Ricardo Bernal
Antes de salir de tu
departamento revisas por milésima vez el bóiler apagado, que el agua no se
tire, ninguna luz encendida, el refri desconectado, todo bien. Alzas tu maleta
y cuando llegas a la esquina y estás a punto de tomar un taxi, toc-toc-toc, el
pajarraco de la paranoia repiquetea en tu cerebro, ¿estás seguro que pusiste el
candado?, ¿apagaste la estufa?, ¿cerraste todas las ventanas? Y ahí vas de
regreso, desandar lo andado con tu boleto de avión en la boca, ¿dónde guardé
las llaves?, no voy a llegar a tiempo al aeropuerto, y esta pinche maleta cómo
pesa. Abres la puerta y claro que todo está bien, no te preocupes, ningún
ladrón entrará a tu casa, no habrá fugas de agua ni de gas, dentro de dos
semanas abrirás otra vez esta misma puerta, hogar dulce hogar, qué bendición
regresar de vacaciones y encontrar todo en orden. Cierras la puerta, doble
llave, y ahora si córrele si no quieres perder el vuelo.
Dos semanas en la playa: ves a tus amigos los
pescadores, te pones negro de sol, aprendes a bucear y te ligas a una
francesita flaca flaca, pero eso sí, bien ninfómana. Tus noches terminan con
ese dulce cansancio que dan los días plenos, paradisiacos, barcos de algodón
donde todos somos ángeles, en el mar la vida es más sabrosa, de eso no te quepa
la menor duda. Sin embargo algunas noches, poco antes de quedarte dormido,
toc-toc-toc, el pajarraco asoma sus ojos saltones en tu silencio y luego abre
su pico de pterodáctilo lleno de dientes cariados, ¿cómo estará tu casa?, ¿se
habrán roto las tuberías y tus libros andarán navegando inservibles por las
habitaciones?, y adiós sueño, vueltas y vueltas en la cama, ¡puta madre!,
malditas vacaciones, que ya se acaben, ya quiero regresarme a la casa. Pero al
día siguiente miras el mar, sientes la piel ardiendo como un camarón en aceite,
qué atascón de mariscos, nada mejor que estar echadote en una hamaca dejando
que la vida transcurra sin propósito, tal vez leyendo una novela del Silverberg
o poniendo por séptima vez consecutiva el caset de Premiata Forneria Marconi en
la grabadora.
Tres días más y se acaban las vacaciones, del
otro lado del visor está el jardín del pulpo en toda su opulencia, yo pensaba
que debajo del agua sólo había corales y peces, cuánta vida, las anémonas
existen, existen las medusas y las estrellas de mar. Nunca había visto tantos
colores juntos, toc-toc-toc, ¡hola!, dice el sonriente pajarraco, tú aquí
buceando tan quitado de la pena pero fíjate que en tu casa hay ahorita una
fiesta de ladrones, ya arrancaron el tapiz para prender una fogata, y para que
no se apague ahí van también tus libros y tus documentos. Se van a cagar en los
sillones, pero no te preocupes porque luego se los van a robar y ya no tendrás
que limpiarlos. Glub-glub-glub, burbujas de angustia. Como buen monje zen te
taparás con un periódico y dormirás en la alfombra, eso si no se la roban
también. Bueno amigo, ahí la vemos, y el pajarraco se va nadando hacia la
superficie.
