José María Arguedas
Los aukis, sacerdotes de
la comunidad, cantaban en quechua a la orilla del estanque. Con el sombrero en una
mano y una cruz pequeña cubierta de flores rojas de k’antu en la otra, entonaban
un himno muy antiguo:
Aylillay, aylillay
uh huayli
aylillay, aylillay
uh huayli.
Señores Cabildo;
señores comunes
hermosa palabra
hermosa atención
perdonadme
hacedme entender
hablad, padre mío
rechazad la rabia
rechazad la pereza
aylillay, aylillay
uh huayli…
Con los rostros vueltos
hacia la gran montaña sobre cuya nieve nadie pudo clavar una cruz, cantaron largo
rato. Era la última ceremonia de la pascua antigua con que celebraban la conclusión
de la faena de la limpieza de los acueductos. El auki mayor había degollado un carnero
y una llama junto al ojo del manantial, en las faldas del Arayá; había lanzado sobre
el agua, que hacía brotar del fondo de la tierra arena de colores, el corazón aún
vivo del carnero y de la llama; luego, había hablado con el picaflor que vivía en
una pequeña capilla hecha de piedras montaraces, muy cerca del manantial. El picaflor
brillaba en la oscuridad de la capilla. El auki mayor le transmitió las quejas y
los encargos de los comuneros y salió feliz, agachándose mucho en la puerta del
pequeño templo. Después bajaron la montaña todos, entonando himnos en lugares señalados
desde unos mil años antes. Fueron recibidos por comuneros a la entrada del estanque;
comieron ceremonialmente todos, luego de haber adorado la cruz del auki mayor, y
ahora iban a bajar al pueblo, a los barrios o ayllus de la capital del distrito.
El
sol del crespúsculo comulga con el hombre, no sólo embellece al mundo. Mientras
el auki cantaba, la luz se extendía, bajaba de las cumbres sin quemar los ojos.
Se podía hablar con el resplandor o, mejor, ese resplandor vibraba en cada cuerpo
de la piedra, del grillo que empezaba ya a inquietarse para cantar y en el ánimo
de la gente.
Cuando
el coro repitió la última estrofa, los jóvenes solteros que escucharon el himno,
de pie, junto a un muro que se perdía de vista en la quebrada y en las cumbres,
se agarraron de la mano y formaron una cadena. Las mujeres atrás, los hombres adelante.
Todos estaban vestidos con sus trajes de fiesta. Al callarse el coro, el campo quedó
en silencio. Y las muchachas empezaron a cantar el ritmo difícil, decían los forasteros
que “endiablado”, del ayla. Y la cadena se puso en marcha, cuesta abajo. Los hombres
danzaban. Los aukis y los mayores cabildos, padres de familia, habían bebido durante
dos días. Tenían los ojos densos, pero en ellos el ayla se retrataba. El auki contempló
la fila de los solteros que descendía hacia el pueblo, como si él fuera la montaña.
Estaba tranquilo, sin rabia, sin movimiento, alcanzando con sus ojos pesados en
que la luz se concentraba, todos los confines de las pertenencias de la comunidad:
montes, quebradas, abismos, cumbres, bosques de espino, campos de paja, tierras
de colores. Los alfalfares eran de los señores hacendados.
Santiago
siguió a la cadena que danzaba el ayla. Estaba fuera de ella, pero en su interior
repetía la música y el ritmo de los pasos. La luz siempre le había acompañado a
entender.
Mestizos
y señores vieron pasar por las calles, mientras anochecía, la fila del ayla, y hablaron
entre ellos:
–Van
a hacer sus asquerosidades en el cerro estos indios.
–La
bacanal de cada año.
–Y
el cura nada dice.
–Es
hijo de indio desconocido. Lo recogió el obispo.
–El
cura también aprovecha después.
–Pero
en el campo, como animal, es distinto. El cura no entra en eso.
–Ya
no es indio indio.
–En
el campo, como animales, así como chanchos.
–¡Qué
saben de amor, ésos!
–Todo
en tropa, y eso que muchos de ellos ya saben leer…
–No,
ésos ya no van, dicen. Se avergüenzan de esta cochinada.
–Algunos,
algunos van.
La
gran cadena del ayla se dividió en cuatro, por barrios, y tomaron direcciones diferentes.
Santiago se encaminó hacia la plaza de Carmenk’a, que era el barrio más grande y
próspero. No siguió a los bailarines. Llegó a la plaza antes que el ayla.
