Saul Bellow
Los
vecinos –eran en total seis blancos los que vivían en Sego Desert Lake– se
dijeron unos a otros que la vieja Hattie ya no podía aguantar sola. La vida en
el desierto, incluso con un horno de aire en la casa y el gas butano que le
traían de la ciudad en un camión, seguía siendo demasiado difícil para ella.
Había en el condado mujeres incluso más viejas que Hattie. A treinta kilómetros
vivía Amy Walters, la viuda del minero de oro. Era una vieja fuerte, más astuta
y más dura que Hattie. Todos los días se daba un baño en el lago helado. Y Amy
estaba loca por el dinero y sabía cómo administrarlo, al contrario que Hattie.
Hattie no era exactamente una borracha, pero le daba bastante a la botella, y
ahora estaba en un lío y había un límite en la ayuda que podía esperar de sus
vecinos.
La apreciaban, sin embargo. No se podía evitar
apreciar a Hattie. Era grande y alegre, hinchada, cómica, fanfarrona, y tenía
una espalda grande y encorvada y unas piernas tiesas y bastante largas. Antes
de que empezara el siglo se había graduado en una escuela de señoritas y había
estudiado órgano en París. Pero ahora no distinguía una nota de un sartén. Le
daban ataques cuando jugaba a la canasta. Y todo lo que le quedaba de su
hermoso pelo rubio estaba quemado a lo largo de su frente en pequeños rizos grises.
No tenía la frente muy arrugada, pero su piel era azulada, del color de la
leche desnatada. Al andar daba pasos largos a pesar del peso de sus caderas. Se
impulsaba con los hombros, la espalda encorvada, mostrando las suelas planas de
goma de sus zapatos.
Una vez a la semana, alegremente también, insistente
pero ausente, se quitaba la falda corta y la sucia cazadora de aviador con el
cuello de lana y se ponía una faja, un vestido y zapatos de tacón. Cuando se
ponía esos tacones su viejo y gordo cuerpo temblaba. Llevaba una gran gorra
escocesa de color marrón con un broche de diez centavos, ladeada pero colocada
con sumo cuidado.
Se hacía una línea recta con lápiz de labios en la
boca, dejando parte del labio de arriba de color pálido. Al volante de su viejo
coche en forma de torreta conducía, con apariencia metódica pero a una
velocidad peligrosa, por sesenta kilómetros de desierto montañoso para comprar
pasteles de carne congelados y whisky. Iba a la lavandería y a la peluquería, y
después almorzaba con dos martinis en el Arlington. A continuación solía
visitar el hotel Silvermine de Marian Nabot en la calle Miller, cerca de los barrios
bajos, y pasaba el resto del día chismorreando y bebiendo con sus amigas,
viejas divorciadas como ella que se habían establecido en el oeste. Hattie ya
no jugaba nunca y no le gustaba el cine. A las cinco de la tarde volvía a casa
a la misma velocidad, con calma, en parte dada por el humo del cigarrillo. El
cigarrillo la hacía llorar. Los Rolfe y los Pace eran los únicos vecinos
blancos que tenía en Sego Desert Lake. Estaba también Sam Jervis, pero era sólo
un viejo ganso que le hacía algunos trabajillos en el jardín, y ella no lo
contaba. Como tampoco contaba entre sus vecinos a Darly, el vaquero del rancho
que trabajaba para los Pace, ni a Swede, el telegrafista. Pace tenía un rancho
de vacaciones, y Rolfe y su mujer eran ricos y se habían retirado. De manera
que había tres buenas casas en el lago, la casa amarilla de Hattie, la de los
Pace y la de los Rolfe. Todo el resto de la población –Sam, Swede, Watchtah, el
capataz de sección, y los mexicanos y los indios y los negros– vivía en chozas
y vagones. Había muy pocos árboles, álamos y bojs ancianos. Todo lo demás,
hasta la orilla, era enebro y artemisa. El lago era lo que quedaba de un
antiguo mar que había cubierto las montañas volcánicas. Hacia el norte había
algunas minas de tungsteno; hacia el sur, a veinticinco kilómetros, había una
aldea india: chozas construidas con contrachapado o traviesas del ferrocarril.
En este sitio tan árido, Hattie había vivido más de
veinte años. Su primer verano lo pasó no en una casa sino en una tienda india
junto a la orilla del lago. Solía decir que había mirado las estrellas desde
aquel refugio casi sin techo. Después de su divorcio se lio con un vaquero
llamado Wicks. Ninguno de ellos tenía dinero –era la época de la Depresión– y
vivieron en el campo, cazando coyotes para subsistir. Una vez al mes iban a la
ciudad, alquilaban una habitación y se iban de juerga. Hattie contaba esto con
tristeza, pero también con orgullo, y con muchos adornos. Cualquier cosa que
pasaba se transformaba en algo distinto.
–Nos vimos atrapados en una tormenta –decía–, y
cabalgamos duro, hacia el lago, y llamamos a la puerta de la casa amarilla –que
ahora era su casa–. Alice Parmenter nos dejó entrar y nos permitió dormir en el
suelo.
Lo que había pasado en realidad es que soplaba el
viento –no había habido ninguna tormenta– y de todas formas no estaban lejos de
la casa; y Alice Parmenter, que sabía que Hattie y Wicks no estaban casados,
les ofreció camas separadas; pero Hattie, con aire arrogante, había dicho en
voz alta:
–¿Por qué ensuciar dos juegos de sábanas?
Y ella y su vaquero habían dormido en la cama de
Alice mientras ella dormía en el sofá.
Después Wicks se marchó. Nunca hubo nadie como él en
la cama; lo habían criado en una casa de putas y las chicas le habían enseñado
todo, según Hattie. En realidad, no entendía muy bien lo que estaba diciendo
pero creía que estaba hablando a la manera del oeste. Más que nada quería que
la creyeran una mujer dura y experimentada del oeste. Y sin embargo también era
una dama. Tenía plata buena y porcelana buena y papel de cartas grabado, pero
también guardaba judías en lata y atún y botellas de kétchup y ensalada de
frutas en los estantes de la biblioteca del salón. En la mesilla de noche tenía
la Biblia que le había regalado su piadoso hermano Angus –el otro hermano era
un demonio–, pero detrás de la puertecita de la cómoda había una botella de
bourbon. Cuando se despertaba por las noches bebía hasta que se volvía a
dormir. En la guantera de su viejo coche tenía botellitas de muestra para las
emergencias del camino. El viejo Darly las encontró después del accidente.
El accidente no se produjo muy adentro del desierto
como ella siempre había temido, sino muy cerca de su casa. Una noche se había
tomado unos cuantos martinis con los Rolfe, y cuando iba a casa en el coche
cruzando el paso del ferrocarril perdió el control del volante y viró por
encima del cruce. La explicación que dio era que había estornudado y que el
estornudo la había acelerado y la hizo mover el volante. El motor se destrozó y
las cuatro ruedas del coche se quedaron aplastadas sobre los rieles. Hattie salió
arrastrándose por la puerta, muy lejos de la carretera. Se apoderó. de ella un
gran miedo –por el coche, por el futuro y no sólo por el futuro sino también
por el pasado– y empezó a correr con sus cortas piernas atravesando la artemisa
hacia el rancho de Pace.
Pero los Pace habían salido a cazar y habían dejado a
cargo a Darly; se estaba ocupando del bar en la vieja cabaña que se remontaba a
los días del pony exprés, cuando entró Hattie de sopetón. En ese momento había
dos clientes, un minero y su chica.
–Ayúdenme. He tenido un accidente –dijo Hattie.
¡Cómo cambia el rostro de un hombre cuando una mujer
tiene malas noticias que contarle! Eso es lo que le pasó entonces al viejo
Darly; sus ojos adoptaron un aspecto desganado, movió la mandíbula hacia dentro
y hacia fuera, sus arrugadas mejillas empezaron a colorearse, y dijo:
–¿Qué pasa, qué tripa se te ha roto ahora?
–Estoy atrapada en las vías. Estornudé. Perdí el
control del coche. Sácame, Darly. Con la furgoneta. Antes de que llegue el
tren.
Darly arrojó el trapo y dio un taconazo con sus botas
de alto tacón.
–¿Qué es lo que has hecho? –dijo–. Te dije que te
quedaras en casa después de anochecer.
–¿Dónde está Pace? Toca la campana y llámalo.
–No hay nadie en la finca más que yo –dijo el viejo–.
Y se supone que no puedo cerrar el bar. Tú lo sabes tan bien como yo.
–Por favor, Darly. No puedo dejar mi coche encima de
la vía.
–¡Mala suerte! –dijo él. Sin embargo salió de detrás
de la barra–. ¿Cómo has dicho que ha pasado?
–Ya te lo he dicho, estornudé –dijo Hattie.
Todos, como después contó Hattie, estaban tan
borrachos como una cuba; Darly, el minero y la chica.
Darly cojeaba mientras cerraba con llave la puerta
del bar. Un año antes, una coz de una de las yeguas de Pace le había roto las
costillas mientras la cargaba en el camión, y todavía no se había recuperado.
Era demasiado viejo. Pero disimulaba el dolor. Las estrechas botas de tacón
alto le ayudaban a ello, y su dolorosa inclinación parecía la postura encorvada
normal de un vaquero. Sin embargo, Darly no era un auténtico vaquero, como
Pace, que había crecido en la silla del caballo. Él había llegado tarde del
este y hasta los cuarenta años nunca había montado a caballo. A este respecto,
él y Hattie eran iguales. No eran auténticos personajes del oeste.
Hattie salió corriendo detrás de él por el patio del
rancho.
–¡Maldita sea! –le dijo él–. Le había sacado treinta
pavos a ese primo y quién sabe lo que le habría sacado si tú te metieras en tus
asuntos. Pace se va a poner como un demonio.
–Tienes que ayudarme. Somos vecinos –dijo Hattie.
–No estás preparada para vivir aquí fuera. Ya no
puedes seguir así. Además, siempre estás borracha.
Hattie no podía permitirse el lujo de responderle. La
idea de que su coche estuviera en medio de la vía la ponía frenética. Si ahora
pasaba un tren de mercancías y lo aplastaba, su vida en Sego Desert Lake
estaría acabada. ¿Y dónde iba a ir ella entonces? Le decían que no estaba
preparada para vivir allí. Nunca había conseguido ningún título, sólo fingía
que lo había hecho. Y Darly, ¿por qué le decía cosas tan desagradables? Él
mismo había cumplido sesenta y ocho años y tampoco tenía dónde ir; para colmo,
Pace no lo trataba bien. Darly no se iba porque su única alternativa era
marcharse al asilo de los soldados. Además, las mujeres del rancho todavía se
arrastraban hasta su catre. Querían un vaquero y creían que él lo era. Vaya, ni
siquiera era capaz de levantarse de su litera por las mañanas. ¿Y dónde si no
iba a conseguir mujeres? “Después de la estación de trabajo fuerte en el rancho
–quiso decirle ella–, siempre tienes que ir al Hospital de Veteranos para que
te recompongan”. Pero ahora no se atrevía a ofenderlo.
