Ricardo Güiraldes
–Como
seguridad de pulso –interrumpió Gonzalo–, no conozco nada que equivalga al
hecho del capitán Funes.
–Y ¿cómo es? –preguntamos en coro.
–Breve y sabroso. Veníamos de Europa en un barco
que hoy calificaríamos de chiquero, pero de primer orden para hace veinte años.
Nos aburríamos oceánicamente, a pesar de habernos
juntado cinco o seis muchachos para truquear y hacer bromas que acortaran el
viaje. Se truqueaba por poca plata, y las bromas eran pesadísimas.
Al llegar a Santos, fuera el frescor del aire o la
proximidad de la tierra, nos remozó un nuevo brío de chistes e indiadas.
Para mejor, subió un candidato, y nos prometimos,
luego de analizar su facha enjuta y pretensiosa, hacerlo víctima de nuestras
invenciones.
El más animado del grupo, Pastor Bermúdez, se
encargó de entrar en relaciones y presentarnos luego.
Al rato no más, volvía, diciéndonos satisfecho:
–¡Es una mina, hermanos, una mina! Ya le encontré
el débil. Es oriental, revolucionario, y, hablándole de tiros, va a marchar
como angelito.
Nos presentó esa misma noche, en el bar, y todos
comenzamos a hablar de guerra y tiros, sablazos, patadas, con exageración,
contando mentiras para oír otras.
–¿Así que usted, capitán –le decía Pastor–, ha
peleado mucho?
–Bastante –movía los hombros como coqueteando.
–Ha de saber lo que son balas –guiñándonos los ojos–;
¿hasta por el olor las conocerá?
–¡Por el olor, no; pero por el chiflido, pueda!
–Y ¿qué diferencia hay entre unas y otras?
–Pero muy grande, mi amigo, muy grande: las de
remington silban gordete; así: chchch… –nos mordíamos los labios–; mientras que
las de carabina son más altitas, así: ssssss…
–Pero vea –decía Pastor con gravedad–: así que las
de remington hacen… ¿cómo?
–Chchchch…
–¡Curioso! ¿Y las de carabina?
Nosotros debíamos estar violetas a fuerza de
contenernos.
–Las de carabina, ssssss…
–¿Y las de cañón?
El capitán nos miró, riendo de buena gana.
–Pa eso no me alcanza la voz.
Aprovechamos la coyuntura para aflojar la risa que
nos retozaba en el vientre. Nos reíamos, pero desmesuradamente, largando todo
el embuchao, queriendo sujetar y volviendo, como a una enfermedad, a nuestras
carcajadas inconcluibles.
El capitán Funes tuvo un pequeño encogimiento de
cejas, imperceptible.
–Así que no podría, capitán… claro está…; pero
cuando hace como la de carabina… vea, es igualito… me parece estarlas oyendo…
formal… Y dígame, capitán, las de revólver, ¿cómo hacen?
–¡Así, mi amigo! –y antes que pensáramos siquiera,
dos balazos llenaron de humo el aposento. Hubo un ruido de sillas y mesas
volteadas. Recuerdo un tumulto de empujones dados y recibidos, una multitud de
gente caía por todas partes, mientras, en pelotón confuso, rodábamos hacia
cubierta. Pastor y Funes luchaban a brazo partido, y este último, más débil,
corría el riesgo de ser echado al mar, por sobre la borda, cosa que Pastor
trataba de lograr con todas sus fuerzas.
Los separamos, al fin. Queríamos ver la herida de
nuestro amigo, cuya sangre nos manchaba.
El capitán Funes, retenido por dos marineros,
gritaba:
–No lo he querido matar de lástima; pero ya sabe
ese mocito que si no sé cómo silban las balas de revólver, sé manejarlas.
–¿Y en qué quedó Pastor? –preguntamos.
–Pastor ha quedado señalado con una muesca en cada
oreja, y lo peor es que cada vez menos puedo resistir la tentación de
preguntarle cómo silbaban las balas que lo hirieron.
–No te aconsejo –dijo alguien.
–Yo tampoco –concluyó Gonzalo–, pero temo que la
tentación me venza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario