Silvina Ocampo
Esa noche decidieron llevarnos al nuevo local del Ecuador porque a la niñera
le tocaba salir. Hacía un año que el viejo edificio se había derrumbado sobre los
mozos por así decirlo, pues todos perecieron bajo los escombros. El accidente sucedió,
no se sabe cómo, a las doce de la noche cuando los clientes ya se habían retirado.
Mis padres iban frecuentemente a ese restaurante, no
porque la comida fuese buena ni porque sirviesen con rapidez sino un poco por rutina,
otro poco porque quedaba a cinco cuadras de nuestra casa y porque era barato.
El mozo que siempre servía a mis padres, al decir de
ellos, tenía un rostro extraño que se les quedó grabado en la memoria; decían que
les resultaba difícil describirlo pero que si lo viesen entre un millón de mozos
podrían reconocerlo. Lo único que describían con precisión eran las diversas manchas
de su delantal y el color blanco de su cara que parecía de miga. Había días en los
que todo cuanto traía estaba falsificado: el arroz parecía fideo; los fideos, chauchas;
las papas, batatas; las bananas fritas, pescado; el dulce de membrillo, puré de
remolacha; el agua, carne; la carne, vino. Lo peor de todo es que mis padres culpaban
de estos inconvenientes al mozo, no al cocinero, y pensaban que eran justos pues
¿cómo había de explicarse que las frutas en las compoteras resultaran tan insípidas,
que las mandarinas y las manzanas fueran como alcancías y que la manteca y el pan
tuvieran gusto a cartón, como en los platos de juguete? Ellos hacían estos comentarios,
creyendo que yo no los escuchaba pero un chico escucha todo. El mozo se llamaba
Isidro Ebers.
Cuando llegamos al restaurante El Ecuador se asombraron
de no encontrar en el nuevo local ni vestigios de lo que había sido el otro. No
había manchas en los manteles, no había música ni plantas en macetas doradas, no
había aparadores, ni rifaban radios; las paredes eran blancas y los asientos de
imitación cuero.
Eligieron una mesa cerca de la pared del fondo del comedor.
Frente a un espejo nos sentamos. Mis padres se pasaron el menú y discutieron un
buen rato. A mi madre le gusta la comida pesada. Se deleita con un plato de ostras
o con una carbonada. Le gusta el pato con naranja y salsa negra, los calamares en
su tinta y las empanadas con un sinfín de sorpresas, como si fuesen pequeñas y hediondas
medias de Navidad llenas de alimentos. Pidió ostras y carbonada. Mi padre se atrevía
a veces a comer una milanesa. Después de estudiar bien el menú dijo al mozo lo que
siempre decía en estas ocasiones:
–Tráigame arroz al natural.
Un rato estuvo pensando mi padre ante el delantal el
mozo. Las manchas de los delantales son todas iguales. Pobre Isidro Ebers. Hace
un año que ha muerto, debajo de esos andamios, de esos muebles, de esos platos caídos,
quizás con una compotera en la mano. Entre tenedores, cuchillos, soperas rotas y
almíbar de compotas, pobre Isidro Ebers. Siguió enumerando despacio su pedido y
con vergüenza, porque era un mozo nuevo el que lo escuchaba, y quizá fuera despiadado
con los que piden comida sencilla.
–Arroz al natural, y un bife.
–Sí, ya sé –interrumpió el mozo–. Un bife bien cocido
con puré de papas y ensalada de lechuga.
Mi padre alzó los ojos, asombrado. ¿Quién era el que
hablaba así?
–Para los niños –dijo mi madre–, huevos pasados por
agua, si son frescos; fideos y un bife. De postre queso fresco y dulce de membrillo.
Recorrió de nuevo el delantal manchado del mozo para
asegurarse de que sus ojos veían bien. Cuando llegó a la altura de la cabeza encontró
la cara pálida de Isidro Ebers, esa cara que hubiera reconocido entre un millón
de caras. Lo miró, le miró las manos: eran las mismas manos coloradas con las uñas
comidas.
Isidro tomó mi abrigo y lo colgó en la percha; lo mismo
hizo con los otros abrigos. Después desapareció por la puerta del costado derecho,
donde debían estar las cocinas.
Mi madre exclamó con los ojos desmesuradamente abiertos
y en voz baja, a mi padre:
–¡Isidro Ebers!
–¿No estaremos soñando? –le contestó mi padre. Comenzamos
a reír.
–¿Qué les pasa? ¿Por qué están tan asustados? ¿Quién
es Isidro Ebers? –pregunté a mi madre, sabiendo quién era.
–Isidro Ebers es el mozo que nos está sirviendo –dijo
mi madre.
–¿Y qué tiene de extraordinario? –preguntó mi hermano.
–Nada –dijo mi madre.
–Lo que tiene de extraordinario es que todos los mozos
murieron hace un año en el accidente que ocurrió en el otro local. Y entre ellos
estaba Isidro Ebers. Hay que decir las cosas como son –dijo mi padre furioso.
–No le crean –dijo mi madre–. Es un mentiroso.
Reímos.
–Tiene cara de muerto –dijo mi hermano, mirando para
el lado donde había desaparecido el mozo–. Vamos a preguntarle si es cierto que
ha muerto o si es una calumnia.
