútil –masculló–. Lo que he de matar son kloros. Pero cuide su lengua, Stuart. Si habla más de la cuenta puede tener problemas. Hablo en serio.

Stuart se pasó el brazo por la frente y le devolvió el bastón a Windham, quien lo tomó con la mano izquierda mientras usaba la derecha para enjugarse la calva con un pañuelo mientras hablaba:

–Caballeros, evitemos estas fricciones. Atentan contra nuestro prestigio. Recordemos al enemigo común. Somos terrícolas y hemos de actuar como lo que somos, la raza dominante en la galaxia. No debemos degradarnos ante las razas inferiores.

–Sí, coronel –resopló Stuart–. Ahórrese el resto del discurso para mañana. –Se volvió hacia Mullen–. Quiero darle las gracias.

Le causaba embarazo, pero tenía que hacerlo. El pequeño contable lo había sorprendido. Pero Mullen, con una voz seca que apenas se elevó por encima de un susurro, replicó:

–No me lo agradezca, señor Stuart. Era lo único que podía hacer. Si nos encarcelan, le necesitaremos como intérprete. Usted entiende a los kloros.

Stuart se puso tenso. Era el típico razonamiento de un tenedor de libros, demasiado lógico, demasiado árido. Riesgo presente y provecho futuro. Un pulcro equilibrio entre créditos y débitos. Hubiera preferido que Mullen lo defendiera por… bueno, por mera decencia, sin egoísmos.

Se rio de sí mismo. Comenzaba a esperar idealismo de los seres humanos, en vez de motivaciones claras e interesadas.

 

Polyorketes estaba aturdido. La pena y la furia actuaban como un ácido en su interior, pero no hallaban palabras para expresarse. Si él fuera Stuart, ese bocazas de manos blancas, podría hablar y hablar hasta sentirse mejor. En cambio, tenía que quedarse allí sentado, muerta la mitad de su ser, sin hermano, sin Arístides…

Fue tan repentino… Si pudiera retroceder en el tiempo y contar con un segundo más para frenar a Arístides, detenerlo, salvarlo…

Pero ante todo odiaba a los kloros. Dos meses atrás apenas había oído hablar de ellos, y ya los odiaba con tal furia que le alegraría morir con tal de liquidar unos cuantos.

–¿Cómo se inició esta guerra, eh? –preguntó sin levantar la vista.

Temía que le respondiera Stuart. Odiaba esa voz. Pero habló Windham, el calvo.

–La causa inmediata fue una disputa por concesiones mineras en el sistema Wyandotte. Los kloros invadieron propiedades terrícolas.

–¡Hay espacio para ambos, coronel!

Polyorketes irguió la cabeza con un gruñido. Ese Stuart no podía cerrar el pico. De nuevo con su cháchara, ese lisiado, ese sabelotodo, ese traidor.

–¿Valía la pena pelear por eso, coronel? –continuó Stuart–. No podemos usar unos los mundos del otro. Los planetas de cloro son inútiles para nosotros y nuestros planetas de oxígeno lo son para ellos. El cloro es mortífero para nosotros y el oxígeno lo es para ellos. No hay modo de mantener una hostilidad permanente. Nuestras razas no coinciden. ¿Se justifica la lucha porque ambas razas quieren extraer hierro de los mismos asteroides sin aire cuando hay millones de ellos en la galaxia?

–Está la cuestión del honor planetario… –empezó Windham. –Fertilizante planetario. ¿Cómo puede eso excusar esta ridícula guerra? Sólo se puede luchar en puestos de avanzada. Se ha reducido a una serie de acciones defensivas, y con el tiempo se dirimirá mediante negociaciones que se pudieron efectuar en primer término para evitarla. Ni nosotros ni los kloros ganaremos nada.

A regañadientes, Polyorketes comprendió que estaba de acuerdo con Stuart. ¿Qué les importaba a él y a Arístides dónde obtuvieran el hierro los terrícolas o los kloros?

¿Eso justificaba la muerte de su hermano? Sonó el timbre de advertencia.

Polyorketes irguió la cabeza y se levantó despacio, apretando los labios. En la puerta sólo podía haber una cosa. Aguardó, con los brazos en tensión y los puños cerrados. Stuart se le acercó. Polyorketes lo notó y se rio para sus adentros. Que entrara el kloro y ni Stuart ni los demás podrían detenerlo.

Espera, Arístides, espera un momento y obtendrás un poco de venganza.

Se abrió la puerta y entró un personaje enfundado en una amorfa e inflada imitación de traje espacial.

Una voz extraña, aunque no del todo desagradable, comenzó a hablar:

–Con desagrado, terrícolas, mi compañero y yo…

Y se calló cuando Polyorketes atacó profiriendo un rugido. Fue una acometida torpe, una embestida de toro: con la cabeza agachada y extendidos los brazos fornidos y los dedos velludos. Empujó a Stuart, antes de que éste tuviera la oportunidad de intervenir, y lo derribó sobre un catre.

El kloro pudo haber detenido a Polyorketes con el brazo sin mayor esfuerzo o hacerse a un lado para esquivarlo; en cambio, con un rápido movimiento desenfundó un arma, y un haz rosado la conectó con el atacante. Polyorketes se desplomó, arqueado como estaba y con un pie en el aire, víctima de una parálisis instantánea. Cayó de lado, con los ojos vivos y ardientes de furia.

–No sufrirá lesiones permanentes –dijo el kloro, sin inmutarse aparentemente ante aquel intento de violencia. Luego, volvió a empezar–: Con desagrado, terrícolas, mi compañero y yo hemos captado un cierto alboroto en esta habitación. ¿Hay alguna necesidad que podamos satisfacer?

Stuart se masajeaba la rodilla que se había raspado al chocar con el catre.

–No, gracias, kloro –masculló.

–Un momento –resopló Windham–, esto es ultrajante. Exigimos que se disponga nuestra liberación.

El kloro volvió su diminuta cabeza de insecto hacia el hombre gordo. No resultaba agradable para quien no estuviera habituado. Tenía la estatura de un terrícola, pero la parte superior consistía en un cuello que parecía un tallo fino, coronado por una cabeza que era apenas una hinchazón. Se componía de una trompa roma y triangular y, a ambos lados, sendos ojos protuberantes. Eso era todo. No había caja craneana ni cerebro. Lo que equivalía al cerebro estaba situado en lo que sería el abdomen en un terrícola; la cabeza era un mero órgano sensorial. El traje espacial respetaba la forma de la cabeza, y los ojos quedaban expuestos en dos claros semicírculos de vidrio que parecían verdes a causa de la atmósfera de cloro del interior. Uno de esos ojos estaba enfocando a Windham, quien se echó a temblar ante esa mirada.

–No tienen derecho a mantenernos prisioneros –insistió a pesar de todo–. No somos combatientes.

La voz del kloro, con su sonido artificial, surgía de un pequeño aditamento de alambre de cromo en lo que hacía las veces de pecho. La caja sonora funcionaba con aire comprimido, controlados por uno o dos de los delicados zarcillos en horqueta que surgían de los dos círculos del cuerpo superior y que, por suerte, quedaban ocultos bajo el traje.

–¿Hablas en serio, terrícola? Sin duda has oído hablar de la guerra, de las normas de la guerra y de los prisioneros de guerra.

Miró en torno, moviendo los ojos a sacudidas bruscas y fijando la vista primero en un objeto y, luego, en otro. Stuart entendía que cada ojo comunicaba un mensaje al cerebro abdominal, el cual debía coordinar ambos para obtener toda la información.

Windham no supo qué responder. Los demás callaron. El kloro, con sus cuatro extremidades principales (un par de brazos y un par de piernas), tenía un aspecto vagamente humano dentro del traje, siempre que uno no lo mirara a la cabeza; pero no había modo de adivinar sus sentimientos.

Dio media vuelta y se marchó.

Porter carraspeó y habló con voz sofocada:

–Por Dios, qué tufo a cloro. Si no hacen algo, moriremos con los pulmones destrozados.

–Cállese –le espetó Stuart–. No hay suficiente cloro en el aire para hacer estornudar a un mosquito y lo poco que hay se esfumará en dos minutos. Además, un poco de cloro será bueno para usted. Quizá mate el virus de su resfriado.

