Isaac Asimov
El sargento de Policía Mankiewicz hablaba por teléfono y lo
estaba pasando mal. Su conversación más parecía un embrollo contado a su
manera.
Estaba
diciendo:
–Está
bien. Llegó y dijo: “Enciérrenme en la cárcel porque quiero matarme”.
–…
–¿Qué
puedo hacer yo? Éstas fueron sus palabras exactas. A mí también me parece cosa
de un loco.
–…
–Oiga,
señor, el tío responde a la descripción. Usted me pidió información y yo se la
estoy dando.
–…
–Sí,
tiene la cicatriz exactamente en la mejilla derecha y me dijo que se llamaba
John Smith. No dijo que fuera doctor ni nada de nada.
–…
–Bueno,
puede que se lo invente. Nadie se llama John Smith. Por lo menos no en una
comisaría de Policía.
–…
–Ahora
está encerrado.
–…
–Sí,
lo digo en serio.
–…
–Resistirse
a la Ley, asalto y agresión, daños intencionados. Son tres cargos.
–…
–A
mí qué me importa quien sea.
–…
–Está
bien. Espero.
Miró
al oficial Brown y puso la mano sobre el auricular. Era una manaza como un
jamón que casi se tragaba todo el aparato. Su cara de facciones acusadas estaba
enrojecida y sudada bajo una mata de pelo amarillo claro. Exclamó:
–¡Problemas!
Nada hay sino problemas en una comisaría. Preferiría mil veces patear la calle.
–¿Quién
está al teléfono? –preguntó Brown. Acababa de llegar y en realidad le tenía sin
cuidado, pero pensó que, en efecto, Mankiewicz estaría mejor patrullando la
calle.
Oak
Ridge. Conferencia. Un tipo llamado Grant. Jefe de una división acabada en
ójica o así, y ahora se ha ido en busca de alguien más a setenta y cinco
centavos el minuto…
–¡Diga!
Mankiewicz
volvió a agarrar el teléfono y se sentó.
–Mire,
deje que le explique desde el principio. Quiero que lo entienda de una vez y,
después, si no le gusta puede mandar a alguien aquí. El tipo no quiere un
abogado. Asegura que sólo quiere quedarse en la cárcel y, amigo, no me parece
mal.
–…
–Bueno,
¿quiere escucharme de una vez? Vino ayer, vino directamente hacia mí y dijo:
“Oficial, quiero que me encierre en la cárcel porque quiero matarme”. Así que
yo le dije: “Óigame, lamento que quiera matarse. No lo haga porque si lo hace,
lo lamentará el resto de su vida”.
–…
–Hablo
en serio. Sólo le digo lo que le dije. No le digo que sea una broma pesada, ya
tengo bastantes problemas aquí, no sé si me entiende. ¿Cree que lo único que
hago aquí es atender a locos que entran y…?
–…
–Déjeme
hablar, ¿quiere? Le dije: “No puedo meterlo en la cárcel porque quiera matarse.
No es ningún crimen”, y él me contestó: “Pero yo no quiero morir”. Así que le
dije: “Oiga, amigo, largo de aquí”. Quiero decir que si un tipo quiere
suicidarse, está bien, y sí no quiere, también, pero lo que no tolero es que
venga a llorar sobre mi hombro.
–…
–Ya
sigo. Así que él me dijo: “¿Si cometo un crimen me meterá en la cárcel?” Yo le
contesté: “Si lo descubren y alguien presenta una denuncia y no tiene dinero
para pagar la fianza, lo encerraré. Ahora, ¡lárguese!” Así que cogió el tintero
de mi mesa y antes de que pudiera detenerlo, lo vació sobre el libro de
registro de la Policía.
–…
–Está
bien. ¿Por qué cree que lo he acusado de daños intencionados? Le tinta me
manchó todo el pantalón.
–…
–Sí,
asalto y agresión, también. Me acerqué para sacudirlo y hacerlo entrar en razón
y me dio una patada en la espinilla y un golpe en el ojo.
–…
–No
me invento nada. ¿Quiere usted venir y mirarme la cara?
–…
–Irá
a juicio un día de éstos. El jueves, a lo mejor.
–…
–Noventa
días es lo menos que le pondrán, a menos que los psicos digan lo contrario. Por
mí que debería estar en el manicomio.
–…
–Oficialmente,
es John Smith. Es el único nombre que nos da.
–…
–No,
señor. No se le soltará sin las debidas diligencias legales.
–…
–OK.
hágalo si quiere, amigo. Yo me limito a cumplir con mi deber aquí.
Dejó
de golpe el teléfono sobre su soporte, después volvió a levantarlo y marcó un
número. Dijo:
–¿Gianetti?
–acertó y empezó a hablar de nuevo–. Óyeme, ¿qué es CEA? He estado hablando con
un chiflado por teléfono y dice que…
–…
–No,
no es chiste, botarate. Si lo fuera, lo diría. ¿Qué es esta sopa de letras?
Prestó
atención, dijo “gracias” con voz ahogada y colgó.
Había
perdido parte de su color.
–El
segundo tipo era el jefe de la Comisión de Energía Atómica –explicó a Brown–.
Debieron conectarlo de Oak Ridge a Washington.
Brown
se puso en pie de un salto.
–A
lo mejor el FBI anda detrás de ese John Smith. Puede que sea uno de esos
científicos. –Se sintió impelido a filosofar–. Deberían guardar los secretos
atómicos lejos de estos tipos. Las cosas iban muy bien mientras el general
Groves era el único que estaba enterado de lo de la bomba atómica. Pero una vez
hubieron metido a todos esos científicos…
–Cállate
ya –rugió Mankiewicz.
El doctor Oswald Grant mantenía los ojos fijos en la línea
blanca que marcaba la carretera y conducía el coche como si fuera su enemigo.
Siempre lo hacía así. Era alto y nudoso, con una expresión ausente estampada en
su cara. Las rodillas tocaban al volante y los nudillos se le quedaban blancos
cada vez que tomaba una curva.
El
inspector Darrity se sentaba a su lado con las piernas cruzadas de forma que la
suela de su zapato izquierdo presionaba fuertemente la puerta. Cuando retirara
el zapato quedaría una marca terrosa. Se entretenía pasando un cortaplumas
marrón de una mano a la otra. Antes, lo había abierto, descubriendo su hoja
brillante, maligna, para limpiarse las uñas mientras viajaban, pero un súbito
viraje por poco le cuesta un dedo, así que desistió. Preguntó:
–¿Qué
sabe de ese Ralson?
El
doctor Grant apartó la vista momentáneamente del camino, pero volvió a mirar.
Inquieto, respondió:
–Le
conozco desde que se doctoró en Princeton. Es un hombre muy brillante.
–¿Sí?
Conque brillante, ¿eh? ¿Por qué será que todos los científicos se describen
mutuamente como “brillantes”? ¿Es que no los hay mediocres?
–Sí,
muchos. Yo soy uno de ellos. Pero Ralson, no. Pregúnteselo a cualquiera.
Pregunte a Oppenheimer. Pregunte a Bush. Fue el observador más joven en
Alamogordo.
–OK.
Era brillante. ¿Qué hay de su vida privada?
Grant
tardó en contestar.
–No
lo sé.
–Lo
conoce desde Princeton. ¿Cuántos años son?
Llevaban
dos horas corriendo en dirección norte por la autopista de Washington, sin casi
haber cruzado palabra. Ahora Grant notó que la atmósfera cambiaba y sintió el
peso de la Ley sobre el cuello de su gabán.
–Se
graduó en el año cuarenta y tres.
–Entonces
hace ocho años que lo conoce.
–Eso
es.
–¿Y
no sabe nada de su vida privada?
–La
vida de un hombre a él le pertenece, inspector. No era muy sociable. La mayoría
son así. Trabajan bajo fuerte presión y cuando están lejos del empleo, no les
interesa seguir con las amistades del laboratorio.
–¿Pertenecía
a alguna organización, que usted sepa?
–No.
–¿Le
dijo alguna vez algo que le hiciera pensar que fuera un traidor?
–¡No!
–gritó Grant, y por un momento hubo silencio.
De
pronto Darrity preguntó:
–¿Es
muy importante Ralson en la investigación atómica?
Grant
se inclinó sobre el volante y respondió:
–Tan
importante como cualquier otro. Le aseguro que nadie es indispensable, pero
Ralson siempre ha parecido ser único. Tiene mentalidad de ingeniero.
–¿Y
eso qué quiere decir?
–No
es un gran matemático en sí, pero sabe resolver los problemas que la matemática
de otros crea en la vida. No hay nadie como él cuando se presenta el caso. Una
y otra vez, inspector, hemos tenido un problema que solucionar sin tiempo para
hacerlo. Todo eran mentes vacías a nuestro alrededor, hasta que él pensaba y
decía: ¿Por qué no pruebas tal y tal cosa? Y se iba. Ni siquiera le interesaba
averiguar si funcionaría. Pero siempre funcionaba. ¡Siempre! Quizá lo
hubiéramos conseguido nosotros también, pero nos hubiera llevado meses de horas
extra. No sé cómo lo hace. También resulta inútil preguntarle. Se limita a mirarte
y te dice: “Era obvio” y se marcha. Naturalmente, una vez nos ha dicho cómo hay
que hacerlo, es obvio.
El
inspector le dejó que hablara. Cuando ya no dijo más, preguntó:
–¿Diría
usted que Ralson es raro, mentalmente? Inestable, quiero decir.
–Cuando
una persona es un genio, no espera uno que sea normal, ¿no le parece?
–Puede
que no. Pero, ¿hasta qué punto es anormal este genio determinado?
–Nunca
hablaba de sus cosas. A veces no quería trabajar.
–¿Se
quedaba en casa y se iba a pescar?
–No,
no. Venía al laboratorio, ya lo creo, pero se quedaba sentado ante su mesa. A
veces, esto duraba semanas. Si uno le hablaba no contestaba, ni siquiera te
miraba.
–¿Alguna
vez dejó de trabajar del todo?
–¿Antes
de ahora, quiere decir? ¡Jamás!
–¿Declaró
alguna vez que quería suicidarse? ¿Dijo alguna vez que sólo se sentiría seguro
en la cárcel?
–No.
–¿Está
seguro de que John Smith es Ralson?
–Casi
seguro. Tiene una quemadura en la mejilla derecha que es inconfundible.
–OK.
Está bien, hablaré con él y veré qué tal suena.
Esta
vez el silencio fue duradero. El doctor Grant siguió la línea blanca mientras
que el inspector Darrity lanzaba el cortaplumas en arcos poco pronunciados, de
una mano a otra.