La luna estaba a punto de salir. Apareció mientras
iban por el camino de tierra sin clasificar hacia el cruce donde el coche en
forma de torreta de Hattie descansaba sobre los rieles. Iban muy rápido, y
Darly conducía el camión salpicando tierra sobre el minero y su chica, que los
habían seguido en su coche.
–Ponte detrás del volante y conduce tú –le dijo Darly
a Hattie.
Ella subió al asiento. Esperando al volante, levantó
el rostro y dijo:
–Por favor, Dios mío, que no haya torcido el eje ni
roto el depósito del aceite.
Cuando Darly se metió debajo del parachoques del
coche de Hattie, el dolor de las costillas de pronto le cortó la respiración,
así que en vez de doblar la cadena del remolque la ató a todo lo largo. Se
levantó y volvió corriendo al camión con las botas en la mano. El movimiento le
parecía el único alivio para su dolor; ni siquiera la bebida le servía ya. Puso
el camión en marcha y empezó a tirar. Uno de los lados del coche de Hattie cayó
en la carretera con un estruendo de muelles. Ella se quedó sentada con la cara
descompuesta, asustada y golpeada por la conciencia, dándole al motor hasta que
lo ahogó.
El minero le gritó:
–La cadena es demasiado larga.
A Hattie la elevó en el aire el ruido de las ruedas.
Tuvo que tirarse por la ventanilla para salir porque el tirador de la puerta
llevaba años atascado por dentro. Hattie luchó para salir por el lado levantado
gritando:
–Será mejor que avise a los Swede. Y tú deberías
hacer señales. Va a pasar un tren.
–Venga, hazlo ya –dijo Darly–. Aquí no sirves de
nada.
–Darly, ten cuidado con mi coche. Ten mucho cuidado.
En ese lugar, el antiguo lecho del mar era plano y
bajo, y las luces del coche y del camión y del Chevrolet del minero eran
grandes y brillaban a treinta kilómetros de distancia. Hattie estaba demasiado
asustada para pensar en eso entonces. Todo lo que se le ocurría era que ella
era una vieja que siempre posponía las cosas; había vivido con esos retrasos;
había pensado en dejar de beber; lo había ido retrasando y ahora se había
cargado el coche: aquello era un fin terrible y suponía un juicio terrible para
ella. Bajó al suelo y, subiéndose la falda, empezó a pasar por encima de la
cadena.
Para demostrar que no había que acortar la cadena, y
para terminar con el asunto, Darly volvió a tirar del camión hacia delante. La
cadena se estiró y golpeó a Hattie en la rodilla. Ella cayó de bruces y se
rompió el brazo. Gritó:
–Darly, Darly, me he hecho daño. Me he caído.
–La vieja ha tropezado con la cadena –dijo el
minero–. Eche para atrás y yo tiraré por usted. No está consiguiendo nada.
El minero, borracho, se tiró al suelo en la
oscuridad, sobre las blandas cenizas rojas de la vía. Darly se había echado
hacia atrás para aflojar la cadena.
Darly también hirió al minero. Le arrancó la piel de
los dedos por echarse hacia delante antes de que la cadena estuviera asegurada.
Sin quejarse, el minero se envolvió la mano en el faldón de la camisa diciendo:
–Ahora que lo haga ella.
El viejo coche bajó de la vía y se quedó plantado a
un lado de la carretera.
–Ahí tienes tu maldito coche –le dijo Darly a Hattie.
–¿Está todo bien? –dijo ella. Tenía el lado izquierdo
del cuerpo cubierto de tierra, pero se las arregló para ponerse de pie,
jorobada y pesada, con las piernas anquilosadas–. Estoy herida, Darly –trató de
convencerlo.
–Al demonio si lo estás –dijo él. Creía que ella
estaba fingiendo para eludir la culpa. El dolor de las costillas lo
impacientaba especialmente con ella–. Cristo, si ya no puedes cuidar de ti
misma no tienes nada que hacer aquí.
–Tú también eres viejo –le dijo ella–. Mira lo que me
has hecho. No aguantas la bebida.
Esto lo ofendió mucho. Le dijo:
–Te voy a llevar a casa de los Rolfe. Para empezar,
son ellos los que te han dado de beber, así que será mejor que sean ellos los
que se preocupen por ti. Estoy harto de tus tonterías, Hattie.
Salió corriendo colina arriba. La cadena, la pala y
la palanca chocaron a los lados del camión. Ella estaba asustada, se agarraba
el brazo y se quejaba. Los perros de Rolfe saltaron para lamerla cuando
atravesó la verja. Ella se echó un poco hacia atrás llorando: “Abajo, abajo”.
–Darly –gritó en la oscuridad–, cuida de mi coche. No
lo dejes ahí en la carretera. Cuídalo, por favor.
Pero Darly, con su enorme sombrero y el gesto
torcido, pequeño y avinagrado, con un dolor furioso en las costillas, se largó
a gran velocidad.
–Dios, qué voy a hacer ahora –dijo ella.
Cuando Hattie abrió la puerta, los Rolfe se estaban
tomando una última copa antes de la cena, sentados junto al fuego de trozos de
traviesa de ferrocarril. Hattie tenía la rodilla ensangrentada, los ojos
enrojecidos del susto y el rostro grisáceo por el polvo.
–Me he herido –dijo desesperada–. He tenido un
accidente. Estornudé y perdí el control del volante. Jerry, ve a ver mi coche.
Está en la carretera.
Le vendaron la rodilla y la llevaron a casa y la
acostaron.
Helen Rolfe le envolvió el brazo en una manta
eléctrica.
–No me pongan la manta eléctrica –se quejó Hattie–.
El interruptor se enciende y se apaga y cada vez que lo hace pone en marcha el
generador y gasta gas.
–Ahora no es el momento de ser tacaña, Hattie –le
dijo Rolfe–. Por la mañana te llevaremos a la ciudad para que te examinen.
Helen telefoneará al doctor Stroud.
A Hattie le entraron ganas de decir: “¡Tacaña yo! Son
ustedes los tacaños. Yo simplemente no tengo nada. Tú y Helen están dispuestos
a pegarse el uno al otro por cualquier cosa cuando juegan canasta”. Pero los
Rolfe se portaban bien con ella; eran los únicos amigos que tenía allí. Darly
la habría dejado tirada en el patio toda la noche y Pace la habría vendido al
comerciante de huesos. Se la daría al matarife por un solo pavo.
De manera que no les contestó a los Rolfe, sino que
tan pronto se fueron de la casa amarilla, caminando bajo la clara luz de la
luna y el seto de boj para dirigirse a su propia caravana, Hattie apagó el
interruptor y oyó el pesado rugido del generador. Pronto empezó a sentir en el
brazo un auténtico dolor, más profundo, y se quedó rígida, calentándose la
parte herida con la mano. Le parecía que podía sentir cómo se le salía el
hueso. Antes de marcharse, Helen Rolfe le había echado encima una manta que había
pertenecido a India, la querida amiga de Hattie, de la que había heredado la
casita y todo su contenido. ¿Había estado la manta en la cama de India la noche
que murió? Hattie trató de recordar, pero tenía la cabeza hecha un lío. Estaba
bastante segura de que la almohada del lecho de muerte estaba en la buhardilla,
y le parecía que había puesto la ropa de aquella cama en el baúl. Entonces, ¿de
dónde había salido aquella manta? Ahora no podía hacer nada más que retirarla
del contacto directo con su piel. Le mantenía calientes las piernas y eso podía
aceptarlo, pero no la quería más cerca que eso.
Hattie veía cada vez más su vida como si, desde el
nacimiento hasta el presente, cada momento hubiera sido filmado. Su idea era
que cuando muriese vería la película en el otro mundo. Entonces sabría qué
aspecto tenía por la espalda, al regar las plantas, en el cuarto de baño,
dormida, tocando el órgano, besando: todo, incluso esta noche, en medio del
dolor, casi el último, quizá, porque ya no podría aguantar mucho más. ¿Cuántos
rincones y ángulos tenía que mostrarle todavía la vida? No podía quedar mucha
película. Estar allí echada despierta y tener esas ideas era lo peor del mundo.
Era mejor la muerte que el insomnio. Hattie no sólo amaba el sueño, también
creía en él.
El
primer intento de poner el hueso en su sitio no tuvo éxito. “Miren lo que me hicieron”,
le decía a sus visitantes, mientras les mostraba el descolorido pecho. Tras la
segunda operación empezó a desvariar. Tuvieron que levantar los lados de la
cama, porque en su delirio vagaba por las salas. Maldijo a las enfermeras
cuando la encerraron. “No pueden encerrar a la gente así, sin juicio. Estamos
en una democracia, brujas”. De Wicks había aprendido a decir palabrotas. “Él sí
que sabía decirlas”, solía decir. “A mí se me pegó inconscientemente”. Durante
varias semanas su mente no estuvo clara. Cuando estaba dormida parecía muerta;
tenía las mejillas hinchadas y la boca, que ya no sonreía, estaba pequeña y
redondeada. Helen suspiraba cuando la veía.
–¿Nos ponemos en contacto con su familia? –le
preguntó al médico.
Tenía la piel blanca y espesa y el pelo de color
castaño, un pelo abundante y muy seco. A veces les explicaba a sus amigas:
“Durante la guerra tuve una enfermedad tropical”.
El médico preguntó:
–¿Es que hay una familia?
–Hermanos viejos. Hijos de primos –dijo Helen.
Ella estaba tratando de pensar a quién llamarían a su
lecho de muerte (era lo suficientemente vieja como para eso). Rolfe velaría por
que se ocuparan de ella. Contrataría a enfermeras privadas. Hattie no podía
permitirse eso. Ya había gastado más de lo que tenía. Una empresa de
fideicomiso de Filadelfia le pagaba ochenta dólares al mes. Tenía también una
pequeña cuenta de ahorros.
–Supongo que dependerá de nosotros sacarla del apuro
–dijo Rolfe–. A menos que se presente el hermano que tiene en México. Es
posible que tengamos que telefonear a uno de esos viejos.
Al
final no hubo necesidad de llamar a ningún pariente. Hattie empezó a
recuperarse. Por fin reconocía a las visitas, aunque su mente todavía estaba
hecha un lío. Muchas cosas de las que habían sucedido no las recordaba.
–¿Cuánta sangre tuvieron que ponerme? –no dejaba de
preguntar–. Me parece recordar cinco, seis, ocho transfusiones distintas. La
luz del día, la luz artificial… –trataba de sonreír, pero aún no era capaz de
poner una cara agradable–. ¿Cómo voy a pagar? –decía–. A veinticinco pavos el
litro, el poquito dinero que tengo se va a acabar enseguida. La sangre se
convirtió en su tema de conversación constante, su preocupación. Se lo decía a
todos los que venían a verla:
–… y tuvieron que reemplazar toda esa sangre. Me
metieron litros y litros. Litros. Sólo espero que fuera toda buena –y aunque
estaba muy débil, empezó a sonreír y reír de nuevo. En su risa había más
silbidos entre dientes que antes; la enfermedad le había afectado el pecho.
–Ni cigarrillos ni alcohol –le dijo el médico a
Helen.
–Doctor –le preguntó ella–, ¿espera usted que cambie?
