Isaac Asimov
¡Había
logrado entrar en la nave! Una muchedumbre estuvo aguardando ante la barrera
energética en lo que parecía una espera infructuosa. Luego, la barrera se
quebró durante un par de minutos (lo cual demostraba la superioridad de los
organismos unificados sobre los fragmentos de vida) y él logró cruzar.
Ninguno de los
demás se movió con velocidad suficiente para aprovechar la abertura, pero eso
no importaba. Él solo se bastaba. No necesitaba a los demás.
Pero poco a poco
fue sintiendo menos satisfacción y más soledad. Era triste y antinatural estar
separado del resto del organismo unificado, ser un fragmento de vida. ¿Cómo
soportaban los alienígenas ser fragmentos?
Eso aumentó su
compasión por ellos. Al experimentar la fragmentación sintió, como desde lejos,
el terrible aislamiento que les infundía tanto temor. El temor nacido de ese
aislamiento les dictaba sus actos. ¿Qué otra cosa, salvo el loco temor de su
condición, los había inducido a arrasar una superficie de un kilómetro de
diámetro con una ola de calor rojo antes de descender con la nave? El estallido
destruyó incluso la vida organizada que se encontraba a tres metros de
profundidad bajo el suelo.
Sintonizó la
recepción y escuchó ávidamente, dejando que el pensamiento alienígena lo
saturase. Disfrutó del contacto de la vida con su conciencia. Tendría que
racionar ese gozo. No debía olvidarse de sí mismo.
Pero escuchar
pensamientos no podía causar daños. Algunos fragmentos de vida de la nave
pensaban con claridad, teniendo en cuenta que eran criaturas primitivas e
incompletas; sus pensamientos parecían campanilleos.
–Me siento
contaminado –dijo Roger Oldenn–. ¿Entiendes a qué me refiero? Me lavo las manos
una y otra vez y no sirve de nada.
Jerry Thorn odiaba
lo melodramático así que ni siquiera lo miró.
Aún estaban
maniobrando en la estratosfera del Planeta de Saybrook y prefería vigilar los
diales del panel.
–No hay razones
para que te sientas contaminado. No ha ocurrido nada.
–Eso espero. Al
menos ordenaron a todos los que descendieron que dejaran los trajes espaciales
en la cámara de presión para que se desinfectaran por completo. Dieron un baño
de radiación a todos los que regresaron de fuera. Supongo que no ocurrió nada.
–Entonces, ¿por
qué estás nervioso?
–No lo sé. Ojalá
la barrera no se hubiera roto.
–Fue sólo un
accidente.
–Eso me pregunto –dijo
Oldenn con vehemencia–. Estaba allí cuando ocurrió. Era mi turno ya lo sabes.
No había razones para sobrecargar la línea de energía. Le conectaron un equipo
que no tenía por qué estar allí. En absoluto.
–Vale, la gente es
estúpida.
–No tan estúpida.
Me quedé cerca cuando el Viejo investigó el asunto. Ninguno de ellos tenía
excusas razonables. Los circuitos de blindaje, que consumían dos mil vatios,
estaban conectados a la línea de la barrera. Si utilizaron las segundas
subsidiarias durante una semana, ¿por qué no lo hicieron esta vez? No pudieron
dar ninguna explicación.
–¿Tú puedes?
Oldenn se sonrojó.
–No, sólo me
preguntaba si esos hombres estaban… –Buscó una palabra–. Bueno… hipnotizados
por esas cosas de ahí fuera.
Thorn lo miró con
severidad.
–Yo no repetiría
eso ante nadie. La barrera falló sólo durante dos minutos. Si algo hubiera
pasado, si una brizna de hierba la hubiera atravesado, habría aparecido en
nuestros cultivos de bacterias a la media hora y en las colonias de moscas de
las frutas en cuestión de días. Antes de que regresáramos se manifestaría en
los hámsters, en los conejos y en las cabras. Métetelo en la cabeza, Oldenn. No
pasó nada.
Oldenn giró sobre
sus talones y se marchó. Su pie pasó a medio metro del objeto que estaba en el
rincón de la sala. Oldenn no lo vio.
Desconectó
los centros de recepción y dejó de escuchar los pensamientos. En todo caso,
esos fragmentos de vida no eran importantes, pues no eran aptos para la
continuación de la existencia. Aun como fragmentos resultaban incompletos.
En cuanto a los
otros tipos de fragmentos, eran diferentes. Tenía que cuidarse de ellos. La
tentación sería grande, y no debía dar indicios de su permanencia a bordo hasta
que aterrizaran en el planeta de origen.