¿Pasillo o ventana?, pregunta la güerita que
reparte los pases de abordar. Ventana. Pero para qué, no vas a ver nada, el
smog cubre tu ciudad desde hace veinte años, nata gris, bienvenidos al
infierno, favor de abrochar sus cinturones y enderezar el respaldo de sus
asientos, y yo sin aguantar la espalda y hasta la madre de mar y de sol, y sol
y sal y sal y mar. Tu último billete se lo queda el taxista que te trae de
regreso a casa, tum-tum tum-tum, dice tu corazón mientras buscas las llaves,
ojalá todo esté bien, cuando menos no se robaron la puerta. Abres: el olor de
tu casa te recibe, snif-snif, no huele a quemado, prendes las luces de la sala,
ahí están tus libros en orden, ahí están tus discos en orden, ahí está tu
aparato de sonido y tus sillones. Hogar dulce hogar, y el pajarraco de la
paranoia muerto de la risa. Pero no, no todo está tal como lo dejaste: en el
tapete de la entrada hay dos cucarachas muertas. Otra cucaracha, otra
cucaracha, otra cucaracha, sigues caminando, encontrando cucarachas muertas,
¿por qué las cucarachas mueren bocarriba? Otras dos en el pasillo, una bastante
grande en el comedor, seis en la cocina, tres en la recámara, todas muertas,
todas bocarriba. Vas al baño: media cucaracha. ¿Media cucaracha? Qué raro, esto
está como para Sherlock Holmes, ¿dónde quedaría la otra mitad? Mientras estás
orinando llegas a la conclusión de que seguramente fumigaron el edificio, y
como tú vives en la planta baja tu departamento se convirtió en el cementerio
de las cucarachas, está bien el título para una novela del Stephen King: “Cementerio
de cucarachas”. Conectas el refri, llevas la maleta a tu recámara, prendes el
aparato de sonido, se me antoja algo de Bach, ¿qué tal los conciertos de
Brandemburgo? Ves las cucarachas en el suelo, inmóviles, sordas a la música,
muertas, completamente muertas. ¡Qué asco me dan las cucarachas!, piensas, y
luego lo dices en voz alta, pero el hecho de que estén muertas reduce tu asco
en un cincuenta, en un sesenta por ciento: las cucarachas vivas brillan en la
oscuridad, acuérdate, y mueven sus horribles antenas como queriendo decirte
algo, y corren como si fueran roedores, o cualquier otro tipo de animales pero
no cucarachas. A lo mejor las cucarachas vienen de otro planeta, piensas, y te
imaginas sus huevecillos, y te acuerdas de Alien y te da más asco todavía, y
sales al patio a buscar la escoba y el recogedor. ¡Qué asco me dan las
cucarachas!
Una, dos, tres, cuatro, siete, doce, diecinueve
cucarachas y media en el recogedor, te dan ganas de sacarles una foto, ¡no
mames! ¿estás loco o qué te pasa? ¿cómo que una foto?, échalas a la basura
inmediatamente. Pero no las echas a la basura, dejas el recogedor en el suelo y
de tu recámara traes un pliego de cartulina blanca que extiendes en la mesa, en
la misma mesa donde diariamente desayunas cereal y yogurt, en la misma mesa
donde el otro día hiciste el amor con Laura, como locos, y ¡crash! los platos se
hicieron añicos en el suelo, y al final ella no encontraba sus calzones, tú los
escondiste, decía Laura muerta de la risa, ¡eres un fetichista! te gusta
coleccionar calzones de vieja y olisquearlos cuando nadie te ve, y tú: no es
cierto, no es cierto, ¿dónde están tus calzones? ¿de veras traías?, claro que
sí idiota, si tú mismo me los quitaste, y los calzones nunca aparecieron, pero
sí aparecieron casi veinte cucarachas mientras tú te asoleabas tan campante en
las playas de Nayarit. Con cuatro tachuelas clavas la cartulina en la mesa,
luego levantas el recogedor y viertes ahí su asqueroso contenido, ¡guácala!
¿para qué haces eso?, pero tú no lo sabes, te sientas en una silla y te quedas
mirando a las cucarachas muertas encima de la cartulina inmaculada, requiescat
in pace cucarachas, no te atreves a tocarlas todavía, así que tomas una cuchara
para empujarlas y las distribuyes geométricamente, cuatro filas de cuatro
cucarachas y una última fila con tres cucarachas y media, ¡vaya batallón! Luego
sonríes y te preguntas cómo habrán muerto, ¿una por una?, ¿todas a la vez?,
¿habrá acaso un mapa de mi departamento donde estén marcados los lugares donde
murieron las cucarachas, líneas punteadas que tracen las trayectorias de su
agonía?, y si ese mapa existe ¿quién lo tiene? ¡Pinches ideas!, me cae que
estás reloco, diría Laura si no se hubieran peleado, y tú insistes ¿cómo
morirían? Cierras los ojos y ves una cucaracha bañada en insecticida, así
mueren, claro: atarantadas, moviendo las patas en cámara rápida como si fueran
Chaplin o el Gordo y el Flaco o Harold Lloyd, y luego se quedan quietas para
siempre, con las antenas mojadas por el insecticida y con esos ojos como
puntitos negros que te miran desde los primeros escalones de la escala
evolutiva. Vas al baño y te ves en el espejo, estoy bien negro, se me está
pelando la nariz, luego te hincas frente al excusado y vomitas, y el vómito te
sale por la boca y por las fosas nasales, y si no tuvieras ojos también te
saldría por las cuencas de esa calavera que se han de comer las cucarachas,
porque algún día estaré muerto, algún día todos los hombres del mundo estarán
muertos, pero no las cucarachas que llevan millones y millones de años sobre la
Tierra y seguirán sobre la Tierra para siempre, explorando con sus antenitas
las ruinas de la civilización. Después de vomitar vas a tu recámara y te quedas
dormido con la ropa puesta, y sueñas que todavía estás en la playa comiéndote
una langosta o un pulpo a la mexicana, pasé unas excelentes vacaciones pero
mañana tengo que regresar al trabajo, ¡ni pedo!, así es la vida.