–De todas formas, es mi obligación decirlo.
–Es posible que una vida sin beber no le atraiga
demasiado –dijo Helen.
Su marido se rio. Cuando Rolfe se reía fuerte, uno de
sus ojos se volvía ciego. Su rostro irlandés se ponía rojo; y en el puente de
su pequeña y puntiaguda nariz la piel se volvía blanca.
–Hattie es como yo –dijo–. Estará en activo hasta que
acabe del todo. Y si el lago Sega se volviera de whisky ella haría uso de sus
últimas fuerzas para echar abajo su casa amarilla y construir con ella una
balsa. Seguiría así, flotando en el whisky. ¿Para qué hablar de abstinencia?
Hattie también reconocía el parecido entre ellos.
Cuando él venía a verla le decía:
–Jerry, tú eres el único al que le puedo hablar de
mis problemas. ¿Qué podría hacer para conseguir dinero? Tengo el seguro de
Hotchkiss. He estado pagando ocho dólares al mes.
–Eso no te servirá de mucho, Hat. ¿No tienes nada con
la Cruz Azul?
–Hace diez años que no lo pago. Quizá podría vender
alguna de mis propiedades.
–¿Y qué propiedades tienes? –le dijo él. Su ojo
empezó a flaquear de la risa.
–Vaya –dijo ella, desafiante–, pues hay más cosas.
Para empezar está la hermosa y preciosa alfombra persa que me dejó India.
–¡El carbón de la chimenea lleva quemándola años,
Hat!
–La alfombra está perfectamente –dijo ella con un
balanceo furioso de los hombros–. Un objeto precioso como ese nunca pierde su
valor. Y la mesa de roble del monasterio español tiene trescientos años.
–Con suerte podrías sacarle veinte pavos. Te costaría
cincuenta sacarla de aquí. Lo que tendrías que vender es la casa.
–¿La casa? –dijo ella. Sí, ella ya lo había pensado–.
Tendría que conseguir por ella veinte mil por lo menos.
–Ocho mil es un precio justo.
–Quince mil –ella estaba ofendida, y su voz recuperó
su fuerza–. India le puso ocho mil en dos años. Y no olvides que el lago Sego
es uno de los lugares más hermosos del mundo.
–Sí, pero ¿dónde está? A más de ochocientos
kilómetros de San Francisco y a más de trescientos de Salt Lake City. ¿Quién
quiere vivir aquí fuera más que unos cuantos excéntricos como tú, India y yo?
–Hay cosas a las que no se les puede poner precio.
Cosas hermosas.
–¡Maldita sea, Hattie! Tú no distingues la basura de
las cosas hermosas. No más que yo. Yo vivo aquí porque me gusta y tú porque
India te dejó la casa. Y justo a tiempo, además. Sin ella no habrías tenido
nada tuyo.
Sus palabras ofendieron a Hattie; más que eso, la
asustaron. Se quedó en silencio y después se puso a pensar, porque ella
apreciaba a Jerry Rolfe, y él a ella. Él tenía sentido común y, además, sólo
había dicho lo que ella ya pensaba. No dijo más que la verdad sobre la muerte
de India y la casa. Pero ella se dijo que él no lo sabía todo. Habría que
pagarle a un arquitecto de San Francisco diez mil dólares sólo para que pensara
una casa así. Antes de que empezara a dibujar una línea.
–Jerry –le dijo la anciana–, ¿qué voy a hacer con la
sangre del banco de sangre?
–¿Quieres un poco de la mía, Hat? –su ojo empezó a
cerrarse.
–No me serviría. Hace dos años que tuviste ese tumor.
Me parece que Darly debería dar un poco.
–¿El viejo? –Rolfe se rio de ella–. ¿Quieres matarlo?
–¡Vaya! –dijo Hattie furiosa, alzando el redondo
rostro. La fiebre y la transpiración le habían deshilachado el rizado flequillo
y por detrás de su cabeza el pelo se había enredado y apelmazado de tal manera
que tuvieron que afeitarlo–. Darly casi me mata. Es por su culpa por lo que
estoy en este estado. Debe de tener dentro algo de sangre. Corre detrás de
todas las mujeres; todas, las jóvenes y las viejas.
–Venga, tú también estabas borracha –dijo Rolfe.
–Llevo conduciendo borracha cuarenta años. Fue el
estornudo. Ay, Jerry, me siento como si me hubieran retorcido –dijo Hattie,
ojerosa, echándose hacia delante en la cama.
Pero su rostro estaba hendido por su tonta risa. No
era una persona que pudiera estar sin reír mucho tiempo; tenía la expresión de
una superviviente perenne.
Un
día sí y otro no iba a ver a la fisioterapeuta. La joven trabajaba el brazo por
ella; lo cual era un placer y un consuelo para Hattie, a quien le habría
encantado dejar toda la recuperación en sus manos. Sin embargo, le dieron otros
ejercicios que hacer, y esos no eran tan fáciles. Le instalaron una polea y
Hattie tenía que agarrar los dos extremos de una cuerda y balancearla hacia
delante y hacia atrás por la ruedecita chirriante. Movía los brazos por encima
de la cabeza y tosía por culpa del cigarrillo. Pero el ejercicio más importante
de todos lo eludía. En ese tenía que apoyar la palma de la mano contra la pared
al nivel de las caderas y, presionando lentamente con las puntas de los dedos,
hacer que la mano subiera hasta la altura del hombro. Aquello era doloroso y
muchas veces olvidaba hacerlo, aunque el médico la advirtió:
–Hattie, no querrás que aparezcan bandas
inflamatorias, ¿verdad?
Un destello de desesperación cruzó la mirada de
Hattie.
Entonces dijo:
–Ay, doctor Stroud, cómpreme mi casa.
–Yo soy soltero. ¿Qué iba a hacer con una casa?
–Yo conozco a una chica que le iría bien a usted: la
hija de mi prima. Encantadora y muy inteligente. Acaba de obtener el doctorado.
–A usted le tienen que hacer también muchas
proposiciones –le respondió el médico.
–Sólo las ratas locas del desierto. Me persiguen.
Pero cuando pague todas las cuentas me veré en una situación bastante mala.
Ojalá pudiera devolver toda esa sangre del banco de sangre. Entonces estaría
mucho más tranquila.
–Si no hace lo que le dice la terapeuta, Hattie,
tendrán que operarla otra vez. ¿Sabe usted lo que son las bandas inflamatorias?
Sí que lo sabía. Pero Hattie pensó: ¿cuánto tiempo
más voy a tener que ocuparme de mí misma? Le irritaba oírlo hablar de otra
operación. Tuvo un momento de pánico, pero lo disimuló. Con él, con este joven
cuya piel ya era tan espesa como el suero de la leche y cuyo pelo castaño
estaba tan seco como la muerte, siempre adoptaba el papel de una niña. Con una
vocecita infantil le dijo:
–Sí, como todo el mundo –pero tenía el corazón
furioso. Día y noche se repetía, sin embargo: Yo he visitado el valle de las
sombras. Pero ahora estoy viva. Estaba débil, era vieja, no era capaz de seguir
una idea con mucha facilidad, sentía que la cabeza le daba vueltas. Pero seguía
allí; allí seguía su cuerpo, un cuerpo que llenaba un espacio, un gran cuerpo.
Y aunque tenía preocupaciones y problemas, y de vez en cuando le parecía que el
brazo le iba a dar la última de todas las puñaladas; y aunque su pelo era viejo
y gastado, como raíces de cebolla, y revuelto como si nadara bajo el peine, se
sentaba y se entretenía con las visitas; su gran sonrisa le dividía la cara; su
corazón se calentaba con cada palabra amable.
Y pensó: la gente me ayudará a salir de esto. Nunca
me ha sentado bien preocuparme. En el último minuto siempre ha surgido algo,
cuando yo menos lo esperaba. Marian me quiere. Helen y Jerry me quieren. Half
Pint me quiere. Nunca me dejarían tirada. Y yo también los quiero a ellos. Si
esto les pasara a ellos, yo nunca los dejaría en la estacada.
Por encima del horizonte, en una enorme extensión que
Hattie visitaba sola ocasionalmente, surgían a veces los rasgos de India, su
sombra. India estaba indignada y le reñía. No era mala. No realmente. Poca
gente había sido realmente mala con Hattie. Pero India está enfadada con ella.
–El jardín se está yendo al diablo, Hattie –le
decía–. Todos los setos de lilas están marchitos.
–Pero ¿qué puedo hacer yo? La manguera está podrida. Se
rompió. No alcanza ya.
–Pues entonces cava una trinchera –le decía el
fantasma de India–. Haz que el viejo Sam cave una trinchera. Pero salva los
setos.
¿Sigo siendo una criada?, se dijo Hattie. No, pensó,
que cada uno se ocupe de lo suyo.
Pero ahora no desafiaba a India más de lo que lo
había hecho cuando vivían juntas. Se suponía que Hattie tenía que mantener a
India alejada de la botella, pero muchas veces las dos empezaban a
emborracharse después del desayuno. Olvidaban vestirse, y en bragas vagaban las
dos por la casa y se chocaban una con otra, para después desesperarse por haber
sido tan débiles. Por la tarde se sentaban en el salón, esperando la puesta del
sol. El sol se iba encogiendo, quemándose sobre los bordes afilados de las montañas.
Cuando el sol se ocultaba, la furia de la luz del día se suavizaba y las
superficies de las montañas se ponían más azules, rotas, como acantilados de
carbón. A ella le recordaban caras. Por el este empezaban a aparecer estrellas
y el lago parecía menos inhumano y altanero. Al final India decía: “Hattie, ha
llegado la hora de encender las luces”. Y Hattie tiraba de las cadenitas de las
lámparas, varias de ellas, para dar un buen tirón al generador. Encendía
algunas de las sofisticadas lámparas de estilo siglo XVIII cuyas pantallas
salían de los cuerpos como alas de libélula. El motor del cobertizo se
arrastraba, después escupía, después se cargaba con un estrépito y la primera
débil luz se alzaba desigual en las bombillas.
–¡Hattie! –gritaba India.
Después de beber estaba arrepentida, pero esa
penitencia también afectaba a Hattie, y mientras peor era su humor, más
británico se volvía su acento.
–¿Dónde demonios estás, Hattie?
Después de su muerte, Hattie encontró algunos poemas
que había escrito en los que a ella, a Hattie, la mencionaba con afecto e
incluso de manera conmovedora. Aquello era algo bueno: la literatura, la
educación, la clase. Pero el interés de Hattie por las ideas era muy escaso,
mientras que India había viajado por todo el mundo. India estaba acostumbrada a
codearse con las compañías más selectas. Pretendía hablar con ella de religión
oriental, de Bergson y Proust, y Hattie no tenía cabeza para eso, de manera que
India le echaba la culpa de que bebía.
–No puedo hablar contigo –le decía–. No entiendes de
religión ni de cultura. Yo estoy aquí porque no puedo ir a ningún otro sitio.
Ya no puedo vivir en Nueva York. Es demasiado peligroso para una mujer de mi
edad vagar borracha por la calle de noche.