El
celador escuchó desde el locutorio y miró a sus visitantes.
–Podemos
hacer que le traigan aquí, inspector, si no le importa.
–No
–Grant movió la cabeza–, iremos a verlo.
–¿Es
eso normal en Ralson, doctor Grant? –preguntó Darrity–. ¿Teme que ataque al
celador que trate de sacarlo de su celda?
–No
sabría decírselo –dijo Grant.
El
celador tendió una mano callosa. Su nariz bulbosa se arrugó algo.
–Hemos
tratado de no hacer nada con él hasta ahora, debido al telegrama de Washington;
pero, francamente, no tendría que estar aquí. Estaré encantado de perderlo de
vista.
–Le
visitaremos en su celda –anunció Darrity. Recorrieron el frío corredor bordeado
de rejas. Ojos vacíos de curiosidad contemplaron su paso. Al doctor Grant se le
puso la carne de gallina.
–¿Lo
han tenido aquí todo este tiempo?
Darrity
no contestó. El guardia que los precedía se detuvo:
–Esta
es la celda.
–¿Es
éste el doctor Ralson? –preguntó Darrity. El doctor Grant miró silenciosamente
a la figura que estaba encima del jergón. El hombre estaba echado, cuando
llegaron a la celda, pero ahora se había incorporado sobre un codo y parecía
que trataba de incrustarse en la pared. Su cabello era ceniciento y escaso, su
cuerpo flaco, los ojos vacíos de un azul de porcelana. En la mejilla derecha
tenía una cicatriz rosada, en relieve, que terminaba en un rabo de renacuajo.
El doctor Grant dijo:
–Es
Ralson.
El
guardia abrió la puerta y entró, pero el inspector Darrity le mandó salir con
un gesto. Ralson los observaba, en silencio. Había puesto ambos pies sobre el
jergón y seguía echándose atrás. Su nuez se agitaba al tragar. Darrity preguntó
en tono tranquilo:
–¿Doctor Elwood Ralson?
–¿Qué
quiere? –Su voz era sorprendente, de barítono.
–Por
favor, ¿quiere venir con nosotros? Hay unas cuantas preguntas que nos gustaría
hacerle.
–¡No!
¡Déjeme en paz!
–Doctor
Ralson –interpuso Grant–, me han enviado para que le ruegue que vuelva al
trabajo.
Ralson
miró al científico y en sus ojos hubo un brillo fugaz que no era de miedo. Lo
saludó:
–Hola,
Grant. –Bajó del camastro–. Óigame, he estado intentando lograr que me
encierren en una celda acolchada. ¿No puede conseguir que lo hagan por mí?
Usted me conoce, Grant. No le pediría algo que no considerara necesario.
Ayúdeme. No puedo soportar estas paredes tan duras. Me hacen querer…
estrellarme contra ellas…
Bajó
la palma de la mano y golpeó el muro gris y duro de cemento, detrás de su
camastro. Darrity pareció pensativo. Sacó su cortaplumas y lo abrió dejando ver
su hoja brillante. Se rascó la uña del pulgar cuidadosamente y preguntó:
–¿Le
gustaría que lo viera un médico?
Pero
Ralson no contestó. Seguía con la mirada el brillo del metal y entreabrió y
humedeció sus labios. Su respiración se hizo ronca y entrecortada.
–¡Guarde
eso! –exclamó.
–¿Qué
guarde qué? –inquirió Darrity.
–Su
navaja. No me la ponga delante. No puedo soportar mirarla.
–¿Por
qué no? –preguntó Darrity y se la tendió–. ¿Le ocurre algo? Es un buen
cortaplumas.
Ralson
saltó. Darrity dio un paso atrás y su mano izquierda cayó sobre la muñeca del
otro. Levantó la navaja en alto.
–¿Qué
le pasa, Ralson? ¿Qué está buscando?
Grant
protestó, pero Darrity lo silenció.
–¿Qué
se propone, Ralson?
Ralson
trató de alzarse, pero se doblegó bajo la tremenda garra del otro. Jadeó:
–Deme
la navaja.
–¿Por
qué, Ralson? ¿Qué quiere hacer con ella?
–Por
favor, tengo que… –Ahora suplicaba–. Tengo que dejar de vivir.
–¿Tiene
ganas de morir?
–No,
pero debo hacerlo.
Darrity
le dio un empujón. Ralson se tambaleó hacia atrás y cayó de espaldas sobre su
camastro que crujió ruidosamente Sin prisa, Darrity dobló la hoja de su
cortaplumas, la metió en su ranura, y lo guardó. Ralson se cubrió el rostro.
Sus hombros se sacudían, pero por lo demás no hizo ningún movimiento. Se oyeron
gritos en el corredor, al reaccionar los demás presos por el ruido que salía de
la celda de Ralson. El guardia se acercó corriendo, gritando “¡Silencio!” al
pasar. Darrity lo miró:
–No
pasa nada, guardia.
Se
secaba las manos en un enorme pañuelo blanco.
–Creo
que debemos buscarle un médico.
El doctor Gottfried Blaustein era bajito y moreno y hablaba
con algo de acento austriaco. Le faltaba solamente una perilla para parecer, a
los ojos de los profanos, su propia caricatura. Pero iba afeitado y muy
cuidadosamente vestido. Observó a Grant de cerca, como calibrándolo,
observándolo y guardando sus deducciones. Lo hacía ahora maquinalmente con
cualquiera que se encontrara. Dijo:
–Me
ha proporcionado cierta imagen. Me describe un hombre de gran talento, quizás
incluso un genio. Me dice que se ha encontrado siempre incómodo con la gente,
que jamás ha encajado con su entorno del laboratorio, aunque era allí donde
cosechaba los mayores éxitos. ¿Hay algún otro ambiente en el que haya encajado?
–No
comprendo.
–No
todos nosotros hemos sido tan afortunados como para encontrar un tipo de
compañía satisfactoria en el lugar o en el campo donde encontramos necesario
ganarnos la vida. Frecuentemente, uno encuentra compensación tocando un
instrumento, o haciendo marchas, o perteneciendo a algún club. En otras
palabras, uno se crea un nuevo tipo de sociedad, cuando no trabaja, en la que
uno se siente más a gusto. No es necesario que tenga la menor relación con la
ocupación ordinaria. Es una evasión, y no necesariamente insana. –Sonrió, y
añadió–: Yo mismo, yo colecciono sellos. Soy miembro activo de la Sociedad
Americana de Filatélicos.
Grant
sacudió la cabeza.
–Ignoro
lo que hacia fuera de su trabajo. Dudo que hiciera algo como lo que usted ha
mencionado.
–¡Humm!
Esto sería triste. Disfrutar y relajarse donde se pueda es bueno, pero hay que
encontrar esa distracción, ¿no cree?
–¿Ha
hablado ya con el doctor Ralson?
–¿Sobre
sus problemas? No.
–¿Y
no va a hacerlo?
–¡Oh,
sí! Pero lleva aquí solamente una semana. Uno debe darle la oportunidad de
recuperarse. Estaba en un estado sumamente excitado cuando llegó aquí. Era casi
el delirio. Déjelo que descanse y se acostumbre a su nuevo entorno. Entonces lo
interrogaré.
–¿Podrá
hacer que vuelva al trabajo?
–¿Cómo
puedo saberlo? –Blaustein sonrió–. Ni siquiera sé cuál es su enfermedad.
–¿No
podría por lo menos liberarlo de la peor parte… de su obsesión suicida… y
ocuparse del resto de la cura ya sin prisa?
–Tal
vez. No puedo siquiera aventurar una opinión sin varias entrevistas.
–¿Cuánto
tiempo supone que tardará?
–En
estos casos, doctor Grant, nadie puede saberlo.
Grant
se apretó las manos con fuerza.
–Bien,
entonces haga lo que le parezca mejor. Pero todo esto es mucho más importante
de lo que supone.
–Puede
ser. Pero usted debería ayudarme, doctor Grant.
–¿Cómo?
–¿Puede
conseguirme ciertos informes que tal vez se consideren de máximo secreto?
–¿Qué
tipo de información?
–Me
gustaría saber cuántos suicidios han ocurrido desde 1945 entre los científicos
nucleares. También cuántos han abandonado sus puestos para pasarse a otro tipo
de trabajos científicos, o abandonado por completo la ciencia.
–¿Está
esto relacionado con Ralson?
–¿No
cree usted que podría ser una enfermedad ocupacional, me refiero a su tremenda
tristeza?
–Bueno,
naturalmente, muchos han dejado sus puestos.
–¿Por
qué naturalmente, doctor Grant?
–Debe
conocer lo que ocurre, doctor Blaustein. La atmósfera en la investigación
atómica moderna es de enorme presión y compromiso. Trabaja con el Gobierno,
trabaja con los militares, no puede hablar de su trabajo; tiene que cuidar
mucho lo que dice. Naturalmente, si se presenta la oportunidad de un puesto en
la Universidad, donde puede fijar sus horarios, hacer su trabajo, escribir
artículos que no deban ser sometidos a la CEA, asistir a congresos que no se
celebran a puerta cerrada, uno lo agarra.
–¿Y
abandona para siempre su especialidad?
–Siempre
tiene aplicaciones no militares. Por supuesto, hubo un hombre que abandonó por
otra razón. Una vez me contó que no podía dormir por las noches. Decía que oía
cien mil gritos procedentes de Hiroshima cuando apagaban las luces. Lo último
que he sabido de él es que se colocó de dependiente en una mercería.
–¿Y
usted ha oído gritos alguna vez?
Grant
movió afirmativamente la cabeza.
–No
es agradable saber que incluso una mínima parte de la responsabilidad de la
destrucción atómica pueda ser mía.
–¿Qué
pensaba Ralson?
–Jamás
hablaba de estas cosas.
–En
otras palabras, si lo sentía, nunca se sirvió de la válvula de escape que
hubiera sido comentarlo con ustedes.
–Creo
que no.
–Sin
embargo, hay que seguir con la investigación nuclear, ¿no?
–Ya
lo creo.
–¿Cómo
actuaría, doctor Grant, si sintiera que tenía que hacer algo que no puede
hacer?
Grant
se encogió de hombros.
–No
lo sé.
–Algunas
personas se matan.
–¿Quiere
decir que esto puede ser lo de Ralson?
–No
lo sé. No lo sé. Esta noche hablaré con el doctor Ralson. No puedo prometerle
nada, claro, pero le diré lo que pueda.
–Gracias,
doctor –dijo Grant levantándose–, trataré de conseguir la información que me ha
pedido.
