Jorge Ibargüengoitia
–Si tú vas al Jamboree –me
dijo el maestro Nicodemus–, yo no voy.
Yo
lo miraba estúpidamente. Nunca me imaginé que se fuera a poner así.
–Eres
un anarquista y vas a fomentar el desorden –explicó Nicodemus.
Estábamos
parados frente a la reja del elevador, en el edificio de 16 de Septiembre en donde
estaban las oficinas de la Asociación de Scouts de México, de la Liga de la Decencia
y de los Fraccionamientos Lanas.
Nicodemus
era el Jefe de la Delegación Mexicana al Jamboree; yo era… nomás yo, que entonces
tenía diecinueve años y ganas de ir al Jamboree.
Después
de decir la frase que anoté allá arriba, Nicodemus cambió de brazo el portafolio
y entró en el elevador.
Yo
había conocido a Nicodemus siete años antes, cuando entré en los Scouts. Él era
jefe del Grupo III.
Yo
venía de una escuela de barbajanes, plagada de hijos de la mano izquierda, de generales
de división, de libaneses recién llegados del Golfo y de judíos gigantescos, que
venían huyendo de Hitler y que nos golpeaban cuando nos reíamos en filas, porque
creían que nos burlábamos de ellos.
Lo
que más me gustó del Grupo III es que parecía escuela de señoritas. Había sido fundado
por los hermanos maristas en una escuelita marista. Era un grupo de niños decentes
y bien portados; Nicodemus, que era el jefe en aquel entonces, no era hermano marista,
pero había estudiado con ellos y daba clases en una de sus escuelas. Nadie decía
una mala palabra, en las juntas nos enseñaban a curar heridos, a hacer nudos y a
comunicarnos por medio del semáforo y de la clave Morse; de vez en cuando, se leía
el Evangelio y alguien tenía que comentarlo. Un domingo de cada mes había misa Scout;
íbamos uniformados al Hospital de la Luz y en la capilla, el padre Fanales, nuestro
capellán, decía misa y nos echaba un fervorín escultista. Cada patrulla tenía un
local, atestado de los cachivaches que los scouts sacaban de sus casas. En esos
locales se hacían juntas en las que no sucedía nada importante, pero eran bastante
divertidas. Cada quince días había excursión, una vez al mes, campamento y una vez
al año, “campamento de topografía”. Estábamos levantando el plano del Valle de los
Dos Ríos, no sé con qué objeto, valiéndonos de varios instrumentos rústicos; una
horqueta y dos ligas, una botella, una pica grabada a modo de baliza, etcétera.
Cuatro
meses después de mi ingreso tuve la primera dificultad con Nicodemus. Me habían
llevado, como un favor especial, porque era muy chico, a un viaje que hicieron “los
grandes” a Jalapa y Veracruz. El viaje duró ocho días y costó cuarenta pesos por
cabeza; todo incluido: pasajes, hoteles, comida y hasta un peine que le traje a
mi mamá.
Éramos
cuatro: Nicodemus, Julio Pernod que era el jefe de tropa, el Licenciado Cabra y
yo.
Pues
sucedió que en Jalapa, un día qué estaba lloviendo nos metimos en un cine a ver
Raffles, y, esa noche, Julio Pernod y yo, que éramos cineastas consumados, la pasamos
hablando primores de Olivia de Havilland y no dejamos dormir a Nicodemus, que amaneció
de un humor de perros. Esto fue el prólogo. La culminación vino en Veracruz, cuando
Julio Pernod y yo nos negamos a ir a una expedición cinegética, alegando que sólo
teníamos un arma, el .22 del Licenciado Cabra, quien era capaz de pasarse toda una
tarde balaceando pelícanos, sin hacer un blanco, ni soltar el rifle. Nos separamos
en dos grupos y Julio Pernod y yo nos fuimos al cine a ver una película de Carol
Landis. ¡Cuál no sería nuestra sorpresa, al ver, cuando se encendieron las luces
en el entreacto que en el anfiteatro estaban Nicodemus y Cabra, que se habían aburrido
de tirar balazos!
Cuando
regresamos a México, Nicodemus, que era un tarasco marrullero, hizo que el guía
de mi patrulla me obligara a pedirle disculpas (a Nicodemus) por mi indisciplina.
Según él, yo había incitado a Julio Pernod, que era un retrasado mental de 25 años
(yo tenía doce), a irse al cine a ver una película de Carol Landis, “causando la
división del grupo expedicionario”.
