viernes, 3 de noviembre de 2023

Una mañana

Robert Walser

 

Hay mañanas en los talleres de zapatería, mañanas en las calles y mañanas en los montes, y puede que estas últimas sean, casi con certeza, lo más bello que existe en el mundo, aunque una mañana en un Banco dé mucho más que pensar, decididamente. Supongamos que sea un lunes por la mañana, sin duda la más matinal de todas las mañanas de la semana; el olor del lunes por la mañana se distribuye perfectamente en los departamentos de contabilidad de las grandes instituciones bancarias.

En una de esas salas suele haber diez y quince hileras de escritorios con pasillos para pasar revista, y en cada escritorio doble trabaja un par de personas. Se suele hablar de pares de zapatos, ¿por qué no sería correcto hablar, en ciertos casos, de pares de personas? En un punto más elevado de la sala se halla el escritorio del jefe. El jefe de sección es una especie de grueso saco con una cara monstruosa sobre las espaldas. La cara, que encaja directamente en el tronco sin necesidad del añadido de un cuello, es de un rojo ígneo y parece estar siempre nadando. Son las ocho y diez; el jefe Hasler sobrevuela el local con unas cuantas miradas dirigidas para controlar si ya están todos. Faltan dos, y son una vez más, cómo no, Helbling y Senn.

En ese momento crucial entra precipitadamente, tosiendo y jadeando, el contador Senn, un hombre macilento y espigado. Hasler conoce esa tos, es simple y llanamente una forma de pedir excusas. Cuando la gente es demasiado orgullosa y testaruda para abrir la boca y disculparse como es debido, suele toser. Con frenética celeridad hunde Senn la nariz en sus libros y hace como si ya llevara varias horas absorto en su trabajito. Han vuelto a pasar diez minutos. Son las ocho y veinte. “Algo francamente inaudito”, piensa Hasler, y en ese momento entra Helbling.

Totalmente “alunesado”, pálido y con expresión confusa, vuela como una flecha a su puesto. Claro que… al menos hubiera podido disculparse. Arriba, en el estanque de Hasler –me refiero al cerebro– emerge como una rana verde la siguiente idea: “Francamente, eso ya se pasa de castaño oscuro”. Se dirige en silencio hacia Helbling, se para detrás de él y le pregunta por qué no puede llegar a la hora, como los demás. Es algo que, francamente, lo llena de asombro. Helbling no repica palabra, se ha acostumbrado hace ya tiempo a dejar sin respuesta las preguntas de su jefe. Hasler regresa a su casi atalaya, desde la cual dirige el departamento de contabilidad.

Las ocho y media. Helbling saca su reloj de bolsillo para comparar su cara con la del gran reloj de la oficina. Suspira, sólo han transcurrido diez pequeños, minúsculos, delgados, tiernos y puntiagudos minutos, y ante él tiene varias gruesas y corpulentas horas. Intenta probar si es capaz de hacerse a la idea de que ahora debe trabajar. La prueba falla, pero al menos ha modificado un poco la cara del reloj. Se han desvanecido otros cinco gráciles y entrañables minutos. Helbling ama los minutos que han transcurrido, pero odia, en cambio, los que aún han de venir y los que le dan la impresión de no querer avanzar como es debido. Querría pegarles a esos minutos perezosos. Mentalmente muele los minuteros a golpes. Al horario no se atreve a mirarlo, pues tendría motivos para temer que se desmayaría.

En fin, una mañana en un Banco, un mundo entre escritorios. Afuera brilla el sol. Pero ahora Senn se acerca a la ventana, ya tiene bastante, como suele decirse, y con un brusco gesto de protesta abre los dos batientes para que entre aire. Que el tiempo no estaba como para abrir ventanas, observó Hasler a Senn desde lo alto. Éste se vuelve y dirige a su jefe unas palabras que sólo podría permitirse un empleado o funcionario con muchos años de servicio. Pero Hasler ya está hasta las narices y pide al otro que no emplee “ese tono”. Con ello se zanja el incidente, la ventana vuelve a cerrarse suavemente hasta la mitad, Senn murmura unas palabras para sus adentros y la paz reina un rato.