El aspecto de Elwood Ralson había mejorado en la semana que
llevaba en el sanatorio del doctor Blaustein. Había engordado un poco y parte
de su desasosiego había desaparecido. No llevaba corbata ni cinturón, ni sus
zapatos tenían cordones. Blaustein preguntó:
–¿Cómo
se encuentra, doctor Ralson?
–Descansado.
–¿Lo
tratan bien?
–No
puedo quejarme, doctor.
La
mano de Blaustein tanteó en busca del abrecartas con el que solía jugar en
momentos de abstracción, pero sus dedos no encontraron nada. Lo había
escondido, claro, con todo aquello que poseyera filo. Sobre su mesa no había
otra cosa que papeles.
–Siéntese,
doctor Ralson –le dijo–. ¿Qué tal van sus síntomas?
–¿Quiere
decir si siento lo que usted llamaría un impulso suicida? Sí. Está mejor o
peor, creo que depende de lo que piense. Pero no lo llevo siempre conmigo. No
puede usted hacer nada por ayudarme.
–Quizá
tenga razón. A veces hay cosas que no puedo remediar. Pero me gustaría saber
todo lo que pudiera sobre usted. Es usted un hombre importante…
Ralson
dio un bufido.
–¿No
se considera importante? –repuso Blaustein.
–De
ningún modo. No hay hombres importantes, como tampoco hay bacterias
individuales importantes.
–No
comprendo.
–No
pretendo que lo comprenda.
–No
obstante, me parece que detrás de su afirmación debe de haber mucha reflexión.
Sería ciertamente del mayor interés para mí que me explicara un poco ese
pensamiento.
Ralson
sonrió por primera vez. No era una sonrisa agradable. La nariz se le había
quedado blanca. Comentó:
–Es
divertido observarlo, doctor. Cumple concienzudamente su cometido. Quiere usted
escucharme, ¿no es cierto?, con ese aire de falso interés y fingida simpatía.
Le contaré las cosas más ridículas y aún tendré la seguridad de conservar el
auditorio, ¿no es así?
–¿No
puede pensar que mi interés sea real, aunque también sea profesional?
–No,
no lo creo.
–¿Por
qué no?
–No
me interesa discutirlo.
–¿Prefiere
regresar a su habitación?
–Si
no le importa, no. –Su voz, al ponerse en pie, sonaba enfurecida, después
volvió a sentarse–. ¿Por qué no utilizarlo yo? No me gusta hablar a la gente.
Son estúpidos. No ven las cosas. Miran lo obvio durante horas y no significa
nada para ellos. Si les hablara, no comprenderían; se les terminaría la
paciencia; se reirían. En cambio usted tiene que escucharme. Es su trabajo. No
puede interrumpirme para decirme que estoy loco, aunque a lo mejor lo esté
pensando.
–Me
alegrará escuchar todo lo que quiera contarme.
Ralson
respiró profundamente.
–Hace
un año que me enteré de una cosa que poca gente conoce. Puede que sea algo que
ninguna persona viva alcance. ¿Sabía usted que los avances culturales se
producen a borbotones? En una ciudad de treinta mil habitantes libres, por
espacio de dos generaciones surgieron suficientes genios artísticos y
literarios de primer orden para abastecer a una nación de millones, durante un
siglo, en circunstancias ordinarias. Me refiero a la Atenas de Pericles. “Hay
otros ejemplos. La Florencia de los Médicis, la Inglaterra de la reina Isabel,
la España del califato de Córdoba. Hubo una oleada de reformadores sociales
entre los israelitas de los siglos VIII y VII antes de Cristo. ¿Sabe lo que
quiero decir?
Blaustein
asintió.
–Veo
que la Historia es un tema que le interesa.
–¿Por
qué no? Supongo que no hay nada que diga que debo limitarme a la física nuclear
y a las ondas hertzianas.
–En
absoluto. Siga, por favor.
–Al
principio, pensé que podía aprender más del auténtico enigma de los ciclos
históricos consultando a un especialista. Celebré alguna conferencia con un
historiador. ¡Tiempo perdido!
–¿Cómo
se llamaba ese historiador?
–¡Qué
importa!
–Puede
que nada, si prefiere considerarlo confidencial. ¿Qué le dijo?
–Dijo
que yo estaba equivocado; que la Historia “sólo” parecía avanzar a saltos. Dijo
que, después de mucho estudio, las grandes civilizaciones de Egipto y de Sumer
no surgieron ni de pronto ni de la nada sino basadas en otras civilizaciones
menores tardías en desarrollarse que ya eran sofisticadas en sus
manifestaciones. Dijo que la Atenas de Pericles creció sobre una Atenas de
inferiores logros, pero sin la cual la era de Pericles no habría existido. “Le
pregunté por qué no existía una Atenas posterior a Pericles de más altos logros
aún, y me dijo que Atenas estaba arruinada por una plaga y por una larga guerra
con Esparta. Pregunté sobre otros brotes culturales y siempre una guerra los
había aniquilado o, en algunos casos, los había acompañado. Siempre era así. La
verdad estaba allí; sólo tenía que inclinarse y recogerla, pero no lo hizo.
–Ralson se quedó mirando al suelo y prosiguió con voz cansada–: A veces vienen
a verme al laboratorio, doctor. Dicen: “¿Cómo diablos vamos a librarnos de tal
y tal efecto que arruina todos nuestros cálculos, Ralson?” Me muestran los
instrumentos y los diagramas de la instalación y les digo: “Salta a la vista.
¿Por qué no hacen tal y tal cosa? Un niño podría decírselo”. Luego me alejo
porque no puedo soportar el creciente asombro de sus estúpidos rostros. Más
tarde, se me acercan para decirme: “Funcionó, Ralson. ¿Cómo lo calculó?” No
puedo explicárselo, doctor, sería como explicarles que el agua moja. Y yo,
claro, no podía explicárselo al historiador. Tampoco puedo explicárselo a
usted. Es perder el tiempo.
–¿Le
gustaría volver a su habitación?
–Sí.
Blaustein
siguió sentado y se quedó pensando un rato después de que Ralson saliera de su
despacho. Sus dedos buscaron maquinalmente en el primer cajón de la derecha de
su mesa y sacaron el abrecartas. Lo hizo girar entre los dedos. Finalmente,
levantó el teléfono y marcó el número que le habían dado. Dijo:
–Soy
Blaustein. Hay un historiador que fue consultado por el doctor Ralson hace
algún tiempo, probablemente más de un año. No conozco su nombre. Ni siquiera sé
si estaba relacionado con la Universidad. Si consiguen encontrarlo me gustaría
verlo.
Thaddeus Milton, doctor en filosofía, parpadeó pensativo y
mirando a Blaustein se pasó la mano por el cabello entrecano, diciendo:
–Vinieron
a verme y les dije que, efectivamente, había conocido a ese hombre. No
obstante, he tenido poco contacto con él. En realidad sólo una conversación de
tipo profesional.
–¿Cómo
se encontraron?
–Me
escribió una carta… y por qué a mí y no a otra persona, lo ignoro. Habían
aparecido una serie de artículos míos en una de las publicaciones divulgativas,
bastante populares y de gran atracción en aquella época. Tal vez le llamaron la
atención.
–Ya.
¿De qué tópico en general trataban los artículos?
–Eran
consideraciones sobre la validez del enfoque cíclico de la historia. Es decir,
si uno puede o no decir que una civilización determinada debe seguir leyes de
crecimiento y ocaso en cualquier asunto análogo a los que conciernen al
individuo.
–He
leído a Toynbee, doctor Milton.
–Entonces
sabrá a lo que me refiero.
–Y
cuando el doctor Ralson lo consultó, ¿era por algo relacionado con el enfoque
cíclico de la historia? –preguntó Blaustein.
–Humm.
Supongo que en cierto modo, sí. Naturalmente, el hombre no es un historiador y
alguna de sus nociones sobre giros culturales son excesivamente dramatizadas y,
digámoslo, sensacionalistas. Perdóneme, doctor, si le hago una pregunta que
pueda ser indiscreta. ¿El doctor Ralson es uno de sus clientes?
–El
doctor Ralson no está bien y lo estoy cuidando. Esto y todo lo que se diga
aquí, será, por supuesto, confidencial.
–Está
bien. Lo comprendo. Sin embargo, su respuesta me explica algo. Algunas de sus
ideas casi rozaban lo irracional. Me pareció que siempre estaba preocupado por
la relación entre lo que él llamaba “brotes culturales” y las calamidades de un
tipo u otro. Ahora bien, estas relaciones se han observado con frecuencia. El
momento de mayor vitalidad de una nación puede aparecer en tiempos de gran
inseguridad nacional. Los Países Bajos son un ejemplo. Sus grandes artistas,
estadistas y exploradores pertenecen al principio del siglo XVII, cuando se
encontraban enfrascados en una lucha a muerte con el mayor poder europeo de la
época, España. Cuando el país estaba al borde de la destrucción, creaba un
imperio en el Lejano Oriente y había asegurado puntos de apoyo en América del
Sur, en la punta del África meridional, y en el valle del Hudson en América del
Norte. Su flota mantenía a Inglaterra a raya. Y cuando su seguridad política
quedó asegurada, sobrevino el ocaso.
“Como
le he dicho, suele ocurrir. Los grupos, como los individuos, se alzan a
indecibles alturas en respuesta a un desafío, y se limitan a vegetar cuando
éste falta. Pero, donde el doctor Ralson se apartó del sendero de la cordura
fue al insistir en que tal punto de vista equivalía a confundir causa y efecto.
Declaró que no eran los tiempos de guerra y peligro los que estimulaban los ‘brotes
culturales’, sino más bien al contrario. Insistía en que cada vez que un grupo
de hombres mostraba demasiada vitalidad y habilidad, era necesaria una guerra
para destruir la posibilidad de desarrollo ulterior”.
–Ya
veo –comentó Blaustein.
–Confieso
que casi me reí de él. Tal vez fue por eso por lo que no compareció a la última
cita que habíamos concertado. Casi al final de la última entrevista me
preguntó, con el máximo interés imaginable, si no me parecía peculiar que una
improbable especie, como es el hombre, dominara la Tierra cuando lo único que
tenía en su favor era la inteligencia. Ahí me eché a reír. Tal vez no hubiera
debido hacerlo, pobre hombre.
–Fue
una reacción natural –le tranquilizó Blaustein–, pero no debo abusar más de su
tiempo. Me ha ayudado mucho.
Se
estrecharon la mano y Thaddeus Milton se despidió
–Bueno –dijo Darrity–, aquí tiene las cifras recientes de
suicidios entre el personal científico. ¿Saca alguna deducción?
–Es
a usted a quien debería preguntárselo. El FBI debe haber investigado a fondo.
