Sherwood Anderson
Alice Hindman, que tenía
ya veintisiete años cuando George Willard era todavía un muchacho, había pasado
toda su vida en Winesburg. Estaba empleada en la tienda de ultramarinos de Winney,
y vivía en casa de su madre, que estaba casada en segundas nupcias.
El
padrastro de Alice, pintor de coches, era dado a la bebida. Tenía una historia muy
extraña; valdrá la pena de que la cuente algún día.
Cuando
Alice tenía veintisiete años era una muchacha alta y más bien delgada. Su cabeza,
muy voluminosa, era lo que más destacaba de su cuerpo; tenía las espaldas un poco
inclinadas; los ojos y los cabellos castaños. Alice era una mujer muy tranquila
que ocultaba, bajo apariencias de placidez, un fermento interior en continua actividad.
Alice
había tenido una aventura amorosa con cierto joven, siendo ella una chiquilla de
dieciséis años. En aquel entonces no había empezado todavía a trabajar en el almacén.
El joven, que se llamaba Ned Currie, era mayor que Alice. Estaba empleado, como
George Willard, en el Winesburg Eagle; durante mucho tiempo se veía casi todas las
noches con Alice. Paseaban juntos bajo los árboles, por las calles del pueblo, y
hablaban del destino que darían a sus vidas. Alice era entonces una chiquilla muy
linda, y Ned Currie la estrechó entre sus brazos y la besó. El joven se exaltó y
dijo cosas que no pensaba decir; también Alice se llenó de exaltación, porque la
traicionó su deseo de que entrase en su vida monótona un rayo de belleza. También
ella habló, se quebró la corteza exterior de su vida, toda su reserva y desconfianza
características, y se entregó por completo a las emociones del amor. A finales del
otoño, Ned Currie se marchó a Cleveland, esperando colocarse en un periódico de
aquella ciudad y abrirse camino en el mundo; y ella, con sus dieciséis años, quería
irse con él. Le manifestó con voz temblorosa su oculto pensamiento. “Yo trabajaré
y tú podrás también trabajar –le dijo–. No quiero echarte encima una carga inútil
que te impida progresar. No te cases ahora conmigo. Prescindiremos por ahora de
ello, aunque vivamos juntos. Nadie murmurará aunque vivamos en la misma casa, porque
nadie nos conocerá en aquella ciudad y la gente no se fijará en nosotros”.
Ned
Currie se quedó confuso ante aquella resolución y entrega que de sí misma le hacía
su novia, pero se sintió también conmovido. Su primer deseo había sido hacer de
la muchacha su amante, pero cambió de resolución. Pensó en protegerla y cuidar de
ella. “No sabes lo que te dices –le contestó con aspereza–. Ten la seguridad de
que no te consentiré que hagas semejante cosa. En cuanto consiga un buen empleo
regresaré. Por el momento tendrás que quedarte aquí. Es lo único que podemos hacer.”
La
víspera del día en que había de marchar de Winesburg para empezar su nueva vida
en la ciudad, fue Ned Currie a buscar a Alice. Empezaba a anochecer. Pasearon por
las calles durante una hora, luego alquilaron un cochecillo en las caballerizas
de Wesley Moyer y salieron a dar un paseo por el campo. Salió la luna y los muchachos
no supieron qué decirse. La tristeza le hizo olvidar al joven los propósitos que
había hecho respecto a su manera de conducirse con la joven.
Saltaron
del coche junto a un extenso prado que descendía hasta el lecho del Wine Creek,
y allí, en la pálida claridad, se hicieron amantes. Cuando regresaron a la población,
hacia la media noche, los dos estaban alegres. Les parecía que ningún acontecimiento
futuro podía borrar la maravilla y la belleza de lo que acababa de ocurrir. Ned
Currie dijo al despedirse de la joven a la puerta de la casa de su padre: “De aquí
en adelante tendremos que seguir unidos, suceda lo que suceda.”
El
joven periodista no consiguió colocarse en Cleveland y marchó hacia el Oeste, a
Chicago. Durante algún tiempo sentía su soledad y escribía todos los días a Alice.
Pero la vida de la ciudad lo envolvió en su torbellino; fue haciendo amigos y descubrió
en la vida nuevos motivos de atracción. Se hospedaba en Chicago en una pensión en
la que había varias mujeres. Una de ellas despertó su interés y se olvidó de Alice,
que había quedado en Winesburg. Antes de finalizar el año dejó de escribirle y sólo
se acordaba de la muchacha muy de tarde en tarde, cuando se sentía solitario o cuando
paseaba por algunos de los parques de la ciudad y veía brillar la luz de la luna
sobre la hierba, como brillaba aquella noche en el prado cercano al Wine Creek.