Windham tosió y dijo:

–Stuart, creo que usted pudo decirle algo sobre nuestra liberación a su amigo kloro. No es tan audaz en su presencia como cuando ellos no están, ¿eh?

–Ya oyó lo que dijo esa criatura, coronel. Somos prisioneros de guerra, y el intercambio de prisioneros lo negocian los diplomáticos. Tendremos que esperar.

Leblanc, que se había puesto pálido al ver al kloro, se levantó y corrió hacia el excusado. Le oyeron vomitar.

Se hizo un incómodo silencio mientras Stuart pensaba qué decir para disimular ese desagradable sonido. Mullen intervino. Hurgaba en un pequeño estuche que había sacado de debajo de la almohada.

–Tal vez sea mejor que el señor Leblanc tome un sedante antes de acostarse. Tengo bastantes. Me alegrará ofrecerle uno. –De inmediato explicó su generosidad–: De lo contrario, quizá nos mantenga despiertos a todos.

–Muy lógico –asintió secamente Stuart–. Será mejor que guarde alguno para nuestro caballero andante. Guarde media docena. –Se acercó a Polyorketes, que todavía estaba despatarrado, y se arrodilló–. ¿Está cómodo el niño?

–Es de pésimo gusto hablar así, Stuart –protestó Windham.

–Bien, si tan preocupado está por él, ¿por qué usted y Porter no lo llevan a su catre?

Los ayudó a trasladarlo. Los brazos de Polyorketes temblaban de un modo errático. Por lo que Stuart sabía sobre las armas nerviosas de los kloros, el hombre debía de estar sufriendo un hormigueo insoportable.

–Y no lo traten con mucha suavidad –añadió–. Este zopenco pudo hacer que nos mataran a todos. ¿Y para qué?

Empujó el cuerpo, rígido a un lado y se sentó en el borde de la litera.

–¿Me oye, Polyorketes? –Los ojos del herido fulguraron. Intentó en vano alzar el brazo–. De acuerdo, pues. Escuche. No vuelva a intentar nada parecido. La próxima vez puede ser el fin para todos nosotros. Si usted hubiera sido un kloro y él un terrícola, ya estaríamos muertos. Así que métase una cosa en la mollera: lamentamos lo de su hermano y es una pena, pero fue únicamente culpa suya.

Polyorketes trató de moverse y Stuart lo contuvo. –No, siga escuchando. Tal vez ésta sea mi única oportunidad de hablarle y conseguir que me escuche. Su hermano no estaba autorizado para salir del recinto de pasajeros. No tenía a dónde ir. Se puso en medio de nuestra propia gente. Ni siquiera sabemos con certeza si lo mataron los kloros. Pudo ser uno de los nuestros.

–Oh, caramba, Stuart –objetó Windham.

Stuart se giró hacia él.

–¿Tiene pruebas de lo contrario? ¿Usted vio el disparo? ¿Pudo discernir, por lo que quedó del cuerpo, si era energía de los kloros o nuestra?

Polyorketes atinó a hablar, moviendo la lengua en un forzado y gangoso gruñido.

–Maldito canalla, defensor de bichos verdes.

–¿Yo? Sé qué está pensando, Polyorketes. Piensa que cuando pase la parálisis se desquitará propinándome una paliza. Pues bien, si lo hace, probablemente nos aíslen a todos con cortinas.

Se levantó y apoyó la espalda en la pared. Quedó así enfrente de todos ellos.

–Ninguno de ustedes conoce a los kloros como yo. Las diferencias físicas que ven no son importantes. Sí lo son las de temperamento. Ellos no comprenden nuestro modo de entender el sexo, por ejemplo. Para ellos es sólo un reflejo biológico, como el respirar. No le atribuyen importancia. Pero sí le dan importancia a los grupos sociales. Recuerden que sus ancestros evolutivos tenían mucho en común con nuestros insectos. Siempre dan por sentado que un grupo de terrícolas constituye una unidad social.

“Eso lo significa todo para ellos, aunque no sé exactamente cuál es el significado. Ningún terrícola puede entenderlo. Pero lo cierto es que nunca disgregan un grupo, así como nosotros no separamos a una madre de sus hijos si podemos evitarlo. Tal vez ahora nos estén tratando con dulzura porque suponen que nos sentimos deprimidos al haber muerto uno de los nuestros, y eso los hace sentirse culpables.

“Pero recuerden una cosa. Nos encarcelarán juntos y permaneceremos juntos mientras esto dure. No me agrada la idea. No los habría escogido como compañeros de cuarto y estoy seguro de que ustedes no me habrían escogido a mí. Pero así están las cosas. Los kloros no entenderían que estábamos juntos a bordo sólo por accidente.

“Eso significa que tendremos que aguantarnos unos a otros. Y no se trata de tonterías sobre avecillas que saben compartir el nido. ¿Qué creen que habría ocurrido si los kloros hubieran entrado antes y nos hubiesen sorprendido a Polyorketes y a mí tratando de matarnos? ¿No lo saben? Pues bien, ¿qué pensarían ustedes de una madre a la que sorprendieran tratando de matar a sus hijos?

“¿Comprenden? Nos habrían matado como a un grupo de pervertidos y monstruos. ¿Entendido? ¿Entendido, Polyorketes? ¿Capta la idea? Conque insultémonos si es preciso, pero dejemos las manos quietas. Y ahora, si no les importa, me daré un masaje en las manos; estas manos sintéticas que los kloros me dieron y que uno de mi propia especie intentó mutilar de nuevo”.

 

Para Claude Leblanc había pasado lo peor. Se había estado sintiendo muy harto, hastiado de muchas cosas; pero hastiado sobre todo de haber tenido que abandonar la Tierra. Fue magnífico estudiar fuera de la Tierra. Resultó ser una aventura que le permitió alejarse de la madre. Se alegró de esa escapada tras el primer mes de tímida adaptación.

Y en las vacaciones estivales ya no era Claude, el timorato estudiante, sino Leblanc, viajero del espacio. Alardeaba de ello. Se sentía más hombre hablando de estrellas, de saltos en el espacio, de los hábitos y las condiciones de otros mundos; y le proporcionó coraje con Margaret. Ella lo amaba por los peligros que había afrontado…

Pero estaba enfrentándose al primer peligro real, y no lo sobrellevaba demasiado bien. Lo sabía, sentía vergüenza y lamentaba no ser como Stuart.

Aprovechó la excusa del almuerzo para abordarlo.

–Señor Stuart.

–¿Cómo se siente? –le preguntó él, lacónicamente.

Leblanc se sonrojó. Se sonrojaba fácilmente y el esfuerzo por evitarlo sólo empeoraba las cosas.

–Mucho mejor, gracias –respondió–. Es hora de comer. Le he traído su ración.

Stuart aceptó la lata que le ofrecían. Era una ración espacial corriente; sintética, concentrada, nutritiva e insatisfactoria. Se calentaba automáticamente al abrir la lata, pero se podía comer fría si era necesario. Aunque incluía un utensilio que combinaba la cuchara con el tenedor, la consistencia de la ración permitía utilizar los dedos sin ensuciarse más de la cuenta.

–¿Oyó usted mi pequeño discurso? –le preguntó Stuart.

–Sí, y quería decirle que puede contar conmigo.

–Muy bien. Ahora vaya a comer.

–¿Puedo comer aquí?

–Como guste.

Comieron un rato en silencio.

–Tiene usted mucho aplomo, señor Stuart –comentó al fin Leblanc–. Debe ser maravilloso sentirse así.

–¿Aplomo? Gracias, pero ahí tiene usted a alguien con auténtico aplomo.

Leblanc siguió sorprendido la dirección del ademán.

–¿El señor Mullen? ¿Ese hombrecillo? ¡Oh, no!

–¿No le parece seguro de sí mismo?

Leblanc negó con la cabeza. Miró fijamente a Stuart para asegurarse de que no le tomaba el pelo.

–Ese hombre es muy frío. No tiene emociones. Es como una pequeña máquina. Me resulta repulsivo. Usted es diferente, señor Stuart. Usted rebosa energía, pero se controla. Me gustaría ser así.

Como atraído por el magnetismo de una mención que no había escuchado, Mullen se reunió con ellos. Apenas había tocado su ración. La lata aún humeaba cuando se acuclilló ante ambos.

Habló con su habitual susurro furtivo:

–¿Cuánto cree que durará el viaje, señor Stuart?

