Philip K. Dick
El capitán miró por el objetivo del telescopio. Ajustó el foco con movimientos
veloces.
–Lo que vimos fue una explosión atómica, desde luego
–dijo al cabo de unos instantes. Suspiró y apartó el telescopio–. El que quiera
mirar, puede hacerlo, pero no es un bonito espectáculo.
–Déjeme mirar –pidió Tance, el arqueólogo–. ¡Santo Dios!
Retrocedió bruscamente y tropezó con Dorle, el primer
oficial.
–¿Para eso hemos recorrido tanto camino? –preguntó Dorle
mirando a los otros–. Ni siquiera podemos aterrizar. Regresemos cuanto antes.
–Quizá tenga razón –murmuró el biólogo–, pero me gustaría
echar un vistazo.
Empujó a Tance a un lado y aplicó el ojo al objetivo.
Vio una enorme extensión, una infinita superficie grisácea
que se extendía hasta el confín del planeta. Por un momento pensó que era agua,
pero luego comprendió que era escoria, un manto de escoria fundida, roto sólo por
colinas rocosas que surgían a intervalos. No advirtió el menor movimiento. Todo
estaba en silencio, muerto.
–Bueno –dijo Fomar mientras se retiraba–, no creo que
encontremos verduras frescas. –Intentó sonreír, pero sus labios se negaron a moverse.
Se quedó quieto, de pie, con la mirada perdida.
–Tomaré unas muestras de la atmósfera –dijo Tance.
–Yo te diré lo que descubrirás –apuntó el capitán–.
La mayor parte de la atmósfera está envenenada. ¿No es lo que todos sospechábamos?
No entiendo a qué viene tanta sorpresa. Una explosión visible desde tan lejos de
nuestro sistema debe ser algo horrible.
Se adentró en el corredor, digno e inexpresivo. La tripulación
lo vio desaparecer en la sala de control.
Cuando cerró la puerta, la joven se volvió.
–¿Qué vieron por el telescopio? ¿Era bueno o malo?
–Malo. Ninguna forma de vida puede haber sobrevivido.
La atmósfera envenenada, el agua evaporada, toda la superficie devastada.
–¿Podrían haberse refugiado en el subsuelo?
El capitán destapó el ojo de buey para obtener una perfecta
perspectiva del planeta. Ambos contemplaron el espectáculo, silenciosos y emocionados.
Kilómetros y kilómetros de ruinas que se mantenían en pie, escoria negruzca que
formaba concavidades y amontonamientos rocosos.
–¡Mira! –exclamó Nasha de pronto–. Allí, en el extremo.
¿Lo ves?
Forzaron la vista. Algo que no era una roca ni una formación
accidental se alzaba del suelo. Era redondo, un círculo de puntos, como bolitas
de papel sobre la piel muerta del planeta. ¿Una ciudad? ¿Algún tipo de edificios?
–Por favor, ordena cambiar de rumbo –dijo Nasha muy
emocionada. Se quitó el cabello de la cara–. ¡Ordena cambiar de rumbo y examinemos
lo que es!
La nave efectuó un giro. Al llegar sobre los puntos
blancos, el capitán hizo descender la nave tanto como le pareció prudente.
–Pilares –dijo–, pilares de piedra. Tal vez piedra porosa
artificial. Los restos de una ciudad.
–Oh, querido –murmuró Nasha–, qué horror.
Las ruinas desaparecieron bajo la nave. Los cuadrados
blancos, astillados y resquebrajados como dientes rotos, sobresalían de la escoria
formando un semicírculo.
–No queda nada vivo –dijo el capitán por fin–. Creo
que es mejor regresar ahora mismo. Estoy seguro de interpretar la voluntad de casi
toda la tripulación. Localicen la emisora gubernamental en el transmisor e informen
de nuestro descubrimiento, y díganles que…
Se tambaleó.
El primer proyectil atómico había alcanzado la nave.
El capitán cayó al suelo y se golpeó contra la mesa de control. Una lluvia de papeles
e instrumentos cayó sobre su cabeza. El segundo proyectil hizo impacto cuando trataba
de incorporarse. Una grieta apareció en el techo. Vigas y puntales se torcieron
y doblaron. La nave tembló, cayó en picado y volvió a enderezarse cuando los mandos
automáticos tomaron el control.