Y Hattie, al hablar sobre India con sus amigos del
oeste, les decía:
–Es toda una dama –dando a entender que eran
iguales–. Es una persona creativa –por eso era por lo que congeniaban tanto la
una con la otra–. Pero está completamente desamparada. Vaya, ni siquiera sabe
ponerse la faja sola.
–¡Hattie! Ven aquí. ¡Hattie! ¿Sabes lo que es la
pereza?
Desvestida, India se sentaba en la cama con el
cigarrillo en la mano borracha y arrugada y hacía quemaduras en las plantas. En
el orgullo de Hattie dejó también muchas pequeñas heridas. La trataba como a
una criada.
Llorando, India le pedía después perdón.
–Hattie, por favor no me condenes en tu corazón.
Perdóname querida, sé que soy mala. Pero con mi maldad me hiero más a mí que a
ti.
Hattie solía ponerse muy rígida. Alzaba el rostro con
la nariz enrojecida y los ojos hinchados y decía:
–Yo soy cristiana. Nunca guardo rencor –y a fuerza de
repetir eso llegaba de hecho a perdonar a India.
Pero por supuesto Hattie no tenía marido ni hijos ni
habilidades ni ahorros. Y nadie sabe lo que habría hecho si India no hubiera
muerto dejándole la casa amarilla.
Jerry Rolfe le dijo en privado a Marian, la amiga de
Hattie, que se dedicaba a los negocios en la ciudad:
–Hattie no es capaz de hacer nada por sí sola. Si yo
no hubiera estado por allí durante la tormenta de nieve del cuarenta y cuatro,
tanto ella como India se hubieran muerto de hambre. Siempre ha sido descuidada
y perezosa y ahora ya no es capaz siquiera de echar a una vaca del patio. Está
demasiado débil. Lo que tendría que hacer es irse al este con su maldito
hermano. Hattie habría acabado en el asilo de los pobres si no hubiera sido por
India. Pero, además de la maldita casa, India le debió haber dejado algún
dinero. No usó su maldita cabeza.
Cuando
Hattie volvió al lago se quedó en casa de los Rolfe.
–Bueno, vieja tortuga –le dijo Jerry, ya tienes mejor
aspecto.
En efecto, con los ojos alegres, el cigarrillo en la
boca y el pelo recién rizado y cayéndole por la frente, parecía que había
vuelto a triunfar. Estaba pálida, pero sonreía, se reía y sostenía un bourbon a
la antigua con una cereza y una rodaja de naranja dentro. Estaba racionada: los
Rolfe le permitían tomar dos al día. Helen se dio cuenta de que tenía la
espalda más inclinada que antes. Las rodillas las tenía hacia fuera y las
apoyaba débilmente; los pies, sin embargo, los metía hacia dentro.
–Ay, queridos Helen y Jerry, estoy tan agradecida,
tan contenta de haber vuelto al lago… Ahora puedo volver a cuidar de mi casa, y
estoy aquí para ver la primavera. Es más hermoso que nunca.
Mientras Hattie estuvo fuera había llovido mucho. Las
lilas, que florecían únicamente si el invierno había sido húmedo, brotaban de
la tierra suelta, especialmente alrededor del pozo de marga; pero incluso en el
granito quemado parecían crecer. Estaba empezando a aparecer el melocotonero
del desierto, y en el patio de Hattie los rosales se estaban llenando de hojas.
Las rosas eran amarillas y abundantes, y el perfume que exhalaban era como el
de las hojas húmedas de té.
–Antes de que empiece a hacer calor suficiente para
que salgan las serpientes de cascabel –le dijo Hattie a Helen–, deberíamos
subir al rancho de Marky a buscar berros.
Hattie iba a ocuparse de muchas cosas, pero aquel año
el calor llegó pronto y, como no había televisor para mantenerla despierta, se
pasaba dormida la mayor parte del día. Era capaz de vestirse sola, aunque había
pocas cosas más que pudiera hacer. Sam Jervis preparó la polea para ella en el
porche y de vez en cuando ella se acordaba de utilizarla. Las mañanas en que
tenía fuerza se acercaba a su propia casa, a examinar las cosas, sentirse
importante y darle órdenes a Sam Jervis y Wanda Gingham. A los noventa, Wanda,
que era una india shosone, seguía siendo una excelente costurera y limpiadora.
Hattie examinó su coche, que estaba estacionado bajo
un álamo. Probó el motor. Sí, la vieja carcacha todavía funcionaba. Orgullosa y
contenta, escuchó el sonido de los cilindros; el viejo y seco tubo de escape se
estremeció cuando el humo salió por detrás. Trató de hacer funcionar la palanca
de cambios, de mover el volante. Pero eso todavía no podía hacerlo. Sin
embargo, ella confiaba en que pronto podría.
En la parte trasera de la casa, el terreno se había
hundido un poco por encima de la fosa séptica y unas cuantas de las viejas
traviesas de ferrocarril se habían podrido encima. Aparte de eso, todo estaba
bien. Sam había cuidado del jardín. Había preparado un nuevo cerrojo para la
cancela después de que los caballos de Pace –quizá porque nunca pudo permitirse
mantenerlos con heno– se habían metido allí y Sam los encontró pastando y los
echó. Por suerte no le habían estropeado muchas plantas. Hattie sintió por un
momento una furia salvaje contra Pace. Ella estaba segura de que Pace había
llevado los caballos a su casa para que comieran gratis. Pero su rabia no duró
mucho. Se reabsorbió en la sensación de dorado placer que la envolvía. Ella
tenía poca fuerza, pero todo lo que tenía era un placer para ella. De manera
que perdonó incluso a Pace, aquel que deseaba echarla de su casa, que siempre
la había utilizado, avergonzado, engañado jugando a las cartas y estafado. Todo
lo que Pace hacía lo hacía por sus caballos. Estaba loco por los caballos. Lo
estaban arruinando. Los caballos de carreras eran una diversión de millonario.
Hattie vio los animales a distancia, pastando sin
silla, las yeguas parecían desnudas; le recordaban a mujeres desnudas que
pasearan sus brillantes costados por las lilas encrespadas en el suelo. Las
flores eran amarillentas, como la lana, pero fragantes; las yeguas, desnudas y
tranquilas, paseaban por en medio de ellas. Su paso, su perfecta belleza, el
sonido de sus cascos sobre la piedra, tocaron algo profundo en el corazón de
Hattie. Todo el mundo conocía su amor por los caballos, las aves y los perros. Los
perros encabezaban la lista. Y en ese momento un trozo cortado de una manta
verde le recordó a Hattie a su perro Richie. La manta la había cortado ella y
la había hecho tiras que había colocado bajo las puertas para que no entraran
las corrientes de aire. En la casa encontró más recuerdos de él: pelos que
había dejado en los muebles. Hattie iba a pedirle prestada la aspiradora a
Helen, pero en realidad no había bastante corriente para que tirara como debía.
En el pomo de la puerta de la habitación de India estaba colgado el collar del
perro. Hattie había decidido que se iba a trasladar al lecho de India cuando le
llegara la hora de morir. ¿Por qué tenía que haber dos lechos de muerte en la
casa? Una mirada peligrosa se le instaló en los ojos, los labios apretados de
manera imponente. “Te sigo –dijo, hablándole a India con voz interior–, así que
no te preocupes”. Al final ella también tendría que dejar la casa amarilla. Y,
al entrar en la sala, pensando en el testamento, suspiró. Pronto tendría que
pensar en eso. El abogado de India, Claiborne, le ayudaba con esas cosas. Le
había telefoneado a la ciudad, mientras estaba con Marian, y lo había hablado
todo con él. Él le había prometido que trataría de vender la casa; quince mil
era el precio más bajo que aceptaba ella. Si no encontraba comprador, quizá
podría encontrar a un inquilino. Doscientos dólares al mes fue la renta que
fijó. El hombre se echó a reír. Hattie le dirigió una de aquellas miradas
orgullosas y opacas que siempre adoptaba cuando estaba enfadada. Le dijo
altanera:
–¿Para el verano en Sego Lake? Me parece razonable.
–Compite usted con el rancho de Pace.
–Pues vaya, si allí la comida es asquerosa. Y además
Pace engaña a la gente –dijo Hattie–. De verdad los engaña, a las cartas. Nunca
me pillará usted jugando al blackjack con él.
¿Y qué iba a hacer, pensó Hattie, si Claiborne no
conseguía ni alquilar ni vender la casa? Esta pregunta la apartaba de su mente
con tanta frecuencia como se le ocurría. No tengo por qué ser una carga para
nadie, pensaba Hattie. Muchas otras veces la cosa se ha puesto fea, pero cuando
llegaba el momento de la verdad me las arreglé. De alguna manera. Pero se
discutía a sí misma: ¿Cuántas veces? ¿Cuánto tiempo? Dios: soy una vieja débil,
no sirvo para nada. ¿Quién tenía derecho a poseer propiedades?
Estaba sentada en el sofá, que era muy viejo –era el
de India– y tenía dos metros y medio de largo y forma de riñón, y estaba
hinchado y calvo. Un rosado brillo asomaba por debajo del color verde original;
los cojines tapizados recordaban a las almohadillas de las patas de los perros,
porque entre ellos había matas de pelos. Aquí Hattie se recostaba, para
descansar, con las rodillas muy separadas y un cigarrillo en la boca, los ojos
medio cerrados pero con muy buena vista. Las montañas parecían estar no a veinticinco
kilómetros sino a quinientos metros de distancia, el lago era una banda azul; y
un olor parecido al de las rosas, aunque aún no estaban abiertas, ya impregnaba
el aire, porque Sam las estaba regando al calor. Agradecida, Hattie gritó:
“¡Sam!”.
Sam era muy viejo y todo piernas. Sus pies eran
enormes. La vieja chaqueta del ferrocarril la llevaba apretada en la espalda
por lo jorobado que estaba. Un dedo doblado con la uña grande y ancha sobre la
boca de la manguera hacía que el agua se rociara y brillara. Contento de ver a
Hattie, volvió la larga mandíbula, vacía de dientes, y los grandes ojos azules,
que parecían volverse hacia atrás para penetrar en sus sienes (era su rostro el
que se volvía del revés, no su cuerpo) y dijo:
–Vaya, Hattie. ¿Has conseguido llegar a casa hoy?
Bienvenida, Hattie.
–Toma una cerveza, Sam. Ven por la puerta de la
cocina y te daré una cerveza.
Ella nunca dejaba a Sam entrar en la casa por la
enfermedad de la piel que padecía. Tenía trozos pelados en la barbilla y detrás
de las orejas. Hattie tenía miedo de que la infectara si la tocaba, pues había
decidido que lo que tenía era impétigo. Le daba la lata de cerveza, nunca un
vaso, y se ponía guantes para tocar las herramientas del jardín. Como él no
aceptaba dinero de ella –Wanda Gingham cobraba un dólar al día–, Hattie hacía
que Marian buscara ropas viejas para él en la ciudad y dejaba comida en la
puerta del vagón con olor a humedad y leña que habitaba.
–¿Cómo tienes el ala, Hat? –le preguntó.