–Lo ignoro, Mullen. Sin duda evitan las rutas comerciales habituales y darán más saltos que de costumbre en el hiperespacio para desorientar a los posibles perseguidores. No me sorprendería que durase una semana. ¿Por qué lo pregunta? Supongo que tendrá una razón muy lógica y muy práctica.

–Pues, sí, por cierto –asintió Mullen. Parecía impermeable a los sarcasmos–. He pensado que sería prudente racionar las raciones, por así decirlo.

–Tenemos comida y agua suficientes para un mes. Fue lo primero que investigué.

–Entiendo. En tal caso, me terminaré la lata.

Y eso hizo, manipulando delicadamente el utensilio y enjugándose los labios con el pañuelo, aunque los tenía limpios.

 

Polyorketes se levantó con esfuerzo un par de horas después. Se tambaleaba como víctima de una resaca. No intentó acercarse a Stuart pero sí habló dirigiéndose a él:

–Maldito espía de los verdes, vaya con cuidado.

–Ya oyó lo que le dije antes, Polyorketes.

–Lo oí. Y también oí lo que dijo de Arístides. No me molestaré con usted porque es sólo un saco de aire ruidoso. Pero espere y algún día soplará usted más aire de la cuenta en la cara de alguien y lo harán reventar.

–Esperaré –dijo Stuart.

Windham se aproximó cojeando y apoyándose en el bastón.

–Vamos, vamos –exhortó con una jadeante jovialidad que puso de relieve su angustia en vez de ocultarla–. Somos todos terrícolas, rayos. Tenemos que recordarlo. Debe ser nuestra luz inspiradora. No perdamos el temple ante esos malditos kloros. Tenemos que olvidar las rencillas personales y recordar que somos terrícolas unidos contra monstruos alienígenas.

Stuart hizo un comentario irreproducible.

Porter se hallaba detrás de Windham. Había estado hablando en privado durante una hora con el coronel calvo, y exclamó con indignación:

–Deje de hacerse el listo, Stuart, y escuche al coronel. Hemos estado analizando la situación.

Se había lavado la grasa de la cara, tenía humedecido el cabello y se lo había echado hacia atrás. Aun así, conservaba el tic en la comisura de la boca, y sus manos verrugosas no parecían más atractivas.

–De acuerdo, coronel –accedió Stuart–. ¿Qué tiene pensado hacer?

–Preferiría que todos los hombres estuviesen juntos –declaró Windham.

–De acuerdo, llámelos.

Leblanc se acercó deprisa; Mullen, con mayor lentitud.

–¿Quiere también a ese sujeto? –preguntó Stuart, señalando a Polyorketes con la cabeza.

–Vaya, pues sí. Señor Polyorketes, ¿puede usted acercarse?

–Bah, déjeme en paz.

–Continúe –le instó Stuart–, déjelo en paz. Yo no lo quiero aquí.

–No, no –se empeñó Windham–. Esto es para todos los terrícolas. Señor Polyorketes, le necesitamos.

Polyorketes rodó hasta el borde del catre.

–Estoy a suficiente distancia para oírlo.

–¿Los kloros tendrán micrófonos en esta habitación? –le preguntó Windham a Stuart.

–No. ¿Para qué?

–¿Está seguro?

–Claro que estoy seguro. No sabían que Polyorketes me hubiera atacado. Oyeron el alboroto cuando la nave se puso a traquetear.

–Tal vez querían hacernos creer que no hay micrófonos en la habitación.

–Escuche, coronel, nunca he sabido de un kloro que mintiera a propósito…

–Ese bocazas ama a los kloros –dijo Polyorketes con calma.

–No empecemos con eso –medió Windham–. Mire, Stuart. Porter y yo hemos hablado del asunto y pensamos que usted conoce a los kloros lo bastante como para pensar en un modo de regresar a la Tierra.

–Pues se equivocan. No se me ocurre ningún modo.

–Tal vez haya alguna manera de arrebatarles la nave a esos canallas verdes –sugirió Windham–. Alguna debilidad que tengan. ¡Rayos, usted sabe a qué me refiero!

–Dígame, coronel, ¿qué le preocupa? ¿Su pellejo, o el bienestar de la Tierra?

–Me ofende esa pregunta. Aunque me interesa mi propia vida, como a cualquiera, pienso ante todo en la Tierra, ¿se entera usted? Y creo que eso vale para todos nosotros.

–En efecto –declaró Porter.

Leblanc parecía angustiado; Polyorketes, amargado. Mullen no tenía ninguna expresión.

–De acuerdo –aceptó Stuart–. Desde luego, no creo que podamos tomar la nave. Ellos están armados y nosotros no. Pero hay una cosa. Usted sabe por qué los kloros se hicieron con la nave intacta: porque necesitan naves. Son mejores químicos que los terrícolas, pero los terrícolas son mejores ingenieros astronáuticos. Tenemos naves de mayor tamaño y mejores, y en mayor cantidad. En realidad, si nuestra tripulación hubiera respetado los axiomas militares, habría hecho estallar la nave en cuanto los kloros se dispusieron a abordarla.

–¿Matando a los pasajeros? –preguntó Leblanc, horrorizado.

–¿Por qué no? Ya han oído las palabras del coronel. Cada uno de nosotros piensa más en los intereses de la Tierra que en su mezquina vida. ¿De qué le servimos a la Tierra con vida? De nada. ¿Cuánto daño causará esta nave en manos de los kloros? Muchísimo, probablemente.

–¿Por qué se negaron nuestros hombres a hacer estallar la nave? –Quiso saber Mullen–. Debían de tener una razón.

–La tenían. Es tradición de los militares terrícolas que nunca debe haber una proporción desfavorable de bajas. Si nos hubieran hecho estallar, habrían muerto veinte combatientes y siete civiles de la Tierra, con un total de cero bajas por parte del enemigo. Entonces, ¿qué? Los dejamos que nos asalten, matamos a veintiocho, pues estoy seguro de que hemos liquidado por lo menos a esa cantidad, y permitimos que se queden con la nave.

–Bla, bla, bla –se mofó Polyorketes.

–Esto tiene una moraleja –prosiguió Stuart–. No podemos quitarles la nave a los kloros, pero podríamos distraerlos y mantenerlos ocupados el tiempo suficiente para que uno de nosotros establezca un cortocircuito en los motores.

–¿Qué? –aulló Porter, y Windham, asustado, le hizo callar.

–Un cortocircuito –repitió Stuart–. Eso destruiría la nave, que es lo que todos deseamos, ¿no es cierto?

Los labios de Leblanc estaban blancos cuando musitó:

–No creo que eso funcionara.

–No lo sabremos si no lo intentamos. ¿Y qué podemos perder en el intento?

–¡La vida, demonios! –bramó Porter–. ¡Loco chiflado, ha perdido el juicio!

–Si estoy chiflado –replicó Stuart– y además loco, es una obviedad añadir que he perdido el juicio. Pero recuerden que si perdemos la vida, lo cual es muy probable, no perdemos nada valioso para la Tierra, mientras que al destruir la nave, lo cual también es probable, beneficiamos muchísimo a nuestro planeta. ¿Qué patriota vacilaría? ¿Quién antepondría su persona a su propio mundo? –Miró en torno–. Usted no, por supuesto, coronel Windham.

Éste carraspeó.

–Amigo mío, no se trata de eso. Debe haber un modo de rescatar la nave sin perder la vida, ¿o no?

–Bien, dígalo usted.

–Pensemos todos en ello. Sólo hay dos kloros a bordo. Si uno de nosotros pudiera atacarlos…

–¿Cómo? El resto de la nave está llena de cloro. Tendríamos que usar un traje espacial. La gravedad de su sector de la nave está sintonizada en el nivel de su planeta, así que a quien le toque la china tendría que moverse asegurando sus pasos, con pesadez y lentitud. Oh, claro que podría atacarlos, igual que una mofeta que intentara moverse furtivamente a favor del viento.

–Entonces, desistiremos –se atrevió Porter, con voz trémula–. Escuche, Windham, no vamos a destruir la nave. Mi vida significa mucho para mí y, si alguno de ustedes intenta semejante cosa, avisaré a los kloros. Hablo en serio.

–Bueno –resumió Stuart–, nuestro héroe número uno.

