Thomas M. Disch
Y luego vino la época –fue alrededor del solsticio de verano– en que ella
se enamoró y se largó con el objeto de su amor a los Poconos porque, según ella,
la ciudad ya le estaba resultando ominosa. Entonces allí estábamos todos
nosotros, los ocho, embutidos en la bañera y muriéndonos de sed lentamente, una
vez recobrados del semiahogo inicial. Teníamos dos horas de sol cada mañana ¡en
junio, imagínense! y la mayor parte del tiempo la luz no podía pasar a través
de la cortina de la ducha, lo que estaba bien para mí, que soy una suculenta enredadera
y prospero en lugares oscuros, pero compadezcan al pobre polipodio de
espárragos. Nunca se recuperó. Sus tallos fueron del verde al amarillo y al
marrón desteñido. Mientras, el cóleo se debilitaba hasta morir, aunque revivió
con mucha rapidez cuando ella volvió y lo podó, lo que de cualquier forma venía
haciendo falta, pues estaba creciendo demasiado. Nunca más se enamoraría, nos
dijo, mientras sus tijeras cortaban y expurgaban. Los hombres eran bestias.
Bueno, nosotros le podríamos haber dicho eso a ella. ¿El fin del problema,
están pensando? Oh no, aún faltaba lo peor. Porque de alguna forma se le metió
en la cabeza criar albahaca en el macetero que había traído de vuelta de los
Poconos. Entonces, todo el alféizar de la ventana le fue entregado a ese
recipiente de plástico claveteado lleno hasta los bordes de esquisto, polvo de agujas
de pino y pastosos huevos de insecto. ¡Quiero decir, estábamos desapareciendo
bajo una lluvia de ácido! Si esto hace que yo suene como un ser limitado por
los potes, una planta completamente hogareña y urbana, que así sea. La
naturaleza está muy bien en su lugar, pero su lugar es el campo y mi lugar es un
pote, y nunca ambos se van a unir si yo puedo evitarlo. Bueno, allí estábamos, de
vuelta en nuestros puestos –excepto el pobre polipodio de espárragos, claro– lo
que significa que yo colgaba justo encima de esa calamidad importada, con mis hojas
prácticamente dentro de los huevos de insecto del macetero. Les diré que casi
me muero. Si ella no hubiera fregado cada una de mis axilas y ramificaciones con
q-tips mojados en malathion, no hubiera contado el cuento. Me hago cargo de que
hay algunos, como mi vieja amiga dizygotheca elegantissima, que sienten malestares
ante la sola mención de insectos chupadores, pero yo, siendo una enredadera
común y corriente, crecida de un gajo, dentro de un frasco de jalea, sin la mínima
experiencia en criaderos, llamo a las cosas por su nombre. Estaba apestada, sin
vuelta de hoja. De todas formas no hay mal que por bien no venga, porque si no
hubiera sido por los huevos de insecto y por el malathion, yo nunca le podría
haber comunicado a ella mi filosofía de la vida, teniendo en cuenta que era el
tipo de persona que no se relaciona fácilmente con las plantas. Ahora hay
algunas plantas, sobre todo de exterior, que les dirán que la sangre y la clorofila
no se mezclan, pero en mi fuero interno sé que las plantas y las personas se
necesitan mutuamente. Es sólo que las personas viven a una velocidad espantosa,
como si fueran eléctricas, tal como esos sórdidos artefactos que usan. Pero
denles una oportunidad de ajustar su biorritmo al nuestro, y pronto no habrá una
sola persona que no pueda tener la calma de un cactus.
–No pienses en ese estúpido enredo con aquel pastel de
carne que tuviste en los Poconos –susurraban mis hojas mientras ella las
frotaba con malathion–. Él nunca te amó como te amamos nosotros. Él no te
necesita como nosotros. ¿Cómo podrías volver con alguien que te ha mandado de
vuelta a casa con un macetero lleno de huevos de insecto? Olvídate de él. Echa
raíces. Crece.
Porque eso era con lo que ella estaba amenazando: volver
con él y dejarnos el resto del verano en la bañera. Bueno, pero eso no fue lo
que pasó. Ella no volvió con él. ¡Él vino a vivir con ella… con dos gatos y un
terrier alemán! Una vez que los gatos hubieron destruido el cóleo, tuvimos
suficiente. La libramos a ella de nuestro sortilegio y fuimos adoptados por su
prima Flora. Y bendita sea, aquí viene nuestra Flora con el señor. ¿Pero, ya es
la hora? Cómo se pasa el tiempo cuando uno charla con amigos.
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