–Ya va sanando. Podré conducir el coche antes de que
te des cuenta –le respondió ella–. Para el Primero de Mayo estaré conduciendo
de nuevo –todas las semanas retrasaba un poco la fecha–. Para el Día de los
Caídos espero volver a estar como antes –le dijo.
A mediados de junio, sin embargo, seguía sin poder
conducir. Helen Rolfe le dijo:
–Hattie, Jerry y yo nos vamos a Seattle la primera
semana de julio.
–Vaya, no me lo habían dicho –dijo Hattie.
–No me digas que es la primera vez que lo oyes –dijo
Helen–. Lo hemos estado diciendo desde el principio, antes de Navidad.
No era fácil para Hattie encontrarse con su mirada.
Al final bajó la cabeza. Su rostro se puso muy seco, especialmente los labios.
–Bueno, no es necesario que se preocupen por mí.
Estaré bien aquí –dijo.
–¿Quién va a cuidar de ti? –dijo Jerry.
Él mismo no eludía ninguna cuestión y no toleraba que
nadie eludiera las cosas. Pero, como sabía muy bien Hattie, con ella hacía todo
lo posible. Pero ¿quién iba a ayudarla? No podía contar con su amigo Half Pint,
realmente tampoco podía contar con Marian. Sólo había tenido a los Rolfe.
Helen, que trataba de ser firme, la miró y movió la cabeza tristemente sin
darse cuenta, a veces asintiendo y a veces como si no estuviera de acuerdo.
Hattie, con su voz interior, la insultó: ojos de bruja. No puedo estar como
ella porque soy vieja. ¿Es eso justo? Y sin embargo ella admiraba los ojos de
Helen. Hasta la piel que los rodeaba, ligeramente arrugada, pesada por debajo,
era conmovedora y hermosa. Tenía una pesadez en el busto que le iba, como por
acoplamiento, a la pesadez de los ojos. La cabeza, las manos y los pies debían
haber pertenecido a un cuerpo más delgado. Helen, según Hattie, era lo más
parecido a una hermana que tenía. Pero no tenía ningún motivo para ir a
Seattle: nada verdaderamente importante. ¿Por qué demonios tenían que ir a
Seattle? Era sólo ociosidad, unas vacaciones. La única razón era la propia
Hattie; esa era su manera de decirle que había un límite a lo que podía esperar
que hicieran por ella. La nerviosa cabeza de Helen tembló, pero su decisión era
firme. Sabía lo que le estaba pasando a Hattie por la cabeza. Como Hattie, era
una mujer ociosa. ¿Por qué iba a valer más su derecho a la ociosidad? ¿Por el
dinero?, pensó Hattie. ¿Por la edad? ¿Porque ella tiene un marido? ¿Porque ella
tiene una hija que fue al Swarthmore College? Pero entonces se le ocurrió una
idea interesante. A Helen le disgustaba estar ociosa, mientras que la propia
Hattie no se planteaba ningún problema por ello: una vida ociosa era todo para
lo que servía. Pero para ella todo había sido cuesta arriba, porque cuando
Waggoner obtuvo el divorcio no le quedó ni un centavo. Incluso tuvo que
mantener a Wicks durante siete u ocho años. Menos con los caballos, Wicks no
tenía sentido común. Y después había tenido que recoger toneladas de basura de
India. Yo soy la elegida, se dijo Hattie. Yo sabría qué hacer con las ventajas
que tiene Helen. Ella sólo sufre por ellas. Y si quiere dejar de ser una mujer
ociosa, ¿por qué no empieza conmigo, su vecina? La piel de Hattie, a pesar de
toda su hinchazón, ardía de rabia. Le dijo a Rolfe y Helen:
–No se preocupen. Me las arreglaré. Pero si me caigo
al lago, estarán diez veces más solos que antes. Ahora vuelvo a mi casa.
Alzó el viejo y ancho rostro y sus labios parecían
los de una niña enojada. Nunca iba a retirar lo que había dicho.
Pero el problema no era un problema normal. Hattie
era consciente de que divagaba, olvidaba los nombres y contestaba cuando no
había hablado nadie.
–Simplemente no podemos hacernos cargo de ella –decía
Rolfe–. Y lo que es más, debería estar cerca de ella un médico. Tiene siempre
la pistola cargada para disparar en caso de que le ocurra algo en su casa. Pero
¿quién sabe a quién le va a disparar? No creo que fuera Jacamares el que mató a
ese perro suyo.
Rolfe entró al patio el día después de que ella se
mudara a la casa amarilla de nuevo y le dijo:
–Voy a la ciudad. Puedo traerte un poco de comida si
quieres.
Ella no podía permitirse rechazar su oferta, aunque
estuviera enfadada, y le dijo:
–Sí, tráeme algo del mercado de la calle Mountain.
Que lo apunten en mi cuenta.
Sólo tenía unos pocos camarones congelados y algunas
latas de cerveza en el refrigerador. Cuando se marchó Rolfe puso a descongelar el
paquete de camarones.
En realidad, en el oeste la gente solía ayudar a los
demás. Ahora Hattie se consideraba una de las pioneras. La raza moderna había
llegado más tarde. Después de todo, ella había vivido en el campo como una
veterana. Wicks salía a cazar para la cena de Navidad y ella la cocinaba:
venado. Los cazaba en la reserva, y si los indios lo hubieran atrapado habrían
tenido que pagar una barbaridad de multa.
Hacía calor, las nubes pesaban calmas en un gran
cielo. El horizonte era tan ancho que en el lago debía parecer un plato de
leche. ¡Leche!, pensó Hattie. Decían que seiscientos metros más abajo, tan
profundo que ningún cadáver podría recuperarse nunca, había un cuerpo que se
movía con la corriente. Y había rocas como colmillos, y manantiales calientes,
y en el fondo había peces incoloros que nunca se podían atrapar. Ahora que los
pelícanos blancos estaban anidando, patrullaban por las rocas en busca de serpientes
y otros ladrones de huevos. Eran tan grandes y volaban tan bajo que uno podía
imaginar que eran ángeles. Hattie ya no visitaba la orilla del lago; la
caminata la agotaba. Ahorraba sus fuerzas para ir al bar de Pace por las
tardes.
Se quitó los zapatos y las medias y caminó de un
extremo al otro de la casa. Del lado de la tierra vio a Wanda Gingham sentada
cerca de las vías, donde su bisnieto jugaba con la suave gravilla roja. Wanda
llevaba puesto un gran chal rojo y la cabeza al desnudo. Todo en ella era… Era
nada, pensó Hattie; se había tomado un trago, rompiendo su propia norma. Nada
más que montañas, tiradas como si fueran cuerpos de hombre; la salvia era el
pelo de sus pechos.
El cálido viento trajo polvo del pozo de marga. Ese
polvo blanco hacía que el cielo fuera menos azul. Al lado del agua estaban los
pelícanos, puros como almas, ligeros como ángeles, bendiciendo el aire mientras
volaban con sus grandes alas.
¿Debía o no decirle a Sam que hiciera algo con la
enredadera de la chimenea? Los gorriones anidaban en ella, y eso a Hattie le
daba alegría. Pero durante todo el verano las serpientes los perseguían y a
ella le daba miedo andar por el jardín. Cuando los gorriones aterrizaban en el
suelo para buscar semillas daban un salto gracioso; ponían las patas tiesas y
echaban el polvo hacia atrás con los pies. Hattie se sentaba a su vieja mesa de
monasterio español, observándolos en medio de la morbosa calidez del día,
agarrándose las manos, con una risita triste. Los setos estaban llenos de rosas
amarillas, y ahora la mitad ya estaban podridas. Los lagartos se abrían paso de
sombra en sombra. El agua era suave como el aire, chillona como la seda. Las
montañas sucumbieron, durmiéndose en medio del calor. Adormilada, Hattie yacía
en el salón, rodeada de aquellos cojines que le seguían pareciendo patas de
perro. La venció el sueño y cuando se despertó era ya medianoche. Como no
quería alarmar a los Rolfe encendiendo las luces, aprovechó la luz de la luna
para comerse unos cuantos camarones descongelados e ir al baño. Se desvistió,
se metió en la cama y se acostó allí sintiendo el dolor de su brazo. Ahora se
daba cuenta de cuánto echaba de menos a su perro. Todo el asunto del perro le
pesaba mucho en el alma. Estuvo a punto de echarse a llorar pensando en él y se
durmió oprimida por el secreto.
Supongo que será mejor que me tranquilice un poco,
pensó Hattie, nerviosa, por la mañana. No puedo limitarme a dormir. Ella sabía
cuál era su problema. Antes de plantearse cualquier cuestión seria, su mente se
daba por vencida. Se dispersaba, se dividía. Se decía a sí misma: veo las cosas
brillantes, pero yo me siento borrosa. Supongo que ya no soy tan animada como
era. Quizá me estoy volviendo un poco tocada de la cabeza, como mi madre. Pero
no era tan vieja como había sido su madre cuando hacía aquellas cosas extrañas.
A los ochenta y cinco años había que frenar a su madre para que no saliera
desnuda a la calle. Todavía no estoy tan mal como eso. ¡Gracias a Dios! Sí, me
metí en las salas de los hombres, pero eso fue cuando tenía fiebre, y además
llevaba puesto el camisón.
Se tomó una taza de Nescafé que la confirmó en su
determinación de hacer algo por sí misma. En el mundo sólo tenía a su hermano
Angus a quien acudir. Su hermano Will había llevado una vida dura y ahora era
un viejo bebé que los volvía locos a todos. Era demasiado gruñón, pensó Hattie.
Además, estaba furioso porque ella había vivido mucho tiempo con Wicks. Pero
Angus la perdonaría. Sin embargo, él y su mujer no eran de su clase. Con ellos
no podría beber, no podría fumar, tendría que ser prudente con lo que decía y
tendría que esperar a que leyeran un capítulo de la Biblia antes del desayuno.
Hattie no podía soportar tener que esperar para las comidas. Además, por fin
tenía una casa de su propiedad. ¿Por qué iba a tener que dejarla? Nunca había
poseído nada antes. Y ahora no le permitían disfrutar de su casa amarilla. Pero
la voy a conservar, se dijo a sí misma con rebeldía. Juro ante Dios que la
conservaré. Vaya, si acabo de llegar. No he tenido tiempo. Y salió al porche a
trabajar con la polea y hacer algo respecto a las bandas inflamatorias de su
brazo. Ahora estaba segura de que estaban allí. ¿Qué voy a hacer? se gritó así
misma. ¿Qué voy a hacer? ¿Por qué se me ocurrió ir a casa de los Rolfe aquella
noche? ¿Y por qué perdí el control en el cruce? Ahora ya no podía decir
“estornudé”. Ni siquiera podía recordar lo que había pasado, excepto que veía
las rocas y los rieles azules y torcidos y a Darly. Todo era culpa de Darly. Él
mismo estaba enfermo y viejo. Él era el que no podía arreglárselas solo. Le
envidiaba su casa y su vida pacífica de mujer. Desde que volvió del hospital ni
siquiera había ido a visitarla. Sólo decía: “Demonios, lo siento por ella, pero
fue culpa suya”. Lo que más le dolía era que ella hubiera dicho que él no era
capaz de beber.