–Yo deseo regresar a la Tierra –manifestó Leblanc–, pero…

Mullen lo interrumpió:

–No creo que nuestras probabilidades de destruir la nave sean buenas a menos que…

–Héroes dos y tres. ¿Qué dice usted, Polyorketes? Tendría la oportunidad de matar dos kloros.

–Quiero matarlos con mis manos –gruñó el granjero, agitando los puños–. En su planeta los mataré a docenas.

–Una promesa interesante y un poco arriesgada. ¿Y usted, coronel? ¿No quiere marchar conmigo hacia la muerte y la gloria?

–Su actitud es cínica e inconveniente, Stuart. Es obvio que si los demás se oponen su plan fracasará.

–A menos que lo ejecute yo mismo, ¿no?

–No hará tal cosa, ¿me oye? –se apresuró Porter.

–Por supuesto que no –convino Stuart–. No presumo de héroe. Soy sólo un patriota convencional, perfectamente dispuesto a ir a cualquier planeta al que me lleven y esperar allí el fin de la guerra.

 

–Claro que existe un modo de sorprender a los kloros –comentó Mullen pensativamente.

Nadie le habría prestado atención si Polyorketes no hubiera reaccionado. Lo señaló con su índice rechoncho, cuya uña estaba ennegrecida, y se rio roncamente.

–¡El señor contable! Un contable que pronuncia grandes discursos, como ese maldito espía de los verdes. Adelante, señor contable. Adelante con su perorata. Que las palabras rueden como un tonel vacío. –Se volvió hacia Stuart y repitió en un tono lleno de rencor–: ¡Un tonel vacío! Un tonel vacío y con manos inservibles. Sólo sirve para hablar.

Mullen no se hizo oír hasta que Polyorketes hubo terminado, pero luego dijo, dirigiéndose a Stuart:

–Podríamos atacarlos desde el exterior. Esta sala tiene un conducto C. Estoy seguro.

–¿Qué es un conducto C? –preguntó Leblanc.

–Bien… –comenzó Mullen, y se calló, desorientado.

–Es un eufemismo, muchacho –contestó Stuart con tono burlón–. El nombre completo es “conducto para cadáveres”. Nadie los menciona, pero hay un conducto C en la sala principal de toda nave. Se trata de una pequeña cámara de presión por donde se expulsan los cadáveres. Sepultura en el espacio. Mucho gesto emocionado y mucho inclinar de cabeza mientras el capitán pronuncia uno de esos discursos que irritarían a Polyorketes.

Leblanc hizo una mueca de disgusto.

–¿Usar eso para salir de la nave?

–¿Por qué no? ¿Es usted supersticioso? Continúe, Mullen.

El hombrecillo había aguardado con paciencia.

–Una vez en el exterior, se puede volver a entrar en la nave por los tubos de vapor. Se puede hacer… con suerte. Y luego habría un visitante inesperado en la sala de control.

Stuart lo miró con curiosidad.

–¿Cómo se le ocurrió? ¿Qué sabe usted de tubos de vapor?

Mullen carraspeó.

–¿Se refiere a que estoy en el negocio de las cajas de papel? Bien… –Se ruborizó, aguardó un momento y comenzó de nuevo con voz neutra–. Mi compañía, que manufactura cajas de papel de fantasía y contenedores originales, tenía hace algunos años una línea de cajas de golosinas con forma de nave espacial para los niños. Estaban diseñadas de tal modo que al tirar de un cordel se perforaban unos contenedores de presión y salían chorros de aire comprimido por los tubos de vapor, haciendo estallar la caja y desparramando los dulces. La teoría comercial era que los niños disfrutarían jugando con la nave y recogiendo las golosinas.

“En realidad fue un fracaso total. La nave rompía platos y a veces golpeaba a otro niño en el ojo. Peor aún, los niños no sólo recogían las golosinas, sino que reñían por ellas. Fue nuestro peor fracaso. Perdimos montones de dinero.

“De todos modos, mientras se diseñaban las cajas, toda la oficina se interesó por el asunto. Era como un juego, muy perjudicial para la eficacia y para la moral laboral. Durante un tiempo todos fuimos expertos en tubos de vapor. Leí varios libros sobre construcción de naves. Pero en mi tiempo libre, no en horas de trabajo”.

Stuart estaba fascinado.

–Parece una idea para un video de aventuras –dijo–, pero podría funcionar si tuviéramos un héroe dispuesto. ¿Lo tenemos?

–¿Qué le parece usted mismo? –se indignó Porter–. Se está mofando de nosotros con sus sarcasmos baratos, pero no se ofrece como voluntario para nada.

–Porque no soy un héroe, Porter. Lo admito. Mi propósito es conservar el pellejo, y eso de deslizarse por tubos de vapor no me parece un modo de conservarlo. Pero ustedes son nobles patriotas. Eso dice el coronel. ¿Y si lo hiciera usted, coronel? Es nuestro héroe máximo.

–¡Rayos! –exclamó Windham–. Si yo fuera más joven, y si usted tuviera manos, me complacería propinarle una buena paliza.

–No lo dudo, pero no ha respondido a mi pregunta.

–Usted sabe muy bien que a mis años y con esta pierna –arguyó, dándose una palmada en la rodilla rígida–, no estoy en condiciones de hacer nada semejante, por mucho que lo deseara.

–Ah, claro –asintió Stuart–. Y yo tengo las manos inservibles, como me ha recordado Polyorketes. Nosotros dos nos salvamos. ¿Y qué desdichadas deformidades afligen al resto?

–Escuche –se impacientó Porter–, quiero saber de qué se trata. ¿Cómo se puede descender por los tubos de vapor? ¿Y si los kloros los utilizan mientras uno de nosotros está dentro?

–Vaya, Porter, eso forma parte de la diversión. ¿No tiene espíritu deportivo?

–Pero acabaría hervido como una langosta en su concha.

–Una imagen bonita, aunque inexacta. El vapor sólo duraría un par de segundos y el aislamiento del traje resistiría. Además, el chorro de vapor sale a varios cientos de kilómetros por minuto, de modo que el hombre se encontraría fuera de la nave antes de que el vapor lo calentara siquiera. De hecho, sería despedido a varios kilómetros en el espacio, con lo cual quedaría a salvo de los kloros. Claro que no podría regresar a la nave. Porter sudaba a chorros.

–No me asusta ni por un minuto, Stuart.

–¿No? ¿Entonces se ofrece a ir? ¿Ha pensado en lo que significa quedar varado en el espacio? Se encuentra uno totalmente solo. El chorro de vapor quizá lo deje girando a gran velocidad, pero no lo notará. Creerá estar inmóvil, sólo que las estrellas girarán y girarán hasta parecer estrías en el cielo. No pararán nunca. Ni siquiera servirán para detenerlo. Luego, su calentador se apagará, el oxígeno se le agotará y morirá usted muy despacio. Tendrá tiempo de sobra para pensar. Si tiene usted prisa, siempre puede abrirse el traje. Eso tampoco será agradable. He visto el rostro de hombres a los que se les rasgó accidentalmente el traje, y le aseguro que es bastante horrendo. Pero sería más rápido. Después…

Porter dio media vuelta y se alejó temblando.

–Otro fracaso –bromeó Stuart–. Seguimos teniendo un acto de heroísmo aguardando al mejor postor, pero aún no aparece ninguna oferta.

Polyorketes habló entonces, masticando las palabras con voz áspera:

–Siga hablando, bocazas. Siga agitando ese tonel vacío. Pronto le haremos tragar los dientes. Creo que hay alguien que estaría dispuesto, ¿eh, señor Porter?

Porter miró a Stuart en confirmación de lo cierto del comentario de Polyorketes, pero no dijo nada.

–¿Y qué dice usted, Polyorketes? –lo provocó Stuart–. El hombre de los puños y las agallas. ¿Quiere que le ayude a ponerse el traje?

–Le pediré ayuda cuando la necesite.

–¿Y usted, Leblanc? –El joven se amilanó–. ¿Ni siquiera por volver con Margaret? –Leblanc negó con la cabeza–. ¿Mullen?

–Bien… lo intentaré.

–¿Qué?

–Que sí, que lo intentaré. A fin de cuentas, fue idea mía.

Stuart estaba anonadado.

–¿Habla en serio? ¿Por qué?

Mullen frunció los labios.

