Emilia Pardo Bazán
Ardían
los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la
bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve,
se deslizó al ras de las losas, y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño
mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el
túmulo.
Bien sabía que no estaba muerta: pero un velo de plomo,
un candado de bronce le impedían ver y hablar. Oía, eso sí, y percibía –como se
percibe entre sueños– lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó
los gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas
y yertas. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y
la sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro, allí
los cirios… y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario
de la Merced.
Incorporada ya, la alegría de existir se sobrepuso a
todo. Vivía; qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro. En vez de ser
bajada al amanecer, en hombros de criados, a la cripta, volvería a su dulce hogar,
y oiría el clamoreo regocijado de los que la amaban y ahora la lloraban sin consuelo.
La idea deliciosa de la dicha que iba a llevar a la casa hizo latir su corazón,
todavía debilitado por el síncope. Sacó las piernas del ataúd, brincó al suelo,
y con la rapidez suprema de los momentos críticos cambió su plan. Llamar, pedir
auxilio a tales horas, sería inútil. Y de esperar al amanecer, en la iglesia solitaria,
no era capaz; en la penumbra de la nave creía que asomaban caras fisgonas de espectros
y sonaban dolientes quejumbres de ánimas en pena… Tenía otro recurso: salir por
la capilla del Cristo.
Era suya: pertenecía a su familia en patronato. Dorotea
alumbraba perpetuamente, con rica lámpara de plata, a la santa imagen de Nuestro
Señor de la Penitencia. Bajo la capilla se cobijaba la cripta, enterramiento de
los Guevara Benavides. La alta reja se columbraba a la izquierda, afiligranada,
tocada a trechos de oro rojizo, rancio. Dorotea elevó desde su alma una deprecación
fervorosa al Cristo. ¡Señor! ¡Que encontrase puestas las llaves! Y las palpó: allí
colgaban las tres, el manojo; la de la propia verja, la de la cripta, a la cual
se descendía por un caracol dentro del muro, y la tercera llave, que abría la portezuela
oculta entre las tallas del retablo y daba a estrecha calleja, donde erguía su fachada
infanzona el caserón de Guevara, flanqueado de torreones. Por la puerta excusada
entraban los Guevara a oír misa en su capilla, sin cruzar la nave. Dorotea abrió,
empujó… Estaba fuera de la iglesia, estaba libre.
Diez pasos hasta su morada… El palacio
se alzaba silencioso, grave, como un enigma. Dorotea cogió el aldabón, trémula,
cual si fuese una mendiga que pide hospitalidad en una hora de desamparo. “¿Esta
casa es mi casa, en efecto?”, pensó al secundar el aldabonazo firme… Al tercero,
se oyó ruido dentro de la vivienda muda y solemne, envuelta en su recogimiento como
en larga faldamenta de luto. Y resonó la voz de Pedralvar, el escudero, que refunfuñaba:
–¿Quién? ¿Quién llama a estas horas, que comido le vea
yo de perros?
–Abre, Pedralvar, por tu vida… ¡Soy tu señora, soy doña
Dorotea de Guevara… ¡Abre presto!
–Váyase enhoramala el borracho… ¡Si salgo, a fe que
lo ensarte… !
–Soy doña Dorotea… Abre… ¿No me conoces en el habla?
Un reniego, enronquecido por el miedo, contestó nuevamente.