El capitán yacía en el suelo junto al destrozado cuadro
de mando. Nasha se debatía en un rincón para liberarse de los escombros que la aprisionaban.
Afuera, los hombres se esforzaban por tapar las grietas
del casco de la nave. El precioso aire se escapaba, y se disipaba en el vacío.
–¡Ayúdenme! –gritaba Dorle–. Hay fuego, la instalación
eléctrica está ardiendo.
Dos hombres acudieron corriendo. Tance miraba con impotencia
sus gafas rotas y dobladas.
–Así que a pesar de todo hay vida ahí abajo –dijo para
sí–. Pero ¿cómo es…?
–Échanos una mano –le dijo Fomar al pasar a su lado–.
Échanos una mano, hay que hacer aterrizar la nave.
Era de noche. Algunas estrellas brillaban sobre sus cabezas y centelleaban
a través de la capa polvorienta que flotaba sobre la superficie del planeta.
Dorle miró al exterior y frunció el ceño.
–En menudo lugar hemos ido a caer.
Reanudó su trabajo y golpeó con el martillo el maltrecho
casco de la nave hasta volverlo a su primitiva posición. Llevaba un traje presurizado;
todavía quedaban muchas grietas pequeñas, y las partículas radiactivas de la atmósfera
ya habían empezado a penetrar la nave.
Nasha y Fomar estaban sentados a la mesa de la sala
de control, pálidos y solemnes; estudiaban las listas de existencias.
–Escasean los carbohidratos –dijo Fomar–. Podemos empezar
a consumir las grasas almacenadas, pero…
–Me pregunto si sería posible encontrar algo ahí afuera.
–Nasha se acercó a la ventana–. Pero el panorama no parece muy alentador. –Paseó
arriba y abajo, delgada y menuda, el rostro con evidentes muestras de cansancio–.
¿Tienes idea de lo que hallaría una patrulla de exploración?
–No mucho. –Fomar se encogió de hombros–. Tal vez algunas
semillas creciendo en las grietas. Nada útil. Todo lo que se adapte a este medio
será tóxico, mortífero.
Nasha dejó de caminar y se frotó la mejilla, donde notaba
el dolor de un profundo hematoma, todavía rojizo e hinchado.
–Entonces, ¿cómo explicas… eso? De acuerdo con tu teoría,
los habitantes han muerto abrasados. ¿Quién nos disparó? Alguien nos descubrió,
tomó una decisión y apuntó un cañón.
–Y calculó la distancia –dijo el capitán con un hilo
de voz desde su catre improvisado–. Eso es lo que más me preocupa. El primer disparo
nos puso fuera de combate, el segundo casi nos destruye. Iban bien dirigidos, perfectamente
dirigidos. No somos un blanco tan fácil.
–Es cierto –asintió Fomar–. Bueno, quizá sepamos la
respuesta antes de irnos. Una situación muy extraña. Todas nuestras deducciones
conducen a suponer que no hay vida; el planeta consumido por el fuego, la atmósfera
envenenada, volatilizada.
–El cañón que disparó los proyectiles sobrevivió –dijo
Nasha–. ¿Por qué no la gente?
–No es lo mismo. El metal no necesita respirar aire.
El metal no padece leucemia causada por las partículas radiactivas. El metal no
necesita comer ni beber.
Hubo un silencio.
–Una paradoja –dijo Nasha–. Sin embargo, opino que por
la mañana deberíamos enviar una patrulla de exploración. Y entretanto aprovecharemos
para poner la nave en condiciones de despegar.
–Pasarán días antes de que lo logremos –repuso Fomar–.
Sería mejor que todos los hombres se dedicaran a trabajar. No podemos arriesgarnos
a enviar exploradores.
–Te enviaremos con la primera patrulla –sonrió Nasha–.
A lo mejor descubres… ¿qué es lo que tanto te interesaba?
–Verduras. Verduras comestibles.
–Es posible que encuentres. Aun así…
–Aun así, ¿qué?
–Aun así, hay que vigilar. Ya nos han disparado una
vez sin preguntar quiénes somos o a qué venimos. ¿Crees que lucharán entre sí? Es
posible que ni se les ocurra pensar que somos gente pacífica. Qué rasgo de la evolución
tan extraño, guerra entre las especies. ¡Miembros de una misma raza combatiendo
entre ellos!
–Lo sabremos por la mañana –concluyó Fomar–. Vámonos
a dormir.