–Puede
apostar el presupuesto nacional a que sí. Son suicidios, sin la menor duda. Ha
habido gente comprobándolo en otro departamento. El número está cuatro veces
por encima de lo normal, teniendo en cuenta edad, condición social, situación
económica.
–¿Qué
hay con los científicos británicos?
–Más
o menos lo mismo.
–¿Y
en la Unión Soviética?
–¡Quién
sabe! –El investigador se inclinó hacia delante–. Doctor, no creerá usted que
los soviéticos tienen una especie de rayo que hace suicidarse a la gente,
¿verdad? Se sospecha en cierto modo que los únicos afectados son los hombres
dedicados a la investigación atómica.
–¿De
verdad? Puede que no. Los físicos nucleares sufren tal vez tensiones
especiales. Es difícil decirlo sin hacer un estudio a fondo.
–¿Quiere
decir que tienen complejos? –preguntó Darrity con suspicacia.
Blaustein
hizo una mueca.
–La
siquiatría se está volviendo demasiado popular. Todo el mundo habla de
complejos y neurosis, de sicosis y coacciones y sabe Dios qué. El complejo de
culpabilidad de un hombre es el sueño plácido de otro hombre. Si pudiera hablar
con cada uno de los que se han suicidado, a lo mejor comprendería algo.
–¿Ha
hablado con Ralson?
–Sí,
he hablado con Ralson.
–¿Tiene
algún complejo de culpabilidad?
–No.
Tiene antecedentes de los que no me sorprendería que obtuviera una morbosa
angustia mortal. Cuando tenía doce años vio morir a su madre bajo las ruedas de
un coche. Su padre murió de cáncer. Sin embargo, no está claro el efecto de
ambas vivencias en su problema actual.
Darrity
recogió su sombrero.
–Bueno, doctor, le deseo éxito. Hay algo gordo en el aire,
algo mucho mayor que la bomba H. No sé cómo puede haber algo mayor que eso,
pero lo hay. –Ralson insistió en seguir de pie–. He tenido una mala noche,
doctor.
–Sólo
confío –repuso Blaustein– en que estas conversaciones no lo perturben.
–A
lo mejor, sí. Me hace pensar otra vez en el tema. Y cuando lo hago, todo se
pone mal. ¿Qué le haría sentirse parte de un cultivo bacteriológico, doctor?
–Nunca
se me ha ocurrido pensarlo. Puede que a una bacteria le parezca normal.
Ralson
ni lo oyó, siguió hablando despacio:
–Un
cultivo en el que se estudia la inteligencia. Estudiamos todo tipo de cosas,
siempre y cuando se trate de sus relaciones genéticas. Cazamos las moscas de la
fruta y cruzamos ojos rojos con ojos blancos para ver lo que pasa. Nos tienen
sin cuidado los ojos rojos y los ojos blancos, pero tratamos de sacar de ellos
ciertos principios genéticos básicos. ¿Sabe a lo que me refiero?
–Claro.
–Incluso,
entre los humanos, podemos seguir varias características físicas. Tenemos los
labios Habsburgo, y la hemofilia que empezó con la reina Victoria y se propagó
en sus descendientes de las familias reales de España y Rusia. Podemos seguir
la debilidad mental de los Jukeses y los Kallikaks. Se aprende en las clases de
biología del instituto. Pero no se pueden criar seres humanos como se crían las
moscas de la fruta. Los seres humanos viven demasiado. Se tardarían siglos en
sacar conclusiones. Es una lástima que no tengamos una raza especial de hombres
que se reproduzcan a intervalos semanales, ¿no le parece? –Esperó una
respuesta, pero Blaustein sólo sonrió. Ralson siguió hablando–: Sólo que esto
es exactamente lo que seríamos para otro grupo de seres cuya duración de vida
fuera de mil años. Para ellos nos reproduciríamos con bastante rapidez.
Seríamos criaturas de vida breve y podrían estudiar la genética de tales cosas
como la aptitud musical, la inteligencia científica y demás. No porque les
interesaran esas cosas en sí, como tampoco nos interesan a nosotros los ojos
blancos de la mosca de la fruta.
–Éste
es un razonamiento muy interesante –comentó Blaustein.
–No
es un simple razonamiento. Es cierto. Para mí es obvio y me tiene sin cuidado
lo que usted opine. Mire a su alrededor. Mire al planeta Tierra. ¿Qué clase de
animales ridículos somos para ser los amos del mundo después de que los
dinosaurios fracasaran? Claro que somos inteligentes, pero, ¿qué es la
inteligencia? Pensamos que es importante porque la tenemos. Si los tiranosauros
hubieran elegido la única cualidad que creían les iba a asegurar el dominio de
las especies, seguro que habría sido tamaño y fuerza. Y lo hubieran hecho
mejor. Duraron más de lo que duraremos nosotros.
“La
inteligencia en sí misma no es gran cosa en cuanto a valores de supervivencia
se refiere. El elefante no sale muy bien parado comparado con el gorrión,
aunque es mucho más inteligente. El perro funciona bien bajo la protección del
hombre, pero no tan bien como la mosca contra la que se alzan todas las manos
humanas. O tome a los primates como grupo. Los pequeños se achican frente al
enemigo; los grandes han sido siempre poco afortunados, defendiéndose siempre
lo justo. Los mandriles son los mejores, pero es gracias a sus colmillos, no a
su inteligencia. –Una ligera capa de sudor cubría la frente de Ralson. Siguió–:
Y uno puede ver que el hombre ha sido hecho a medida, fabricado cuidadosamente
en beneficio de las cosas que nos estudian. El primate tiene, generalmente la
vida corta. Naturalmente los mayores viven más aunque eso es una regla general
de la vida animal. No obstante el ser humano tiene una duración de vida dos
veces más larga que los grandes monos, considerablemente más larga incluso que
la del gorila, que lo dobla en peso. Nosotros maduramos más tarde. Es como si
se nos hubiera creado minuciosamente para que viviéramos un poco más de modo
que nuestro ciclo de vida pudiera tener una longitud más conveniente. –Se puso
en pie de un salto y sacudió los puños por encima de su cabeza–. Un millar de
años no es más que ayer…”
Blaustein
pulsó apresuradamente un timbre. Por un instante, Ralson forcejeó con el
enfermero vestido de blanco que acababa de entrar, después permitió que se lo
llevara. Blaustein lo siguió con la mirada, meneó la cabeza y levantó el
teléfono. Consiguió hablar con Darrity:
–Inspector,
es preferible que sepa que esto nos va a llevar mucho tiempo.
Escuchó,
movió la cabeza, y dijo:
–Lo
sé. No minimizo la urgencia.
La
voz que le llegaba por el receptor era lejana y dura:
–Doctor,
es usted el que la minimiza. Le enviaré al doctor Grant. Él le explicará la
situación.
El
doctor Grant se interesó por el estado de Ralson. Luego, con gran pesar,
preguntó si podía verlo. Blaustein negó con la cabeza. Grant insistió:
–Se
me ha ordenado que le explique la situación actual de la investigación atómica.
–Para
que lo entienda, ¿no?
–Eso
espero. Es una medida desesperada. Tendré que recordarle que…
–Que
no pronuncie ni una sola palabra. Sí, lo sé. Esta inseguridad por parte de su
gente es un mal síntoma. Deberían saber que estas cosas no pueden ocultarse.
–Vivimos
con el secreto. Es contagioso.
–Exactamente.
Y ahora, ¿cuál es el secreto en curso?
–Hay…
o por lo menos puede haber una defensa contra la bomba atómica.
–¿Y
es éste el secreto? Sería mejor que lo propagaran a gritos a todo el mundo y al
instante.
–Por
el amor de Dios, no. Escúcheme, doctor Blaustein. De momento sólo está en el papel. Está en el punto en que E
es igual a MC al cuadrado o casi. Puede no ser práctico. Sería fatal despertar
esperanzas que luego se vinieran abajo. Por el contrario, si se supiera que
casi teníamos la defensa, podría despertarse el deseo de empezar y ganar una
guerra antes de que la defensa estuviera completamente desarrollada.
–Esto
no me lo creo. Pero lo estoy distrayendo. ¿De qué naturaleza es esa defensa, o
me ha dicho todo lo que puede decirme?
–No,
puedo llegar hasta donde me parezca, siempre y cuando sea necesario para
convencerlo de que necesitamos a Ralson y… ¡pronto!
–Bien,
pues cuénteme y así yo también conoceré los secretos. Me siento como un miembro
del gobierno.
–Sabrá
más que la mayoría. Mire, doctor Blaustein, deje que se lo explique en términos
vulgares. Hasta ahora los avances militares se consiguieron casi por igual
tanto en las armas ofensivas como en las defensivas. En todas las guerras
pasadas parecía haber una inclinación definida y permanente hacia lo ofensivo,
y eso fue cuando se inventó la pólvora. Pero la defensa quiso participar. El
hombre armado a caballo, de la Edad Media, se transformó en el tanque del
hombre moderno, y el castillo de piedra se transformó en un búnker de cemento.
Era lo mismo, lo que había cambiado era la cantidad, era la magnitud, ¡y en
cuántos puntos!
–Está
bien. Lo pone muy claro. Pero con la bomba atómica los puntos de magnitud
aumentan, ¿verdad? Deben ir más allá del cemento y del acero para protegerse.
–En
efecto. Sólo que no podemos limitarnos a hacer las paredes más gruesas. Se nos
han terminado los materiales que eran suficientemente fuertes. Si el átomo
ataca debemos dejar que el átomo nos defienda. Nos serviremos de la propia
energía: un campo de energía.
–¿Y
qué es un campo de energía? –preguntó ingenuamente Blaustein.
–Me
gustaría poder explicárselo. En este momento no es más que una ecuación sobre
el papel. Teóricamente la energía puede ser encauzada de tal forma que cree un
muro de inercia inmaterial. En la práctica, no sabemos cómo hacerlo.
–Sería
como un muro que no podrían atravesar ni siquiera los átomos, ¿no es eso?
–Ni
siquiera las bombas atómicas. El único límite de su fuerza sería la cantidad de
energía que pudiéramos volcar en él. Incluso podría ser impermeable a la
radiación. Estamos hablando en teoría. Los rayos gamma rebotarían en él. En lo
que hemos soñado es en una pantalla que estaría permanentemente colocada
alrededor de las ciudades; a un mínimo de fuerza, sin casi utilizar la energía.
Podría conectarse a un máximo de intensidad en una fracción de milisegundo, por
el impacto de radiación de onda corta; digamos, la cantidad que irradiaría de
una masa de plutonio lo bastante grande como para ser una cabeza atómica. Todo
esto es teóricamente posible.