–Porque nadie más lo hará.

–Pero eso no es motivo. Y menos para usted.

Mullen se encogió de hombros.

Windham dio un bastonazo en el suelo y se acercó.

–¿De veras piensa ir, Mullen?

–Sí, coronel.

–En ese caso, qué diablos, déjeme estrecharle la mano. Me cae usted simpático. Es un… un terrícola, por todos los cielos. Hágalo y triunfe o perezca, yo seré su testigo.

Mullen se zafó torpemente del vibrante apretón del coronel.

Y Stuart se quedó como paralizado. Se hallaba en una situación inusitada. Se hallaba, de hecho, en la más rara de todas las situaciones que pudiera imaginarse.

No tenía nada que decir.

 

La atmósfera de tensión quedó alterada. Al abatimiento y la frustración las reemplazó el estímulo de la conspiración. Hasta Polyorketes palpaba los trajes espaciales comentando con voz ronca cuál le parecía mejor.

Mullen presentó ciertos problemas. El traje le quedaba grande aun después de haber ceñido al máximo las articulaciones ajustables. Ya sólo faltaba atornillarle el casco. Movió el cuello.

Stuart sostenía el casco con esfuerzo. Era pesado y sus manos de artiplasma no podían asirlo con vigor.

–Rásquese la nariz si le pica –dijo–. Va a ser su última oportunidad por un tiempo. –No añadió “quizá para siempre”, aunque lo pensó.

–Tal vez sea mejor que lleve otro cilindro de oxígeno–apuntó Mullen.

–De acuerdo.

–Con una válvula reductora.

Stuart movió la cabeza afirmativamente.

–Entiendo. Si sale despedido de la nave, podría tratar de regresar usando el cilindro como motor de reacción.

Le pusieron el casco y le sujetaron el cilindro de repuesto a la cintura. Polyorketes y Leblanc subieron a Mullen hasta la abertura del conducto C. El interior aparecía ominosamente oscuro, pues el revestimiento metálico se hallaba pintado de negro, el color del luto. Stuart creyó detectar un aroma desagradable, pero sabía que era cosa sólo de su imaginación.

Interrumpió la operación cuando Mullen estaba medio metido ya en el conducto. Golpeó el visor del hombrecillo.

–¿Me oye?

El otro asintió con la cabeza.

–¿El aire entra bien? ¿Ningún problema?

Mullen alzó el brazo en señal de aprobación.

–Recuerde, no use la radio del traje. Los kloros podrían captar las señales.

Retrocedió a regañadientes. Las manos robustas de Polyorketes bajaron a Mullen hasta que se oyó el ruido de las suelas de acero contra la válvula externa. La compuerta interna giró y se cerró con estremecedora contundencia, y el borde biselado de silicio se ajustó como con un suspiro. Echaron los cierres.

Stuart se plantó ante el interruptor que controlaba la compuerta externa. Lo movió y el medidor que indicaba la presión de aire del tubo bajó a cero. Un punto de luz roja advirtió que la compuerta externa se hallaba abierta. Luego, la luz se apagó, la compuerta se cerró y la aguja del medidor se volvió a elevar despacio a siete kilos.

Abrieron de nuevo la compuerta interna y vieron el tubo vacío.

–¡El pequeño hijo de perra! –exclamó Polyorketes–. ¡Se fue! –Miró asombrado a los demás–. Un tío tan pequeño y con tantas agallas.

–Bien –dijo Stuart–, será mejor que nosotros nos preparemos. Existe la posibilidad de que los kloros hayan detectado la apertura y el cierre de las compuertas. En tal caso, vendrán a investigar y tendremos que encubrirlo.

–¿Cómo? –quiso saber Windham.

–No verán a Mullen. Diremos que está en el cuarto de baño. Los kloros saben que una característica de los terrícolas es que no les gustan las intrusiones en el excusado, así que no lo comprobarán. Si podemos distraerlos…

–¿Y si esperan o si revisan los trajes espaciales? –interrumpió Porter.

Stuart se encogió de hombros.

–Esperemos que no. Y escuche, Polyorketes, no arme un revuelo cuando entren.

–¿Estando ese hombre ahí fuera? –gruñó Polyorketes–. ¿Qué cree que soy? –Miró a Stuart sin hostilidad y se rascó vigorosamente el pelo rizado–. ¡Y yo que me reía de él! Pensaba que era un blando. Me da vergüenza.

Stuart carraspeó y dijo:

–Escuche, yo he estado diciendo cosas poco oportunas, ahora que lo pienso. Me gustaría aclarar que lo lamento.

Se giró malhumorado y caminó hacia su catre. Oyó pasos, sintió que le tocaban la manga y se dio la vuelta. Era Leblanc.

–No dejo de pensar en que el señor Mullen es un hombre mayor –murmuró el joven.

–Bien, no es un chiquillo. Creo que tiene cuarenta y cinco o cincuenta años.

–¿Cree usted, señor Stuart, que tendría que haber ido yo? –preguntó Leblanc–. Soy el más joven. No me gusta la idea de haber permitido que un hombre mayor fuera en mi lugar. Me hace sentir muy mal.

–Lo sé. Será horroroso si él muere.

–Pero se ofreció voluntario. Nadie lo obligó, ¿verdad?

–No trate de eludir la responsabilidad, Leblanc. No le hará sentirse mejor. Cualquiera de nosotros tenía motivos más fuertes que él para correr el riesgo.

Y Stuart se quedó pensando en silencio.

 

Mullen sintió que la obstrucción cedía bajo sus pies y las paredes se deslizaban con celeridad. El escape del aire lo succionaba, arrastrándolo. Clavó brazos y piernas en la pared para frenarse. Los cadáveres debían ser lanzados a gran distancia de la nave, pero él no era un cadáver… por el momento.

Sus pies se balancearon. Oyó el sonido sordo de una bota magnética contra el casco cuando el resto de su cuerpo salió expulsado como un corcho bajo presión. Osciló peligrosamente en el borde del orificio de la nave (de pronto había cambiado de orientación y la miraba desde arriba) y retrocedió un paso mientras la tapa se cerraba sola, encajando perfectamente en el casco.

Lo abrumó una sensación de irrealidad. No era él quien estaba de píe en la superficie de una nave, no era Randolph F. Mullen. Muy pocos seres humanos podían alardear de ello, ni siquiera los que viajaban constantemente por el espacio.

Comprendió gradualmente que estaba dolorido. Salir de ese agujero, con un pie plantado en el casco, casi lo había partido en dos. Trató de moverse con cuidado y descubrió que sus movimientos eran erráticos y casi imposibles de controlar. Suponía que no se había roto nada, aunque sentía desgarrones en los músculos del costado izquierdo.

Recobró la compostura y notó que las luces de la bocamanga del traje estaban encendidas. Bajo esa luz escrutó la negrura del conducto C. Temió que los kloros vieran desde dentro los puntos gemelos de luz móvil fuera del casco. Movió el interruptor que tenía en la cintura del traje.

Mullen nunca hubiera imaginado que, de pie en una nave, no lograría ver el casco. Pero todo era oscuridad, tanto abajo como arriba. Se veían las estrellas, puntitos de luz firme, brillante y sin dimensión. Nada más en ninguna otra parte. Abajo, ni siquiera las estrellas… ¡y ni siquiera sus propios pies!

Miró hacia arriba. Sintió vértigo. Las estrellas se desplazaban despacio. Mejor dicho, estaban quietas y la nave rotaba, pero él no podía convencer de eso a sus ojos. ¡Se movían ellas! Bajó la vista y miró hacia popa. Más estrellas al otro lado. Un horizonte negro. La nave existía sólo como una zona sin estrellas.

¿Sin estrellas? Vaya, había una casi a sus pies. Tendió la mano hacia ella y comprendió que era sólo un reflejo reluciente en el bruñido metal.

Se desplazaban a miles de kilómetros por hora. Las estrellas. Y la nave. Y él. Pero eso no significaba nada. Sus sentidos sólo captaban silencio, oscuridad y el lento movimiento giratorio de los astros. Sus ojos seguían el movimiento…

Y su casco chocó contra la superficie de la nave con una vibración semejante a un tañido.