Se levantó un sol frío y sombrío. Los dos hombres y la mujer traspasaron
la portilla y saltaron sobre el duro suelo.
–Vaya día –gruñó Dorle–. Dije que estaría muy contento
de pisar otra vez tierra firme, pero…
–Vamos –dijo Nasha–. Acércate. Quiero decirte algo.
¿Nos disculpas, Tance?
Tance asintió a regañadientes. Dorle se reunió con Nasha.
Caminaron juntos. Sus zapatos de metal hacían crujir el suelo. Nasha lo miró de
soslayo.
–Escucha. El capitán está agonizando. Nadie lo sabe,
excepto nosotros dos. Habrá muerto cuando termine el día de este planeta. El sobresalto
le afectó el corazón. Tenía casi sesenta años.
–Lo siento mucho. Le tenía un gran respeto. Ocuparás
su puesto, claro. Ya eras el segundo de a bordo…
–No, prefiero que otro tome el mando, quizá tú o Fomar.
He estado reflexionando sobre la situación, y creo que lo mejor sería emparejarme
con uno de ustedes, el que decida ser capitán. Así podría transferir la responsabilidad.
–Bien, yo no quiero ser capitán. Que sea Fomar.
Nasha lo examinó, alto y rubio, mientras caminaba con
su traje presurizado.
–Te prefiero a ti. Podríamos probar una temporada, al
menos, pero haz lo que quieras. Mira, ahí hay algo.
Se detuvieron y Tance les dio alcance. Una especie de
edificio en ruinas se levantaba más adelante. Dorle inspeccionó los alrededores
con expresión pensativa.
–¿Se dan cuenta? Todo este lugar es una cuenca natural,
un ancho valle. Miren cómo crecen formaciones rocosas por todos lados, como una
empalizada protectora. Quizá la gran explosión logró ser desviada.
Vagaron entre las ruinas y recogieron piedras y cascotes.
–Creo que esto era una granja –dijo Tance tras examinar
un trozo de madera–. Y aquí tenemos un fragmento de un molino de viento.
–¿De veras? –Nasha cogió el trozo y le dio vueltas–.
Interesante, pero es hora de irnos; no nos queda mucho tiempo.
–Miren –dijo de pronto Dorle– allí, a lo lejos. ¿No
ven algo?
–Las piedras blancas.
Nasha contuvo el aliento.
–¿Qué?
–Las piedras blancas, los dientes rotos. El capitán
y yo los vimos desde la sala de control. –Puso la mano sobre el brazo de Dorle–.
De ahí partieron los disparos. No creí que hubiéramos aterrizado tan cerca.
–¿Qué es eso? –preguntó Tance–. Apenas veo sin gafas.
¿Qué ven?
–La ciudad. Desde ahí dispararon.
–Oh. –Los tres permanecieron juntos–. Bueno, vamos –dijo
Tance–. No podemos adivinar lo que vamos a encontrar.
Dorle frunció el ceño.
–Espera, no nos arriesguemos. Habrá patrullas. Es posible
que ya nos hayan descubierto.
–Y también la nave –agregó Tance–. Es posible que conozcan
su emplazamiento exacto y se preparen para destruirla. Poco importa que nos aproximemos
más o no.
–Es cierto –dijo Nasha–. Si quieren, nos capturarán;
carecemos de armas, ya lo sabes.
–Yo llevo una –dijo Dorle–. Bien, vamos allá. Creo que
tienes razón, Tance.
–Será mejor que no nos separemos –advirtió Tance–. Nasha,
no corras tanto.
Nasha miró atrás y rio.
–Si no nos damos prisa, llegaremos después del ocaso.
Llegaron a las afueras de la ciudad a media tarde. El sol, frío y amarillento,
colgaba en el cielo apagado. Dorle se detuvo en lo alto de un promontorio que dominaba
la ciudad.
–Bueno, ahí está. Lo que queda de ella.
No quedaba mucho. Los gruesos pilares de hormigón que
habían divisado no eran tales, sino los cimientos en ruinas de los edificios. Habían
sido calcinados por la elevada temperatura, calcinados y consumidos casi hasta el
nivel del suelo. Sólo seguía en pie el círculo irregular de piedras blancas, de
unos siete kilómetros de diámetro.
–Qué pérdida de tiempo. –Dorle escupió, disgustado–.