Se concentró en
las otras partes de la nave, maravillándose de la diversidad de la vida. Cada
elemento, por pequeño que fuera, se bastaba a sí mismo. Se esforzó por
reflexionar sobre ello hasta que le resultó tan repulsivo que añoró la
normalidad de su hogar.
La mayoría de los
pensamientos que recibía de los fragmentos más pequeños eran vagos y fugaces,
como cabía esperar. No se podía sacar mucho de ellos, pero eso significaba que
eran aún más incompletos. Eso lo conmovía.
Uno de esos
fragmentos de vida, en cuclillas sobre sus cuartos traseros, manoseaba la
alambrada que lo encerraba. Sus pensamientos eran claros, pero limitados. Se
relacionaban principalmente con la fruta amarilla que comía otro de los
fragmentos. Anhelaba esa fruta intensamente. Sólo la alambrada que los separaba
a ambos le impedía arrebatarle la fruta por la fuerza.
Desconectó la
recepción en un acceso de total repugnancia. ¡Esos fragmentos competían por el
alimento!
Trató de hallar
fuera la paz y la armonía del hogar, pero se encontraba ya a muchísima
distancia. Sólo podía palpar la nada que lo separaba de la cordura.
En ese momento
echaba de menos hasta el suelo inanimado que mediaba entre la barrera y la
nave. Se había arrastrado por allí la noche anterior. No había vida en él, pero
era el suelo del hogar y, al otro lado de la barrera, aún se sentía la
reconfortante presencia del resto de la vida organizada.
Recordaba el
momento en que se encaramó a la superficie de la nave, aferrándose
desesperadamente hasta que se abrió la cámara de presión. Entró y se desplazó
con cautela entre los pies de los que salían. Había una compuerta interior y la
atravesó. Y ahora estaba allí tendido como un pequeño fragmento, inerte e
inadvertido.
Con todo cuidado
conectó la recepción en la sintonía anterior. El fragmento de vida que estaba
en cuclillas sacudía furiosamente la alambrada. Seguía deseando la comida del
otro, aunque era el menos hambriento de los dos.
–No
le des de comer –dijo Larsen–. No tiene hambre. Lo que pasa es que le fastidia
que Tillie se pusiera a comer. ¡Mona tragona! Ojalá estuviéramos de vuelta en
casa y nunca más tuviera que mirar a otro animal a la cara.
Miró con disgusto
a la hembra de chimpancé más vieja, que en reciprocidad movió la boca y le
soltó una retahíla.
–Vale, muy bien –se
impacientó Rizzo–, ¿y qué hacemos aquí entonces? La hora de la comida ha
terminado. Vámonos.
Pasaron ante los
corrales de cabras, las conejeras, las jaulas de los hámsters.
Larsen dijo con
amargura:
–Te presentas como
voluntario para un viaje de reconocimiento, eres un héroe, te despiden con
discursos… y te nombran cuidador de un zoológico.
–Te pagan el
doble.
–¿Y qué? No me
alisté sólo por dinero. Cuando nos dieron las instrucciones, dijeron que
incluso había probabilidades de que no regresáramos, de que termináramos como
Saybrook. Me alisté porque quería hacer algo importante.
–Todo un héroe –se
mofó Rizzo.
–No soy un
cuidador de animales.
Rizzo se detuvo
para levantar a un hámster y acariciarlo.
–Oye, ¿alguna vez
se te ha ocurrido que quizás una de estos hámsters tenga unas bonitas crías en
su interior?
–¡Las analizan
todos los días, sabiondo!
–Claro, claro. –Acarició
con la nariz a la criaturilla, que respondió haciendo vibrar el morro–. Pero
suponte que una mañana llegas y los encuentras aquí; pequeños hámsters que te
miran con manchas de pelambre suaves y verdes donde deberían tener los ojos.
–Cállate, por amor
de Dios –chilló Larsen.
–Suaves manchas
verdes de pelo brillante –dijo Rizzo, y bajó al hámster con una repentina
sensación de asco.
Conectó
nuevamente la recepción y varió la sintonía. En casa no había un solo fragmento
de vida especializado que no tuviera su tosco equivalente a bordo de esa nave.
Había corredores
móviles de varios tamaños, nadadores móviles y voladores móviles. Algunos
voladores eran grandes, con pensamientos perceptibles; otros eran criaturas
pequeñas y de alas transparentes. Estos sólo transmitían patrones de percepción
sensorial, patrones imperfectos, y no añadían ningún elemento de inteligencia
propia.