Presa del pánico, tanteó en derredor con sus gruesos e insensibles guantes de silicato. Conservaba los pies adheridos con firmeza al casco de la nave, pero el resto del cuerpo se le arqueaba en ángulo recto hacia atrás, a la altura de las rodillas. No existía gravedad fuera de la nave. Si se doblaba hacia atrás, nada presionaba la parte superior del cuerpo hacia abajo, indicando a las articulaciones que se estaban combando. El cuerpo permanecía de cualquier modo en que lo pusiera. Ejerció presión en el casco y el torso salió despedido hacia arriba, se negó a detenerse, cuando estuvo en vertical, y cayó hacia delante. Lo intentó con menor crispación. Se equilibró con ambas manos contra el casco, hasta quedar en cuclillas. Luego, se levantó, despacio, hasta ponerse recto, con los brazos extendidos para mantener el equilibrio.

Ya estaba erguido, y consciente de su náusea y de su vértigo. Miró en torno. Por Dios, ¿dónde estaban los tubos de vapor? No los veía. Negro sobre negro; nada sobre nada.

Encendió las luces de las bocamangas. En el espacio no se reflejaban en haces, sólo en manchas elípticas y nítidas de parpadeante acero azul. Cuando iluminaban un remache, arrojaban una sombra afilada como un cuchillo y negra como el propio espacio, y la zona en cuestión se alumbraba repentina y difusamente.

Movió los brazos e inclinó el cuerpo en la dirección opuesta: acción y reacción. Entrevió un tubo de vapor con sus lisos bordes cilíndricos. Intentó ir hacia allí. El pie permaneció adherido al casco. Tiró de él y consiguió arrastrarlo, luchando contra una especie de arena movediza que cedió de pronto. Ocho centímetros arriba y casi se liberó; quince centímetros, y casi echó a volar.

Lo adelantó un poco y le hizo descender; sintió cómo se hundía en la arena movediza. Cuando la suela estuvo a cinco centímetros del casco, cayó de golpe, sin control, y se estrelló contra la superficie. El traje espacial transmitió las vibraciones, amplificándolas en sus oídos.

Se detuvo aterrado. Los deshidratantes que secaban la atmósfera interior del traje no pudieron con la avalancha de sudor que le empapó la frente y los sobacos.

Esperó un poco y levantó el pie de nuevo, apenas tres centímetros, lo dejó a esa altura y lo desplazó horizontalmente. El movimiento horizontal no implicaba esfuerzo alguno, pues se trataba de un movimiento perpendicular a las líneas de fuerza magnética. Pero tenía que evitar que el pie descendiera bruscamente, debía bajarlo despacio.

Resopló. Cada paso era una agonía. Le crujían los tendones de las rodillas y sentía punzadas en el costado.

Se detuvo para dejar secar la transpiración. No quería enturbiar la parte interior del visor. Dirigió las luces de la muñeca y descubrió el cilindro de vapor justo delante de él.

La nave tenía cuatro de esos tubos, a intervalos de noventa grados y saliendo en ángulo desde el eje central. Constituían el “ajuste fino” del curso de la nave. El ajuste corriente residía en los potentes propulsores de popa y de proa, que fijaban la velocidad final con su fuerza de aceleración y desaceleración, y en el motor hiperatómico que se encargaba de los saltos espaciales.

Pero en ocasiones había que ajustar ligeramente la dirección del vuelo y eso se encomendaba a los cilindros de vapor. A solas, podían impulsar la nave arriba, abajo, a derecha y a izquierda. De dos en dos, si se graduaba atinadamente el impulso, podían hacer que virase en la dirección deseada.

El dispositivo no había sufrido mejoras con los siglos, pues era demasiado simple. La pila atómica calentaba el agua de un contenedor cerrado, transformándola en vapor y elevándola en menos de un segundo a temperaturas a las que se podía descomponer en una mezcla de hidrógeno y oxígeno, y luego en una mezcla de electrones y de iones. Tal vez se descompusiese de verdad. Nadie se molestaba en verificarlo; funcionaba, así que no era necesario.

En el punto crítico, una válvula pequeña cedía y el vapor salía disparado en un chorro corto, pero demoledor. Y la nave se desplazaba majestuosamente en dirección opuesta, virando sobre su propio centro de gravedad. Cuando los grados del viraje eran suficientes, un chorro igual y en sentido contrario cancelaba el movimiento. La nave se desplazaba a la velocidad original, pero en una nueva dirección.

Mullen se había arrastrado hasta el borde del cilindro de vapor. Se imaginó a sí mismo como una mancha vacilando en el extremo de una estructura que salía de un ovoide que surcaba el espacio a quince mil kilómetros por hora.

Pero no existía el riesgo de que una corriente de aire lo arrancara del casco, y las suelas magnéticas lo adherían con más fuerza de lo que deseaba.

Con las luces encendidas se agachó para escrutar el tubo, y la nave se transformó en un precipicio para él al cambiar de orientación. Extendió los brazos para afirmarse, pero no se caía; en el espacio no había arriba ni abajo, excepto cuando su mente confundida optaba por uno o por otro.

El cilindro era de un tamaño suficiente para un hombre, de modo que los técnicos pudieran entrar allí para repararlo. La luz alumbró los peldaños que tenía enfrente. Soltó un suspiro de alivio con el aliento que le quedaba: algunas naves carecían de peldaños.

Avanzó hacia ellos, y la nave pareció deslizarse y retorcerse mientras él se movía. Alzó un brazo sobre el borde del tubo, buscando el peldaño a tientas, dejó sueltos los pies y se deslizó adentro.

El nudo que tenía en el estómago desde el principio se convirtió en un revoltijo convulso. Si decidían maniobrar con la nave, si lanzaban un chorro de vapor…

Ni siquiera se daría cuenta. En una mínima fracción de segundo pasaría de estar aferrado a un peldaño, buscando el siguiente a tientas, a encontrarse solo en el espacio; y la nave sería una mancha oscura perdida para siempre entre los astros. Tal vez hubiera un breve esplendor de cristales de hierro arremolinados girando con él, reluciendo con las luces de la bocamanga, aproximándose y rotando a su alrededor atraídos por su masa como planetas infinitesimales en torno de un sol absurdamente diminuto.

Estaba sudando de nuevo y empezó a sentir sed. Ni pensarlo. No podría beber hasta que saliera del traje… si es que llegaba a salir.

Un peldaño, otro, y otro. ¿Cuántos habría? Su mano resbaló, y Mullen miró incrédulo el destello que se veía bajo la luz.

¿Hielo?

¿Por qué no? El vapor salía caliente en extremo y chocaba contra un metal que estaba cerca del cero absoluto. En fracciones de segundo no había tiempo para que el metal se calentara por encima del punto de congelamiento del agua, de modo que se formaba una lámina de hielo que se condensaba lentamente en el vacío. La celeridad del proceso impedía la fusión de los tubos con el contenedor del agua.

Su mano palpó el final. Volvió a conectar las luces. Miró con escalofríos la boquilla del vapor, de poco más de un centímetro de diámetro. Parecía condenadamente inofensiva. Pero siempre podía, hasta el microsegundo anterior…

Alrededor estaba la tapa externa. Giraba en torno de un eje central que tenía resortes en la parte que daba al espacio y una rosca en la parte que daba a la nave. Los resortes le permitían ceder bajo el impulso brutal de la presión del vapor, antes de superar la poderosa inercia de la nave. El vapor se derramaba en la cámara interior, rompiendo la fuerza del impulso y dejando inalterada la energía total, pero desperdigándola en el tiempo para que el casco mismo corriera menos peligro de hundirse.

Mullen se apoyó en un peldaño y presionó la tapa externa hasta que cedió un poco. Estaba rígida, pero no era preciso que cediera demasiado, lo suficiente para que encajara en la rosca. Notó que encajaba.

Apretó y la hizo girar, sintiendo que su cuerpo giraba en dirección contraria. La rosca aguantó la presión cuando él ajustó el pequeño control que permitía la caída libre de los resortes. ¡Qué bien recordaba los libros que había leído!

Se encontraba en la cámara de presión, que tenía tamaño suficiente para albergar un hombre, también por si se necesitaba un técnico en reparaciones. Ya no podía ser despedido de la nave. Si en ese momento lanzaran un chorro de vapor, lo impulsarían contra la tapa interior, reduciéndolo a pulpa. Una muerte rápida, de la que al menos no se enteraría.