Las nueve menos cinco. Con qué horrible lentitud pasa el tiempo para Helbling. Se pregunta por qué no podrían ser ya las nueve, sería al menos una hora, tras lo cual habría aún más que suficiente. Se ensaña con esos cinco minutos hasta que al final pasan y el reloj da las nueve. Cada campanada del engranaje es acompañada por un suspiro de la boca de Helbling. Éste se saca el reloj del bolsillo, que también marca las nueve, y esta doble confirmación lo entristece. “La verdad es que no debería mirar tanto el reloj, no debe ser muy sano”, piensa mientras se acaricia el bigote. Esto lo advierte uno de sus colegas, el Meier del campo, que se vuelve hacia el Meier de la ciudad y le dice en voz baja: “¿No es una vergüenza que Helbling está otra vez matando el tiempo?”. Al oír esta observación susurrada, un rectángulo de cabezas gira en dirección al bigote que está siendo alisado. No se le escapa este movimiento a Hasler, quien no tarda en advertir lo que ocurre, se dirige en silencio al puesto de Helbling y, para variar, vuelve a pararse detrás de él.

–¿Qué está usted haciendo, Helbling?

Y el muy sinvergüenza tampoco responde esta vez. “Tenga la bondad de contestarme cuando le pregunto algo. ¡Vaya comportamiento el suyo! Primero llega con media hora de retraso (Helbling dice: ‘No es cierto –y quiere proseguir–: sólo he llegado veinte minutos tarde’), luego se queda pensando si debe o no trabajar, y por último hasta quiere protestar. Esto no puede seguir así. Enséñeme lo que ha hecho”. Y Hasler examina más con la barbilla que con los ojos lo que Helbling acaba de hacer. Ve tres cifras y el esbozo de una cuarta. ¿Eso es todo? Helbling dice que tenía las mejores intenciones de trabajar, pero que mientras no tenga plumas en buen estado le resultará difícil hacerlo. Pues entonces que trate de agenciarse unas plumas, si no le parece mal. Puro pretexto. Y Hasler vuelve nadando a su fortín. Al llegar allí, saca una manzana del escritorio y se monta un segundo desayuno. Helbling aprovecha la ocasión para “ir rápidamente al servicio”. El Meier del campo hace notar a sus colegas la “salida” de Helbling.

Trece minutos enteros –se los calcularon con rigurosa exactitud– permaneció fuera Helbling. Durante todo ese tiempo, unos diez colegas mayores y menores se acercaron, por turno, al escritorio del ausente para observar las tres cifras que constituían su trabajo. Un instante después, todo el departamento de contabilidad se había enterado de que Helbling podía poner a punto tres cifras en una hora; el Meier del campo fue de escritorio en escritorio divulgando la noticia. Uno va “afuera” para ver qué está haciendo “él”. Más tarde “él” vuelve a entrar.

Entretanto son las nueve y media. Desde fuera llega una bella y límpida voz femenina hasta la sala, al parecer es una cantante que está ensayando. Sí, en las proximidades, quizás a dos casas de distancia rumbo a la estación, podría ser. Algunos empleados enderezan la pluma y se abandonan al placer de escuchar. Helbling también parece ser amante de la música. Además bosteza varias veces. Un segundo después se acaricia la mejilla con la palma de la mano para matar otro poco de tiempo. Las caricias duran casi cinco minutos enteros. “Ahora se está acariciando”, murmura el Meier del campo al oído del Meier de la ciudad. “Estupenda voz la de fuera”, opina Glauser, uno de los que trabajan. La voz de la cantante provoca cierto revuelo en la sala. Hasta el jefe de la correspondencia, Steiner, se pone a escucharla, lo cual no es poco. Sobre esos rellanos de escalera que son los labios de Hasler brilla un resto del jugo de manzana como cera amarilla sobre escaleras auténticas, y él se lo seca con un pañuelo de cuadraditos rojos. “¡Qué hermosa voz llega de fuera! ¡Allí afuera están el aire y la naturaleza!” Así piensa el pequeño Glauser, que tiene talento poético. Helbling se dirige al escritorio de Glauser con la clarísima intención de matar más tiempo con el paseíto. Después de todo, a Glauser también le gusta el cotilleo, aunque sea un ambicioso que todo el tiempo se esfuerza por complacer a Hasler. Con un par de miradas éste hace volver a Helbling a su puesto de trabajo, pero ya se han extinguido otros doce minutos. También el canto se ha extinguido.