El esqueleto muerto de una ciudad, eso es todo.
–Pero desde aquí dispararon –murmuró Tance–. No lo olvides.
–Y lo hizo alguien con buena puntería y mucha experiencia
–añadió Nasha–. Sigamos.
Se adentraron en la ciudad entre los edificios derruidos.
Nadie dijo nada. Caminaban en silencio, sin otro sonido que el eco de sus pasos.
–Es macabro –musitó Dorle–. He visto ciudades destruidas,
pero por culpa de la antigüedad. Perecieron de vejez y de cansancio. Ésta fue asesinada,
reducida a escombros. No murió… Fue asesinada.
–Me gustaría saber cuál era su nombre –dijo Nasha. Se
desvió unos metros y se encaminó hacia los restos de una escalinata–. ¿Creen que
encontraremos un poste indicador? ¿Alguna placa?
Escudriñó las ruinas.
–Ahí no hay nada –se impacientó Dorle–. Vamos.
–Espera. –Nasha se agachó a recoger una piedra–. Hay
algo escrito aquí.
–¿Qué es eso? –Tance se puso a remover los cascotes
y limpió con sus manos enguantadas la superficie de la piedra–. Letras.
Sacó un bolígrafo del bolsillo de su traje presurizado
y copió la inscripción en un trozo de papel. Dorle observó por encima de su hombro.
La inscripción decía:
APARTAMENTOS FRANKLIN
–Ya sabemos el nombre de la ciudad –apuntó Nasha.
Tance introdujo el papel en su bolsillo y continuaron
adelante.
–Nasha, creo que nos están vigilando –dijo Dorle al
cabo de un rato–, pero disimula.
–¿Por qué lo dices? ¿Has visto algo?
–No, pero tengo la sensación. ¿Tú no?
–En absoluto –sonrió la joven–, pero quizá esté más
acostumbrada a que me observen. –Ladeó un poco la cabeza–. ¡Oh!
Dorle buscó su arma.
–¿Qué pasa? ¿Has visto algo?
Tance se había detenido como paralizado, con la boca
entreabierta.
–El cañón –susurró Nasha–. El cañón.
–Observa la envergadura de esa cosa. –Dorle desenfundó
despacio su arma–. Ya lo tenemos.
El cañón era inmenso. Apuntaba al cielo, severo y enorme,
una masa de acero y vidrio que sobresalía de una gran placa de hormigón. El cañón
sé movía sobre su base giratoria con un suave zumbido. Una fina aspa, un conjunto
de varillas en el extremo de un largo poste, giraba con el viento.
–Está vivo –murmuró Nasha–. Nos escucha, nos mira.
El cañón se movió de nuevo, en el sentido de las agujas
del reloj. Estaba montado de forma que pudiera trazar un círculo completo. Descendió
un poco y luego recobró su posición inicial.
–Pero ¿quién lo dispara? –preguntó Tance.
–Nadie. Nadie lo hace –rio Dorle.
–¿Qué quieres decir?
–Es automático.
No le creyeron. Nasha avanzó unos pasos y frunció el
ceño.
–No lo entiendo. ¿Qué quieres decir con eso de que es
automático?
–Te lo mostraré. No te muevas.
Dorle cogió una piedra del suelo. Dudó un momento y
la tiró al aire. La piedra pasó frente al cañón. El arma se movió al instante y
las varillas se contrajeron.
La piedra cayó al suelo. El cañón se detuvo, y después
recuperó su lenta y tranquila rotación.
–Como ves –dijo Dorle–, detectó la piedra en cuanto
la tiré al aire. Vigilia todo lo que vuela o se desplaza sobre el nivel del suelo.
Es probable que nos descubriera tan pronto como entramos en el campo gravitatorio
del planeta. Es probable que nos apuntara desde el principio. Estamos perdidos.
Lo sabe todo sobre la nave. Sólo espera a que despeguemos.
–Comprendo lo de la piedra –dijo Nasha–. El cañón la
detectó, pero no a nosotros, que estamos en tierra. Ha sido preparado para derribar
objetos voladores. La nave se mantendrá a salvo hasta el momento del despegue; luego,
vendrá el fin.
–Pero ¿para qué sirve este cañón? –preguntó Tance–.
No queda nadie con vida, todos han muerto.