Lentamente, desenganchó el otro cilindro de oxígeno. Sólo una compuerta interna lo separaba de la sala de control. La compuerta se abría al exterior, hacia el espacio, de modo que el chorro de vapor sólo podía cerrarla con más fuerza, nunca abrirla. Y era hermética. No había manera de abrirla desde fuera.

Se elevó por encima de la compuerta y apretó la espalda arqueada contra la superficie interna de la cámara. Le costaba respirar. El otro tubo de oxígeno colgaba oblicuamente. Tomó la manguera de malla metálica, la enderezó y golpeó la compuerta interior para hacerla vibrar. Una vez… y otra…

Eso llamaría la atención de los kloros. Tendrían que investigar.

No había modo de saber cuándo lo harían. Por lo general, primero dejarían entrar aire en la cámara para que se cerrase la compuerta externa; pero la compuerta se encontraba en la rosca central, lejos del borde, por lo que el aire seguiría de largo, evaporándose en el espacio.

Mullen siguió golpeando. ¿Los kloros mirarían el indicador de aire, notando así que estaba apenas por encima de cero, o darían por sentado que funcionaba correctamente?

 

–Hace una hora y media que se fue –se impacientó Porter.

–Lo sé –dijo Stuart.

Todos estaban nerviosos, inquietos, pero la tensión entre ellos se había disipado. Era como si todas las emociones se encontraran centradas en el casco de la nave.

Porter se sentía molesto. Su filosofía de la vida siempre fue sencilla: cuida de ti mismo porque nadie cuidará de ti. Le fastidiaba verla cuestionada.

–¿Creen que lo han capturado? –preguntó.

–En tal caso ya lo sabríamos –le contestó Stuart.

Porter, con una punzada de amargura, notó que los demás tenían poco interés en hablarle. Lo entendía; no se había ganado su respeto. Un torrente de excusas le atravesaba la mente. Los demás también estaban atemorizados. Un hombre tenía derecho a sentir miedo. Nadie quiere morir. Al menos él no había huido como Arístides Polyorketes. Tampoco había llorado como Leblanc. No…

Pero allí estaba Mullen, en el casco.

–¿Por qué lo habrá hecho? –exclamó. Lo miraron con indiferencia, pero no le importaba. Le molestaba tanto que tenía que decirlo–. Me gustaría saber por qué Mullen arriesga el pellejo.

–Es un patriota… –empezó Windham.

–¡Nada de eso! –lo interrumpió Porter con un grito histérico–. Ese sujeto no tiene emociones; tan sólo razones. Y quiero saber cuáles son, porque…

No terminó la frase. ¿Podía decir acaso que si esas razones se aplicaban a un contable de edad madura debían aplicarse aún más a su propia persona?

–Es un tipo valiente –afirmó Polyorketes. Porter se puso de pie.

–Escuchen, tal vez esté atascado ahí fuera. Quizá no logre terminar él solo lo que está haciendo. Me… me ofrezco para seguirlo.

Temblaba al hablar y aguardó con temor al sarcástico azote de la lengua de Stuart. Éste lo miraba fijamente, quizá sorprendido; pero Porter no se atrevía a mirarlo a su vez para cerciorarse.

–Démosle otra media hora –murmuró por fin Stuart. Porter levantó la vista. No había socarronería en el rostro de Stuart. Incluso parecía cordial. Todos parecían cordiales.

–Y luego… –empezó a decir.

–Y luego todos los que se ofrezcan como voluntarios lo echarán a suertes o utilizarán un recurso igualmente democrático. ¿Quién se ofrece, además de Porter?

Todos alzaron la mano, incluso Stuart.

Pero Porter estaba feliz. Se había ofrecido el primero. Ansiaba que pasara esa media hora.

A Mullen lo pilló por sorpresa. La compuerta externa se abrió y el cuello largo, delgado y serpentino de un kloro asomó con su cabeza minúscula, sin poder resistir el chorro de aire en fuga.

El cilindro de Mullen echó a volar, casi se le desprendió de las manos. Tras un instante de pánico, forcejeó para manipularlo por encima del torrente y esperó a que el furor inicial se aplacase cuando el aire de la sala de control se disipara; luego, lo bajó con fuerza.

Cayó de plano en el cuello nervudo, aplastándolo. Mullen, encorvado encima de la compuerta, casi totalmente protegido del torrente, alzó de nuevo el cilindro y lo lanzó contra la cabeza, con el resultado de que trituró los sorprendidos ojos y los redujo a un líquido viscoso. En el vacío casi total, la sangre verde manó del cuello destrozado.

Mullen no se atrevía a vomitar, pero no le faltaban ganas.

Mirando hacia otro lado, retrocedió, sujetó la compuerta externa con una mano y la empujó. Tardó varios segundos, pero al conducir el giro los resortes la cerraron automática y herméticamente. Lo que quedaba de la atmósfera se ajustó y las bombas llenaron nuevamente la sala de control.

Mullen se arrastró por encima del kloro mutilado y entró en la sala. Estaba vacía.

Apenas tuvo tiempo de notar que se encontraba de rodillas. Se levantó con esfuerzo. La transición a la gravedad lo había tomado por sorpresa. Además era gravedad kloriana, con lo cual el traje significaba un cincuenta por ciento de lastre para su menudo cuerpo. Al menos, las pesadas piezas de metal ya no se adherían irritantemente al metal del suelo. En el interior de la nave, los suelos y las paredes eran de aleación de aluminio revestida de corcho.

Se giró despacio. El kloro decapitado agonizaba y sólo se movía en estertores que evidenciaban que había sido un organismo viviente. Lo pisó con disgusto para poder cerrar la compuerta del tubo de vapor.

La sala tenía un tono bilioso y deprimente y las luces emitían un fulgor verde amarillento. Era la atmósfera del planeta de Kloro.

Mullen se sintió sorprendido y admirado a su pesar. Los kloros obviamente tenían un modo de tratar los materiales para que fueran inmunes al efecto oxidante del cloro. Incluso el mapa de la Tierra que había en la pared, impreso en papel brillante y tras una lámina de plástico, aparecía fresco e intacto. Se aproximó, atraído por el perfil familiar de los continentes…

Captó un movimiento con el rabillo del ojo. Tan rápidamente como se lo permitió el pesado traje, dio media vuelta y lanzó un grito. El kloro que él consideraba muerto se ponía de pie.

Estaba ciego. La destrucción del cuello lo había privado de su equipo sensorial, y la asfixia parcial lo había desquiciado. Pero el cerebro permanecía sano y entero en el abdomen. Aún vivía.

Mullen reculó. Dio vueltas, procurando torpe e infructuosamente caminar de puntillas, aunque sabía que su enemigo estaba sordo. El kloro tropezó, chocó con una pared, la palpó y empezó a deslizarse a lo largo.

Mullen buscó desesperadamente un arma y no la encontró. El kloro tenía una en la funda, pero Mullen no se atrevía a acercarse. ¿Por qué no se la había arrebatado antes? ¡Tonto!

La puerta de la sala de control se abrió, casi sin ruido. Mullen se volvió temblando.

Entró el otro kloro, intacto, entero. Se quedó en la puerta un instante, con los zarcillos del pecho rígidos e inmóviles y el delgado cuello tendido hacia delante; sus horribles ojos miraron a Mullen y al camarada moribundo.

Se echó la mano al costado.

Mullen, sin pensarlo, se movió por puro reflejo. Estiró la manguera del cilindro de oxígeno libre, que llevaba en el traje cuando entró en la sala, y abrió la válvula. No se molestó en reducir la presión. Soltó un chorro que casi lo tumbó a él en la dirección contraria.

Pudo ver la corriente de oxígeno, una bocanada clara que ondulaba en medio del verdor del cloro. Sorprendió al alienígena con una mano sobre la funda del arma.

El kloro alzó las manos, abrió alarmado, pero sin emitir sonido alguno, el pequeño pico del nódulo que tenía por cabeza, se tambaleó, cayó al suelo, se contorsionó un instante y se quedó tieso. Mullen se aproximó y roció el cuerpo con oxígeno, como si extinguiera un incendio. Luego, levantó el pesado pie y le aplastó el cuello contra el suelo.

Se volvió hacia el primero. Estaba despatarrado, yerto.