–¿Y
para qué necesitan a Ralson?
–Porque
él es el único que puede llevarlo a la práctica, si es que puede llevarse a la
práctica lo bastante de prisa. En estos días, cada minuto cuenta. Ya sabe cuál
es la situación internacional. La defensa atómica debe llegar antes que la
guerra atómica.
–¿Por
qué está tan seguro de Ralson?
–Estoy
tan seguro de él como puedo estarlo de cualquier cosa. El hombre es asombroso,
doctor Blaustein. Siempre acierta. Nadie se explica cómo lo consigue.
–Digamos
intuición, ¿no? –El siquiatra parecía turbado–. Posee un tipo de raciocinio que
está más allá de la capacidad ordinaria humana. ¿Es eso?
–Confieso
que ni pretendo saber lo que es.
–Entonces,
déjeme que le hable otra vez. Le avisaré.
–Bien.
–Grant se levantó para marcharse, luego, como si lo pensara mejor, añadió–:
Podría decirle, doctor, que si usted no hace nada, la Comisión se propone
quitarle al doctor Ralson de las manos.
–¿Y
probar con otro siquiatra? Si esto es lo que desean, por supuesto, no me
cruzaré en su camino. No obstante, en mi opinión, no hay un solo médico que
pretenda que existe una cura rápida.
–A
lo mejor no intentamos seguir con el tratamiento siquiátrico. Puede que,
simplemente, lo devuelvan al trabajo.
–Esto,
doctor Grant, no lo permitiré. No sacarán nada de él. Será su muerte.
–De
todos modos, así tampoco sacamos nada de él.
–Pero,
de este modo existe una probabilidad, ¿no cree?
–Así
lo espero. A propósito, por favor, no mencione que yo le he dicho que piensan
llevarse a Ralson.
–No
lo haré, y gracias por advertirme.
–La última vez me porté como un imbécil, ¿no es verdad,
doctor? –preguntó Ralson ceñudo.
–¿Quiere
decir que no cree lo que dijo entonces?
–¡Ya
lo creo! –El cuerpo frágil de Ralson se estremeció con la intensidad de su
afirmación. Corrió hacia la ventana y Blaustein giró en su sillón para no
perderlo de vista. Había rejas en la ventana. No podía saltar. El cristal era
irrompible. Caía la tarde y las estrellas empezaban a aparecer. Ralson las
contempló fascinado, después se volvió a Blaustein con el dedo en alto.
–Cada
una de ellas es una incubadora. Mantienen la temperatura al grado deseado. Para
experimentos diferentes, temperatura diferente. Y los planetas que las rodean
son enormes cultivos que contienen distintas mezclas nutrientes y distintas
formas de vida. Los investigadores también son parte económica, sean quienes
sean o lo que sean. Han cultivado diferentes formas de vida en ese tubo de
ensayo especial. Los dinosaurios en una época húmeda y tropical, nosotros en
una época interglaciar. Enfocan el sol arriba y abajo, y nosotros tratando de
averiguar la física que lo mueve. ¡Física! –Descubrió los dientes en una mueca
despectiva.
–Pero
–objetó el doctor Blaustein– es imposible que el sol pueda enfocarse arriba y
abajo a voluntad.
–¿Por
qué no? Es como un elemento de calor en un horno. ¿Cree que las bacterias saben
qué es lo que mueve el calor que llega a ellas? ¡Quién sabe! Puede que también
ellas desarrollen sus teorías. Puede que tengan sus cosmogonías sobre
catástrofes cósmicas en las que una serie de bombillas al estrellarse crean
hileras de recipientes Petri. Puede que piensen que debe haber un creador
bienhechor que les proporciona comida y calor y les dice: “¡Creced y
multiplicaos!” Crecemos como ellas sin saber por qué. Obedecemos las llamadas
leyes de la naturaleza que son solamente nuestra interpretación de las
incomprensibles fuerzas que se nos han impuesto.
“Y
ahora tienen entre sus manos el mayor experimento de todos los tiempos. Lleva
en marcha doscientos años. En Inglaterra en el siglo XVIII, supongo, decidieron
desarrollar una fuerza que probara la aptitud mecánica. Lo llamamos la
Revolución Industrial. Empezó por el vapor, pasó a la electricidad, luego a los
átomos. Fue un experimento interesante, pero se arriesgaron mucho al dejar que
se extendiera. Por ello es por lo que tendrán que ser muy drásticos para
ponerle fin”.
Blaustein
preguntó:
–¿Y
cómo podrían terminarlo? ¿Tiene usted idea de cómo hacerlo?
–Me
pregunta cómo se proponen terminarlo. Mire a su alrededor en el mundo de hoy y
seguirá preguntándose qué puede acabar con nuestra época tecnológica. Toda la
Tierra teme una guerra atómica y haría cualquier cosa para evitarla; sin
embargo, toda la Tierra sospecha que la guerra atómica es inevitable.
–En
otras palabras, que los que experimentan organizaran una guerra atómica,
queramos o no, para destruir la era tecnológica en que nos encontramos y
empezar de nuevo. ¿No es así?
–Sí.
Y es lógico. Cuando esterilizamos un instrumento, ¿conocen los gérmenes de
dónde viene el calor que los mata? ¿O qué lo ha provocado? Los experimentadores
tienen medios para elevar la temperatura de nuestras emociones; un modo de
manejarnos que sobrepasa nuestra comprensión.
–Dígame,
¿es por esta razón por la que quiere morir? –rogó Blaustein–. ¿Porque piensa
que la destrucción de la civilización se acerca y no puede detenerse?
–Yo
no quiero morir –protestó Ralson, con la tortura reflejada en sus ojos–. Es que
debo morir. Doctor, si tuviera usted un cultivo de gérmenes altamente
peligrosos que tuviera que mantener bajo absoluto control, ¿no tendría un medio
agar impregnado de, digamos, penicilina, en un círculo y a cierta distancia del
centro de inoculación? Todo germen que se alejara demasiado del centro,
moriría. No sentiría nada por los gérmenes que murieran, ni siquiera tendría
por qué saber, en principio, que ciertos gérmenes se habrían alejado tanto.
Todo seria puramente automático.
“Doctor,
hay un círculo de penicilina alrededor de nuestro intelecto. Cuando nos
alejamos demasiado, cuando penetramos el verdadero sentido de nuestra propia
existencia, hemos alcanzado la penicilina y debemos morir. Es lento… pero es
duro, seguir viviendo. –Inició una breve sonrisa triste. Después añadió–:
¿Puedo volver a mi habitación ahora, doctor?”
El
doctor Blaustein fue a la habitación de Ralson al día siguiente a mediodía. Era
una habitación pequeña y sin carácter, de paredes grises y acolchadas. Dos
pequeñas ventanas se abrían en lo alto de uno de los muros y era imposible
llegar a ellas. El colchón estaba directamente colocado encima del suelo,
acolchado también. No había nada de metal en la estancia; nada que pudiera
utilizarse para arrancar la vida corporal. Incluso las uñas de Ralson estaban
muy cortadas.
–¡Hola!
–exclamó Ralson incorporándose.
–Hola,
doctor Ralson. ¿Puedo hablar con usted?
–¿Aquí?
No puedo ofrecerle ni siquiera un asiento.
–No
importa. Me quedaré de pie. Mi trabajo es sedentario y es bueno para mí estar
de pie algún tiempo. Durante toda la noche he estado pensando en lo que me dijo
ayer y los días anteriores.
–Y
ahora va a aplicarme un tratamiento para que me desprenda de lo que usted
piensa que son delirios.
–No.
Sólo deseo hacerle unas preguntas y quizás indicarle algunas consecuencias de
sus teorías que… ¿me perdonará…?, tal vez no se le hayan ocurrido.
–¿Oh?
–Verá,
doctor Ralson, desde que me explicó sus teorías yo también sé lo que usted
sabe. Pero en cambio, no pienso en el suicidio.
–Creer
es algo más que intelectual, doctor. Tendría que creer esto con todas sus
consecuencias, lo que no es así.
–¿No
piensa usted que quizá sea más bien un fenómeno de adaptación?
–¿Qué
quiere decir?
–Doctor
Ralson, usted no es realmente un biólogo. Y aunque es usted muy brillante en física,
no piensa en todo con relación a esos cultivos de bacterias que utiliza como
analogía. Sabe que es posible producir unos tipos de bacterias que son
resistentes a la penicilina, a cualquier veneno o a otras bacterias.
–¿Y
bien?
–Los
experimentadores que nos han creado han estado trabajando varias generaciones
con la humanidad, ¿no? Y ese tipo que han estado cultivando por espacio de dos
siglos no da señales de que vaya a morir espontáneamente. En realidad, es un
tipo vigoroso y muy infeccioso. Otros tipos de cultivos más antiguos fueron
confinados a ciudades únicas o a pequeñas áreas y duraron sólo una o dos
generaciones. La de ahora se está extendiendo por todo el mundo. Es un tipo muy
infeccioso. ¿No cree que pueda haberse hecho inmune a la penicilina? En otras
palabras, los métodos que los experimentadores utilizan para eliminar los
cultivos pueden haber dejado de funcionar, ¿no cree?
Ralson
movió la cabeza:
–Es
lo que me preocupa.
–Quizá
no sea usted inmune. O puede haber tropezado con una fuerte concentración de
penicilina. Piense en toda la gente que ha estado tratando de eliminar la lucha
atómica y establecer cierta forma de gobierno y una paz duradera. El esfuerzo
ha aumentado recientemente, sin resultados demasiado desastrosos.
–Pero
esto no va a impedir la guerra atómica que se acerca.
–No,
pero quizás un pequeño esfuerzo más es todo lo que hace falta. Los abogados de
la paz no se matan entre sí. Más y más humanos son inmunes a los
investigadores. ¿Sabe lo que están haciendo ahora en el laboratorio?
–No
quiero saberlo.
–Debe
saberlo. Están tratando de inventar un campo de energía que detenga la bomba
atómica. Doctor Ralson, si yo estoy cultivando una bacteria virulenta y
patológica, puede ocurrir que, por más precauciones que tome, en un momento u
otro se inicie una plaga. Puede que para ellos seamos bacterias, pero somos
peligrosos para ellos también o no tratarían de eliminarnos tan cuidadosamente
después de cada experimento.
–Son
lentos, ¿no? Para ellos mil años son como un día. Para cuando se den cuenta que
estamos fuera del cultivo, más allá de la penicilina, será demasiado tarde para
que puedan pararnos. Nos han llevado al átomo, y si tan sólo podemos evitar
utilizarlo en contra nuestra, podemos resultar muy difíciles incluso para los
investigadores.
