Enrique Anderson Imbert
Muchas veces, en las breves y forzadas paradas
en los urinarios, había leído en los tabiques frases escritas por otras manos;
y también se había imaginado las pictografías de las cuevas prehistóricas, las
inscripciones en las atalayas de los castillos, la literatura mural de
calabozos y garitas. ¿Fue así como comenzó su grafomanía? Lo cierto es que
cuando cayó enfermo y lo encerraron en su habitación, las recién blanqueadas
paredes lo instigaron a anotar con carbón sus pensamientos: irremediablemente
tuvo que escribir. Escribía todos los días en las cuatro paredes a la redonda,
a la altura de los ojos. La cabeza se le fue ciñendo con una corona de palabras
negras, gruesas y movedizas. Mientras su salud empeoraba –ya no podía
levantarse de la cama– esas palabras se pusieron a pensar por su propia cuenta.
Él, postrado, las miraba dar vueltas por las paredes, arañas de la
inteligencia, tejedoras de apotegmas y silogismos. Al final alcanzó a
comprender que ahora la habitación misma era su cabeza y que él, adentro, era
menos que una pálida idea, apenas una burbuja sin fuerza para llegar a ser
palabra.
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