La sala tenía un tono claro gracias al oxígeno expandido, suficiente para matar legiones enteras de kloros. El cilindro se encontraba vacío.

Mullen pasó por encima del kloro muerto, salió de la sala de control y se dirigió por el corredor principal hacia la habitación de los prisioneros.

Y al fin tuvo una reacción: se puso a gemir, presa de un miedo ciego e incoherente.

 

Stuart estaba cansado. Aun con manos postizas se encontraba de nuevo controlando los mandos de una nave. Dos cruceros livianos de la Tierra iban en camino. Durante más de veinticuatro horas se había hecho cargo de la nave casi a solas. Desechó el equipo de cloración, reinstaló los generadores de atmósfera, localizó la posición de la nave en el espacio, trazó un rumbo y envió señales codificadas, que obtuvieron respuesta.

Así que se sintió un poco molesto cuando se abrió la puerta de la sala de control. Estaba demasiado cansado para charlar. Se volvió y vio que era Mullen.

–¡Por amor de Dios, vuelva a la cama, Mullen!

–Estoy harto de dormir, aunque no hace mucho nunca hubiera creído que llegaría a estarlo.

–¿Cómo se siente?

–Tengo todo el cuerpo anquilosado. Especialmente el costado.

Con una mueca de dolor, miró involuntariamente en torno.

–No busque a los kloros –dijo Stuart–. Nos deshicimos de esos pobres diablos. –Sacudió la cabeza–. Me dio pena. Como es lógico, ellos creen que son los seres humanos y que somos nosotros los alienígenas. Aunque, por supuesto, eso no quiere decir que yo hubiera preferido que lo mataran a usted, ya me entiende.

–Lo entiendo.

Stuart miró de soslayo al hombrecillo, que contemplaba el mapa de la Tierra.

–Le debo una disculpa personal, Mullen. Yo no lo tenía en gran estima.

–Estaba usted en su derecho –le contestó Mullen en su tono desabrido, despojado de toda emoción.

–No, no lo estaba. Nadie tiene el derecho de despreciar a otros. Es un derecho que se gana laboriosamente al cabo de una larga experiencia.

–¿Ha estado pensando en ello?

–Sí, todo el día. Tal vez no sepa explicarlo. Es por culpa de mis manos. –Las extendió delante de sí–. Me exasperaba que los demás tuvieran manos propias. Los odiaba por eso. Siempre tenía que esforzarme por investigar y desdeñar sus motivaciones, señalar sus defectos, exponer sus flaquezas. Hacía cualquier cosa para demostrarme que no merecían mi envidia.

Mullen se sintió incómodo.

–Esta explicación no es necesaria.

–Lo es. ¡Claro que lo es! –Stuart examinó sus pensamientos, esforzándose por expresarlos con palabras–. Durante años he abandonado toda esperanza de hallar decencia en los seres humanos. Pero usted se metió en el conducto C.

–Tenga en cuenta que yo estaba motivado por consideraciones prácticas y egoístas. No voy a permitir que me describa como a un héroe.

–No era ésa mi intención. Sé que usted no haría nada sin un motivo. Pero su acto influyó en los demás. Transformó a un puñado de impostores y de necios en personas decentes. Y no por arte de magia. Eran decentes, pero necesitaban un ejemplo y usted se los brindó. Y yo soy uno de ellos. Tendré que seguir su ejemplo yo también. Probablemente durante el resto de mi vida.

Mullen se volvió de espaldas, un tanto molesto. Se alisó las mangas, que no estaban arrugadas, y apoyó un dedo en el mapa.

–Nací en Richmond, Virginia –dijo–. Aquí está. Es el primer sitio adonde iré. ¿Dónde nació usted?

–En Toronto.

–Eso está aquí. No muy lejos en el mapa, ¿verdad?

–¿Me diría una cosa?

–Sí puedo, sí.

–¿Por qué lo hizo?

Mullen frunció la boca.

–¿Y mi motivo prosaico no estropeará el efecto ejemplar? –observó en un tono seco.

–Llámelo curiosidad intelectual. Cada uno de nosotros tenía motivos obvios. Porter estaba espantado de que lo encerraran, Leblanc quería regresar con su novia, Polyorketes quería matar kloros y Windham se veía como un patriota. En cuanto a mí, me consideraba un noble idealista, me temo. Pero en ninguno de nosotros la motivación fue tan fuerte como para inducirnos a ponernos el traje y entrar en el conducto C. ¿Qué fue, entonces, lo que lo indujo a usted a hacerlo; a usted, precisamente?

–¿Por qué ese énfasis en que a mí “precisamente”?

–No se ofenda, pero parece una persona desprovista de toda emoción.

–¿De veras? –La voz de Mullen no se alteró, se mantuvo en el mismo tono bajo y preciso, pero algo tensa–. Eso es sólo entrenamiento y autodisciplina, Stuart, no es natural. Un hombre menudo no puede tener emociones respetables. ¿Hay algo más ridículo que un hombrecillo como yo embargado por la furia? Mido un poco más de uno cincuenta y peso cincuenta y cinco kilos.

“¿Puedo ser engreído? ¿Soberbio? ¿Erguirme cuan alto soy sin provocar hilaridad? ¿Dónde hallar una mujer que no me desdeñe al instante con una risita? Naturalmente, tuve que aprender a despojarme de toda manifestación externa de emoción.

“Habla usted de deformidades. Nadie repararía en sus manos ni sabría que son diferentes si usted no se empeñara en hablar de ellas en cuanto conoce a la gente. ¿Cree que los veinte centímetros de altura que me faltan se pueden ocultar? ¿No es lo primero y en la mayoría de los casos lo único de mí que notará una persona?”

Stuart se sentía avergonzado. Había invadido una intimidad en la que no le correspondía inmiscuirse.

–Lo lamento.

–¿Por qué?

–No debí obligarlo a hablar de esto. Debí haber visto por mí mismo que usted… que usted…

–¿Que yo qué? ¿Que trataba de demostrar algo? ¿Que trataba de demostrar que mi cuerpo menudo escondía un corazón de gigante?

–Yo no lo habría expresado con tono burlón.

–¿Por qué no? Es una idea necia y no fue el motivo por el que hice lo que hice. ¿Qué hubiera logrado con eso? ¿Acaso ahora me llevarán a la Tierra, me plantarán ante las cámaras de televisión (bajándolas, por supuesto, para enfocarme el rostro, o poniéndome de pie en una silla) y me prenderán medallas en el pecho?

–Es muy probable que lo hagan.

–¿Y de qué me servirá? Dirán: “Vaya, y eso que es una birria de tío.” Y después ¿qué? ¿Le diré a cada persona que conozca que soy ese fulano al que condecoraron el mes pasado por su increíble valor? ¿Cuántas medallas cree usted que se necesitan, señor Stuart, para sumarme veinte centímetros, y por lo menos, veinticinco kilos más?

–Dicho así, comprendo a qué se refiere.

Mullen estaba hablando ya más deprisa, con un acaloramiento controlado que saturaba sus palabras, llevándolas a la temperatura ambiente.

–Había días en que pensaba que ya les demostraría algo a ellos, a ese misterioso “ellos” que incluye a todo el mundo. Abandonaría la Tierra y conquistaría otros mundos. Sería un nuevo y más bajito aún Napoleón. Así que dejé la Tierra y me fui a Arcturus. ¿Y qué podía hacer en Arcturus que no hubiera hecho en la Tierra? Nada. Llevo libros contables. De modo que he superado esa vanidad, señor Stuart, de tratar de erguirme de puntillas.

–Entonces, ¿por qué lo hizo?

–Dejé la Tierra a los veintiocho años y llegué al sistema arcturiano. He vivido allí desde entonces. Este viaje era mi primer periodo de vacaciones, mi primera visita a la Tierra después de tanto tiempo. Iba a quedarme en la Tierra seis meses. En cambio, los kloros nos capturaron y nos habrían encerrado por tiempo indefinido. Y no podía consentir que me dejaran sin viajar a la Tierra. Fuera cual fuese el riesgo, tenía que impedir que se entrometieran. No fue amor por una mujer ni miedo ni odio ni idealismo; fue algo más fuerte que cualquiera de esas cosas.

Hizo una pausa y extendió una mano como para acariciar el mapa.

–Señor Stuart –añadió en voz baja–, ¿alguna vez echó de menos su hogar?

 

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