José María Arguedas
Me han cambiado de ayudante:
el nuevo se llama Severino, es hijo de un árabe y de una criolla. Severino es moreno,
de ojos pequeños y muy negros, usa bigotes, su cara está bien afeitada, es bajo.
Sus cejas espesas y algo erizadas, la córnea amarilla y turbia, y su costumbre de
mirar con las pupilas siempre al centro de los ojos, le dan cierto aire de locura,
de duda, de extravío en la expresión.
–Yo,
hijito, soy bueno con los buenos y canalla con los de mal corazón. Tú eres bueno,
jefe. En la cara se ve si la gente es buena o mala. Hermanito, yo soy trabajador,
yo he sido cargador de azúcar en las haciendas de Huacho, he sudado allí como nadie.
Yo soy hombre, jefe; hombre de a de veras; no como éstos, que trabajando bajo techo,
desde las nueve de la mañana como caballeros, todavía se quejan como perrillos.
¿Verdad, hijito?
Severino
se dio una vuelta completa sobre sí mismo y después me miró con desdén, con bastante
menosprecio; enseguida miró al resto, a todos los empleados ayudantes de la sección.
Se irguió con un ademán militar y habló:
–Éstos
se morirían en las haciendas de Huacho. Son maulas, yo soy el único hombre aquí.
Estiró
su labio inferior; hizo más sombra sobre sus ojos con las cejas erizadas y permaneció
unos instantes silencioso, en una actitud de gran desprecio.
Al
poco rato mi ayudante se rio, muy llanamente, con una risa pura, sincera, con una
tierna risa de niño.
–¡Jefecito!
Ahora
sus ojos estaban llenos de cariño, de franqueza, de una sencillez placentera. Y
tuve la convicción de que Severino era bueno y sincero.
–Choquemos,
jefe. Tú para mí, yo para ti.
Y
nos dimos la mano, nos apretamos los dedos muy amistosamente. Habíamos congeniado;
nos estimábamos yo y él.
El ayudante es
un subordinado del empleado; está a las órdenes de éste; reglamentariamente le debe
guardar respeto. Pero entre Severino y yo no hay más que un simple acuerdo para
trabajar lo mejor posible. A pesar de su carácter desigual, de la superioridad de
sus sufrimientos en que funda su orgullo, hemos logrado vincularnos afectuosamente.
Él me dice “Jefecito”, “Hijito”, siempre en diminutivo, como a una cosa pequeña.
Yo le llamo: “Mi estimado y buen Severino”. Cuando nos miramos de frente, él sonríe
con su cara híbrida de árabe criollo: yo también sonrío procurando expresarle toda
la amistad que siento por él. Y estamos muy bien, mucho mejor que si hubiera entre
nosotros ese respeto oficioso y pesado que señala el reglamento; no hay desconfianza
entre nosotros; no existe ese ambiente difícil, opresor, bajo cuya influencia he
vivido a veces aturdido y enfermo.
Mi
ayudante no es nuevo en el servicio; es un cartero antiguo que ha vuelto después
de cuatro años, durante los que hizo una vida tormentosa y desordenada, que lo ha
llevado hasta la semilocura. Esta mañana sus antiguos camaradas, los carteros, a
la hora de salir para hacer el primer recorrido, se han burlado descarada y cruelmente
de Severino.
–¡Eh!
¡Millonario Severino! Has enterrado la plata y vienes ahora a trabajar con los pobres
como un bellaco –le ha gritado uno mirándole despectivamente.
Casi
todos los carteros, al pasar, le han hecho demostraciones de sorna; solo algunos
le han mirado compasivamente y otros con mucha seriedad, como se mira a los ricos.
Severino
ha permanecido callado y sereno; pero he notado que ajustó fuertemente sus mandíbulas
y miró desfilar a los carteros con una expresión de gran amargura en los ojos. Después
quiso reírse fuerte, a carcajadas; vino abriendo mucho la boca hacia mi carpeta
y siguió mostrando los dientes durante unos minutos; pero eso no era más que una
estridencia de su desequilibrio, de su despecho, de su abrumadora desgracia.
–¡No
te rías, Severino!; puede verte el jefe y molestarse.
–¡Siete
mil soles, jefecito, hermanito! ¡Siete mil soles ha guardado este bolsillo de cartero!
Pero los boté, como un perro loco, los tiré, y me quedé limpio, pelado. Hombres
y mujeres se agarraron de mis bolsillos como garrapatas. Después, mis hijos lloraron
de hambre y tuve que largarme a Huacho, a sudar, desde las cinco de la mañana hasta
las seis de la tarde por un sol miserable que aquí me dan para almorzar un día de
“Panamá”. Pero –y se acercó hasta ponerme sus labios en mis oídos– estos carteros
sonsos creen que he enterrado el dinero; son malos, me hacen perjuicio con eso,
la Superioridad creerá y no me dará el empleo en propiedad. ¡Por Dios, por mi madre,
no tengo un medio!