–Es una máquina –puntualizó Darle–, una máquina construida
para realizar una tarea. Y cumple su cometido. No entiendo cómo sobrevivió a la
explosión, pero ahí sigue, aguardando al enemigo. Debieron llegar del espacio, en
algún tipo de artefactos.
–El enemigo –dijo Nasha–. Su propia raza. Cuesta creer
que se destruyeron entre ellos.
–Bien, todo ha terminado. Excepto en este lugar, excepto
este cañón, aún al acecho, preparado para matar. Hasta que se estropee.
–Para entonces ya habremos muerto –se quejó Nasha.
–Es posible que haya cientos de cañones parecidos –murmuró
Dorle–. Estarían acostumbrados a su presencia, cañones, armas, uniformes. Quizá
lo aceptaron como algo natural, como parte de sus vidas, tan cotidiano como comer
y beber. Una institución, como la Iglesia o el Estado. Los hombres se entrenarían
para combatir, aprenderían a usar las armas como si se tratara de una profesión
normal, respetada y honrada.
Tance avanzó con paso lento hacia el cañón para observarlo
más de cerca.
–Complicado, ¿verdad? Tantas varillas y tubos. Supongo
que esto es un telescopio.
Tocó con la mano enguantada el extremo de un largo tubo.
El cañón cambió de posición y se contrajo. Osciló…
–¡No te muevas! –gritó Dorle.
El cañón, rígido y enorme, giró en su dirección. Durante
unos terribles segundos titubeó sobre sus cabezas, zumbando y chasqueando, colocándose
en posición. Después, los sonidos enmudecieron y el cañón recobró la normalidad.
–Habré puesto mis dedos sobre la lente. –Tance esbozó
una débil sonrisa dentro del casco–. Procuraré ser más cuidadoso.
Siguió contorneando la base de hormigón, procurando
mantenerse siempre tras el cuerpo del cañón. Se perdió de vista.
–¿A dónde fue? –preguntó Nasha con irritación–. Conseguirá
que nos mate.
–¡Tance, vuelve! –chilló Dorle–. ¿Qué te ocurre?
–Esperen un minuto.
Hubo un largo silencio. El arqueólogo apareció por fin.
–Creo que he encontrado algo. Vengan y se los enseñaré.
–¿De qué se trata?
–Dorle, dijiste que el cañón servía para alejar al enemigo.
Creo que ya sé por qué querían alejar al enemigo.
Ambos se sorprendieron.
–Creo que he descubierto lo que custodia el cañón. Vengan
a echarme una mano.
–De acuerdo –condescendió Dorle de mal humor–. Ya vamos.
–Cogió la mano de Nasha–. Ven, veamos lo que ha encontrado. Imaginé que algo así
sucedería cuando vi que el cañón era…
–¿Qué? –Nasha apartó la mano–. ¿De qué estás hablando?
Te comportas como si supieras lo que ha descubierto.
–Así es –sonrió Dorle–. ¿Recuerdas la leyenda común
a todas las razas, el mito del tesoro enterrado y el dragón, la serpiente que lo
guarda y aleja a todos los intrusos?
–¿Y bien? –asintió la joven.
Dorle señaló el cañón con el dedo.
–Ahí tienes el dragón. Vamos.
Entre los tres levantaron la tapa de acero y la hicieron a un lado. Dorle
estaba cubierto de sudor cuando terminaron.
–No vale la pena –gruñó. Miró el profundo agujero oscuro–.
¿O sí?
Nasha encendió la linterna e iluminó el tramo de escalera
cubierta de cascotes. Al final se veía una puerta de acero.
–Vamos –dijo Tance, excitado. Empezó a bajar los escalones.
Llegó a la puerta y la empujó sin éxito–. ¡Échenme una mano!
–De acuerdo.
Lo siguieron con cautela. Dorle examinó la puerta. Estaba
cerrada con llave y pestillo. Había una inscripción que no comprendió.
–Y ahora, ¿qué? –preguntó Nasha.
Dorle desenfundó su arma.
–Retrocedan. No se me ocurre otra manera.
Apretó el botón. El extremo inferior de la puerta se
puso al rojo vivo. La hoja empezó a desmoronarse. Dorle desmontó su arma.
–Ya podemos pasar. Adelante.
En pocos minutos redujeron la puerta a astillas, que
depositaron en el primer escalón. Después avanzaron iluminándose con la linterna.