Los casados bailaron
en círculo junto a cuatro arpas. Los solteros, siempre en cadena, dieron varias
vueltas a la plaza, en línea ondulante, como una serpiente muy larga. Los mecheros
que alumbraban a los arpistas y a los vendedores de aguardiente y chicha alcanzaban
a dar cierto aliento de luz a la plaza oscura. Santiago subió a la torre para observar.
El ayla se movía como un solo cuerpo. Luego de la última vuelta formaron una especie
de mandíbula en un extremo de la plaza; avanzaron, cantando todos, no sólo las mujeres,
hacia el sitio en que tocaban las arpas y bailaban los casados. Santiago bajó de
la torre.
Algunos
grillos extraviados podían hacerse oír en la misma plaza, donde apenas crecía un
pasto sucio y reseco. El coro de los jóvenes no apagaba el canto de los grillos.
La cadena cerró como una barrera curva los cuatro círculos de casados y, luego,
ondulando nuevamente, se dirigió hacia la esquina por donde se salía al camino que
escalaba la montaña. Santiago siguió al ayla.
Salió
la luna cuando el ayla cruzaba el riachuelo. A la orilla del agua, Santiago encontró
a un mozo comunero que estaba apoyado sobre una gran piedra cuya sombra caía sobre
la corriente.
–¿Tú
no vas? –le preguntó en quechua al mozo.
–Tú,
Santiago, huérfano, bueno. Yo no voy, mi pareja está de trabajadora en la costa.
No ha podido llegar. Estoy esperando. Quizá llegue todavía, ahora mismo.
–Dicen
que en el ayla hacen cochinadas, cosas feas con las mujeres. ¿Cierto?
El
mozo se echó a reír.
–Dicen.
¿Quién? Los señores vecinos, pues. Ellos no entran al ayla. No han visto. Por mando
del corazón y por mando del gran padre Arayá jugamos; sembramos de noche. Bonito.
A ti te conocemos. Te ha pateado, dicen, don Guadalupe, cuando eras criatura.
–No
me ha pateado. Me ha llevado… a la candela del cementerio.
–La
candela del cementerio del pueblo de don Guadalupe quema feo, por siempre. Así dicen.
Tú no puedes ver al ayla.
–¿Adónde
van a ir?
–A
la falda del cerro, cerca. Allí vamos a jugar. Yo quizá no voy a ir. No ha llegado
mi pareja. De la costa a veces nunca regresa la gente. No ha llegado todavía. No
voy a sembrar, ella no va a sembrar…
Santiago
iba a decir “candela del cementerio”, al oír la voz del mozo.
–¡Al
año entrante sembraré; haré cimiento! Mejor será, quizá, si no viene –siguió hablando
el mozo–. Algunos vienen de la costa, donde hay fábricas, más de Lima, donde crecen,
dicen, gusanos feos en el tuétano y en el corazón también; ésos dicen que el padre
Arayá no es padre de nadie, que es tierra muerta. Los que han estado en la escuela
también dicen eso. Pero bailan como los otros; algunos, no más, desprecian… Se quedan
en su casa como gallo forastero. Así es. Ellos dicen que ayla es juego de animal.
¡Espera, Santiaguito! ¡Espera!
El
comunero no le dijo niño Santiago, le habló como a igual. Y se quedó mirando inmóvil
el camino de la cuesta. La luna alumbraba como si el mundo, de veras, se hubiera
vuelto algo transparente. El coro de los mozos iluminaba más que la propia luz de
la luna y de las estrellas.
–Ahí
está Felisa, mi pareja. Ha venido desde la costa. Se habrá bajado, del camión en
el cerro. Aquí esperamos los que tenemos que esperar.
Llegó
cansada.
–¡Santiago!
–dijo la moza. Luego siguió hablando en castellano, dirigiéndose al comunero–: Santiago
no es señorito, no es mestizo. Su corazón estará callado, su boca también estará
callada. El padre Arayá sirve para jugar. No es padre. Es tierrita grande. ¡Chao,
adiós, Santiaguito…!
Lanzó
un agudo grito, la primera nota de un canto de ayla. Tomó de la mano al mozo, lo
arrastró, y dejaron a Santiago a la orilla del pequeño río. Escalaron la cuesta
danzando a la carrera. La luna los marcaba sobre la montaña y en el pecho del jovenzuelo.