Ralson
se puso en pie. Aunque era pequeño, su estatura sobrepasaba en unos centímetros
a Blaustein. De repente preguntó:
–¿Trabajan
realmente en un campo de energía?
–Lo
están intentando. Pero lo necesitan.
–No.
No puedo.
–Lo
necesitan a fin de que usted pueda ver lo que es tan obvio para usted, y que
para ellos no lo es. Recuérdelo, o su ayuda o la derrota del hombre por los
investigadores.
Ralson
se alejó unos pasos, contemplando la pared desnuda, acolchada. Masculló entre
dientes:
–Pero
es necesaria la derrota. Si construyen un campo de energía significa la muerte
de todos ellos antes de que lo terminen.
–Algunos
de ellos, o todos, pueden ser inmunes, ¿no cree? Y, en todo caso, morirán
todos. Lo están intentando.
–Trataré
de ayudarlos –dijo Ralson.
–¿Aún
quiere matarse?
–Sí.
–Pero
tratará de no hacerlo, ¿verdad?
–Lo
intentaré, doctor. –Le temblaron los labios–. Tendrán que vigilarme.
Blaustein subió la escalera y presentó el pase al guardia del
vestíbulo. Ya había sido registrado en la verja exterior, pero ahora él, su
pase y la firma volvían a ser revisados. Un instante después, el guardia se
retiró a su cabina y llamó por teléfono. La respuesta le satisfizo. Blaustein
se sentó y al cabo de medio minuto volvía a estar de pie y estrechaba la mano
del doctor Grant.
–El
presidente de Estados Unidos tendría dificultades para entrar aquí, ¿no? –preguntó
Blaustein.
–Tiene
razón –sonrió el físico–, sobre todo si llega sin avisar.
Tomaron
un ascensor y subieron doce pisos. El despacho al que Grant lo condujo tenía
ventanales en tres direcciones. Estaba insonorizado y con aire acondicionado.
Su mobiliario de nogal estaba finamente tallado.
–¡Cielos!
–exclamó Blaustein–. Es como el despacho del presidente de un consejo de administración.
La ciencia se está volviendo un gran negocio.
Grant
pareció turbado.
–Sí,
claro, pero el dinero del gobierno mana fácilmente y es difícil persuadir a un
congresista de que el trabajo de uno es importante a menos que pueda ver, oler
y tocar la madera tallada.
Blaustein
se sentó y sintió que se hundía blandamente. Dijo:
–El
doctor Elwood Ralson ha accedido a volver a trabajar.
–Estupendo.
Esperaba que me lo dijera. Esperaba que ésta fuera la razón de su visita.
Como
inspirado por la noticia, Grant ofreció un puro al siquiatra, que lo rehusó.
–Sin
embargo –dijo Blaustein–, sigue siendo un hombre muy enfermo. Tendrán que
tratarlo con suma delicadeza y comprensión.
–Claro.
Naturalmente.
–No
es tan sencillo como parece creer. Quiero contarle algo de los problemas de
Ralson, para que comprenda en toda su realidad lo delicada que es la situación.
Siguió
hablando y Grant lo escuchó primero preocupado, luego estupefacto.
–Pero
este hombre ha perdido la cabeza, doctor Blaustein. No nos será de ninguna
utilidad. Está loco.
–Depende
de lo que usted entienda por “loco” –replicó Blaustein encogiéndose de hombros–.
Es una palabra fea; no la emplee. Divaga, eso es todo. Que eso pueda o no
afectar sus especiales talentos, no puede saberse.
–Pero
es obvio que ningún hombre en sus cabales podría…
–¡Por
favor! ¡Por favor! No nos metamos en discusiones sobre definiciones siquiátricas
de locura. El hombre tiene delirios y, generalmente, no me molestaría en
considerarlos. El caso es que se me ha dado a entender que la especial
habilidad del hombre reside en su modo de proceder a la solución de un problema
que, al parecer, está fuera de la razón normal. Es así, ¿no?
–Sí.
Debo admitirlo.
–¿Cómo
juzgar el valor de una de sus conclusiones? Déjeme que le pregunte, ¿tiene
usted impulsos suicidas últimamente?
–No,
claro que no.
–¿Y
alguno de los científicos de aquí?
–Creo
que no.
–No
obstante, le sugiero que mientras se lleva a cabo la investigación del campo de
energía, los científicos involucrados sean vigilados aquí y en sus casas.
Incluso sería una buena idea que no fueran a sus casas. En dependencias como
éstas es fácil organizar un pequeño dormitorio…
–¡Dormir
donde se trabaja! Nunca conseguirá que lo acepten.
–¡Oh,
sí! Si no les dice la verdadera razón y les asegura que es por motivos de
seguridad, lo aceptarán. “Motivos de seguridad” es una frase maravillosa hoy en
día. ¿No cree? Ralson debe ser vigilado más y mejor que nadie.
–Naturalmente.
–Pero
nada de eso tiene importancia. Es algo que hay que hacer para tranquilizar mi
conciencia en caso de que las teorías de Ralson sean correctas. En realidad no
creo en ellas. Son delirios, pero una vez aceptados, es necesario preguntarse
cuáles son las causas de esos delirios. ¿Que hay en la mente de Ralson?, ¿Qué
hay en su pasado? ¿Qué hay en su vida que hace necesario que tenga esos
delirios? Es algo que no se puede contestar sencillamente. Tal vez tardaríamos
años en constantes sicoanálisis para descubrir la respuesta. Y, hasta que no
consigamos la respuesta, no se curará.
“Entretanto
podemos adelantar alguna conjetura. Ha tenido una infancia desgraciada que, de
un modo u otro, lo ha hecho enfrentarse con la muerte de una forma muy
desagradable. Además, nunca ha sido capaz de asociarse con otros niños ni, al
hacerse mayor, con otros hombres. Siempre ha demostrado impaciencia ante los
razonamientos lentos. Cualquier diferencia existente entre su mente y la de los
demás, ha creado entre él y la sociedad un muro tan fuerte como el campo de
energía que tratan de proyectar. Y por razones similares ha sido incapaz de
disfrutar de una vida sexual normal. Jamás se ha casado, jamás ha tenido
novias.
“Es
fácil adivinar que podría fácilmente compensarse de todo ello, de su fracaso en
ser aceptado por su medio social, refugiándose en la idea de que los otros
seres humanos son inferiores a él. Lo cual es cierto, claro, en lo que se
refiere a su mentalidad. Hay, naturalmente, muchas facetas en la personalidad
humana y en algunas de ellas no es superior. Nadie lo es. Pero hay otros, como
él, más proclives a ver sólo lo que es inferior, y que no aceptarían ver
afectada su posición preeminente. Le considerarían peculiar, incluso cómico, lo
que provocaría que Ralson creyera de suma importancia demostrar lo pobre e
inferior que es la especie humana. ¿Cómo podría mostrárnoslo mejor que
demostrando que la humanidad es simplemente un tipo de bacteria para otros
seres superiores que experimentan con ella? Así sus impulsos suicidas no serían
sino un deseo loco de apartarse por completo de ser hombre, de detener esta
identificación con la especie miserable que ha creado en su mente. ¿Se da
cuenta?”
Grant
asintió:
–Pobre
hombre.
–Sí,
es una lástima. Si en su infancia se le hubiera tratado debidamente… Bien, en
todo caso, es mejor que el doctor Ralson no tenga el menor contacto con los
otros hombres de aquí. Está demasiado enfermo para dejarlo con ellos. Usted
debe arreglárselas para ser el único que lo vea, que hable con él. El doctor
Ralson lo ha aceptado. Al parecer, cree que usted no es tan estúpido como los
otros.
Grant
sonrió débilmente.
–Bien,
me conviene.
–Por
supuesto, deberá ser muy cuidadoso. Yo no discutiría de nada con él, excepto de
su trabajo. Si voluntariamente le informa de sus teorías, que no lo creo,
limítese a vaguedades y márchese. Y en todo momento, esconda lo que sea
cortante o puntiagudo. No le deje acercarse a las ventanas. Trate de que sus
manos estén siempre a la vista. Sé que me comprende. Dejo a mi paciente en sus
manos, doctor Grant.
–Lo
haré lo mejor que pueda, doctor Blaustein.
Dos meses enteros vivió Ralson en un rincón del despacho de
Grant, y Grant con él. Se pusieron rejas en las ventanas, se retiraron los
muebles de madera y se cambiaron por sofás acolchados. Ralson pensaba en el
sofá y escribía sobre una carpeta apoyada a un almohadón. El “Prohibida la
entrada” era un letrero fijo en el exterior del despacho. Las comidas se las
dejaban fuera. El cuarto de baño adyacente se reservaba para uso particular y
se retiró la puerta que comunicaba con el despacho. Grant se afeitaba con
maquinilla eléctrica. Comprobaba que Ralson tomara pastillas para dormir todas
las noches, y esperaba a que se durmiera antes de dormirse él. Todos los
informes se entregaban a Ralson. Los leía mientras Grant vigilaba aparentando
no hacerlo. Luego Ralson los dejaba caer y se quedaba mirando al techo,
cubriéndose los ojos con una mano.
–¿Algo?
–preguntaba Grant. Ralson meneaba negativamente la cabeza. Grant le dijo:
–Oiga,
haré que se vacíe el edificio en el cambio de turno. Es muy importante que vea
alguno de los aparatos experimentales que hemos estado montando.
Así
lo hicieron, recorrieron, como fantasmas, los edificios iluminados y desiertos,
cogidos de la mano. Siempre cogidos de la mano. La mano de Grant era firme.
Pero, después de cada recorrido, Ralson seguía negando con la cabeza. Una media
docena de veces se ponía a escribir; hacía unos garabatos y terminaba dando una
patada al almohadón. Hasta que, por fin, se puso a escribir de nuevo y llenó
rápidamente media página. Grant, maquinalmente, se acercó. Ralson levantó la
cabeza y cubrió la hoja con mano temblorosa. Ordenó:
–Llame
a Blaustein.
–¿Cómo?
–He
dicho que llame a Blaustein. Tráigalo aquí. ¡Ahora!
Grant
se precipitó al teléfono. Ralson escribía ahora rápidamente, deteniéndose sólo
para secarse la frente con la mano. La apartaba mojada. Levantó la vista y
preguntó con voz cascada:
–¿Viene
ya?
Grant
pareció preocupado al responderle:
–No
está en su despacho.
–Búsquelo
en su casa. Tráigalo de donde esté. Utilice este teléfono. No juegue con él.
Grant
lo utilizó y Ralson cogió otra página. Cinco minutos después dijo Grant:
–Ya
viene. ¿Qué le pasa? Parece enfermo.