Yo
estaba muy aturdido y pedía disculpas. Pero esto no fue más que el principio de
la descomposición del Grupo III.
En
los cinco años siguientes, Nicodemus renunció cinco veces, cinco veces le pedimos
perdón y le rogamos que no se fuera, y cinco veces accedió a nuestra petición y
se quedó. Durante esos años, fui acusado por Nicodemus de “formar una hegemonía
dentro del Grupo”, de “fomentar en los muchachos la ley del menor esfuerzo”, de
“beber rompope para celebrar el triunfo en una competencia”, etcétera.
Por
eso cuando en 1947 pedí permiso para ir al Jamboree, Nicodemus dijo:
–Si
tú vas al Jamboree, yo no voy, eres un anarquista y vas a fomentar la indisciplina.
Jamboree,
que quiere decir “junta de las tribus” en uno de esos idiomas que nadie conoce,
es en realidad una reunión internacional de Boy Scouts. El de Moissons, en Francia,
ha sido el más importante en la historia de los Scouts, porque la guerra acaba de
pasar y no se reunían desde 1936.
Los
franceses prepararon, a orillas del Sena y a unos cien kilómetros de París, un campo
que podía recibir a cuarenta mil Scouts de todo el mundo. El gobierno británico
destinó un crucero para transportar las delegaciones de las partes más lejanas del
Imperio; los scouts americanos fletaron un barco para transportar su delegación,
que era una de las más numerosas; los scouts marinos de Inglaterra, Holanda y Noruega
anunciaron que llegarían hasta el campamento en embarcaciones tripuladas por ellos
mismos y tres grupos de scouts aéreos, que aterrizarían con sus planeadores a poca
distancia; los scouts españoles, que eran republicanos y funcionaban ilegalmente,
iban a cruzar los Pirineos a pie, porque la frontera estaba cerrada, etcétera.
En
un principio se decidió que la Delegación que iba a representar a México en el Jamboree,
debería estar formada por la flor y nata de los scouts, es decir, los cincuenta
mejores scouts de México. Pero había un problema. Como los scouts eran en esa época
una organización muy independiente y bastante miserable, cada cual tendría que pagar
sus gastos. En consecuencia, el “contingente” iba a estar formado, no por los cincuenta
mejores, sino por los cincuenta mejores, de entre los más ricos. Urgía pues, saber
cifras, ¿cuánto iba a costar el viaje?
La
tarea de organizar la Delegación fue encargada a dos personas: don Juan Lanas y
Nicodemus, que eran respectivamente Jefe Scout Nacional y Jefe de la Delegación
Mexicana. Don Juan era el encargado del transporte y Nicodemus del adiestramiento.
Nicodemus
trataba, sobre todo, de llevar un contingente que fuera no sólo disciplinado, sino
dócil, porque había un antecedente fatídico: En la Delegación Mexicana que fue al
Jamboree de Holanda, en 1936, se había producido una verdadera revolución que después
se convirtió en cisma. Durante seis años hubo en México dos Asociaciones de Scouts:
los “reconocidos por Londres” y los “disidentes”. La revolución había estallado
porque el jefe de la Delegación Mexicana, Ingeniero don Jorge Núñez, había llevado
un colchón neumático, que los scouts tenían que inflar cada noche.
No
sé quién hizo los primeros cálculos, ni en qué se basó para hacerlos, pero corrió
la voz de que el viaje a Europa, de tres meses, incluyendo estancia en el campamento,
estancia en París, visita de los castillos del Loire, viaje a Italia, Bendición
Papal, etc., iba a costar ¡mil quinientos pesos!
Por
supuesto que se inscribieron muchísimos. Entre ellos, yo. Fue cuando Nicodemus me
dijo:
–Si
tú vas, yo no voy. Etcétera.
Ahora
bien, don Juan Lanas tenía la mala costumbre de hacer viajes a cualquier parte y
con cualquier pretexto y después pasarle la cuenta a la Asociación y cargarla en
la lista de donativos. Cada año, en la Asamblea, en el Informe del Tesorero aparecía
que don Juan había regalado a la Asociación miles de pesos que él mismo había gastado
en viajes de placer.
Uno
de estos viajes de placer, lo hizo don Juan a Nueva York, dizque para averiguar
cuáles eran los medios de transporte más convenientes. Digo que fue de placer, porque
regresó con la noticia de que los barcos no existían y de que había que hacer el
viaje en avión.