La
muchacha de Winesburg, iniciada ya en el amor, fue creciendo hasta hacerse mujer.
Cuando tenía veintidós años falleció de repente su padre, que tenía una guarnicionería.
Como el guarnicionero era un antiguo soldado, su viuda empezó a cobrar al cabo de
algunos meses una pensión de viudez. Invirtió el primer dinero que cobró en comprar
un telar, para dedicarse a tejer alfombras. Alice consiguió un empleo en la tienda
de Winney. Durante varios años no hubo nada capaz de hacerle creer que Ned Currie
no acabaría por volver a buscarla.
Se
alegró de estar empleada, porque la diaria rutina del trabajo en la tienda hacía
menos largo y aburrido el tiempo de la espera. Empezó a ahorrar dinero, con la idea
de ir a la ciudad en busca de su amante en cuanto tuviera ahorrados dos o trescientos
dólares, a fin de intentar reconquistar su cariño con su presencia.
Alice
no censuraba a Ned Currie por lo que había ocurrido en el campo, a la luz de la
luna, pero experimentaba la sensación de que no sería capaz ya de casarse con otro
hombre. Le parecía una monstruosidad la idea de entregar a otro lo que ella tenía
conciencia de que sólo podía pertenecer a Ned. No hizo caso alguno de otros jóvenes
que procuraron atraer su interés. “Soy su mujer y continuaré siéndolo, vuelva o
no vuelva”, se decía a sí misma; y por muy dispuesta que estuviese a mirar por su
propio interés, no habría sido capaz de comprender el ideal, cada vez más difundido
hoy, de una mujer dueña de sus propios destinos y persiguiendo, en un toma y daca,
su propia finalidad en la vida.
Alice
trabajaba en la tienda desde las ocho de la mañana hasta las seis de la noche, y
tres tardes por semana volvía a la tienda a trabajar de siete a nueve. Conforme
fue pasando el tiempo y ella sintió cada vez más su soledad, empezó a poner en práctica
los recursos comunes a todas las personas solitarias. Por la noche, cuando subía
a su cuarto, se arrodillaba en el suelo para rezar, y en medio de sus rezos murmuraba
las cosas que hubiera querido decir a su amante. Se aficionó a objetos inanimados,
y no consintió que nadie pusiese la mano en los muebles de su habitación. porque
ésta era suya exclusivamente. Continuó ahorrando dinero, aun después de que abandonó
su propósito de marchar a la ciudad en busca de Ned Currie.
El
ahorro se convirtió para ella en un hábito adquirido, y cuando necesitaba comprar
ropa nueva se privaba de hacerlo. A veces, en tardes lluviosas, sacaba en el almacén
su libreta del Banco y, abriéndola delante de ella, se pasaba las horas soñando
cosas imposibles para economizar una cantidad de dinero suficiente para que ella
y su futuro marido pudieran vivir de las rentas.
“A
Ned le ha gustado siempre viajar por el mundo –pensó–. Yo le daré la oportunidad
de hacerlo. Cuando estemos ya casados y pueda yo ahorrar su dinero y el mío, nos
haremos ricos. Entonces podremos viajar juntos por todo el mundo.”
Y
fueron pasando las semanas, que se convirtieron en meses, y los meses en años, y
Alice continuó esperando en la tienda de ultramarinos, soñando siempre con la vuelta
de su amante. Su patrón, un anciano de pelo entrecano, dentadura postiza y un bigotito
ralo que le caía sobre la boca, era poco aficionado a la charla; a veces, en los
días lluvioso o en los días de invierno en que el temporal se desencadenaba sobre
Main Street, pasaban horas y horas sin que entrase un solo cliente. Entonces Alice
arreglaba y volvía a arreglar los géneros de la tienda. Permanecía de pie junto
al escaparate, desde donde podía observar la calle desierta, y pensaba en las noches
en que paseaba con Ned Currie y en las cosas que éste le había dicho. “De aquí en
adelante tendremos que ser el uno del otro”. Aquellas palabras resonaban una y otra
vez en el cerebro de aquella mujer que iba entrando en años. Asomaban las lágrimas
a sus ojos. A veces, cuando había salido su patrón y ella se encontraba sola en
la tienda, apoyaba su cabeza en el mostrador y lloraba. “Ned, te estoy esperando”,
murmuraba una y otra vez; y su temor, que se iba deslizando en su interior, de que
no volviese nunca más adquirió cada vez mayor fuerza.