Había también
inmóviles que, al igual que los inmóviles de casa, eran verdes y vivían del
aire, el agua y el suelo. Constituían un vacío mental. Sólo conocían la opaca
conciencia de la luz, de la humedad y de la gravedad.
Y cada fragmento,
móvil o inmóvil, tenía su parodia de vida.
Aún no. Aún no…
Contuvo sus
sentimientos. En cierta ocasión, esos fragmentos de vida fueron a casa y todos
allí intentaron ayudarlos. Demasiado pronto. No funcionó. Esta vez deberían
esperar.
Confiaba en que
esos fragmentos no lo descubrieran.
De momento no lo
habían hecho. No lo vieron tendido en un rincón de la sala de pilotaje. Nadie
se agachó para recogerlo y arrojarlo después. En un principio supuso que no
debía moverse, pues alguien podía ver esa forma rígida y vermiforme, de apenas
quince centímetros de longitud. Lo habría visto, hubiese gritado y todo habría
concluido.
Pero quizás
hubiera esperado ya demasiado. Había transcurrido un buen rato desde el
despegue. Los controles estaban cerrados; la sala de pilotaje se encontraba vacía.
No le llevó mucho
tiempo encontrar la grieta en el blindaje, que conducía el hueco donde se
hallaban los cables. Eran cables condenados.
La parte frontal
de su cuerpo terminaba en un filo, que cortó en dos un cable del diámetro
adecuado. Luego, a quince centímetros de distancia, volvió a dar otro corte.
Empujó el trozo de cable y lo ocultó en un rincón del recoveco. La funda
externa era de un material plástico y de un color pardo, y el núcleo era de
metal reluciente y rojizo. No podía imitar el núcleo, por supuesto, pero no
había ninguna necesidad; bastaba con que la piel que lo cubría imitase la
superficie del cable.
Regresó, sujetó
las dos secciones de cable cortado, se apretó bien contra ellas y activó los
pequeños discos de succión. No se notaba la juntura. Ya no podrían localizarlo.
Al mirar sólo verían un tramo continuo de cable.
A menos que miraran
con mucha atención y notaran que, en un diminuto segmento del cable, había dos
pequeñas manchas de pelambre suave, verde y brillante.
–Es
notable que este vello verde pueda hacer tanto –dijo el doctor Weiss.
El capitán Loring
sirvió el coñac. En cierto sentido era una celebración; dos horas después
estarían preparados para el salto en el hiperespacio y, luego, al cabo de dos
días, llegarían a la Tierra.
–¿Está convencido,
pues, de que la pelambre verde es el órgano sensorial? –preguntó.
–Lo es –afirmó
Weiss. Tenía la voz pastosa a causa del coñac, pero era consciente de que
necesitaba celebrarlo, muy consciente–. Los experimentos se realizaron con
dificultades, pero fueron muy significativos.
El capitán sonrió
con rigidez.
–Decir “con
dificultades” es un modo muy modesto de expresarlo. Yo nunca habría corrido
esos riesgos que usted afrontó para realizarlos.
–Pamplinas. Todos
somos héroes a bordo de esta nave, todos somos voluntarios, todos somos grandes
hombres que merecen trompetas, flautas y fanfarrias. Usted eligió venir aquí.
–Pero fue usted el
primero en atravesar la barrera.
–No implicaba
ningún riesgo en particular. Quemé el suelo a medida que avanzaba, además de
estar rodeado por una barrera portátil. Pamplinas, capitán. Recibamos nuestras
medallas cuando regresemos, recibámoslas sin modestias. Además, soy varón.
–Pero está lleno
de bacterias hasta aquí. –El capitán alzó la mano por encima de la cabeza–. Con
lo cual es tan vulnerable como una mujer.
Hicieron una pausa
para beber.
–¿Otra copa? –ofreció
el capitán.
–No, gracias. Ya
me he pasado de la raya.
–Entonces, el
último trago para el camino. –Alzó su vaso en la dirección del Planeta de
Saybrook, que ya no era visible y cuyo sol apenas figuraba como una estrella
brillante en la pantalla–. Por los vellos verdes que le proporcionaron a
Saybrook su primera pista.
Weiss asintió con
la cabeza.
–Un hecho
afortunado. Pondremos el planeta en cuarentena, por supuesto.