Se hallaban en una especie de cripta. Una espesa capa
de polvo lo cubría todo. Grandes cajas de madera, paquetes y recipientes se amontonaban
contra las paredes. Los ojos de Tance brillaban al pasear la vista a su alrededor.
–¿Qué contendrán? –murmuró–. Algo de valor, supongo.
Cogió un cilindro y lo abrió. Un carrete de cinta negra se desenrolló al caer. Lo
examinó a la luz.
–¡Miren esto!
–Fotografías –dijo Nasha–. Fotografías pequeñas.
–Algún tipo de recuerdos. –Tance guardó el carrete en
el cilindro–. Miren, hay cientos de cilindros. Abramos una de esas cajas.
Dorle ya estaba atacando la madera, seca y quebradiza.
Abrió una brecha.
Había una foto. Un muchacho joven y atractivo, vestido
con un traje azul, que miraba a la cámara sonriente. Parecía poseer vida, dispuesto
a salir a su encuentro. Era uno de ellos, un miembro de la raza destruida, la raza
extinguida.
Contemplaron la foto durante largo rato. Al fin, Dorle
la devolvió a su sitio.
–Todas estas cajas, baúles y cilindros… están llenos
de fotografías. ¿No habrá algo más? –se preguntó Nasha.
–Éste es su tesoro –comentó por lo bajo Tance–: sus
fotografías, sus recuerdos. Probablemente toda su literatura, sus relatos, sus mitos
y sus ideas sobre el universo estén aquí.
–Y también su historia –dijo Nasha–. Podremos reconstruir
su evolución y averiguar cómo llegaron a ser lo que fueron.
–Qué raro –murmuraba Dorle mientras paseaba sin rumbo
por la cripta–. Incluso al final, cuando ya se había desencadenado la guerra, sabían
que bajo sus pies yacía su auténtico tesoro, sus libros, sus fotografías, sus mitos.
Es posible que, tras la destrucción de sus ciudades, edificios e industrias, todavía
confiaran en volver a recobrarlo, a pesar del desastre.
–Cuando volvamos a casa, propondremos que se envíe una
expedición para recoger todo esto –dijo Tance–. Nos iremos dentro de…
Se interrumpió bruscamente.
–Sí, nos iremos dentro de tres días –asintió con sequedad
Dorle–. Repararemos la nave y despegaremos. No tardaremos en llegar a casa, a menos
que suceda algo, como ser destruidos por ese…
–Oh, basta –se impacientó Nasha–. Déjalo en paz. Tiene
razón; hay que llevarse esto, más pronto o más tarde. Resolveremos el problema del
cañón. No hay otra elección.
–¿Qué solución propones? –preguntó Dorle–. Nos abatirán
en cuanto abandonemos el suelo del planeta. Han sabido guardar muy bien el tesoro.
No se conservará, sino que se pudrirá. Les servirá de mucho.
–¿Qué?
–¿No lo entiendes? Lo único que se les ocurrió fue construir
un cañón que disparara a todo aquel que se aproximara, porque creían que todo lo
exterior era hostil, venía a robarles sus posesiones. Bien, que se lo guarden donde
les quepa.
Nasha se sumió en profundas reflexiones. De repente,
chasqueó los dedos.
–Dorle, ¿qué nos está pasando? No hay problema. El cañón
no significa ninguna amenaza.
Los dos hombres la miraron con asombro.
–¿Ninguna amenaza? –preguntó Dorle–. Ya nos ha disparado
una vez. Y en cuanto despeguemos…
–¿No lo comprendes? –rio Nasha–. Ese cañoncito es completamente
inofensivo. Hasta yo podría entendérmelas con él.
–¿Tú?
–Con una palanca. Con un martillo o una estaca de madera.
Volvamos a la nave y subamos la carga. Claro que en el aire estamos a su merced:
para eso lo construyeron. Dispara hacia el cielo y derriba todo lo que vuela, pero
eso es todo. Carece de defensas contra cualquier cosa que vaya por tierra, ¿no es
cierto?
–El vulnerable vientre del dragón –asintió lentamente
Dorle, y prorrumpió en carcajadas–. Según afirma la leyenda, su coraza no le cubría
el estómago. Tienes razón, tienes mucha razón.
–Vámonos, pues, volvamos a la nave. Nos queda mucho
por hacer.