La
región que rodea a Winesburg es deliciosa durante la época de primavera, después
de las lluvias del invierno y antes de que lleguen los calurosos días del estío.
El pueblo se levanta en medio de una llanura, pero más allá de los sembrados surgen
encantadoras extensiones de bosques. Hay en esas arboledas muchos pequeños rincones
escondidos, lugares sosegados donde suelen ir a sentarse los enamorados las tardes
de los domingos. Por entre los árboles se descubre la llanura y se ve desde allí
a la gente de las granjas atareada en los corrales y a las personas que van y vienen
en carruaje por las carreteras. Repican las campanas en el pueblo y de vez en cuando
pasa un tren que, visto a lo lejos, parece de juguete.
Pasaron
muchos años después de la marcha de Ned Currie sin que Alice fuera al bosque los
domingos con otros jóvenes; pero cierto día, a los dos o tres años de la marcha
de aquél, haciéndosele insoportable su soledad, se vistió con sus mejores ropas
y salió del pueblo. Encontró un pequeño espacio abrigado desde el cual podía distinguir
el pueblo y una ancha faja de campo y se sentó. La asaltó el temor de su edad y
de la inutilidad de todo lo que hiciera. No pudo permanecer sentada y se levantó.
Puesta en pie, y al ir recorriendo con la mirada el paisaje, hubo algo, tal vez
el pensamiento de aquella vida que no se interrumpía jamás a través de la cadena
de las estaciones del año; hubo algo que la hizo fijar su atención en los años que
pasaban. Se dio cuenta de que había perdido la belleza y la frescura de la juventud
y se estremeció de temor. En aquel momento tuvo por primera vez la sensación de
que la habían estafado. No le echaba la culpa a Ned Currie y no sabía tampoco a
quién echársela. Se sintió invadida de tristeza; cayó de rodillas y se esforzó por
rezar, pero en lugar de oraciones salieron de sus labios palabras de protesta. “No
volverá ya a mí. No volveré a encontrar ya la felicidad. ¿Por qué trato de engañarme?”,
exclamó; y se sintió poseída de una extraña sensación de alivio, nacida de aquel
primer esfuerzo para enfrentarse con el miedo, que había llegado a ser una parte
de su vida diaria.
El
año en que Alice cumplió los veinticinco ocurrieron dos cosas que rompieron la triste
monotonía de sus días.
Su
madre se casó con Bush Milton, el pintor de coches de Winesburg, y ella, por su
parte, ingresó en la congregación de la Iglesia Metodista. Alice se había hecho
de la iglesia porque había llegado a tener miedo de la soledad de su vida. El segundo
matrimonio de su madre había puesto más aún de relieve su aislamiento. “Me estoy
haciendo vieja y rara. Si Ned vuelve, ya no me querrá. Los hombres de la ciudad
donde él está viven en una perpetua juventud. Son tantas las cosas que allí ocurren
que no tienen tiempo de hacerse viejos”, se decía a sí misma con una sonrisa de
amargura; y empezó a relacionarse resueltamente con otras personas. Todos los martes
por la noche, después de cerrar la tienda, iba a una reunión religiosa que se celebraba
en el sótano de la iglesia, y los domingos por la noche, acudía a las reuniones
de una sociedad que se llamaba la Liga de Epworth.
Alice
no dijo que no cuando Will Hurley, un hombre de mediana edad, empleado en una droguería
y que pertenecía también a la iglesia, se ofreció a acompañarla hasta su casa. “Claro
está que no consentiré que se acostumbre a estar conmigo, pero no veo peligro alguno
en que venga de cuando en cuando”, pensó, resuelta siempre a continuar siendo fiel
a Ned Currie.
Alice,
sin que ella misma se diera cuenta, intentaba asirse de nuevo a la vida, débilmente
al principio, pero luego con mayor resolución cada vez. Caminaba en silencio al
lado del empleado de la droguería; pero más de una vez, en la oscuridad, mientras
caminaban como dos estúpidos, alargó la mano para tocar suavemente los pliegues
de su americana. Cuando se despedía de ella, frente a la puerta de la casa de su
madre, Alice, en lugar de entrar en casa, se quedaba un momento junto a la puerta.