–Eso no parece
suficientemente drástico –observó el capitán–. Alguien podría aterrizar por
accidente sin tener la perspicacia ni las agallas de Saybrook. Supongamos que
no hiciera estallar su nave, como sí hizo Saybrook. Supongamos que regresara a
un sitio habitado. –Adoptó una expresión sombría–. ¿Cree usted que podrían
desarrollar el viaje interestelar por su cuenta?
–Lo dudo. No hay
pruebas, desde luego. Lo que pasa es que tienen una orientación muy distinta.
Su organización de la vida ha vuelto innecesarias las herramientas. Por lo que
sabemos, no hay en el planeta ni siquiera un hacha de piedra.
–Espero que tenga
usted razón. Ah, Weiss, ¿quiere dedicarle un rato a Drake?
–¿El fulano de
Prensa Galáctica?
–Sí. Cuando
regresemos, la historia del Planeta de Saybrook será revelada al público y no
creo que convenga darle un matiz excesivamente sensacionalista. He pedido a
Drake que se deje asesorar por usted. Usted es biólogo y cuenta con autoridad
suficiente como para intimidarlo. ¿Me haría ese favor?
–Con mucho gusto.
El capitán
entrecerró los ojos y sacudió la cabeza.
–¿Jaqueca,
capitán?
–No. Sólo pensaba
en el pobre Saybrook.
Estaba
harto de la nave. Un rato antes, había experimentado una sensación extraña y
fugaz, como si lo hubieran puesto del revés. Alarmado, indagó en la mente de
los pensadores-lúcidos en busca de una explicación. Al parecer, la nave había
brincado por vastas extensiones de espacio vacío, con el fin de atajar a través
de algo que llamaban “hiperespacio”. Los pensadores-lúcidos eran ingeniosos.
Pero estaba harto
de la nave. Era un fenómeno de lo más fútil. Los fragmentos de vida parecían
ser muy habilidosos en sus construcciones, pero, a fin de cuentas, eso
constituía sólo una parte de su felicidad. Procuraban hallar en el control de
la materia inanimada lo que no hallaban en sí mismos.
En su anhelo
inconsciente de totalidad construían máquinas y surcaban el espacio, buscando,
buscando…
Esas criaturas,
por la propia naturaleza de las cosas, nunca encontrarían lo que buscaban. Al
menos, mientras él no se lo diera. Se estremeció un poco ante la idea.
¡La totalidad!
Esos fragmentos de
vida, ni siquiera habían captado el concepto. El término de “totalidad”
resultaba insuficiente.
En su ignorancia
incluso combatirían contra ella. Como en el caso de la nave anterior. La
primera nave contenía muchos fragmentos que eran pensadores-lúcidos. Había dos
variedades: los productores de vida y los estériles.
(La segunda nave
era muy diferente. Todos los pensadores-lúcidos eran estériles, mientras que
los otros fragmentos, los pensadores-confusos y los no-pensadores, eran todos
productores de vida. Resultaba muy extraño.)
¡El planeta al
completo le dio la bienvenida a esa primera nave! Aún recordaba el intenso
choque emocional que sintieron al notar que los visitantes eran sólo
fragmentos, que no estaban completos. La conmoción los llevó a la piedad y la
piedad, a la acción. No sabían cómo se adaptarían a la comunidad, pero no lo
dudaron un momento. Toda la vida era sagrada y habría que cederles lugar
a todos, a todos ellos, desde los grandes pensadores-lúcidos hasta los
minúsculos que proliferaban en la oscuridad.
Pero fue un error
de cálculo. No analizaron correctamente el modo de pensar de los fragmentos.
Los pensadores-lúcidos advirtieron lo que sucedía y se disgustaron. Tenían
miedo; no lo entendían.
Primero, colocaron
la barrera y, luego, se autodestruyeron haciendo explotar la nave.
Pobres y tontos
fragmentos.
Al menos, ya no
volvería a ocurrir. Los salvaría a pesar de sí mismos.
Aunque
no alardeaba de ello, John Drake estaba muy orgulloso de su habilidad con la
fototipo. Tenía un modelo portátil, una lisa y pequeña lámina de plástico
oscuro y con protuberancias cilíndricas en cada extremo para sostener el rollo
de papel delgado. Cabía en un maletín de cuero marrón, equipado con una correa
que se lo sujetaba a la cintura y a una cadera. El artilugio pesaba medio kilo.
Drake podía
hacerlo funcionar con cualquiera de las manos. Movía los dedos con rapidez y
soltura, presionando suavemente ciertos lugares de la superficie, y las
palabras se escribían sin sonido alguno.