En vez de abrir, Pedralvar subía la escalera otra vez. La resucitada pegó dos aldabonazos
más. La austera casa pareció reanimarse; el terror del escudero corrió a través
de ella como un escalofrío por un espinazo. Insistía el aldabón, y en el portal
se escucharon taconazos, corridas y cuchicheos. Rechinó, al fin, el claveteado portón
entreabriendo sus dos hojas, y un chillido agudo salió de la boca sonrosada de la
doncella Lucigüela, que elevaba un candelabro de plata con vela encendida, y lo
dejó caer de golpe; se había encarado con su señora, la difunta, arrastrando la
mortaja y mirándola de hito en hito…
Pasado algún tiempo, recordaba Dorotea –ya vestida de
acuchillado terciopelo genovés, trenzada la crencha con perlas, y sentada en un
sillón de almohadones, al pie del ventanal– que también Enrique de Guevara, su esposo,
chilló al reconocerla; chilló y retrocedió. No era de gozo el chillido, sino de
espanto… De espanto, sí; la resucitada no lo podía dudar. Pues acaso sus hijos,
doña Clara, de once años, don Félix, de nueve, ¿no habían llorado de puro susto,
cuando vieron a su madre que retornaba de la sepultura? Y con llanto más afligido,
más congojoso que el derramado al punto en que se la llevaban… ¡Ella, que creía
ser recibida entre exclamaciones de intensa felicidad! Cierto que días después se
celebró una función solemnísima en acción de gracias; cierto que se dio un fastuoso
convite a los parientes y allegados; cierto, en suma, que los Guevara hicieron cuanto
cabe hacer para demostrar satisfacción por el singular e impensado suceso que le
devolvía a la esposa y a la madre.
Pero doña Dorotea, apoyado el codo en la repisa del
ventanal y la mejilla en la mano, pensaba en otras cosas. Desde su vuelta al palacio,
disimuladamente, todos la huían. Dijérase que el soplo frío de la huesa, el hálito
glacial de la cripta, flotaba alrededor de su cuerpo. Mientras comía, notaba que
la mirada de los servidores, la de sus hijos, se desviaba oblicuamente de sus manos
pálidas, y que cuando acercaba a sus labios secos la copa de vino, los muchachos
se estremecían. ¿Acaso no les parecía natural que comiese y bebiese la gente del
otro mundo? Y doña Dorotea venía de ese país misterioso, que los niños sospechan
aunque no lo conozcan… Si las pálidas manos maternales intentaban jugar con los
bucles rubios de don Félix, el chiquillo se desviaba, descolorido él a su vez, con
el gesto del que evita un contacto que le cuaja la sangre. Y a la hora medrosa del
anochecer, cuando parecen oscilar las largas figuras de las tapicerías, si Dorotea
se cruzaba con doña Clara en el comedor del patio, la criatura, despavorida, huía
al modo que huye de una maldita aparición…
Por su parte, el esposo–guardando a Dorotea tanto respeto
y reverencia que ponía maravilla– no había vuelto a rodearle con su fuerte brazo
la cintura… En vano la resucitada tocaba de arrebol sus mejillas, mezclaba a sus
trenzas cintas y aljófares y vertía sobre su corpiño pomitos de esencias de Oriente.
Al trasluz del colorete se transparentaba la amarillez cérea; alrededor del rostro
persistía la forma de la toca funeral, y entre los perfumes sobresalía el vaho húmedo
de los panteones. Hubo un momento en que la resucitada hizo a su esposo lícita caricia;
quería saber si sería rechazada. Don Enrique se dejó abrazar pasivamente, pero en
sus ojos, negros y dilatados por el horror que a pesar suyo se asomaba a las ventanas
del espíritu; en aquellos ojos un tiempo galanes, atrevidos y lujuriosos, leyó Dorotea
una frase que zumbaba dentro de su cerebro, ya invadido por rachas de demencia.
“De donde tú has vuelto no se vuelve…”
Y tomó bien sus precauciones. El propósito debía realizarse
por tal manera, que nunca se supiese nada; secreto eterno. Se procuró el manojo
de llaves de la capilla y mandó fabricar otras iguales a un mozo herrero, que partía
con el tercio a Flandes al día siguiente. Ya en poder de Dorotea las llaves de su
sepulcro, salió una tarde sin ser vista, cubierta con un manto, se entró en la iglesia
por la portezuela, se escondió en la capilla del Cristo, y al retirarse el sacristán
cerrando el templo, Dorotea bajó lentamente a la cripta, alumbrándose con un cirio
prendido en la lámpara; abrió la mohosa puerta, cerró por dentro, y se tendió, apagando
antes el cirio con el pie…
No hay comentarios:
Publicar un comentario