Sentía impulsos de llamar al empleado aquel, de rogarle que se sentara con ella
en la oscuridad del porche de la casa, pero temía que no la comprendiera. “No es
a él a quien quiero –se decía–. Lo que yo busco es huir de mi gran soledad. Si no
tomo precauciones acabaré por desacostumbrarme del trato de la gente”.
*
* *
A principios
de otoño del año en que cumplía los veintisiete se apoderó de Alice un desasosiego
apasionado. No podía sufrir la compañía del empleado de la droguería y cuando llegaba,
al atardecer, para sacarla de paseo, ella lo despachaba. Su cerebro trabajaba con
una intensa actividad; volvía a casa fatigada de permanecer largas horas detrás
del mostrador y se metía en la cama, pero no podía conciliar el sueño. Permanecía
con los ojos muy abiertos, queriendo penetrar en la oscuridad. Su imaginación jugaba
dentro del cuarto como un niño que se despierta después de muchas horas de sueño.
En lo más profundo de su ser había algo que no se dejaba engañar con fantasías y
que exigía a la vida una respuesta bien definida.
Alice
cogió una almohada entre sus brazos y la apretó fuertemente contra sus senos. Se
echó fuera de la cama y arregló la manta de manera que, en la oscuridad, abultaba
como si hubiese alguien entre las sábanas; se arrodilló junto al lecho y acarició
aquel bulto, susurrando una y otra vez como una cantaleta: “¿Por qué no ocurre algo
de improviso? ¿Por qué me dejan sola?” Aunque algunas veces se acordaba de Ned Currie,
lo cierto es que no contaba ya con él. Sus deseos se habían hecho imprecisos. No
suspiraba por Ned Currie ni por ningún otro hombre determinado. Quería ser amada,
que hubiera algo que hiciera eco a la llamada que surgía de su interior cada vez
con mayor fuerza.
Así
las cosas, tuvo Alice una aventura; fue en una noche de lluvia y aquella aventura
la llenó de terror y confusión. Había regresado de la tienda a las nueve y no había
nadie en casa. Bush Milton andaba por el pueblo y su madre había ido a casa de una
vecina. Alice subió a su cuarto y se desvistió a oscuras. Permaneció un momento
junto a la ventana, escuchando el ruido de las gotas que golpeaban los cristales,
y de pronto se apoderó de ella un extraño deseo. Sin detenerse a pensar en lo que
iba a hacer, echó a correr escaleras abajo por la casa en tinieblas y se zambulló
en la lluvia que caía. Mientras permanecía de pie en el pequeño espacio sembrado
de yerba que había frente a su casa, sintiendo correr por su cuerpo la fría lluvia,
se adueñó por completo de ella un deseo loco de echar a correr desnuda por las calles.
Se
imaginó que la lluvia ejercía sobre su cuerpo un influjo creador y maravilloso.
Hacía muchos años que no se había sentido tan llena de juventud y de energía. Sentía
impulsos de saltar y de correr, de gritar, de topar con algún ser humano solitario
y abrazarse a él. Por la acera enladrillada se oyeron las torpes pisadas de un hombre
que iba camino de su casa. Alice echó a correr. La poseía un capricho salvaje y
desesperado. “¡Qué me importa quién sea! Está solo y yo llegaré a él –pensó–; y
sin detenerse a reflexionar en las posibles consecuencias de su locura, lo llamó
cariñosamente de este modo: ¡Espera! No te vayas. Seas quien seas, tienes que esperar”.
El
hombre que pasaba por la acera se detuvo y se quedó escuchando. Era viejo y algo
sordo. Se llevó la mano a la boca para dar más resonancia a sus palabras y gritó
con toda su fuerza: “¿Cómo? ¿Qué dice?”
Alice
se dejó caer al suelo toda temblorosa. Tan asustada quedó, pensando en lo que había
hecho, que cuando el hombre siguió su camino ella no tuvo valor para ponerse en
pie, sino que se dirigió hasta su casa gateando sobre la yerba. Cuando llegó a su
cuarto cerró por dentro y arrimó la mesa de tocador a la puerta. Su cuerpo tiritaba
como si se hubiera resfriado; y era tal el temblor de sus manos que no podía ponerse
el camisón. Se metió en la cama, hundió su rostro en la almohada y sollozó desconsoladamente.
“¿Qué es lo que me pasa? Si no tomo precauciones, un día haré algún disparate horrible”,
pensaba. Se volvió de cara a la pared y procuró armarse de valor para hacerse a
la idea de que son muchas las personas que se ven obligadas a vivir y morir solitarias,
aun en Winesburg.
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