Miró con aire
pensativo el principio del escrito y, luego, al doctor Weiss.
–¿Qué le parece,
doctor?
–Un buen comienzo.
Drake movió la
cabeza en sentido afirmativo.
–Pensé que era
lógico empezar por Saybrook. En la Tierra aún no se ha difundido su historia.
Ojalá hubiera podido ver el informe de Saybrook. ¿Y cómo logró transmitirlo?
–Por lo que sé,
pasó la última noche transmitiéndolo a través del subéter. Cuando terminó,
produjo un cortocircuito en los motores y, una fracción de segundo después,
convirtió la nave en una nube de vapor. Junto con la tripulación y consigo
mismo.
–¡Qué hombre!
¿Usted supo esto desde un principio?
–No desde el
principio. Sólo desde que recibimos el informe de Saybrook.
No podía evitar
recordarlo.
Leyó el informe y
comprendió lo maravilloso que el planeta debía parecer cuando la expedición
colonizadora llegó allí. Era prácticamente un duplicado de la Tierra, con
abundante vida vegetal y una vida animal puramente vegetariana.
Lo único extraño
eran las pequeñas manchas de pelambre verde (¡con cuánta frecuencia usaba esa
frase!). Ningún individuo viviente del planeta tenía ojos, sólo esa pelambre.
Incluso las plantas, cada brizna y las hojas y los capullos poseían esas dos
manchas de un verde más intenso.
Luego, Saybrook
advirtió, sobresaltado y desconcertado, que en todo el planeta no había
conflicto alguno por los alimentos. Todas las plantas tenían apéndices
pulposos; los animales se los comían, y los apéndices se regeneraban en
cuestión de horas. No tocaban ninguna otra parte de las plantas. Era como si
éstas alimentaran a los animales dentro de un proceso de orden natural. Y las
plantas mismas no crecían con abrumadora profusión. Parecía que las cultivaban,
pues estaban juiciosamente distribuidas en el suelo disponible.
Weiss se
preguntaba de cuánto tiempo habría dispuesto Saybrook para observar el extraño
orden que imperaba en aquel planeta. Los insectos se habían establecido en un
número razonable, aunque las aves no se los comían; los roedores no
proliferaban, aun cuando no existían carnívoros para mantenerlos a raya.
Y luego se produjo
el episodio de las ratas blancas.
Weiss volvió al
presente.
–Una corrección,
Drake. Los hámsters no fueron los primeros animales afectados, sino las ratas
blancas.
–Ratas blancas –repitió
Drake al introducir la corrección en sus notas.
–Cada nave
colonizadora lleva un grupo de ratas blancas con el propósito de poner a prueba
los alimentos alienígenas. Las ratas son muy similares a los seres humanos
desde el punto de vista de la nutrición. Naturalmente, sólo se llevan hembras.
Naturalmente. Si
sólo un sexo estaba presente, no había peligro de una multiplicación
indiscriminada en caso de que el planeta resultara favorable.
Todos recordaban
el caso de los conejos de Australia.
–A propósito, ¿por
qué no se utilizan machos? –preguntó Drake.
–Las hembras son
más resistentes, lo cual es una suerte, pues fue eso lo que reveló la
situación. De pronto todas las ratas empezaron a tener cría.
–Vale. Hasta aquí
llega mi información, así que ésta es mi oportunidad de aclarar ciertos
detalles. Veamos… ¿cómo averiguó Saybrook que estaban preñadas?
–Accidentalmente.
Durante las investigaciones de nutrición se disecciona a las ratas para buscar
pruebas de lesiones internas. Era inevitable descubrir su preñez. Diseccionaron
a otras. Los mismos resultados. Con el tiempo, todas las criaturas vivas tuvieron
crías ¡sin que hubiera machos a bordo!
–Y todos los
recién nacidos tenían manchitas de pelambre verde en vez de ojos.
–Así es. Saybrook
lo dijo y nosotros lo corroboramos. Después de las ratas quedó preñada la gata
de uno de los niños. Cuando dio a luz, los gatitos no nacieron con los ojos
cerrados, sino con manchas de pelambre verde. No había ningún gato macho a
bordo.
“Saybrook hizo
analizar a las mujeres. No les dijo por qué, no quería asustarlas. Todas se
encontraban en las etapas iniciales del embarazo, al margen de las que ya
estaban encinta en el momento de embarcarse. Saybrook no esperó a que esos
niños nacieran. Sabía que no tendrían ojos; sólo brillantes manchas de pelambre
verde.