A
todo esto, Nicodemus, que en su vida había puesto un pie fuera de México, había
decidido deslumbrar a los europeos con los sarapes de Saltillo, los chiles jalapeños,
El caminante del Mayab y la Danza de los Viejitos. Los cincuenta elegidos tenían
que juntarse dos veces por semana en la Y.M.C.A. a cantar canciones mexicanas y
a dar taconazos, bajo la dirección del Profesor Urchedumbre, que era especialista
en folklore.
La
tristeza que me dio no ser aceptado en el “contingente”, se me quitó cuando don
Juan regresó de Nueva York. Como la Delegación tenía que irse en avión, las cifras
se modificaron. El costo del viaje pasó, de mil quinientos a tres mil, de tres mil
a cinco mil quinientos y de allí a seis mil. Simultáneamente, el número de asistentes
pasó, de cincuenta a veintitrés y de allí a doce, y eso, contando a dos que se orinaban
en la cama.
Manuel
Felguérez había sido de los elegidos que ensayaban la Danza de los Viejitos, pero
no tenía seis mil pesos. Fue él quien decidió hacer otra Delegación Mexicana al
Jamboree, formada por él y yo.
–Podemos
irnos en un barco de carga –me dijo, un día que estábamos tomando el sol en la Y.M.C.A.
En
ese momento se me ocurrió una idea que ahora parece muy sencilla, pero que a nadie
se le había ocurrido: ir a Wagons-Lits Cook.
Así
fue como Felguérez y yo descubrimos en la Avenida Juárez lo que don Juan Lanas no
había descubierto en Nueva York: había un barco, que había sido transporte de tropas
y que estaba destinado a llevar turistas a Europa y a traer inmigrantes a los Estados
Unidos. Iba de Nueva York a Southampton y El Havre y el pasaje costaba quinientos
cincuenta pesos mexicanos. Con un par de telegramas conseguimos pasajes en el S.S.
Marine Falcon, que salía de Nueva York el primero de agosto. El Jamboree comenzaba
el día seis.
Ya
con los pasajes en la mano, fuimos al despacho de don Juan Lanas, le contamos que
íbamos a San Antonio, Texas, y le pedimos una carta de presentación para los scouts
de allá. Don Juan, en parte por holgazán y en parte por no saber con quién trataba,
nos dijo que dictáramos la carta a la secretaria y que él la firmaría.
Huelga
decir que la carta que firmó don Juan decía que Felguérez y yo éramos sus hijos
muy amados y que él se hacía responsable de cualquier iniquidad que cometiéramos
en el extranjero.
Pero
del plato a la boca se cae la sopa. Dos días antes de salir de México nos topamos
con don Juan y el Padre Fanales en el Consulado de Francia. Estábamos recogiendo
visas. Nosotros, las nuestras, y ellos, las de la Delegación Mexicana.
Don
Juan se puso furioso.
–¿No
me dijeron que iban a San Antonio? ¡Me han engañado! Yo les di aquella carta creyendo
que los Ibargüengoitia eran gente decente.
Dijo
esto porque había conocido a un tío mío que era Caballero del Santo Sepulcro.
El
padre Fanales nomás movía la cabeza. Después comentó con alguien el suceso y dijo
que significaba que Felguérez y yo éramos “llevados de la mala”, pero que en sus
labios sonaba como que estábamos poseídos del Demonio.
–¡Devuélvanme
la carta hoy mismo! –terminó diciendo don Juan.
Por
supuesto que no se la devolvimos. Felguérez llamó por teléfono a varios de los que
querían ir al Jamboree y no tenían seis mil pesos, y les dijo que habíamos encontrado
medios de transporte que permitían reducir el precio del viaje a la mitad.
Se
armó un jaleo. El Consejo Nacional tuvo una junta de emergencia, en la que se acusó
a Nicodemus de incompetencia y a don Juan de estulticia.
Al
día siguiente la secretaría de la Asociación habló por teléfono.
–Que
pasen a canjear la carta de presentación por una Carta Internacional –dijo.
La
Carta Internacional era el documento que lo acreditaba a uno como “delegado” al
Jamboree. Felguérez y yo dábamos de saltos de gusto.
Don
Juan nos recibió con cara de “esta tacita se rompió, ya nunca se volverá a pegar”.