Al día siguiente te levantas tarde, no sonó el
despertador, y cómo quieres que suene si ni cuerda le diste, las diez de la
mañana pero te vale madres, no vas a trabajar, no te bañas, vas al comedor y
ves tus cucarachas: no se han movido, están tal cual las dejé anoche. Abres el
refri y no hay nada, claro que no hay nada si ayer llegaste de tus vacaciones y
en vez de ir a la tienda de Don Lupe a comprar leche, huevos y fruta, te
pusiste a jugar con las cucarachas. No me importa, si las cucarachas no comen,
yo tampoco. Entonces vas a tu escritorio y sacas del cajón la lupa que te
heredó el abuelo, y regresas al comedor y aunque las cucarachas te dan mucho
asco tomas una, cuidadosamente para que no se rompa, las cucarachas muertas son
como de celuloide y tienen alas de mica, y son oscuras y brillantes, parece que
están barnizadas. Acercas la cucaracha a la lupa y ves las antenas tan
perfectas, las patas resecas como ramitas, carne de insecto porque las
cucarachas son insectos y tienen alas aunque nunca las has visto volar, ha de
ser bien impresionante ver una cucaracha volando, tu amigo Efraín dice que en
Palenque las cucarachas vuelan, no mames cómo van a volar, te lo juro, yo las
vi volando. Dejas la cucaracha en la mesa y coges otra, así, con cuidado, que
no se le vaya a romper una pata, que no se le vayan a desdoblar las alas, mira
esos picos que tiene en el abdomen, han de ser bien duros y con tu dedo meñique
tocas uno de los picos ¡ouch!, la gotita de sangre embarra a tu cucaracha,
tomas otra, la más grande de todas, y la miras la miras la miras: la espalda es
lisa, resbalosa, las alas delgadas, las larguísimas antenas miden más que el
resto del cuerpo y encima de la cabeza triangular tiene una especie de casco
igual a los que usaban los soldados alemanes de la primera guerra mundial.
Entonces te imaginas otra guerra, la última, millones y millones de soldados
cucaracha comiéndose a los niños, a los ancianos y a las mujeres embarazadas,
soldados cucaracha como en el cuento de Poul Anderson, pero estas cucarachas
están bien muertas y son tuyas de nadie más, mías mías mías, estas cucarachas
son mías y yo hago con ellas lo que se me da la gana. Suena el teléfono y te
quedas inmóvil, aguantando la respiración, no voy a contestar, a lo mejor es tu
jefe, encabronadísimo, bien te advirtió que okey, te doy tus vacaciones, pero
cuidadito y llegues un solo día tarde a la oficina como es tu costumbre, no
jefe cómo cree, y el teléfono suena seis, siete, diez veces, y al rato vuelve a
sonar otras seis veces para después quedarse en silencio: quien quiera que haya
llamado ya se convenció de que no hay nadie. Vas hacia el teléfono, estás a
punto de arrancarle el cable pero no te atreves, así que sólo lo dejas
descolgado y regresas con tus cucarachas, hola chiquitas, ¿cómo están además de
muertas?, ¿qué soñaron anoche?, contéstenme cucarachitas, princesitas, amores
de mi vida, y te rascas la espalda arrancándote tiritas de piel, luego te
hueles la axila ¡fúchila!, pero si las cucarachas no se bañan, yo tampoco.
Tomas la media cucaracha y con la lupa te asomas al agujero del abdomen, nada
de tripas, las cucarachas no tienen tripas sino una carnosidad que te recuerda
la pulpa de un dátil. Guardas la lupa, te sientas en uno de los sillones de la
sala y te quedas ahí varias horas, inmóvil como las cucarachas muertas, viendo
un puntito imaginario en la pared. Luego te levantas, abres un cajón del
escritorio y sacas un billete de a mil, te pones los zapatos y los lentes
oscuros, y sales de tu departamento no sin antes despedirte, ahorita vengo
cucarachitas preciosas, no me tardo.