“Incluso preparó
cultivos bacterianos (Saybrook era hombre meticuloso) y encontró que cada
bacilo tenía microscópicas manchas verdes”.
Drake se mostraba
muy interesado.
–Eso no estaba
incluido en lo que nos dijeron, o al menos en lo que me dijeron a mí. Pero,
concediendo que en el Planeta de Saybrook la vida esté organizada en un todo
unificado, ¿cómo se hace?
–¿Que cómo se
hace? ¿Que cómo se organizan las células en un todo unificado? Extraiga una
célula del cuerpo, aun una célula cerebral, ¿y qué es por sí sola? Nada. Una
pizca de protoplasma sin más capacidad para algo humano que una ameba. Menos
capacidad, en realidad, pues no podría vivir sola. Pero unimos las células y
obtenemos algo que puede inventar una nave espacial o componer una sinfonía.
–Capto la idea.
–En el Planeta de
Saybrook, toda la vida es un solo organismo. En cierto sentido, lo mismo ocurre
en la Tierra, sólo que se trata de una dependencia conflictiva, una dependencia
combativa. Las bacterias fijan el nitrógeno, las plantas fijan el carbono, los
animales comen plantas y se comen entre sí; la descomposición bacteriana lo
altera todo. El círculo se cierra. Cada cual atrae lo que puede y es atraído a
su vez.
“En el Planeta de
Saybrook, cada uno de los organismos tiene su lugar, lo mismo que cada célula
en nuestro cuerpo. Las bacterias y las plantas producen comida, de cuyo exceso
se alimentan los animales, suministrando a la vez dióxido de carbono y desechos
nitrogenados. No se produce más de lo necesario. El esquema de la vida es
alterado inteligentemente para adaptarlo al ámbito local. Ningún grupo de
formas de vida se multiplica más de lo necesario, así como las células del
cuerpo dejan de multiplicarse cuando hay suficientes para un propósito dado.
Cuando no dejan de multiplicarse lo llamamos cáncer. Y eso es la vida en la
Tierra, toda nuestra organización orgánica en comparación con la del Planeta de
Saybrook: un gran cáncer. Cada especie y cada individuo hacen lo posible para
desarrollarse a expensas de las otras especies o los otros individuos”.
–Habla usted como
si aprobara el Planeta de Saybrook.
–En cierto modo lo
apruebo. Tiene sentido como actividad vital. Entiendo la perspectiva que tienen
de nosotros. Supongamos que una de las células de nuestro cuerpo pudiera ser
consciente de la eficiencia del cuerpo humano en comparación con la de la célula
misma y que comprendiera que esto sólo es resultado de la unión de muchas
células en un todo superior. Y supongamos que fuera consciente de la existencia
de células no dependientes, con vida propia. Tendría un fuerte deseo de imponer
una organización a la pobre criatura. Sentiría pena por ella y tal vez actuara
como un misionero. Es muy posible que esas criaturas (o esa criatura, pues el
singular parece ser más adecuado) sientan eso.
–Y por eso
ocasionaron alumbramientos vírgenes, ¿eh? Tengo que andarme con cuidado en este
tema. Ya sabe, las normas.
–No hay nada
obsceno en ello, Drake. Hace siglos que logramos que los huevos de erizos de
mar, las abejas, las ranas y otros se desarrollaran sin fertilización
masculina. A veces bastaba con el pinchazo de una aguja o con la mera inmersión
en la solución salina adecuada. La criatura del Planeta de Saybrook puede
causar la fertilización mediante el uso controlado de energía radiante. Por
eso, una barrera energética adecuada la detiene; interferencia, como ve, o
intromisión.
“Puede lograr más
que estimular la división y el desarrollo de un huevo no fertilizado. Puede
imprimir sus propias características en sus nucleoproteínas, de modo que la
prole nace con esas manchas de pelambre verde, las cuales, actúan como órgano
sensorial y medio de comunicación del planeta. La prole no está constituida por
individuos, sino que se integra a la criatura del Planeta de Saybrook. Esta
criatura, pues, puede inseminar cualquier especie, ya sea vegetal, animal o
microscópica”.
–Vaya potencia –murmuró
Drake.
–Omnipotencia.
Potencia universal. Cualquier fragmento de la criatura es omnipotente. Con
tiempo suficiente, una sola bacteria del Planeta de Saybrook puede convertir la
Tierra entera en un organismo único. Tenemos pruebas experimentales de ello.