La
furia y los juramentos no servían de nada. Ella seguía siendo la misma vieja
testaruda. Ahora tenía que contestar a una carta de los seguros Hotchkiss y
acudir a la entrevista. Iba a telefonear a Claiborne, el abogado, pero se le
olvidó. Una mañana le anunció a Helen que le parecía que iba a solicitar el
ingreso en una institución de Los Ángeles que se hacía cargo de los bienes de
los ancianos y los administraba por ellos. Te daban unos departamentos junto al
mar y las comidas y la atención médica estaban incluidas. Había que entregarles
la mitad de las propiedades.
–Me parece justo –dijo Hattie–. Lo que hacen es una
apuesta. Yo podría vivir hasta los cien años.
–No me sorprendería –dijo Helen.
Sin embargo, Hattie nunca llegó a pedir el prospecto
a Los Ángeles. No obstante, Jerry Rolfe se encargó de escribirle una carta a su
hermano Angus sobre el estado en que ella se encontraba. Y también mantuvo una
conversación con Amy Walters, la viuda del minero de oro que vivía en Fort
Walters, como lo llamaba la anciana. El fuerte era un viejo edificio de
hormigón alquitranado encima de la mina. El pozo hacía que no fuera necesario
tener una fosa séptica. Desde la muerte de su segundo marido nadie había buscado
oro allí. En un montón de piedras cerca de la carretera habían colocado un
cartel rojo que decía FORT WALTERS. Detrás tenía una bandera. Allí se izaba
todos los días la bandera estadunidense.
Amy estaba trabajando en el jardín; llevaba puesta
una de las viejas camisas del difunto Bill. Bill había traído agua desde las
montañas en un acueducto casero para que ella pudiera cultivar sus propios
melocotones y verduras.
–Amy –dijo Rolfe–, Hattie ha vuelto del hospital y
vive completamente sola. Tú no tienes a nadie y ella tampoco. No voy a dar
muchos rodeos: ¿por qué no viven juntas?
El rostro de Amy tenía mucha delicadeza. Sus baños
invernales en el lago, sus sopas de verdura, los valses que tocaba para ella
sola en el gran piano que tenía junto a la chimenea, las historias de
asesinatos que leía hasta que la caída de la noche la obligaba a cerrar el
libro: esa vida que llevaba la había vuelto lejana. Parecía delicada, pero no
había forma de afectar su compostura, no podían tocarla. Era algo muy extraño.
–Hattie y yo tenemos costumbres distintas, Jerry
–dijo Amy–. Y a Hattie no le agradaría mi compañía. No puedo beber con ella. Yo
soy abstemia.
–Eso es cierto –dijo Jerry, recordando que Hattie se
refería a Amy como si fuera un fantasma. No podía hablarle a Amy de la
solitaria muerte que le esperaba. Hoy no había en el árido cielo ni una nube, y
tampoco había ninguna sombra de muerte para Amy. Ella estaba tranquila, parecía
tener un suministro continuo de una especie del fluido puro que podía alimentar
su vida lentamente durante muchos años todavía.
Le dijo:
–A una mujer como Hattie le podría pasar todo tipo de
cosas en la casa amarilla, y nadie se enteraría.
–Eso es cierto. No sabe cuidarse.
–No puede. Su brazo no ha sanado.
Amy no dijo que lo sintiera. En lugar de esas palabras,
se hizo un silencio que podría haber significado eso. Entonces dijo:
–Yo podría ir allí algunas horas al día, pero ella tendría
que pagarme.
–Venga, Amy, sabes tan bien como yo que Hattie no tiene
dinero, no mucho más que su pensión. Sólo la casa.
Enseguida Amy dijo, sin dejar pausa entre las palabras
de él y las suyas:
–Yo la cuidaría si ella aceptara dejarme la casa a mí.
–¿Quieres decir que la dejara en tus manos? –dijo Rolfe–.
¿Para administrarla?
–No. En su testamento. Para que me perteneciera a mí.
–Vaya, Amy, ¿y qué harías tú con la casa de Hattie? –dijo
Rolfe.
–Sería mi propiedad, eso es todo. La tendría yo.
–Quizá tú le podrías dejar a ella Fort Walters en tu testamento
–dijo él.
–Ay, no –dijo ella–. ¿Por qué? Yo no le estoy pidiendo
ayuda a Hattie. No la necesito. Hattie es una mujer de la ciudad.
Rolfe
no podía volver a Hattie con esa propuesta. Era demasiado prudente como para mencionarla
su testamento.
Pero Pace no tenía tanto cuidado con los sentimientos
de Hattie. Para mediados de junio, Hattie había empezado a visitar su bar regularmente.
Tenía tantas cosas en que pensar que no podía quedarse en casa. Cuando Pace entró
un día del patio –había estado guardando las ruedas del camión de los caballos y
se estaba limpiando la grasa de los dedos– le dijo con su brusquedad habitual:
–¿Qué te parecería que te pagara cincuenta pavos al mes
durante el resto de tu vida, Hat?
Hattie tenía en la mano el segundo bourbon a la antigua
del día. En el bar hacía como que estaba respetando el límite; pero ya había empezado
a beber en su casa. Uno antes del almuerzo, uno durante y uno después. Empezó a
sonreír, esperando que Pace hiciera una de sus bromas. Pero él llevaba el sombrero
de vaquero en forma de ala tan derecho como un cuáquero, y había bajado la barbilla,
señal de que hablaba en serio. Ella dijo:
–Eso sería agradable, pero ¿cuál es la trampa?
–No hay trampa –dijo él–. Esto es lo que haríamos: yo
te daría quinientos dólares en efectivo y cincuenta dólares al mes durante el resto
de tu vida, y tú me dejarías alojar a algunos vaqueros en la casa amarilla, y me
dejarías la casa a mí en tu testamento.
–¿Qué clase de trato es ese? –dijo Hattie, cambiando de
actitud–. Creía que éramos amigos.
–Es el mejor trato que vas a conseguir nunca –le dijo
él. El calor era sofocante, pero hasta ahora Hattie había pensado que era agradable.
Había estado soñolienta pero cómoda, preparada para empezar a disfrutar del día;
pero ahora sentía que esa crueldad e injusticia habían estado esperando para atacarla,
y pensó que habría preferido morir en el hospital a desilusionarse tanto. Gritó:
–Todos quieren echarme. Eres un tramposo, Pace. ¡Dios!
Te conozco. Elige a otra persona. ¿Por qué tienes que cebarte conmigo? ¿Sólo porque
da la casualidad de que estoy aquí?
–Vaya, no, Hattie –le dijo él, tratando de ser más cuidadoso–.
Era sólo una oferta de negocio.
–¿Por qué no me das algo de sangre para el banco si eres
tan amigo mío?
–Bueno, Hattie, de todas formas, bebes demasiado y no
tendrías que haber estado conduciendo por ahí.
–Estornudé, y tú lo sabes. Todo pasó porque estornudé.
Todo el mundo lo sabe. Yo no te daría mi casa. Antes se la daría a los leprosos.
Tú dejarías que me llevaran y nunca me enviarías ni un centavo. Nunca le pagas a
nadie. Ni siquiera puedes comprar ya al por mayor en la ciudad porque nadie se fía
de ti. Estoy pasando un mal momento, eso es todo, un mal momento. Sigo diciendo
que este es mi único hogar en el mundo, aquí es donde están mis amigos, y el tiempo
siempre es perfecto y el lago es hermoso. Pero ahora deseo que este maldito sitio
solitario se vaya al infierno. No es humano, como tampoco lo eres tú. Pero estaré
aquí el día que el sheriff venga a llevarse tus caballos: ¡no te preocupes! ¡Estaré
aquí bailando y aplaudiendo!
Entonces él le dijo que otra vez estaba borracha, y lo
estaba, pero estaba más que eso, y aunque la cabeza le daba vueltas decidió volver
a casa enseguida y ocuparse de algunas cosas que había estado postergando.
Se sentó a la mesa con bolígrafo y papel, tratando de
pensar qué iba a escribir.
“Quiero que esto conste –escribió–. Podría darme de patadas
en la cabeza cuando pienso cómo me ha engañado. Yo he sido su presa fácil un millón
de veces. Como aquella vez que un borracho estrelló su avión a la orilla del lago.
Ante el jurado él hizo que yo cargara con toda la culpa. Declaró que cuando yo trabajaba
para él me había dado instrucciones de que nunca admitiera a ningún borracho. Y
aquel piloto estaba muy borracho. Sólo llevaba encima una camiseta y unos pantalones
cortos y volaba desde Sacramento hacia Salt Lake City. En la encuesta Pace declaró
que ella había desobedecido sus instrucciones. Lo mismo hizo cuando aquella cocinera
se volvió loca. Era una mujerzuela. Él nunca contrataba personas decentes. La engañó
con la cuenta del bar y me echó a mí la culpa. Ella empezó a perseguirme con un
cuchillo de los grandes. Yo no le gustaba porque la criticaba por beber en el bar
con el bañador blanco de una pieza, en medio de aquellos clientes rudos. Pero él
me la echó encima. Y además insinuó que él le había prestado a India determinados
servicios. Ella nunca le habría dejado tocarle ni un solo pelo de la ropa. Era demasiado
vulgar para ella. Nunca podrá decirse de India que no fuera una dama en todos los
aspectos. Él cree que es el mayor artista del momento. En realidad, sólo le gustan
los caballos. No tiene sobre esta casa amarilla ningún derecho que pueda demostrar,
oralmente o por escrito. Quiero que esto figure con mi firma debajo. Él fue cruel
con Tetas-en-conserva, su primera mujer. Y no es mejor con la encantadora mujer
que tiene ahora. No sé por qué lo soporta ella. Debe de ser la desesperación”. Hattie
se dijo a sí misma: supongo que será mejor que no envíe esto.
Seguía enfadada. El corazón le latía con fuerza; los profundos
latidos, como si acabara de tomar un baño caliente, le golpeaban la parte trasera
de los muslos. El aire de fuera estaba lleno de partículas transparentes. Las montañas
eran tan rojas como escorias de horno. Las hojas de los lirios eran varillas de
abanico: salían como el pelo de Jiggs.
Siempre acababa por mirar a través de la ventana al desierto
y al lago. Ellos te sacan de ti misma. Pero después de haberte sacado, ¿qué es lo
que hacen contigo? Era demasiado tarde para averiguarlo. Nunca lo sabré. No estaba
escrito que lo hiciera. No pertenezco a ese tipo de persona, reflexionó Hattie.
Quizá eso es algo demasiado cruel para las mujeres, sean jóvenes o viejas.
De manera que se puso de pie y, al levantarse, tuvo la
sensación de que se había convertido poco a poco en un contenedor de sí misma. Te
vuelves vieja, tu corazón, tu hígado, tus pulmones parecen ampliar su tamaño, y
las paredes del cuerpo se vuelven hacia afuera, hinchándose y ganando peso, y es
como si tomaras la forma de una vieja jarra, con la boca cada vez más ancha. Y te
llenas de lágrimas y grasa. Ni siquiera le parecía ya oler como una mujer. Su rostro,
con la piel demasiado dormida, era sólo algo ligeramente parecido al rostro que
había sido el suyo, como una nube que ha cambiado de forma. Era un rostro y se convirtió
en una bola de hielo. Se había abierto. Se había dispersado.