Ralson
hablaba con suma dificultad.
–Falta
tiempo… no puedo hablar…
Estaba
escribiendo, marcando, garabateando, trazando diagramas temblorosos. Era como
si empujara sus manos, como si luchara con ellas.
–¡Dícteme!
–insistió Grant–. Yo escribiré.
Ralson
lo apartó. Sus palabras eran ininteligibles. Se sujetaba la muñeca con la otra
mano, empujándola como si fuera una pieza de madera, al fin se derrumbó sobre
sus papeles. Grant se los sacó de debajo y tendió a Ralson en el sofá. Lo
contemplaba inquieto, desesperado, hasta que llegó Blaustein. Éste le echó una
mirada:
–¿Qué
ha ocurrido?
–Creo
que está vivo –dijo Grant, pero para entonces Blaustein ya lo había comprobado
por su cuenta; y Grant le explicó lo ocurrido. Blaustein le puso una inyección
y esperaron. Cuando Ralson abrió los ojos parecía ausente. Gimió.
–¡Ralson!
–llamó Blaustein inclinándose sobre él. Las manos del enfermo se tendieron a
ciegas y agarraron al siquiatra:
–¡Doctor,
lléveme!
–Lo
haré. Ahora mismo. Quiere decir que ha solucionado lo del campo de energía,
¿verdad?
–Está
en los papeles. Grant lo tiene en los papeles.
Grant
los sostenía y los hojeaba dubitativo. Ralson insistió con voz débil:
–No
está todo. Es todo lo que puedo escribir. Tendrá que conformarse con eso.
Sáqueme de aquí, doctor.
–Espere
–intervino Grant, y murmuró impaciente al oído de Blaustein–: ¿No puede dejarlo
aquí hasta que probemos esto? No puedo descifrar gran cosa. La escritura es
ilegible. Pregúntele qué le hace creer que esto funcionará.
–¿Preguntarle?
–murmuró Blaustein–. ¿No es él quien siempre lo resuelve todo?
–Venga,
pregúntemelo –dijo Ralson, que lo había oído desde donde estaba echado. De
pronto sus ojos se abrieron completamente y lanzaban chispas. Los dos hombres
se volvieron. Les dijo:
–Ellos
no quieren un campo de energía. ¡Ellos! ¡Los investigadores! Mientras no lo
comprendí bien, las cosas se mantuvieron tranquilas. Pero yo no había seguido
la idea, esa idea que está ahí, en los papeles… No bien empecé a seguirla, por
unos segundos sentí… sentí… doctor…
–¿Qué
es? –preguntó Blaustein. Ralson ahora hablaba en un murmullo:
–Estoy
metido en la penicilina. Sentí que me iba hundiendo en ella a medida que iba
escribiendo. Nunca llegué tan al fondo. Por eso supe que había acertado.
Lléveme.
–Tengo
que llevármelo, Grant. No hay otra alternativa. Si puede descifrar lo que ha
escrito, magnífico. Si no puede hacerlo, no puedo ayudarlo. Este hombre no
puede trabajar más en el campo de energía o moriría, ¿lo entiende?
–Pero
–objetó Grant– está muriendo de algo imaginario.
–De
acuerdo. Diga que así es, pero morirá de todos modos.
Ralson
volvía a estar inconsciente y por eso no oyó nada. Grant lo miró, sombrío y
terminó diciendo:
–Bien,
lléveselo pues.
Diez de los hombres más importantes del Instituto
contemplaron malhumorados cómo se iba proyectando placa tras placa sobre la
pantalla iluminada. Grant los miró con dureza, ceñudo.
–Creo
que la idea es suficientemente simple –les dijo–. Son ustedes matemáticos e
ingenieros. Los garabatos pueden parecer ilegibles, pero se hicieron exponiendo
una idea. Esta idea está contenida en lo escrito, aunque distorsionada. La
primera página es bastante clara. Debería ser un buen indicio. Cada uno de
ustedes se fijará en las páginas una y otra vez. Van a escribir la posible
versión de cada página como les parezca que debiera ser. Trabajarán
independientemente. No quiero consultas.
Uno
de ellos preguntó:
–¿Cómo
sabe que tiene algún sentido, Grant?
–Porque
son las notas de Ralson.
–¡Ralson!
Yo creía que estaba…
–Pensó
que estaba enfermo –terminó Grant. Tuvo que alzar la voz por encima del barullo
de conversaciones–. Lo sé. Lo está. Ésta es la escritura de un hombre que
estaba medio muerto. Es lo único que obtendremos de Ralson. Por alguna parte de
estos garabatos está la respuesta al problema del campo de energía. Si no
podemos descifrarlo, tardaremos lo menos diez años buscándolo por otra parte.
Se
enfrascaron en su trabajo. Pasó la noche. Pasaron otras dos noches. Tres noches…
Grant miró los resultados. Sacudió la cabeza:
–Aceptaré
la palabra de ustedes de que todo esto tiene sentido, pero no puedo decir que
lo comprenda.
Lowe,
que en ausencia de Ralson hubiera sido fácilmente considerado el mejor
ingeniero nuclear del Instituto, se encogió de hombros:
–Tampoco
está muy claro para mí. Si funciona, no ha explicado la razón.
–No
tuvo tiempo de explicar nada. ¿Puede construir el generador tal como él lo
describe?
–Puedo
probarlo.
–¿No
quiere mirar para nada las versiones de las otras páginas?
–Las
demás versiones son definitivamente inconsistentes.
–¿Volverá
a comprobarlo?
–Claro.
–¿Y
se puede empezar a construir?
–Pondré
el taller en marcha. Pero le diré francamente que me siento pesimista.
–Lo
sé. Yo también.
La
cosa fue creciendo. Ray Ross, jefe de mecánicos, fue puesto al frente de la
construcción, y dejó de dormir. A cualquier hora del día o de la noche se le
encontraba allí, rascándose la calva. Solamente una vez se atrevió a preguntar:
–¿Qué
es, doctor Lowe? Jamás vi nada parecido. ¿Qué se figura que va a ser?
–Sabe
usted de sobra dónde se encuentra, Ross –dijo Lowe–. Sabe que aquí no hacemos
preguntas. No vuelva a preguntar.
Ross
no volvió a preguntar. Se sabía que aborrecía la estructura que se estaba
construyendo. La llamaba fea y antinatural. Pero siguió con ella. Blaustein fue
de visita un día. Grant preguntó:
–¿Cómo
está Ralson?
–Mal.
Quiere asistir a las pruebas del proyector de campo que él diseñó.
Grant
titubeó.
–Deberíamos
dejarlo. Al fin y al cabo es suyo.
–Tendré
que ir con él.
Grant
pareció apesadumbrado.
–Puede
resultar peligroso, ¿sabe? Incluso en una prueba piloto, estaremos jugando con
energías tremendas.
–No
será más peligroso para nosotros que para usted –objetó Blaustein.
–Está
bien. La lista de observadores tendrá que ser revisada por la Comisión y por el
FBI, pero los incluiré.
Blaustein
miró a su alrededor. El proyector de campo estaba asentado en el mismísimo
centro del inmenso laboratorio de pruebas, pero todo lo demás había sido
retirado. No había conexión visible con el montón del plutonio que servía de
fuente de energía, pero por lo que el siquiatra oía a su alrededor –sabía bien
que no debía interrogar a Ralson–, la conexión se establecía por debajo. Al
principio, los observadores habían rodeado la máquina, hablando en términos
incomprensibles, pero ya se apartaban. La galería se estaba llenando. Había por
lo menos tres hombres con uniforme de general y un verdadero “ejército” de
militares de menor graduación. Blaustein eligió un sitio aún desocupado junto a
la barandilla; sobre todo por Ralson.
–¿Todavía
piensa que le gustaría quedarse? –le preguntó. Dentro del laboratorio hacía
calor, pero Ralson llevaba el gabán con el cuello levantado. Blaustein pensaba
que importaba poco. Dudaba que alguno de los antiguos conocidos de Ralson le
reconocieran ahora. Ralson contestó:
–Me
quedaré.
Blaustein
estaba encantado. Quería ver la prueba. Se volvió al oír una voz nueva:
–Hola,
doctor Blaustein.
Por
unos segundos Blaustein no pudo situarlo, luego exclamó:
–Ah,
inspector Darrity. ¿Qué está usted haciendo aquí?
–Exactamente
lo que supone –dijo señalando a los observadores–. No hay forma de vigilarlos y
poder estar seguro de no cometer errores. Una vez estuve tan cerca de Klaus
Fuchs como lo estoy de usted ahora. –Lanzó el cortaplumas al aire y lo recuperó
con destreza.
–Ah,
claro. ¿Dónde podemos encontrar absoluta seguridad? ¿Qué hombre puede confiar
incluso en su propio subconsciente? Y ahora no se moverá de mi lado, ¿verdad?
–Tal
vez –sonrió Darrity–. Estaba usted muy ansioso de meterse aquí, ¿no es cierto?
–No
por mí, inspector. Y, por favor, guárdese el cortaplumas.
Darrity
se volvió sorprendido en dirección al leve gesto de la mano de Blaustein. Silbó
entre dientes.
–Hola,
doctor Ralson –saludó.
–Hola
–dijo Ralson con dificultad. Blaustein no pareció sorprendido por la reacción
del inspector. Ralson había perdido más de diez kilos desde su regreso al
sanatorio. Su rostro arrugado estaba amarillento; era la cara de un hombre que
salta de pronto a los sesenta años. Blaustein preguntó:
–¿Empezará
pronto la prueba?
–Parece
que se disponen a empezar –contestó Darrity. Volvió y se apoyó en la
barandilla.
Blaustein
cogió a Ralson por el codo y empezó a llevárselo, pero Darrity dijo a media
voz:
–Quédese
aquí, doctor. No quiero que anden por ahí.
Blaustein
miró el laboratorio. Había hombres de pie con el aspecto de haberse vuelto de
piedra. Pudo reconocer a Grant, alto y flaco, moviendo lentamente la mano en el
gesto de encender un cigarrillo, pero cambiando de opinión se guardó el encendedor
y el cigarro en uno de los bolsillos. Los jóvenes apostados en el tablero de
control esperaban, tensos. Entonces se oyó un leve zumbido y un vago olor a
ozono llenó el aire. Ralson exclamó, ronco:
–¡Miren!
Blaustein
y Darrity siguieron la dirección del dedo. El proyector pareció fluctuar. Fue
como si entre ellos y el proyector surgiera aire caliente. Bajó una bola de
hierro con movimiento pendular fluctuante y cruzó el área.