Le entregamos la carta de presentación.
–Denme
ustedes los datos de ese barco que dicen que va a Europa. Son muy interesantes.
Le
dimos los datos del S.S. Marine Falcon y él los apuntó en un papelito. Nosotros
estábamos esperando a que nos diera nuestra Carta Internacional.
–La
Carta Internacional –nos dijo Don Juan, se las mandaré a Nueva York, porque tiene
que ir firmada por el Consejo Nacional.
Nosotros
le creímos y esa noche salimos rumbo a Nueva York en Transportes del Norte. Al día
siguiente, cuando íbamos llegando a Laredo, nunca hubiéremos imaginado que en esos
momentos estábamos siendo juzgados, en ausencia, por un tribunal compuesto por Julio
Pernod, el Licenciado Cabra, y el joven Alhóndiga, pasante de Derecho. El fiscal
fue Nicodemus y no tuvimos defensor. La acusación fue “falta de espíritu Scout”.
Fuimos declarados culpables y expulsados del Grupo III y por consiguiente, de la
Asociación de Scouts de México.
Cuando
Felguérez y yo subimos la pasarela del S S. Marine Falcon, encontramos a quince
scouts mexicanos que habían aprovechado nuestro hallazgo. Estaban bajo el mando
de Germán Arechástegui, uno de los personajes míticos del escultismo mexicano; se
decía que era capaz de caminar tres días sin comer otra cosa que pinole. También
venían el Chino Aguirrebengurren y el señor Bronson, dos viejos scouts que estaban
aprovechando la coyuntura para darse una vueltecita por Europa. El Chino Aguirrebengurren
nos dio la mala noticia: para nosotros no había Carta Internacional, porque habíamos
sido expulsados de la Asociación. Cuando ya creíamos que nos iban a tratar como
apestados, apareció el señor Bronson y al ver que estábamos vestidos de civiles,
dijo en voz de trueno:
–¿Qué
esperan para uniformarse?
Así
acabó la discriminación. A pesar de que legalmente Nicodemus había triunfado en
toda la línea, nadie nos trató como “expulsados”.
El
Marine Falcon casi ni parecía barco. El castillo de proa era muy chico y el de popa
nunca lo encontramos; tampoco encontramos la chimenea. Por dentro era todo pasillos
y escaleras y por fuera era como una cazuela. Los pasillos y las escaleras iban
de los dormitorios a los botes salvavidas y viceversa. Los dormitorios tenían sesenta
literas. Los excusados estaban en la proa y no tenían puertas, así que en las mañanas
nos sentábamos veintitantos a mirarnos las caras, como los canónigos en el coro.
Todavía
a la vista de Manhattan, el S.S. Marine Falcon empezó a hundirse. Bajamos a la Cubierta
F y encontramos los colchones flotando. Las máquinas pararon y el Capitán estuvo
tratando de localizar, por medio de los altavoces, al jefe de mecánicos. Cuando
nos fuimos a acostar, todavía estábamos al pairo, a la vista de Nueva York.
En
los dormitorios no había ni día ni noche, porque no tenían ventanas y las luces
nunca se apagaban. No se oía más que el ruido de los ventiladores y los ronquidos
de los pasajeros. Pero cuando desperté y salí a cubierta, el sol había salido y
el barco navegaba alegremente en alta mar.
Al
segundo día de viaje, el scout San Megaterio fue iniciado en los misterios del sexo
por una inglesita de catorce años. Al tercero, el scout apodado La Campechana se
hizo novio de una americana. Al cuarto, el scout apodado el Matutino fue seducido
por una joven inglesa. Al sexto, corrió la voz de que el scout Chateaubriand había
sido seducido por un pastor protestante. Al séptimo, nuestro barco entró en la había
de Cobh y encalló al tratar de cederle, galantemente, el paso al S.S. America: hubo
que esperar la siguiente marea para ponerlo a flote. Al octavo, llegamos a Southampton
y el Matutino fue degradado por fornicar con el uniforme puesto. Al noveno día llegamos
a El Havre.
Un
señor con fedora y redingote, que era el jefe de los scouts de El Havre, nos informó
a Felguérez y a mí, que no hacía falta Carta Internacional para acampar en el Jamboree,
bastaba con tener ganas de hacerlo y dinero para inscribirse.