Santiago se decidió
a subir el cerro; se apartó del agreste camino de a pie y empezó a subir la montaña
casi en línea recta. Se metía entre los arbustos; arañando el cascajo salvaba los
pequeños barrancos.
Llegó
a un andén limpio de yerbas y pedregales. Estaban danzando allí los mozos. Santiago
se quedó quieto, oculto detrás de un delgado cerco de piedras. Un ramoso árbol de
espino crecía junto al muro, al lado del andén. Sus escasas flores rojas se destacaban
en la luz. “Estoy agitado, intranquilo, pues; no estoy cansado, flor de ankukichka”,
le habló al árbol.
Las
muchachas del ayla empezaron a chillar en ese instante y se dispersaron moviendo
los brazos. Dos venían hacia el espino; parecía que volaban bajo. Luego, los hombres
gritaron con voz gruesa, como la de un gavilán que toma altura precipitadamente.
Y se echaron a correr en línea ondulante. Dos mozos persiguieron, cerca del espino,
a las muchachas. Ellas reían y chillaban, ellos bufaban, silbaban. Finalmente, los
hombres lanzaron una especie de zumbido por la boca y las muchachas se quedaron
quietas, una a poca distancia de la otra. Cuando los hombres cayeron sobre ellas,
se echaron a reír fuerte y a insultar: “Gavilán torcido, gavilán vencido, gavilán
tuerto, gavilán ciego, gavilán sin pecho…”. Los hombres también gritaban: “Paloma
tuerta, paloma sin ojos, paloma sin nada, yo… yo te voy a hacer empollar, en nombre
del Padre, de la Madre…”. Y Santiago vio que el mozo que estaba cerca de él le alzaba
el traje a la muchacha, mientras ella hacía como que se defendía, luego se quedó
quieta, completamente inmóvil, mientras el joven se revolvía sobre ella. Hasta el
sitio ese, donde estaba oculto Santiago, llegaban silbidos, gritos, vocería, no
como de gente, sino como de aves que pretendieran hablar como gente. Santiago observó
a la pareja que estaba cerca de él, pero los gritos no le permitieron sentir frío
ni olor alguno. De repente la pareja se puso de pie; empezaron a bailar gritando.
Dieron vueltas un instante, solos, luego se juntaron con la otra pareja. Y los cuatro
avanzaron danzando el ayla al centro del andén. De todas las direcciones aparecieron
otros grupos y formaron nuevamente la gran cadena. Pasaron junto al muchacho, todos.
Nunca sintió así la luz de la luna, la iluminación del mundo, como un río en que
los patos aletearan echando candela por las alas y el pico. Saltó de su escondite,
gritando:
–¡Soy
Santiago, Santiaguito!
–¡Animal
raro, desconocido, alegre! –exclamó en quechua el mozo que guiaba el ayla–. ¡Chau,
adiós! –pronunció en castellano las últimas palabras. Y reinició la danza.
–Pendejo,
carajo –dijo, muy claramente, otro de los jóvenes que iba encabezando la fila.
Dejaron
solo al muchacho, como una piedra caída del cielo. Las jóvenes empezaron a cantar
y la cadena se dirigió a otro campo. El muchacho oyó un vocerío como de pumas y
ovejas que hablaban, lejos, mezclando el tono, enredándolo, haciendo mover el suelo.
Sintió calor en esa gran altura, a solas. “Me estoy helando con ese hablar que me
llega”, dijo, confundiéndose.
–No te mataron
–le dijo el cura en el confesionario–. No te despedazaron porque creyeron que eras
un animal del maldito cerro Arayá…
–¡Eso
sí que no, padre! Me reconocieron. Yo… pues, animal desconocido, alegre, seguro.
¡Chao, adiós, señor…!
Ya
en la plaza donde el sol quemaba a las débiles flores, no supo qué dirección tomar.
“Se
me ha ido el mal olor, creo, peso menos, creo…”.
Pero
como una cascada, el llanto de doña Gudelia y el de la chuchumeca, en el horno viejo,
empezaron a sonar bajo su pecho. Los vellos de la borracha se encendían.
“Padre
Arayá, en nombre del Hijo, del Espíritu Santo… Me voy a la costa… Que me coman el
corazón los gusanos o yo me los comeré a ellos…”.
Se
despidió de la montaña en la plaza.
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