Toda aquella gente en la sala no sabe lo que se agita allá abajo, en la calle. Y las olas en el lago cercano, ¿qué hacen?, y el cielo, ¿qué aspecto podrá tener? Sólo Senn, el hirsuto y crítico revolucionario, fácilmente proclive a la protesta, se permite sacar un momentito su cabeza al aire fresco. Pero es castigado con un sonido sibilante y prolongado que sale de la cabina del capitán: “¡Habrase visto!”. Hasler sacude su parque público o cabeza en señal de desaprobación tras lo cual Senn, para hacerle otra jugada a Hasler, empieza a raspar sus libros con el cuchillo raspador, cosa que el jefe odia a muerte.

¡Las diez! “Apenas la mitad”, piensa Helbling con la sensación de reprimir una gran dosis de melancolía. Le entran ganas de chillar en ese mismo instante. ¿Haría bien en ir de nuevo “al lavabo”? No se atreve. Más bien se agacha como si hubiera dejado caer algo, lo cual no es cierto en absoluto. En esa posición arqueada permanece cuatro largos minutos, como si aquel lapso temporal fuera el necesario para atarse los zapatos o recoger un lápiz. Está de un humor atroz. Empieza a imaginar que son las doce. Cuando dieran las doce dejaría caer la pluma como un peón caminero su pala, y pondría pies en polvorosa, ¡qué delicia! Y mientras se entrega así a sus fantasías, Hasler, para variar, se ha deslizado por detrás para observarlo de cerca.

–¿Qué está usted haciendo?

–Ahora mismo estoy clasificando el material del “extranjero”.

–Creo que, francamente, en vez de clasificarlo es más bien usted quien está en el “extranjero”. Y si no se pone a trabajar ahora mismo, tomaré otro tipo de medidas. A ver si se avergüenza y hace un esfuerzo. Si todas mis amonestaciones no sirven para nada, hablaré con el señor director. Vaya con mucho cuidado. Y dese por enterado.

Y el caballo de mar vuelve a tumbarse en su banco de arena. La sala entera está agradablemente animada; un conflicto Helbling-Hasler trae siempre consigo un anhelado cambio de aire. Helbling se dirige hasta donde está el Meier del campo y le ruega que lo ayude a controlar las cifras. Acabado el control (¡ojalá saltaran ahora las venas del mundo!), son ya las diez y media. Una solemne banda de instrumentos de metal pasa por la calle; todo el mundo corre a las ventanas, es el cortejo que acompaña al cementerio los restos de un ex consejero federal. Hasta el jefe de la correspondencia, insensible a la mayoría de los acontecimientos, se ha incorporado bruscamente para mirar abajo. Este incidente supone quince minutos abonados en cuenta. Ya son las once menos cuarto. Helbling está medio loco, apoya a cada rato la frente contra el borde del escritorio y se humedece la nariz con tinta para poder consumir tiempo limpiándosela. Se han pulverizado otros diez minutos y ya sólo quedan cuatro encantadores minutillos hasta las once. Esos cuatro minutos transcurren como en un compás de espera, uno tras otro. A las once en punto Helbling sale “nuevamente” al lavabo. Que el muy cara dura ha vuelto a ir al servicio, se oye en el centro de la sala. Once y cuarto, once y veinte, once y media.

El pequeño Glauser dice entonces a Senn que ya son las once y media y, según acaba de advertir, Helbling aún no ha escrito una sola raya. El Meier del campo se acerca a Hasler para informarle que aquel día tiene que salir media hora antes por un recado urgentísimo. Helbling se ha girado y presta oído a la conversación. Envidia atrozmente al Meier del campo. Desde la calle llega un ruido de coches que pasan muy de prisa; frente a la sala aparece, en el vano de una ventana, la figura de un criado de casa señorial que está limpiando una alfombra. Helbling se pasa un buen cuarto de hora mirando en esa dirección. Para ponerse a trabajar es ya, en su opinión, demasiado tarde. Senn se dispone a levar anclas y Helbling observa cómo su compañero se dispone a alzar el vuelo. A las doce menos dos minutos varios empleados se ponen el sombrero y se cambian de chaqueta; Helbling ya está en la calle. Hasler se marchó cinco minutos antes. La mañana ha sido superada.

 

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