Yo nunca fui una sola cosa de todos modos, pensó. Nunca
fui la misma. Sólo era un préstamo a mí misma.
Pero aquello todavía no había acabado. De hecho ella no
sabía seguro si iba a acabar alguna vez. Una sólo tenía la palabra de otras personas
sobre la muerte: decían que era como esto pero un poco distinto. ¿Cómo puedo saberlo
yo?, se preguntó con aire retador. La furia la había despejado durante un momento.
Ahora volvía a estar borracha… Era extraño. Es extraño. Puede que siga siendo extraño.
Siguió pensando: Yo solía desear la muerte mucho más de lo que la deseo ahora. Entonces
no tenía nada de nada. Cambié cuando conseguí tener un techo propio sobre mi cabeza.
¿Y ahora? ¿Tengo que irme? Creí que Marian me quería, pero ella ya tiene una hermana.
Y creí que Helen y Jerry nunca me abandonarían, pero lo han hecho. Y ahora Pace
me ha insultado. Todos creen que no lo voy a conseguir.
Se dirigió al aparador, allí es donde guardaba la botella
de bourbon. Bebía menos porque cada vez tenía que levantarse y abrir la puerta del
aparador. Y, como si la estuvieran observando, se sirvió una copa y se la bebió
de un trago.
La idea de que en ese vacío alguien la estaba viendo estaba
relacionada con la otra idea de que desde su nacimiento hasta su muerte alguien
la estaba filmando. Eso lo estaban haciendo con todos. Y después uno podía ver su
vida. Era una película póstuma.
Hattie quería ver un poco ahora, y se sentó entre los
cojines en forma de pata de perro de su sofá y, con las rodillas separadas y una
sonrisa de anhelo y miedo, inclinó la encorvada espalda, quemó un cigarrillo en
el rincón de su boca y vio algo: la iglesia de Saint-Sulpice, en París, a donde
solía llevarla su profesora de órgano. Le parecía ver paredes de piedra, pero hacia
arriba y hacia fuera había torres. Ella era muy joven. Sabía música. Cómo podía
haber sido tan inteligente alguna vez se le escapaba. Pero sí que sabía. Era capaz
de leer todas aquellas notas. El cielo estaba gris. Después de eso vio algunas cosas
entretenidas que le gustaba comentarle a la gente. Se vio cuando era una joven esposa.
Estaba en Aix-les-Bains con su suegra, y jugaban al bridge en un balneario con un
general británico y su ayuda de cámara. En la piscina había olas artificiales. Y
ella perdió su bañador porque era de una talla mayor que la suya. ¿Cómo salió de
allí? Ah, entonces tú eras capaz de salir de todo.
Vio a su marido, James John Waggoner IV. Estaban aislados,
bloqueados por la nieve en New Hampshire.
–Jimmy, Jimmy, ¿cómo se deshace uno de su esposa? –le
preguntó–. ¿Has olvidado el amor? ¿He bebido demasiado?… ¿Te he aburrido?
Él se había vuelto a casar y tenía dos hijos. Se había
cansado de ella. Y, aunque era un hombre vanidoso sin motivos para serlo –ni el
aspecto, ni demasiada inteligencia, nada más porque procedía de una familia antigua
de Filadelfia–, ella lo había querido. De hecho, ella también había sido esnob en
lo tocante a sus parientes de Filadelfia. ¿Renunciar al apellido Waggoner? Ni hablar.
Por esa razón nunca se había casado con Wicks.
–¿Qué te has creído? –le había dicho a este último–, ¿vienes
sin afeitar y con la camisa sucia y llena de mugre a pedirme que me case contigo
y esperas que acepte? Si quieres declararte, ve y lávate primero –pero la suciedad
era sólo un pretexto.
¿Cambiar a Waggoner por Wicks?, se volvió a preguntar
con un encogimiento de hombros. No se le habría pasado por la imaginación. Wicks
era un hombre excelente. Pero era un vaquero. Socialmente no era nadie. Ni siquiera
sabía leer. Pero ella seguía viéndolo todo en su película. Estaban en el cañón de
Athens, en una casa parecida a una jaula, y ella le leía en voz alta El conde
de Montecristo. Él no la dejaba terminar. Mientras caminaba para “estirar las
piernas”, ella leía y él la seguía para no perder ni una palabra. Después de todo,
ella lo quería mucho. ¡Qué hombre! Ahora lo veía saltar del caballo. Vivían en el
campo, cazando coyotes. Era justo la segunda fase del atardecer, momentos después
de que se hubiera puesto el sol. Había un animal en la trampa, y él fue a matarlo.
No malgastaba balas sino que los mataba de una patada, con su bota. Y entonces Hattie
vio que este coyote era completamente blanco: enseñaba los dientes con un gruñido
y tenía el pescuezo blanco. “¡Wicks, es blanco! Blanco como un oso polar. No lo
irás a matar, ¿verdad?” Él tiró el animal al suelo. Gruñía y gritaba. No podía escapar
porque la trampa era pesada. Y Wicks lo mató. ¿Qué otra cosa podía hacer? El blanco
bicho yacía muerto. El polvo de las botas de Wicks apenas se veía en su cabeza y
su mandíbula. Del hocico salía sangre.
Y
ahora en la película de Hattie salió algo que ella trató de rehuir. Era ella misma
la que había matado a su perro, Richie. Porque, exactamente como le habían advertido
Rolfe y Pace, era un perro malo, tenía el cerebro retorcido. Ella, como estaba siempre
dispuesta a defender a todas las criaturas tontas, lo defendió cuando mordió a la
mujerzuela con la que estaba viviendo Jacamares. Quizá si hubiera tenido a Richie
desde que era un cachorro, él no se habría vuelto contra ella. Pero cuando se lo
dieron tenía ya un año y medio y no le pudo quitar los hábitos que ya había adquirido.
Sin embargo, creía que sólo ella era capaz de entenderlo. Y Rolfe le había advertido:
–Te llevarán ante los tribunales, ¿sabes? El perro la
emprenderá con alguien más listo que esa mujer de Jacamares, y lo vas a pagar tú.
Hattie se vio a sí misma encogerse de hombros y contestar:
–Tonterías.
Pero qué miedo había pasado cuando el perro se tiró hacia
ella. De pronto vio, por el cráneo y por los ojos, que era malvado. Le gritó: ¡Richie!
¿Y qué le había hecho ella? Nada. Él había estado todo el día echado bajo la cocina
de gas y gruñendo sin querer salir. Ella trató de hacerlo salir con la escoba, y
él la agarró con los dientes. Ella tiró de él, y entonces el perro soltó el palo
y la mordió a ella. Ahora, como espectadora de la escena, los ojos de Hattie se
abrieron, más allá de la preñada cortina y de la ola de aire del polvo de marga,
la nieve del verano, esparciéndose por encima del agua. “¡Ay Dios mío! ¡Richie!”
Le había agarrado el muslo con los dientes. Los dientes atravesaron la falda. Ella
sintió que se iba a caer. ¿Se caería? Entonces el perro se le echaría a la garganta,
y caería sobre ella la negra noche, una boca maloliente, y la sangre brotaría de
su cuello y de sus destrozadas venas. El corazón se le encogió cuando los dientes
le penetraron el muslo. No podía perder ni un segundo más, de modo que descolgó
del clavo el hacha de hacer astillas, apretó el mango de suave madera y golpeó al
perro. Descargó un solo golpe. Lo vio morir en un instante. Y entonces, por miedo
y por vergüenza, escondió el cadáver. Cuando llegó la noche lo enterró en el patio.
Al día siguiente acusó a Jacamares. A él le echó la culpa de la desaparición del
perro.
Se levantó y se habló a sí misma en silencio, como era
su costumbre. Dios, ¿qué voy a hacer? He matado. He mentido. He prestado falso testimonio.
Me he estancado. ¿Y ahora qué voy a hacer? Nadie me va a ayudar. Y de pronto se
decidió a hacer lo que había estado aplazando durante semanas, es decir, probar
el coche, de modo que se colocó los zapatos y salió. Los lagartos corrían delante
de ella sobre el sediento polvo. Abrió la caliente y ancha puerta del coche. Alzó
la débil mano hasta el volante. Con la mano derecha trató de tirar hacia la izquierda
con todas sus fuerzas. Entonces puso el motor en marcha y trató de salir del patio
con el coche. Pero no era capaz de soltar el freno de mano con su áspero palo. Trató
de meter bajo el volante la mano buena, la derecha, y apretó el pecho contra él
y tiró. No, no era capaz de cambiar de marcha y conducir. Ni siquiera era capaz
de llegar al freno de mano. El sudor empezó a brotar de su piel. El esfuerzo había
sido excesivo. Tenía el brazo profundamente dolorido. La puerta del coche volvió
a abrirse y ella le dio la espalda al volante y con las rígidas piernas colgando
de la puerta se echó a llorar. ¿Qué iba a hacer ahora? Y cuando había llorado bastante
por la ruina de su vida, salió del viejo coche y volvió a la casa. Cogió el bourbon
del aparador, la botella de tinta y un cuaderno, y se sentó a escribir su testamento.
“Mi testamento”, escribió, sollozando. Desde la muerte
de India se había preguntado innumerables veces: ¿A quién? ¿Quién heredará esto
cuando yo muera? Inconscientemente había puesto a prueba a la gente para averiguar
si lo merecía. Eso la hizo más severa que antes. Ahora escribió: “Yo, Harriet Simmons
Waggoner, en plena posesión de mis facultades y desconociendo lo que pueda sucederme
a la edad de setenta y dos años (nací en 1885), con domicilio en Sego Desert Lake,
sola, doy instrucciones a mi abogado, Harold Claiborne, del tribunal de Painte County,
para que redacte mi última voluntad y testamento en los siguientes términos”.
En ese momento se quedó totalmente quieta para oír en
su interior quién sería el afortunado, quién heredaría la casa amarilla. La casa
por la que ella había esperado tanto. Sí, había esperado la muerte de India, atragantándose
con su pan porque era la criada de una mujer rica y aguantando sus palizas. Pero
¿quién había hecho por ella, por Hattie, lo que ella había hecho por India? ¿Y quién,
aparte de India, le había tendido nunca una mano? Amabilidad, sí. Aquí y allá la
gente había sido amable. Pero la palabra que ella tenía en mente no era amabilidad,
era socorro. ¿Y quién le había dado eso a ella? ¿Quién la había socorrido? Solo
India. Si al menos le hubieran dado lo siguiente después del socorro, si alguien
la hubiera sacudido y le hubiera dicho: “Deja de aplazar las cosas. No seas tan
lenta, vieja, y actúa”. Una vez más, era sólo India la que le había hecho algún
bien. Ella le había ofrecido su socorro.
–¡Hattie! –decía aquella máscara borracha–. ¿Sabes lo
que es la pereza? ¡Maldita seas! ¡Maldita vieja lerda!
Pero yo esperaba, pensó Hattie. Yo esperaba y pensaba:
La juventud es terrible, aterradora. Y esperaré lo que haga falta. ¿Y los hombres?