–¿Sabe una cosa,
doctor? –dijo inesperadamente Drake–. Creo que soy millonario. ¿Puede guardar
su secreto? –Weiss asintió en silencio, asombrado–. Tengo un recuerdo del
Planeta de Saybrook –añadió sonriendo–. Es sólo un guijarro, pero después de la
publicidad que recibirá ese planeta, además de lo de la cuarentena, el guijarro
será todo lo que un ser humano podrá ver de él. ¿Por cuánto cree que podré
venderlo?
Weiss lo miró
fijamente.
–¿Un guijarro? –Le
arrebató el objeto, que era ovoide, duro y gris–. No debió hacer eso, Drake. Va
contra las normas.
–Lo sé. Por eso he
preguntado que si podía guardar el secreto. Si usted pudiera darme una nota
firmada de autentificación… ¿Qué pasa, doctor?
En vez de
responder, Weiss sólo pudo balbucear algo y señalar con el dedo el guijarro.
Drake se acercó y lo miró. Era igual que antes… Excepto que la luz lo alumbraba
desde un ángulo y mostraba dos pequeñas manchas verdes. Vistas de cerca, eran
manchas de vello verde.
Se
sentía turbado. Existía una atmósfera de peligro a bordo. Se sospechaba su
presencia. ¿Cómo era posible? Aún no había hecho nada. ¿Habría subido a la nave
otro de los fragmentos de casa y se habría mostrado menos cauto? Eso sería
imposible sin que él lo supiera, y no había hallado nada, aunque examinó la
nave intensamente.
Luego, la sospecha
disminuyó, pero no murió del todo. Uno de los pensadores lúcidos seguía
haciéndose preguntas y se aproximaba a la verdad.
¿Cuánto faltaba
para el aterrizaje? ¿Un mundo entero de fragmentos de vida quedaría privado de
totalidad? Se aferró a los trozos cortados del cable con el cual se mimetizaba,
temiendo que lo descubrieran, temiendo por su misión altruista.
El
doctor Weiss se había encerrado en su habitación. Ya estaban dentro del sistema
solar y tres horas después aterrizarían. Tenía que pensar. Le quedaban tres
horas para decidir.
El diabólico “guijarro”
de Drake había formado parte de la vida organizada del Planeta de Saybrook,
pero estaba muerto. Lo estaba ya cuando él lo vio por primera vez y, en todo
caso, no pudo sobrevivir cuando lo arrojaron al motor hiperatómico y lo
convirtieron en un estallido de calor puro. Y los cultivos bacterianos seguían
teniendo un aspecto normal cuando los examinó angustiado.
No era eso lo que
preocupaba a Weiss.
Drake había
recogido el “guijarro” durante las últimas horas de permanencia en el Planeta
de Saybrook, después del fallo en la barrera. ¿Y si el fallo hubiera sido el
resultado de una lenta, pero implacable presión mental por parte de la criatura
de ese planeta? ¿Y si partes de la criatura hubieran estado esperando para
invadir cuando cayese la barrera? Si el “guijarro” no fue lo suficientemente
rápido y se desplazó sólo después del restablecimiento de la barrera, ésa sería
la causa de que hubiese muerto. Se habría quedado allí, y Drake entonces lo vio
y lo recogió.
Se trataba de un “guijarro”,
no de una forma natural de vida. Pero ¿eso significaba que no era una especie
de forma de vida? Podía ser un producto deliberado del único organismo del
planeta; una criatura deliberadamente diseñada para que pareciera un guijarro,
de aspecto inofensivo e inocente. Camuflaje, en otras palabras; un camuflaje
astuto y sobrecogedoramente eficaz.
¿Alguna otra
criatura camuflada habría logrado atravesar la barrera antes de que la
restablecieran, como una forma adecuada y extraída de la mente de los humanos
de la nave por el organismo telépata del planeta? ¿Podría tener la inocua
apariencia de un pisapapeles? ¿Uno de los clavos ornamentales y con cabeza de
bronce de la anticuada silla del capitán? ¿Y cómo lo localizarían? ¿Podrían
investigar cada palmo de la nave en busca de esas manchas verdes; y también los
microbios?
¿Y por qué el
camuflaje? ¿Se proponía pasar inadvertido durante algún tiempo? ¿Por qué? ¿Para
aguardar hasta que aterrizaran en la Tierra?
Una infección
después del aterrizaje no se podría remediar haciendo estallar la nave. Las
bacterias de la Tierra, el moho, la levadura y los protozoos serían los
primeros. Al cabo de un año habría un sinfín de neonatos no humanos.