Volteó
sus bolsillos violentamente, casi hasta romperlos.
–¿Ves?
No hay nada, ni restos de tabaco. Porque ya no fumo, ya no chupo. He sido un borracho;
cuando tenía miles, chupé champán como los caballeros. Y me volví borracho. Ahora
soy sano, honrado y bueno.
Agachó
la cabeza, sus cejas se arquearon, noté que pensaba muy seriamente. Levantó del
suelo una encomienda pesada y me enseñó el número del registro, sin decir nada,
muy callado. Anoté la encomienda y le indiqué que la echara al saco. Después tomó
otra pieza. Y nos pusimos a trabajar.
Cuando
terminamos de envalijar la última encomienda, mi ayudante se secó el sudor de la
frente con el revés de la mano. Estaba ahora muy alegre; sus pupilas se contrajeron
en el centro mismo de sus ojos; brillaban radiantes de regocijo.
–Pero
Dios, que me dio desde el alto esos siete mil soles para mi mal, tiene que mandarme
otra suerte para remediarlo todo.
Con
gran dificultad extrajo de la secreta de su pantalón un “huachito” apachurrado y
sucio.
–¡Éste
es el que vale, jefe!
Se
llevó a los labios el quinto, le dio un beso fuerte, lo miró un instante muy apasionadamente
y lo guardó de nuevo.
Bajé
de mi banco, me acerqué junto a él y le pregunté con gran interés:
–Oye,
mi buen Severino, ¿qué sentiste en el momento de saber que te habías sacado la suerte?
Mi
ayudante no contestó rápidamente, como creí; estuvo unos segundos aturdido, desorientado
por mi pregunta.
–No
me acuerdo, jefe. De verdad, no me acuerdo. Al día siguiente llevé a mi casa toda
la plata. Me dieron un alto de billetes nuevecitos, lindos, como nunca había visto.
Mi mujer no es de experiencia, es cabeza volada como yo. ¡Cualquiera otra me amarra,
si es posible me pega y después guarda el dinero! Sí, me hubiera roto aunque sea
la cabeza, ¡me hubiera apaleado! Pero no; llamó a sus compadres y comadres, amigos
y vecinos, a todo el mundo y nos jaraneamos como locos. Al atardecer me escapé,
calladito, a escondidas, como ladrón; tenía un bolsillo lleno de billetes. ¡Mil
soles, hermanito! Reuní a dos o tres amigos y nos fuimos a chupar pisco donde un
chino. Pero la gente huele el dinero desde lejos. A las once éramos como veinte.
Todos me vivaban, me trataban como a patrón, como a caballero. Y yo ¡animal! me
pavoneaba en medio de ellos como un general; estaba hinchado, mi cabeza parecía
piedra. A medianoche me llevaron a “La Perricholi”; “esas” mujeres se pegaron a
mi mesa, se quitaban el sitio para sentarse a mi lado; gritaban. “Lindo, amorcito,
queridito”, me decían. Me enamoraban las bandidas. Una rubia, que me gustó más que
todas, se sentó sobre mis rodillas; era de ojos azules, blanca; yo la abracé. “¿Quieres
besarme? Dame propina”. Le di una, dos, tres libras. Verdad que la besé, ¿pero eso
qué vale? Me “tapé” esa noche hasta quedarme como muerto. Amanecí tirado en la vereda,
con la boca en el suelo. Recordé de mi plata y me tanteé el bolsillo. ¡Ni siquiera
un billetito de cinco soles! Sentí un arrepentimiento y me eché a correr por las
calles, como loco. En la casa mi mujer me estaba esperando. Me preguntó, como si
nada, dónde había estado. Yo me fui a un rincón y estuve sentado como una hora sin
hablar, mirando enojado a mi mujer.
Viendo
que yo le escuchaba con mucho interés, Severino siguió hablando.
–Como
un mes estuve yendo todos los días donde esa gringa. ¿Sabes, hermanito? La bandida
me cobraba dos libras por pasearse conmigo. No creas, por pasearse no más. A los
cinco o seis días ya se quedó conmigo haciéndose pagar cien soles. Yo estaba atontado.
La plata, hijito, cuando viene de repente, cae como maldición sobre uno, lo vuelve
sonso, le hace perder el recuerdo de la familia, de todo. Yo vivía como en otro
mundo, parecía afiebrado, con pesadilla; ni en comer ya pensaba; andaba de aquí
para allá, vivo, sin parar, como algunos animalitos enjaulados. ¡Qué perdido era!