Los hombres son crueles y fuertes. Piden cosas que yo no les puedo dar. En cuanto
a los hijos, no había niños en mí, pensó Hattie. Y no es que no me hubiera encantado
tenerlos, pero mi naturaleza era así. ¿Y quién puede culparme por odiarla? ¿A mi
naturaleza?
Bebió de un vaso su bourbon a la antigua. No había en
él naranja ni hielo ni licor amargo ni azúcar, sólo el claro y punzante bourbon.
De manera que, siguió pensando, mirando el polvo acuñado
por el sol y las últimas flores del rojo melocotonero salvaje, ¿me voy a tener que
ir a vivir con Angus y su mujer? ¿Y tener que oír un capítulo de la Biblia antes
del desayuno? ¿Una vez más en la casa, quizá no de un extraño, pero tampoco muy
distinto de eso? En otras casas, en las casas de otras personas, el tener que esperar
las horas de las comidas siempre había sido un suplicio para ella. Siempre lo sentía
en la garganta y en el estómago. Y le volvería a pasar, hasta el mismísimo final.
Pero ahora tenía que pensar en alguien a quien dejarle la casa.
Y lo primero que quería era portarse bien con su familia.
Ninguno de ellos había soñado nunca que ella, Hattie, tendría nunca nada que dejarles
en su testamento. Hasta hace unos pocos años había parecido desde luego que iba
a morir en la miseria. De manera que ahora podía mantener la cabeza bien alta y
enfrentarse al más orgulloso de ellos. Y, tal y como se le ocurrió, así alzó el
rostro con la ancha nariz y los ojos victoriosos; si su pelo se había vuelto viejo
como raíces de cebolla, si, por detrás, su cabeza era redonda y calva como el poste
de arranque de una escalera, ¿qué le importaba a ella eso? Su corazón experimentó
una especie de gloria infantil, aún no estaba cansada de ella después de setenta
y dos años. Ella también había hecho algo. Haré algo bien, pensó. Ahora me parece
que debería dejárselo a, a… Volvió al viejo problema. Lo había decidido muchas veces
y muchas veces había cambiado de opinión. Trató de pensar: ¿Quién aprovecharía más
esta casa amarilla? Era una experiencia dolorosa. Si no hubiera sido la casa sino,
en vez de eso, algún objeto frágil que pudiera coger en su mano, entonces lo que
habría hecho habría sido tirarlo y romperlo, y así el objeto y ella misma habrían
sido destruidos para siempre. Pero era tonto tener esas ideas. ¿A quién debía dejársela?
¿A sus hermanos? No. ¿Los sobrinos? Uno de ellos era comandante de submarino. El
otro era un solterón que trabajaba en el Departamento de Estado. Entonces empezó
con la lista de primos. ¿Merton? Tenía una hacienda en Connecticut. ¿Ana? Tenía
cara de bolsa de agua caliente. Eso le dejaba sólo a Joyce, la hija huérfana de
su primo Wilfred. Joyce era la heredera más probable. Hattie ya le había escrito
y la había invitado al lago para Acción de Gracias dos años antes. Pero esta Joyce
también era una mujer un poco rara; ya había cumplido los treinta años, bueno, sí,
pero era plácida, casi gorda, y estudiosa (se había pasado diez años en Eugene,
Oregón, para obtener su título universitario). En opinión de Hattie, esto era otra
forma de pereza. Sin embargo, Joyce aún tenía esperanzas de casarse. ¿Con quién?
No con el doctor Stroud, desde luego. Él no querría. Y a pesar de todo Joyce aún
tenía unas esperanzas vagas. Hattie lo comprendía: al menos podría tener un hombre
con el cual discutir.
Ahora estaba más borracha que nunca desde el accidente.
Volvió a rellenar el vaso. ¿Tienes ojos y no ves? ¡Despierta, dormilona!
Con las rodillas separadas se quedó sentada todo el atardecer,
pensando. ¿Marian? Marian no necesitaba otra casa. ¿Half Pint? No sabría qué hacer
con ella. El siguiente era su hermano Louis. Louis había sido actor, pero ahora
había fundado una iglesia para indios en el cañón de Athens. Las estrellas de Hollywood
de la época muda aún le enviaban prendas de ropa interior; él las retocaba y se
las ponía para subir al púlpito. A los indios les encantaba su espectáculo. Pero,
cuando Billy Shawah se voló la cabeza después de aquella juerga de dos semanas,
ellos echaron abajo la choza y levantaron las placas del suelo para echar al fantasma.
Seguían teniendo su antigua religión. No, al hermano Louis no. Lo único que haría
en la casa amarilla sería echar películas para la tribu o convertirla en guardería
para los mocosos indios.
En ese momento empezó a pensar en Wicks. La última vez
que tuvo noticias de él estaba al sur de Bishop, California, haciendo un poco de
todo en una cantina cerca del Valle de la Muerte. No fue ella la que tuvo noticias
de él sino Pace. De hecho ella no había visto a Wicks desde… –¡qué bajo había caído,
entonces!– aquella época en que vendía hamburguesas en la carretera 158. Aquel pequeño
negocio los mantenía a los dos. Wicks vagaba por allí y se sentaba en el último
banco a forjar cigarros (ella lo veía en la película). Después se pelearon. Las
cosas fueron de mal en peor. Él empezó a quejarse un poco de todo. Por último protestó
por la comida. Ella lo vio y lo oyó.
–Hat –le dijo él–, estoy harto de hamburguesas.
–Vaya, ¿y qué crees que como yo? –dijo ella con aquel
movimiento de hombros rotundo y desafiante que ella misma reconocía como característico
de su personalidad (así soy yo, pensaba). Pero él abrió la caja registradora y sacó
treinta centavos. Cruzó la calle para ir al carnicero y se trajo un filete. Lo arrojó
sobre la plancha.
–Fríelo –le dijo. Ella lo hizo, y lo observó mientras
se lo comía, pero cuando acabó ella no pudo soportar más tiempo la rabia.
–Ahora –le dijo–, ya te has comido tu carne. Fuera. No
vuelvas nunca –tenía siempre una pistola debajo del mostrador. La cogió, la levantó
y le apuntó con ella al corazón–. Si vuelves a atravesar esa puerta, te mato –le
dijo.
Ella lo veía todo ahora. Lo que no podía soportar era
caer tan bajo, pensó, y ser esclava de un vaquero holgazán.
Wicks le dijo:
–No hagas eso, Hat. Supongo que me he pasado. Tienes razón.
–Nunca tendrás oportunidad de arreglarlo –le gritó ella–.
¡Fuera!
Con ese grito él desapareció, y desde entonces ella no
lo había vuelto a ver.
–Wicks, cariño –dijo–. ¡Por favor! Lo siento. No me condenes
en tu corazón. Yo misma me hice daño en aquel momento. Tanto como a ti. Siempre
he tenido la cabeza muy dura. Nací con la cabeza dura.
Volvió a llorar, esta vez por Wicks. Era demasiado orgullosa.
Una esnob. Ahora podrían haber vivido juntos en esta casa, como viejos amigos. Tan
sencillo como eso.
Ella pensó: De verdad era un buen amigo.
Pero ¿qué haría Wicks con una casa como esa, solo, si
es que estaba vivo y la sobrevivía? Él era demasiado áspero para camas suaves y
butacas.
Y era ella la que le había dicho seriamente a India:
“Yo soy cristiana. Yo no guardo rencor”.
Ah, sí, pensó. Me equivoco demasiadas veces. ¿Cuánto tiempo
durará esto? Hattie empezó a pensar, o a tratar de pensar, en Joyce, la hija de
su prima. Joyce era como ella, una mujer sola, que ya era mayorcita, y también torpe.
Probablemente nunca había cogido siquiera. Mala suerte. Ella habría dado mucho,
ahora, por socorrer a Joyce. Pero ahora le parecía que eso también, lo del socorro,
había sido una invención. Primero una imaginaba la historia pura. Pero después venía
la historia impura. Ambas historias. Ella había pagado con años de su vida, primero
a una sombra, y luego a la otra.
Joyce vendría aquí a la casa. Tenía una pequeña renta
y podía arreglárselas. Viviría como Hattie había vivido, sola. Aquí se pudriría,
quizá empezaría a beber, y un día tras otro se levantaría, y un día tras otro se
acostaría. ¿No era esto muy hermoso? Sí, pero en el fondo quemaba. ¡Menudo vacío
te quedaba dentro! Te volvía todo cenizas.
¿Cómo puedo condenar a una persona joven a esta misma
vida?, se preguntó Hattie. Esta vida es para alguien como yo. Cuando era más joven
no lo era. Pero ahora lo es, y encajo en ella. Sólo yo encajo aquí. Esto se hizo
para mi vejez, para que yo pasara mis últimos días en paz. Si no hubiera dejado
que Jerry me emborrachara aquella noche… ¡Si no hubiera estornudado! Por culpa de
este brazo tendré que vivir con Angus. Y se me romperá el corazón lejos de mi único
hogar.
Ahora estaba muy borracha, y se dijo: “Toma lo que te
traiga Dios. Él arregla a los que no están liados. Les hace préstamos”.
Reanudó su carta de instrucciones al abogado Claiborne.
“En las siguientes condiciones –escribió por segunda vez–. Porque he sufrido mucho.
Porque hace muy poco que recibí lo que tengo que entregar. No puedo soportarlo
–la sangre borracha se le estaba subiendo a la cabeza. Pero su mano era lo suficientemente
firme. Escribió–: ¡Es demasiado pronto! ¡Demasiado pronto! Porque en mi corazón
no consigo querer a nadie como desearía. Como estoy abandonada y sola, y no hago
ningún daño donde estoy, ¿por qué tendría que ser así? Esto me rompe el corazón.
Además de todo el resto, ¿por qué tengo que preocuparme por esto, por lo que tengo
que abandonar? Estoy atormentada. Incluso aunque sea por mi culpa por lo que me
he colocado en esta posición. Y no estoy preparada para abandonar esto. No, todavía
no. De manera que esto es lo que voy hacer: dejo estas propiedades, las tierras,
la casa, el jardín y los derechos sobre el agua, a Hattie Simmons Waggoner, ¡a mí
misma! Me doy cuenta de que esto está mal y equivocado. Es posible. Y sin embargo
es lo único que deseo hacer, de manera que Dios se apiade de mi alma”.
¿Cómo pudo suceder aquello? Estudió lo que había escrito
(finalmente reconoció que no había alternativa).
–Estoy borracha –dijo–, y no sé lo que hago. Moriré y
se acabó. Como India. Tan muerta como un seto de lilas. Entonces se le ocurrió que
había un principio y un medio.
Como en la última temporada. Volvió a empezar… Un principio.
Después de eso, estaba el principio del medio, la mitad del medio, el final de la
mitad del medio y un medio bastante tardío. En realidad, todo lo que conozco yo
es el medio. El resto son sólo rumores. Pero esta noche no soy capaz de dar la casa.
Estoy borracha y, por tanto, la necesito. Y mañana, se prometió, volveré a pensarlo.
Lo resolveré, seguro.
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