Álvaro Cepeda Samudio
Sabanilla
es un pueblo fantasma, de casas abandonadas y en ruinas. En mitad del viento que
sopla incesante y quema hasta los cardones, se debaten los postigos de las ventanas,
los tableros de las puertas atascadas, los barandales precarios, los peldaños de
las escalerillas que conducen a las terrazas resquebrajadas, las vigas que sostienen
los techos desportillados: toda la madera del pueblo se aferra como puede a los
clavos que enflaquecen y se despedazan bajo el peso del salitre y de la misma madera.
Por las noches, sobre todo en enero, si se pone mucha atención y el oído está entrenado
para pasar sobre el ruido del viento, puede oírse cómo se desarman las obras de
madera: cómo se inclina más una puerta hacia la caída, cómo cede un escalón, cómo
se despatarra un caballete, o cómo se va definitivamente al suelo una baranda. Este
desbaratarse de Sabanilla no es súbito. El mismo viento que lo desbarata todo parece
sustentar las estructuras y complacerse en deshacerlas lentamente, sin prisa, sin
afanes, sin estrépito pero sin sosiego. A Juana que nació en Tucson, Sabanilla le
recuerda los pueblos fantasmas del oeste, tan pintorescos en las postales y en las
películas.
Sabanilla es importante por tres razones: porque
aquí tiene Juana una casa; porque aquí está el mar de Juana; y porque a la tía de
Lucho se la comieron un día sus propios perros.
La historia es así: Lucila Ariza fue uno de
los primeros pobladores de Sabanilla. Se vino de Puerto Colombia a principios del
siglo cuando, según sus propias palabras, “los vaporinos convirtieron el pueblo
en un burdel”. Lucila Ariza vivía, en Puerto Colombia, en la Loma de la Risota,
aislada un poco de la vida del puerto por lo difícil de la subida: un camino casi
vertical que su marido había abierto a pico sobre la roca calichosa. Pero con la
llegada de las francesas, primero las casetas de madera machiembrada que venía de
Noruega y luego los salones de ladrillo y de techo de tejas rojas que traía el tres
desde Barranquilla, fueron ascendiendo la loma hasta que “el burdel de Madama Fachola
me quedó casi al fondo del patio; sin salir, solo con empinar un poco la cabeza
podía ver a las putas monas, albinadas, digo yo, como ranas plataneras, agachadas
debajo de los trupillos”. Lucilo Ariza metió sus sayas de calicó, sus corpiños de
percal y los retratos de San Expedito y del General Herrera, en un mismo baúl de
madera labrada que tenía su nombre puesto en la tapa combada, y se vino a Sabanilla.
Un día, para no distraerse porque no era tan
bruta como para aburrirse sola, sino tal vez por una inexplicable compulsión maternal,
inexplicable en una mujer que como Lucila Ariza no había tenido hijos porque, “uno
de los dos está seco”, comenzó lo de los perros. Nunca fue un plan trazado de antemano,
no obedeció a una idea preconcebida que tenía su razón y que debía desarrollarse
y terminar en algo. No, nada de eso. Simplemente comenzó a ir a Salgar, a Puerto
Colombia, a Mallorquín y a robarse los perros. No fue muy difícil porque nadie notaba
la falta de los perros flacuchentos y lucios por el sol y el salitre que desaparecían
sin ningún ladrido en las primeras horas de la madrugada.
Después, sin mucho interés todavía, algún grupo
de pescadores que volvía de las cienagueras le gritaba: “robaperros” y Lucila Ariza
corría hacia las lomas, seguida de sus perros.
Cuando el ferrocarril se acabó Lucila Ariza
comenzó a pasar trabajos. A su marido lo había espachurrado el tren en la Vuelta
del Nisperal y mensualmente le daban en las oficinas de Puerto Colombia un sobre
impreso con unos números, un dibujo de una rueda de locomotora y unos billetes dentro.
Lucila Ariza tenía ya la mitad del baúl lleno de sobres vacíos. Al principio, mientras
quedaban los rieles, todavía le entregaron algunos sobres más. Un día cuando llegó
a la estación encontró que estaba cerrada y no había nadie ya de la compañía. Caminando
sobre la carrilera, de regreso a Sabanilla, sintió que desaparecía el asomo de desasosiego
que le había quitado la sed cuando vio la ventanilla cerrada. Mientras estén los
rieles, pensó, tiene que haber tren. Esta idea debió ocurrírsele a las tiendas y
a esperar, todos los 30, que abrieran otra vez la ventanilla de la estación en la
que le entregaban sus sobres.
Un día, un 30, al desembocar sobre la carrilera
se dio cuenta de que se habían llevado los rieles. Las traviesas, desordenadas sobre
la vía, se extendían desguarnecidas hasta la loma de Salgar, desde donde se devolvió,
ya convencida de que nunca más habría tren. Hasta los clavos cabezones se los llevaron,
debió pensar.
Después de este día 30 todo es suposición.
Lucho dice que hasta en Salgar se oían los aullidos y que cuando él llegó ya olían.
Los encontró muertos a todos. En los rincones del cuarto donde su tía se había encerrado
con los perros, dice él que había pedazos de calicó y de percal, como si hubieran
desgarrado la saya y el corpiño de Lucila Ariza. Ella no estaba por ninguna parte
y el catre, el piso y hasta parte de las paredes parecía lamidos y casi brillaban.
Lucho vive ahora en Sabanilla, en la misma
casa de Lucila Ariza; vive solo también y tiene un perro.
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