Weiss cerró los
ojos y se dijo que no sería tan malo, después de todo. No habría más
enfermedades, pues ninguna bacteria se multiplicaría a expensas de su organismo
huésped, sino que se contentaría con una parte de lo disponible. No habría ya
exceso de población; las muchedumbres de humanos disminuirían para adaptarse al
suministro de alimentos. No habría guerras, crímenes ni codicia.
Pero tampoco
habría individualidad.
La humanidad
hallaría la seguridad transformándose en engranaje de una máquina biológica. Un
hombre sería hermano de un germen o de una célula hepática.
Se puso de pie.
Debía ir a hablar con el capitán Loring. Enviarían el informe y harían estallar
la nave, igual que hizo Saybrook.
Se sentó de nuevo.
Saybrook contó con pruebas, mientras que él sólo tenía las conjeturas de una
mente aterrorizada, trastornada por dos manchas verdes en un guijarro. ¿Podría
matar a los doscientos hombres de a bordo por una leve sospecha?
Tenía que pensar.
Estaba
tenso. ¿Por qué tenía que seguir esperando? Si al menos pudiera dar la
bienvenida a los que se encontraban a bordo… ¡Pero ya!
Una parte más fría
y racional de sí mismo lo disuadió. Los pequeños que proliferaban en la
oscuridad delatarían su cambio en quince minutos, y los pensadores-lúcidos los
tenían bajo observación continua. Incluso a un kilómetro de la superficie del
planeta sería demasiado pronto, pues aún podrían destruir la nave en el
espacio.
Sería mejor
esperar a que estuvieran abiertas las cámaras de presión, a que el aire del
planeta penetrara con millones de fragmentos de vida minúsculos. Sería mejor,
sí, acogerlos a todos ellos en la hermandad de la vida unificada y dejar que
echaran a volar para difundir el mensaje.
¡Entonces se
lograría! ¡Otro mundo organizado y completo!
Se mantuvo a la
espera. Los motores vibraban sordamente en su potente esfuerzo por controlar el
descenso de la nave; la sacudida del contacto con la superficie del planeta y
luego…
Conectó la
recepción, para captar el júbilo de los pensadores-lúcidos, y les respondió con
sus propios pensamientos jubilosos. Pronto podrían recibir tan bien como él.
Tal vez no esos fragmentos en particular, pero sí los fragmentos que nacerían
de quienes fueran aptos para la continuación de la vida.
Las cámaras de
presión estaban a punto de abrirse…
Y todo pensamiento
cesó.
Demonios,
algo anda mal, pensó Jerry Thorn.
–Lo lamento –le
dijo al capitán Loring–. Parece haber un fallo energético. Las cámaras no se
abren.
–¿Estás seguro,
Thorn? Las luces están encendidas.
–Sí, señor. Lo
estamos investigando.
Se alejó y se
reunió con Roger Oldenn ante la caja de conexiones de la cámara de presión.
–¿Qué pasa?
–Déjame en paz,
¿quieres? –Oldenn tenía las manos ocupadas–. ¡Por amor de Dios, hay un corte de
quince centímetros en el cable de veinte amperios!
–¿Qué? ¡Imposible!
Oldenn levantó los
cables, cuyos filosos bordes estaban limpiamente cortados.
El doctor Weiss se
reunió con ellos. Estaba ojeroso y su aliento apestaba a coñac.
–¿Qué pasa? –preguntó,
con un temblor en la voz.
Se lo dijeron. En
el fondo del compartimiento, en un rincón, estaba el trozo que faltaba.
Weiss se agachó.
Había un fragmento negro en el suelo. Lo tocó con el dedo y se disolvió,
dejándole una mancha de hollín en la yema. Se la frotó distraídamente.
Tal vez algo había
reemplazado el trozo de cable que faltaba; algo que estaba vivo y que tenía de
cable únicamente su aspecto, pero algo que podía calentarse, morir y
carbonizarse en una fracción de segundo en cuanto se cerró el circuito
eléctrico que controlaba la cámara de presión.
–¿Cómo están las
bacterias? –preguntó.
Un miembro de la
tripulación fue a comprobarlo y regresó.
–Todo normal,
doctor.
Entre tanto,
colocaron un empalme en el cable; abrieron las compuertas y el doctor Weiss
salió al mundo de vida anárquica que era la Tierra.
–Anarquía –dijo
con una risotada–. Y así se mantendrá.
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