–Ha
perdido velocidad, ¿no? –preguntó excitado Blaustein. Ralson movió la cabeza
afirmativamente.
–Están
midiendo la altura de elevación del otro lado para calcular la pérdida de
impulso. ¡Idiotas! Les dije que funcionaría.
Hablaba
con mucha dificultad.
–Limítese
a observar, doctor Ralson –aconsejó Blaustein–. No debería excitarse
innecesariamente.
El
péndulo fue detenido a mitad de camino, recogido. La fluctuación del proyector
se hizo un poco más intensa y la esfera de hierro volvió a trazar su arco hacia
abajo. Esto una y otra vez, hasta que la esfera fue interrumpida de una
sacudida. Hacía un ruido claramente audible al topar con las vibraciones. Y,
eventualmente, rebotó. Primero pesadamente y después resonando al topar como si
fuera contra acero, de tal forma que el ruido lo llenaba todo. Recogieron el
péndulo y ya no lo utilizaron más. El proyector apenas podía verse tras la
bruma que lo envolvía. Grant dio una orden y el olor a ozono se hizo más
acusado y penetrante. Los observadores reunidos gritaron al unísono, cada uno
dirigiéndose a su vecino. Doce dedos señalaban. Blaustein se inclinó sobre la
barandilla tan excitado como los demás. Donde había estado el proyector había
ahora solamente un enorme espejo semiglobular. Estaba perfecta y
maravillosamente limpio. Podía verse en él un hombrecito de pie en un pequeño
balcón que se curvaba a ambos lados. Podía ver las luces fluorescentes
reflejadas en puntos de iluminación resplandeciente. Era maravillosamente claro.
Se encontró gritando:
–Mire,
Ralson. Está reflejando energía. Refleja las ondas de luz como un espejo.
Ralson… –Se volvió–. ¡Ralson! Inspector, ¿dónde está Ralson?
Darrity
se giró en redondo.
–No
le he visto… –Miró a su alrededor, asustado–. Bueno, no podrá huir. No hay
forma de salir de aquí ahora. Vaya por el otro lado. –Cuando se tocó el
pantalón, rebuscó en el bolsillo y exclamó–: ¡Mi cortaplumas ha desaparecido!
Blaustein
lo encontró. Estaba dentro del pequeño despacho de Hal Ross. Daba al balcón
pero, claro, en aquellas circunstancias estaba vacío. El propio Ross no era
siquiera uno de los observadores. Un jefe de mecánicos no tiene por qué
observar. Pero su despacho serviría a las mil maravillas para el punto final de
la larga lucha contra el suicidio.
Blaustein,
mareado, permaneció un momento junto a la puerta, después se volvió. Miró a
Darrity cuando éste salía de un despacho similar a unos metros por debajo del
balcón. Le hizo una seña y Darrity llegó corriendo. El doctor Grant temblaba de
excitación. Ya había dado dos chupadas a dos cigarrillos pisándolos
inmediatamente. Rebuscaba ahora para encontrar el tercero. Decía:
–Esto
es más de lo que cualquiera de nosotros podría esperar. Mañana lo probaremos
con fuego de cañón. Ahora estoy completamente seguro del resultado, pero estaba
planeado, y lo llevaremos a cabo. Nos saltaremos las armas pequeñas y
empezaremos a nivel de bazuca. O, tal vez, no. Quizá tuviéramos que construir
una enorme estructura para evitar, el problema del rebote de proyectiles.
Tiró
el tercer cigarrillo. Un general comentó:
–Lo
que tendríamos que probar es, literalmente, un bombardeo atómico, claro.
Naturalmente. Ya se han tomado medidas para levantar una seudociudad en
Eniwetok. Podríamos montar un generador en aquel punto y soltar la bomba.
Dentro, meteríamos animales. ¿Y cree realmente que si montamos un campo de
plena energía, contendría la bomba?
–No
es exactamente esto, general. No se percibe ningún campo hasta que la bomba
cae. La radiación del plutonio formaría la energía del campo antes de la
explosión. Lo mismo que hemos hecho aquí en la última fase. Eso es la esencia
de todo.
–¿Sabe?
–objetó un profesor de Princeton–, yo veo inconvenientes también. Cuando el
campo está en plena energía, cualquier cosa que esté protegiendo se encuentra
en la más total oscuridad, por lo que se refiere al sol. Además, se me antoja
que el enemigo puede adoptar la práctica de sellar misiles radiactivos
inofensivos para que se dispare el campo de vez en cuando. No tendría el menor
valor y seria en cambio para nosotros un desgaste considerable.
–Podemos
soportar todo tipo de tonterías. Ahora que el problema principal ha sido
resuelto, no me cabe la menor duda de que estas dificultades se resolverán.
El
observador británico se había abierto paso hacia Grant y le estrechaba las
manos, diciéndole:
–Ya
me siento mejor respecto a Londres. No puedo evitar desear que su gobierno me
permita ver los planos completos. Lo que he presenciado me parece genial.
Ahora, claro, parece obvio, pero, ¿cómo pudo ocurrírsele a alguien?
Grant
sonrió.
–Ésta
es una pregunta que se me ha hecho antes respecto a los inventos del doctor
Ralson…
Se
volvió al sentir una mano sobre su hombro.
–¡Ah, doctor Blaustein! Casi se me había olvidado. Venga, quiero hablar con usted.
Arrastró
al pequeño siquiatra a un lado y le dijo al oído:
–Oiga,
¿puede usted convencer al doctor Ralson de que debo presentarle a toda esa
gente? Éste es su triunfo.
–Ralson
está muerto –dijo Blaustein.
–¿Qué?
–¿Puede
dejar a esta gente por un momento?
–Sí…
sí… caballeros, ¿me permiten unos minutos?
Y
salió rápidamente con Blaustein.
Los
federales se habían hecho cargo de la situación. Sin llamar la atención,
bloqueaban ya la entrada al despacho de Ross. Fuera estaban los asistentes
comentando la respuesta a Alamogordo que acababan de presenciar. Dentro,
ignorado por ellos, está la muerte del que respondió. La barrera de guardianes
se separó para permitir la entrada a Grant y Blaustein. Tras ellos volvió a
cerrarse otra vez. Grant levantó la sábana, por un instante, y comentó:
–Parece
tranquilo.
–Yo
diría… feliz: –dijo Blaustein. Darrity comentó, inexpresivo:
–El
arma del suicidio fue mi cortaplumas. La negligencia fue mía; informaré en este
sentido.
–No,
no –cortó Blaustein–, sería inútil. Era mi paciente y yo soy el responsable. De
todos modos, no hubiera vivido más allá de otra semana. Desde que inventó el
proyector, fue un moribundo.
–¿Cuánto
hay que entregar al archivo federal de todo esto? –preguntó Grant–. ¿No
podríamos olvidar todo eso de su locura?
–Me
temo que no, doctor Grant –declaró Darrity.
–Le
he contado toda la historia –le confesó Blaustein con tristeza. Grant miró a
uno y otro.
–Hablaré
con el director. Llegaré hasta el presidente si es necesario. No veo la menor
necesidad de que se mencionen el suicidio ni la locura. Se le concederá la
máxima publicidad como a inventor del proyector del campo de energía. Es lo
menos que podemos hacer por él –dijo rechinando los dientes.
–Dejó
una nota –anunció Blaustein.
–¿Una
nota?
Darrity
le entregó un pedazo de papel, diciéndole:
–Los
suicidas suelen hacerlo. Ésta es una de las razones por las que el doctor me
contó lo que realmente mató a Ralson.
La
nota iba dirigida a Blaustein y decía así:
“El
proyector funciona; sabía que así sería. He cumplido lo acordado. Ya lo tienen
y ya no me necesitan. Así que me iré. No debe preocuparse por la raza humana,
doctor. Tenía usted razón. Nos dejaron vivir demasiado tiempo; han corrido
demasiados riesgos. Ahora hemos salido del cultivo y ya no podrán detenernos.
Lo sé. Es lo único que puedo decir. Lo sé”.
Había
firmado con prisa y debajo había otra línea garabateada, que decía:
“Siempre
y cuando haya suficientes hombres resistentes a la penicilina”.
Grant
hizo ademán de arrugar el papel, pero Darrity alargó al instante la mano.
–Para
el informe, doctor.
Grant
le entregó el papel y murmuró:
–¡Pobre
Ralson! Murió creyendo en todas esas bobadas.
–En
efecto –afirmó Blaustein–, a Ralson se le hará un gran entierro, supongo, y lo
de su invento será publicado sin hablar de locura ni de suicidio. Pero los
hombres del gobierno seguirán interesándose por sus teorías locas. Mas, tal vez
no sean tan locas, ¿eh, Darrity?
–No
sea ridículo, doctor –cortó Grant–. No hay un solo científico entre los
dedicados a este trabajo que haya mostrado la menor inquietud.
–Cuéntaselo,
Darrity –aconsejó Blaustein.
–Ha
habido otro suicidio. No, no, ninguno de los científicos. Nadie con título
universitario. Ocurrió esta mañana e investigamos porque pensamos que podría
tener cierta relación con la prueba de hoy. No parecía que la hubiera y
estábamos decididos a callarlo hasta que terminaran todas las pruebas. Sólo que
ahora sí que parece que hay una conexión.
–El
hombre que murió era solamente un hombre con esposa y tres hijos. Ninguna
historia de enfermedad mental. Se tiró debajo de un coche. Tenemos testigos y
es seguro que lo hizo adrede. No murió instantáneamente y le buscaron un
médico. Estaba terriblemente destrozado, pero sus últimas palabras fueron: “Ahora
me siento mucho mejor”. Y murió.
–Pero,
¿quién era? –preguntó Grant.
–Hal
Ross. El hombre que en realidad construyó el proyector. El hombre en cuyo
despacho nos encontramos.
Blaustein
se acercó a la ventana. Sobre el cielo oscuro de la tarde brillaban las
estrellas.
–El
hombre no sabía nada de las teorías de Ralson –explicó–. Jamás había hablado
con él. Me lo dijo Darrity. Los científicos son probablemente resistentes como
un todo. Deben serlo o pronto se verían apartados de su profesión. Ralson era
una excepción, un hombre sensible a la penicilina, pero decidido a quedarse. Y
ya ven lo que le ocurrió. Pero qué hay de los demás; aquellos que siguieron el
camino de la vida, donde no se va arrancando a los sensibles a la penicilina;
¿cuánta humanidad es resistente a la penicilina?
–¿Usted
le cree a Ralson? –preguntó Grant, horrorizado.
–No
podría decirlo.
Blaustein
contempló las estrellas. ¿Incubadoras?
No hay comentarios:
Publicar un comentario