Regresas dos horas después, cierras el
departamento con llave y luego arrastras los muebles para bloquear la entrada
como en las caricaturas de Porky, tres sillones y el escritorio, ni siquiera
los bomberos podrán meterse a mi casa. Pones la bolsa de papel en la mesa del
comedor y sacas las cosas que compraste: madera, esmalte, pegamento, pinturas y
pinceles, voy a hacer una obra de arte con ustedes cucarachitas, ya lo verán,
no van a quedarse ahí tristes y tiesas para siempre, serán famosas, recorrerán
todas las galerías de arte de este mundo, se los juro. Y toda la noche
recortas, pintas, pegas, sostienes a las cucarachas con esas pinzas para
depilar que se le olvidaron a Laura en la repisa del baño, mueves el pincel muy
despacio, cuidando que las alas no se resquebrajen, que las antenas no se
rompan Así pasan las horas, los días, tú no comes ni duermes, sólo trabajas
trabajas trabajas, te arden los ojos pero qué me importa, el Arte lo justifica
todo, y detrás de tu lupa van desfilando las cucarachas, para que por fin
entiendas el significado de sus ojos milenarios, para que descubras los
mecanismos secretos de sus articulaciones. El silencio zumba en tus oídos
aunque a veces crees oír las minúsculas voces de las cucarachas en el interior
de tu cabeza, y allá afuera la gente atiende sus asuntos, los planetas giran,
el universo se desgasta, pero yo tengo una misión, mi vida tiene un sentido, y
las cucarachas se ven muy bien con sus antenas rosas, verdes, azules, los
vientres anaranjados, las alas rojas o moradas o con rayas de dos colores
diferentes, cebras cucarachas, cucarachas tigres.
Toc-toc-toc, ¡despierta! Te quedaste dormido y
parece que las cucarachas están enojadas, perdónenme chiquitas, tengo que
seguir trabajando, y piensas en Miguel Ángel pintando la Capilla Sixtina,
piensas en Balzac escribiendo como un robot bajo la luz amarilla de la
desesperación, el Arte lo justifica todo, claro que sí, y una cucaracha verde
es una hermosísima joya entre tus dedos, y el pajarraco de la paranoia se quita
el disfraz y es en realidad una enorme cucaracha invisible que te dice pinta,
corrige, pega, sus antenas tocan tus sienes y tus manos se mueven como dos
infatigables herramientas, no vuelvo a quedarme dormido, palabra de honor
cucarachitas, y así sigues trabajando hasta que un buen día después de mucho,
mucho tiempo por fin terminas tu labor.
Suspiras. Estás flaco, cansadísimo, casi muerto.
Ves tu rostro reflejado en el espejo de la vitrina y no lo reconoces pero en tu
mirada hay luz, mucha luz. Con manos temblorosas sostienes el resultado de tu
trabajo y claro que es una obra de arte, un trozo de cielo, un arco iris en
miniatura, definitivamente lo más hermoso que has visto en tu vida: alrededor
de una pequeña mesa perfectamente labrada, las cucarachas multicolores
descansan su muerte sentadas en sillitas diminutas, y todas ellas brillan, brillan
como si fueran diamantes. Cuelgas tu obra en la pared y con lágrimas en los
ojos admiras su belleza como seguramente hizo Leonardo cuando terminó su
cuadro, aunque aquí no son doce apóstoles sino dieciocho, y en medio de ellos
Cristo con las antenas verde esmeralda, las alas bermellón, el vientre dorado y
los ojos azul turquesa, y en sus patitas delanteras sostiene la hostia, y Jesús
tomó el pan, lo bendijo y lo repartió a sus discípulos diciendo: Tomad, esto es
mi cuerpo. Y Andrés y Pedro y Santiago y Simón y Bartolomé y Mateo y Felipe y
todos los demás apóstoles miraron al Maestro quien se llevó la media cucaracha
a la boca y comenzó a masticar, y contemplaste a tus discípulos, eran muy
hermosos y no se comunicaban con palabras sino moviendo las antenas, moviendo
las patas y las alas, y se les hacía agua la boca, y ellos también comieron de
mi carne porque ésta es mi última cena, y allá abajo un hombre desnudo se
retuerce como si estuviera endemoniado, pronto vendrán los romanos a
crucificarlo, y esa noche continuamos cenando y alabando a Dios hasta que no
quedo en la mesa ni un solo fragmento de la media cucaracha.
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