Pero ya no es lo mismo, ahora estoy avisado; esto que tengo en el bolsillo va a
salir mañana; entonces ya sabré manejarme. Después de un mes me entró la serenidad
un poco; compré unos terrenos, casitas en las afueras; gasté en eso tres mil soles.
Estaba alegre, ya era propietario, dueño; eso estaba en mis manos. ¡Era de mí! Pero
los compadres seguían viniendo; los amigos cada día eran más. Presté mucha plata,
me ofrecían ciento cuarenta por cien soles; y yo confiado en su buen corazón, les
daba. ¡Qué iba a desconfiar! Juraban pagarme por Dios, por sus madres; se fueron
con la plata y no volvieron. Ahora me encuentro todavía con uno que otro de ésos
en la calle, pero se pasan muy prosistas, mirándome de arriba abajo, porque me ven
pobre, casi rotoso, y yo les tengo miedo de cobrar; no les digo nada. Algunos no
más, para qué es decir, han sido caballeros, cuando me vino la mala.
Severino
puso su brazo derecho sobre mi hombro y, con un gesto de reproche, de profundo resentimiento,
dijo en voz alta:
–¡Nada,
nada! ¿Sabes lo que me hicieron al último? Me quitaron los terrenitos, las casitas,
me botaron a la calle. ¡Eso no era de mí! ¡Qué sé yo de pleitos, de papeles! Me
dijeron que me habían vendido cosa ajena, arrendada, hipotecada… Verdad que sólo
me dieron un papel escrito, de esos de oficio, a cambio de la plata. ¿Por qué algunos
hombres serán tan perros, hermanito? ¿Será porque necesitan, porque no tienen que
comer, o es sólo porque tienen alma y corazón de animales? De esa vez le tuve miedo
a Lima; mi sangre se cuajó en el miedo; parecía que a mí también, así feo y tonto
como soy, me iban a robar. Entonces me corrí hasta Huacho, a trabajar como buen
peón, como hombre.
–¿Y
allí, Severino?
Mi
ayudante se puso serio. Apareció en su rostro ese su orgullo de que ya he hablado,
una altanería algo cómica, casi ridícula.
–Allí
trabajé desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde por un sol de jornal.
–¿No
era desde las cinco?
–A
las cinco pasaban lista y se empezaba a las seis. ¡Cuántos sacos de azúcar habrán
cargado estos brazos y esta espalda! Quisiera saber, jefecito. Iba, levantaba un
saco, lo llevaba hasta el camión, y volvía a regresar por otro saco, y volvía, y
volvía, y volvía; así, de seis a seis, durante dos años, por un sol de jornal. En
las noches me temblaban las piernas y me daban mareos. Pero yo soy hombre de a verdad
y aguantaba todo eso como si nada.
Después
de oírlo, pienso:
“¿Y
cómo ha dicho que es malo con los canallas? Habla casi tranquilo de sus desgracias,
sin rencor, con una ligera amargura y con mucho arrepentimiento de sus propios actos;
su corazón es sencillo y noble”.
–¿Y
ahora, Severino?
–Soy
gente de mal genio, jefe. No sé dónde iré a dar. Por ejemplo: voy donde un hombre
a pedirle cincuenta centavos, sé que en su bolsillo tiene bastante plata, que puede
darme los cincuenta centavos, sin que le hagan mucha falta; pero como es egoísta,
me niega. “No tengo”, me dice colérico. Claro, yo me humillo, me voy avergonzado.
Pero no paro ahí; apenas he dado unos pasos y me lleno de rabia. “Tiene y no quiere
darme, digo, es un perro”. Y regreso, despacito, con cara de hambriento, de desgraciado.
Le digo otra vez: “Usted tiene, papacito”. Si el hombre se niega de nuevo y con
más furia, yo seguro lo apuñaleo, y después me trago su sangre a sorbos. Y eso no
lo haría libremente; no, hermanito; esa idea desde el alto, desde Dios. (Hizo el
movimiento del tornillo en su sien derecha). Aquí, en la cabeza, está ya señalado
el camino; como esas hormiguitas que corren sobre un cabello, sin sobrarse, sin
caerse, así ando yo por la señal que Dios ha puesto en mi delante. ¡Pero odio a
los malos, a los egoístas! Por eso, hermano, no quisiera ser guardia, porque entonces
tendría un buen revólver en la cintura; y al que no siguiera la ley de mi corazón,
al primero que viera haciendo una maldad, lo atravesaría a balazos; y después me
reiría bien fuerte, hasta hacerme oír con el mismo Presidente de la República. Así
soy, jefecito.
Y
con una risita suave y satisfecha en los labios, se dio otra vuelta completa sobre
sí mismo y puso sobre mí sus ojos pequeños, negrísimos, con las pupilas contraídas
al centro; en un esfuerzo desesperado de atención.
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