Antes
de abordar el tren de Rouen, Germán Arechástegui nos advirtió:
–Recuerden
que están en Francia. Nunca toquen con las nalgas la tapa de un excusado, porque
pescan una sífilis.
El
Jamboree era un pueblo enorme, con tiendas de campaña en vez de casas y scouts en
vez de habitantes. Había zonas comerciales, restaurantes, puesto de bomberos, unos
excusados públicos de cartón que al octavo día empezaron a disolverse, iglesias
de todas las creencias, etc. Había scouts zapateros,
scouts armeros, scouts plomeros, scouts bomberos, scouts intérpretes y scouts policías.
Había scouts
estafadores, como un viejo eclaireur que nos compró dos dólares al cambio oficial.
Felguérez
y yo acampamos en el Campo del Zodiaco, que era el lugar de los scouts irregulares
y la Capua del Jamboree. Junto a nosotros estaban los españoles, que eran unos vejestorios
de treinta y tantos, que sabían de memoria las obras completas de Cantinflas; un
poco más lejos estaban los turcos, que eran muy perseguidos por Mustafá Kemal; había
scouts austriacos, alemanes desnazificados, persas, kurdos y un japonés.
Como
las tiendas estaban bajo un bosque de encinos y los encinos llenos de orugas, los
scouts estaban llenos de ronchas. Pero ésa fue la única molestia, porque unas girl
guides francesas cocinaban y lavaban la ropa y la remendaban si uno se los pedía.
Lo único que tuvimos que hacer fue montar la tienda. Pasábamos el tiempo panza arriba,
platicando con los españoles, viajando en el ferrocarrilito que circundaba el Jamboree,
nadando en el Sena y visitando los demás campos.
Nicodemus
las había pasado negras. En la entrada del campo mexicano, había hecho, con muchos
trabajos un armazón que figuraba el perfil de una pirámide teotihuacana y la había
cubierto con sarapes de Saltillo. Cuando Germán Arechástegui vio la portada, no
comentó nada. Se limitó a cortar las cuerdas de un nudo vital y la estructura se
vino abajo y con ella, el prestigio de su constructor. Por otra parte, los scouts
que viajaron en barco contaron con tanto entusiasmo sus experiencias sexuales a
los que viajaron en avión, que los hicieron sentirse estafados. ¿Estafados por quién?
Por Nicodemus. Se había descubierto que la Compañía Mexicana de Aviación había regalado
un pasaje de ida y vuelta: el de Nicodemus. Por último, tenía el problema de la
alimentación.
La
dieta del Jamboree consistía en carne, papas, zanahorias, chocolate, pan y mantequilla.
La carne era dura y parecía curtida; venía de un animal desconocido en América;
había que ponerla a conocer a las siete de la mañana para que estuviera masticable
a las seis de la tarde. Para esas horas, las papas y las zanahorias se habían convertido
en una especie de bolo alimenticio. Hubo scouts que no salieron a comerse las papas
crudas; pero todos estaban de mal humor, porque la comida era mala.
¿Quién
tenía la culpa de que la comida fuera mala? Nicodemus, por supuesto.
Cuando
Felguérez y yo íbamos de visita al campamento, Nicodemus nos miraba como si fuéramos
transparentes.
Al
medio día, el campo mexicano presentaba el siguiente aspecto: había tres o cuatro
scouts tratando de cocinar, otros tantos, tratando de dormir a la sombra de las
tiendas, los demás estaban sentados en semicírculo, como yogas, frente a unos montoncitos
de sarapes de Saltillo, de fajillas de indios chamulas, de sombreros de charro,
etc., en espera de algún scout europeo que cambiara estas cosas por una cámara fotográfica,
un reloj de pulsera, un radio de pilas, etc. Se habían cambiado los papeles. Ahora
los mexicanos llevaban las baratijas y los europeos se deslumbraban con ellas.
Nicodemus
había invitado al Coronel Wilson a tomar con los mexicanos el penúltimo almuerzo
del Jamboree. Para esta solemnidad había preparado un menú consistente en mole poblano,
frijoles refritos, chiles jalapeños y chongos zamoranos.
Quiso
su mala suerte que dos días antes del banquete, nos viniera a Felguérez y a mí la
nostalgia de la comida mexicana. Estuvimos bastante rato diciendo:
–Unos
tacos de carnitas.
–Unos
frijoles refritos.
–Unos
huevos rancheros.
Etcétera.