Llegaron a la nave por la mañana, temprano. El capitán había muerto durante
la noche, y la tripulación, según la costumbre, había incinerado su cuerpo. Permanecieron
de pie ante la pira hasta que la última brasa se apagó. Los dos hombres y la mujer,
sucios y cansados, todavía excitados, aparecieron cuando los miembros de la nave
volvían al trabajo.
Y pasado un breve lapso, una fila de hombres provistos
de toda clase de herramientas salió de la nave. La fila atravesó la escoria grisácea,
la infinita extensión de metal fundido. Luego, los hombres se aproximaron al cañón
y descargaron sobre el arma una lluvia de palancas, martillos y otros objetos duros
y pesados.
Las miras telescópicas se rompieron en pedazos. Arrancaron
los cables y destrozaron los filamentos. Aplastaron los delicados mecanismos.
Finalmente, desmontaron las ojivas y los detonadores.
El cañón fue reducido a escombros. Los hombres descendieron
a la cripta y examinaron el tesoro. Una vez eliminado el guardián de metal, ya no
había peligro. Escudriñaron las fotos, las películas, los cajones llenos de libros,
las coronas ensartadas de joyas, las copas, las estatuas.
El sol se hundía en la capa polvorienta que flotaba
sobre el planeta cuando subieron por la escalera. Se detuvieron un momento a contemplar
el inmóvil cañón.
Después emprendieron el regreso a la nave. Aún quedaba
mucho trabajo. La nave sufría averías de mucha gravedad. Lo más importante era repararla
cuanto antes y hacerla volar de nuevo.
Sólo tardaron cinco días en ponerla a punto.
Nasha, de pie en la sala de control, miraba alejarse el planeta. Cruzó los
brazos y se sentó en el borde de la mesa.
–¿En qué piensas? –preguntó Dorle.
–En nada.
–¿Estás segura?
–Pensaba que ese planeta debió de ser muy diferente
cuando había vida.
–Eso creo. Es una pena que las naves de nuestro sistema
no llegaran tan lejos, pero no había razones para sospechar la existencia de vida
inteligente hasta que vimos la explosión atómica brillar en el cielo.
–Y entonces ya era demasiado tarde.
–No tanto. Después de todo, sus posesiones, su música,
sus libros, sus fotografías, todo sobrevivirá. Nos las llevaremos a casa y las estudiaremos;
nos cambiarán. Nunca volveremos a ser como antes. Piensa en sus esculturas. ¿Te
has fijado en la de la gran criatura alada, sin cabeza ni brazos? Rota, supongo.
Pero esas alas… parecían muy antiguas. Se producirán grandes cambios.
–Cuando volvamos no nos esperará ningún cañón. La próxima
vez nadie nos disparará. Aterrizaremos y cogeremos el tesoro, como le llamas tú.
Nos conducirás de vuelta, como un buen capitán –sonrió Nasha.
–¿Capitán? –sonrió Dorle–. Así que ya has decidido.
–Fomar y yo discutimos demasiado. Pensándolo bien, te
prefiero a ti.
–Pues, entonces, volvamos a casa.
La nave tomó altura y sobrevoló las ruinas de la ciudad.
Describió un amplio arco y dejó atrás el horizonte, rumbo al espacio exterior.
Abajo, en el centro de la ciudad derruida, una varilla detectora medio rota
se movió ligeramente al captar el rugido de la nave. La base del gran cañón se movió
a duras penas, tratando de girar. Un momento después, una luz roja de advertencia
se encendió en el interior de su destrozada maquinaria.
Y muy lejos, a unos trescientos kilómetros de la ciudad,
otra luz roja; se encendió bajo tierra. Servomotores automáticos entraron en acción.
Giraron ruedas y gimieron correas. Una sección de escoria metálica se abrió en la
superficie del suelo. Apareció una rampa.
Al cabo de un instante, se hizo visible una carreta.
La carreta se dirigió hacia la ciudad, seguida de una
segunda. Transportaba cables eléctricos. La tercera iba equipada con tubos telescópicos.
Y detrás surgieron otras carretas, provistas de relés, detonadores, herramientas,
piezas, tornillos, cintas, clavijas y tuercas. La última contenía cabezas atómicas.
Las carretas se alinearon detrás de la primera, la que
conducía la expedición. Ésta se puso en marcha a través del terreno petrificado.
Traqueteaba a escasa velocidad, seguida de las otras. En dirección a la ciudad.
En dirección al cañón averiado.
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