Kjell Askildsen
Un día de verano que no
llovió me entraron ganas de moverme, o al menos, de dar una vuelta por la manzana.
La idea me animó, de repente me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no me sentía
de tan buen humor. Hacía tanto calor que creí poder ponerme los calzoncillos cortos,
pero al ir a buscarlos me acordé que los había tirado el año anterior en un ataque
de melancolía. No obstante, la idea de los calzoncillos cortos se hizo tan imperiosa
que corté las perneras de los calzoncillos largos que llevaba puestos. Nunca se
es tan viejo como para perder la esperanza.
Era
extraño salir después de tanto tiempo, aunque todo me resultaba familiar, claro
está. Escribiré sobre esto, pensé, y de repente en medio de la acera noté una erección,
pero no importaba, porque los bolsillos de los pantalones eran amplios y profundos.
Al
llegar a la primera esquina –tardé mucho, porque aunque el espíritu iba muy dispuesto,
las piernas no acompañaban– descubrí que al fin y al cabo no me apetecía dar una
vuelta por la manzana. Ya que era verano quería ver algo verde, aunque sólo fuera
un árbol, así que seguí recto. Hacía calor, tanto calor como cuando era niño, y
me alegré de llevar los calzoncillos cortos. Y con la erección bajo un hábil control,
me sentía bien. Puede que suene exagerado, pero así era.
Cuando
ya casi había dejado atrás tres casas, oí a alguien gritar mi nombre. Aunque sonaba
a voz de viejo, no me volví, pues hay muchos que se llaman Thomas. Pero al tercer
grito miré hacia donde sonaba la voz, era un día tan poco corriente… Todo podía
suceder. Y allí estaba, en la acera de enfrente, el viejo profesor Storm, del instituto.
“Félix”, grité, pero estaba tan poco acostumbrado a usar la voz que no me salió
gran cosa. Nos separaba un denso tráfico, y ni él ni yo nos atrevíamos a cruzar
la calle, habría sido estúpido perder la vida de pura alegría, cuando me había aguantado
sin ella durante tanto tiempo. Así que lo único que pude hacer fue gritar su nombre
una vez más y saludarlo con el bastón. Sentí una gran decepción, pero al menos era
un consuelo saber que me había visto y llamado por mi nombre. “Adiós, Félix”, grité,
y me dispuse a seguir mi camino.
Pero
cuando llegué al siguiente cruce allí estaba él, justo delante de mí, de modo que
me había puesto triste sin motivo alguno. “Thomas, viejo amigo –dijo–, ¿dónde diablos
has estado?”. No quería decírselo, así que no le contesté, pero dije:
“El
mundo es grande, Félix”. “Y todos están muertos o casi muertos”. “Sí, sí, la vida
exige lo suyo”. “Bien dicho, Thomas, bien dicho”. A mí no me pareció bien dicho
en absoluto, y casi para hacerme merecedor de sus elogios dije: “Mientras tengamos
sombra, hay vida”. “Pues sí, sí, la maldad no tiene fin”. En ese momento empecé
a preguntarme si no estaba chocheando, y decidí ponerlo a prueba. “El problema no
es la maldad –dije–, sino la insensatez, por ejemplo, la de esos jóvenes montados
en motos enormes”. Me miró un buen rato y dijo:
“Creo
que ahora no entiendo muy bien lo que quieres decir”. Como yo no quería conseguir
una victoria a costa suya, me limité a decir, como por casualidad: “Pues eso, ¿qué
es en realidad la maldad?”. Huelga decir que no supo contestar, no era teólogo,
y yo me apresuré a añadir: “Pero no hablemos de eso. ¿Cómo estás?”. Era evidente
que lo había puesto de mal humor, porque primero miró detenidamente el reloj y luego
dijo: “Cada vez que me encuentro con alguien, me siento más solo que antes”. No
era precisamente una frase agradable, pero hice como si nada. “Pues sí –dije–, así
es”. Me di cuenta de que si no me daba prisa en despedirme, él lo haría primero,
pero no me di la suficiente prisa, de modo que se me adelantó. “Tengo que irme,
Thomas, he dejado las papas en el fuego”. “Ah, sí, las papas”, contesté. Entonces
le di la mano y dije: “Bueno, por si no volvemos a encontrarnos”. Dejé las palabras
suspendidas en el aire, porque era una de esas frases que quedan mejor inacabadas.
“Sí”, dijo, y me estrechó la mano. “Adiós, Félix”. “Adiós, Thomas”.
Di
media vuelta y regresé a casa. No había visto nada verde, pero, ¡vaya!, ¡cuántos
acontecimientos para un solo día!
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