Así
platicando, llegamos al campo mexicano. Ya había oscurecido y los scouts se habían
ido a las fogatas. Sólo encontramos a La Campechana que estaba cocinando una sopa
de avena y jitomate de lata. Con él seguimos la conversación.
–Unos
tacos de cabeza.
–Unas
quesadillas de huitlacoche.
Al
poco rato, no pudimos más y caímos sobre la despensa de Nicodemus.
En
el banquete que la Delegación Mexicana ofreció al Coronel Wilson, se sirvieron sardinas
de lata y pan con mantequilla.
Pero
si este episodio fue ridículo, cuando menos quedó en familia. Malo, el día en que
los mexicanos dirigidos por Nicodemus, cantaron El caminante del Mayab ante cuatro
mil espectadores. Y peor, todavía, la Danza de los Viejitos. De nada sirvieron los
ensayos con el Profesor Urchedumbre, que habían sido con iluminación eléctrica,
tablado y música de disco. En el Jamboree no hubo ninguna de las tres cosas.
La
cosa salió tan mal, que Felguérez y yo, que estábamos a cien metros, nos moríamos
de vergüenza. Germán Arechástegui tocó una chirimía; como no había tablado, no se
oían los pasos y nadie llevaba el compás; se fueron unos contra otros. Afortunadamente,
con los zapatos se levantó tal nube de polvo, que cubrió a ejecutantes y nadie vio
el final de la representación.
Cuando
se retiraron los mexicanos, entraron al escenario los neozelandeses e hicieron una
danza maorí. El scout que estaba junto a mí, me preguntó si esos eran los mexicanos.
Por puro amor patrio le contesté que sí.
Felguérez
y yo nos fuimos a París dos días antes que la Delegación Mexicana. Al día siguiente,
por un asunto relacionado con el Mercado Negro, tuvimos que regresar al Jamboree
y por culpa de los ferrocarriles, no pudimos regresar a París en la noche. ¿Qué
hacer? No teníamos tienda de campaña y estábamos en camisa. Fuimos a ver a La Campechana
y le dijimos que no teníamos dónde dormir. La Campechana, que era muy generoso,
corrió al scout San Chateaubriand de la tienda, le quitó una cobija al scout San
Megaterio y así pasamos la noche: en el lugar de Chateaubriand y con la cobija de
San Megaterio.
A
las seis y media de la mañana, despertó Nicodemus con las dianas; se puso su gorro
de piel de conejo y salió de su tienda gritando:
–¡Arriba
todo el mundo, que hay que levantar el campamento!
Y
fue a despertar a los perezosos.
Felguérez
y yo nos tapamos la cara con la cobija de San Megaterio. Oíamos la voz de Nicodemus,
que se acercaba:
–¡Pronto!
¡Arriba! ¡Prontito! ¿Qué haces aquí Chateaubriand? ¡Pronto! ¡Arriba! –para terminar
con la frase más teatral que he oído–: ¡Manuel!, ¡Jorge!, ¿Ustedes aquí?
Se
puso furioso y fue a regañar a La Campechana. Le dijo que iba a procesarlo por falta
de espíritu scout.
Felguérez
y yo ayudamos a levantar el campo y a cargar los trebejos hasta la estación de ferrocarril.
En esta operación estábamos, cuando cayó un aguacero que nos empapó.
Felguérez
y yo subimos en el tren hechos una miseria; los demás llevaban impermeables. Nicodemus
tuvo el único gesto amable de muchos meses.
–Te
vas a resfriar –me dijo–, y me prestó su suéter.
Cuando
llegamos al Refugio Scout que había en París, que estaba en el Local de la Exposición,
cerca de la Puerta de Versalles, Nicodemus, en uno de los pocos momentos democráticos
de su vida, reunió a los que se habían ido en avión y les dijo:
–He
sabido que algunos están inconformes con el viaje que hicimos en avión. Levanten
la mano los que quieran regresar en barco.
Todos
levantaron la mano. Nicodemus contempló por un momento aquel bosque de manos levantadas
y después dijo:
–Bueno,
pues los que vinieron en barco, regresan en barco y los que vinieron en avión, aunque
quieran regresar en barco, regresan en avión. ¿Que por qué? porque yo digo. Porque
yo soy el Jefe de la Delegación y porque ustedes no tienen todavía veintiún años,
ni criterio formado, ni capacidad para decidir por cuenta propia.
Y
regresaron en avión.
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