–Mañana no irás al cine –dijo mi madre–. ¡Maleducado!
Al cabo de un rato apareció Isidro Ebers, trayendo una
fuente. Mi hermano le preguntó:
–¿Es verdad que todos los mozos murieron en el accidente
que ocurrió hace un año en el otro local?
El mozo contestó sin cambiar de color:
–Todos murieron. Todos mis compañeros. Ninguno se salvó.
–¿Isidro Ebers?
–Isidro Ebers también murió.
Seguimos comiendo. El mozo iba y venía con rapidez,
pero nos traía las fuentes con extrema lentitud. Se había olvidado de hacer tostar
el pan. Mi madre dijo:
–Mejor será que no le hablemos.
–¿Por qué? –dijo mi padre.
El mozo desapareció corriendo y volvió lentamente con
una pila muy alta de tostadas; después de dejarlas sobre la mesa, dijo intempestivamente:
–Isidro Ebers tardó más que los otros en morir, porque
quedó preso durante seis horas entre dos tirantes gruesos, que se habían caído y
que le apretaban la cintura. Fue el último abrazo que recibió en su vida.
El mozo buscó una silla y se sentó entre nosotros. Siguió
hablando:
–Vio toda la noche el vuelo de los murciélagos que lo
asustaban de chico. Como después de una batalla, los mozos estaban tendidos en el
suelo, con cuchillos en la mano.
–No diga esas cosas delante de los niños –dijo mi madre,
furiosa–. ¡No van a dormir esta noche!
–La muerte es para todos, para grandes y chicos, señora
–prosiguió Isidro Ebers–. Los aparadores estaban intactos, las mesas, las perchas
y las sillas estaban alineadas como en un gran campo de batalla donde corrían los
ratones, porque ustedes sabrán, señores, que en el local antiguo abundaban los ratones.
Vio salir el sol y oyó las campanadas de las cinco, de las seis… y luego pudo, al
fin, salir de los tirantes que lo abrazaban. Fue hasta su casa, no encontró a nadie;
estaban velándolo en la cochera. Fue hasta la cochera. En el fondo de un largo cuarto,
su mujer lloraba inconsolablemente, quiso abrazarla y ella sin verlo preguntó a
su pequeña sobrina:
–¿De dónde viene ese chiflón helado?
La sobrina, acercándose, le contestó:
–Tía Etelinda, las puertas están cerradas. –Y después
de un rato dijo en voz baja: ¿Qué haríamos si resucitara el tío Isidro?
–Mi hijita, no me asustes. Eres muy niña para saber
lo que es la muerte. Este cajón es el más lujoso que he encontrado –y al decir estas
palabras se acercó al cajón y acarició con el índice el dibujo del bronce sobre
la madera, para distraer a la sobrina.
–¿Pero usted cómo se llama? –interrumpió mi hermano
entusiasmado.
–Yo me llamo Isidro Ebers.
En ese instante se acercó el maitre d’hótel,
muy congestionado, y dirigiéndose al mozo le dijo:
–¿Qué hace usted acá? ¿Por qué no está sirviendo?
–Pero estamos hablando de Isidro Ebers –protestó mi
hermano.
–De acuerdo a los reglamentos –dijo el maitre d’hótel
dirigiéndose a mi madre– los mozos no están autorizados a sentarse a las mesas donde
están los clientes, salvo cuando se trate de un desmayo o de un fallecimiento. En
ese caso se ruega a la víctima que se acueste en el suelo para no permitir abusos.
Se ha previsto también el caso de un encuentro familiar, padre, madre o hermanos.
En esas circunstancias será menester (dice el reglamento) que el mozo elija otro
restaurante para encontrarse con su familia.
–Tiene razón –dijo mi madre, interrumpiendo al maitre
d’hótel.
–Pero Isidro Ebers ha muerto. Hace un año que ha muerto
–contestó mi hermano, indignado.
–No importa. No estamos hablando de casos personales.
Se trata del personal y de los reglamentos que todos deben respetar.
Dirigiéndose al mozo, que no se había movido de la silla,
gritó:
–Usted queda despedido.
El mozo sonrió levemente, esperó que el maitre d’hótel
se fuera y nos dijo:
–Esto sucede todos los días.
Se levantó y nos trajo el postre. El postre estaba hecho
de una azucarada nube de merengue. Después de dejar la fuente sobre la mesa, sacó
una tarjeta de su bolsillo:
–Les voy a dar mi dirección –nos dijo, escribiendo apresuradamente
con un lápiz.
Para fastidiar a mis padres, me entregó la tarjeta a
mí, sin mirarme. Vislumbré en letras negras su nombre: Isidro Ebers, Sector E, número
9. Chacarita.
–Si alguna vez quieren comprobar la miseria en que vivo,
¡ni una flor! –dijo.
Mi madre me arrebató la tarjeta, pero yo sabía la dirección
de memoria. Miré a mi hermano. Llegué hasta él a través de un largo puente de miradas
asombradas. Éramos partidarios de Isidro Ebers y resolvimos, aunque estuviera muerto,
ir a visitarlo. No dormimos en toda la noche.
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