miércoles, 8 de noviembre de 2023

Manchas verdes

Isaac Asimov

 

¡Había logrado entrar en la nave! Una muchedumbre estuvo aguardando ante la barrera energética en lo que parecía una espera infructuosa. Luego, la barrera se quebró durante un par de minutos (lo cual demostraba la superioridad de los organismos unificados sobre los fragmentos de vida) y él logró cruzar.

Ninguno de los demás se movió con velocidad suficiente para aprovechar la abertura, pero eso no importaba. Él solo se bastaba. No necesitaba a los demás.

Pero poco a poco fue sintiendo menos satisfacción y más soledad. Era triste y antinatural estar separado del resto del organismo unificado, ser un fragmento de vida. ¿Cómo soportaban los alienígenas ser fragmentos?

Eso aumentó su compasión por ellos. Al experimentar la fragmentación sintió, como desde lejos, el terrible aislamiento que les infundía tanto temor. El temor nacido de ese aislamiento les dictaba sus actos. ¿Qué otra cosa, salvo el loco temor de su condición, los había inducido a arrasar una superficie de un kilómetro de diámetro con una ola de calor rojo antes de descender con la nave? El estallido destruyó incluso la vida organizada que se encontraba a tres metros de profundidad bajo el suelo.

Sintonizó la recepción y escuchó ávidamente, dejando que el pensamiento alienígena lo saturase. Disfrutó del contacto de la vida con su conciencia. Tendría que racionar ese gozo. No debía olvidarse de sí mismo.

Pero escuchar pensamientos no podía causar daños. Algunos fragmentos de vida de la nave pensaban con claridad, teniendo en cuenta que eran criaturas primitivas e incompletas; sus pensamientos parecían campanilleos.

–Me siento contaminado –dijo Roger Oldenn–. ¿Entiendes a qué me refiero? Me lavo las manos una y otra vez y no sirve de nada.

Jerry Thorn odiaba lo melodramático así que ni siquiera lo miró.

Aún estaban maniobrando en la estratosfera del Planeta de Saybrook y prefería vigilar los diales del panel.

–No hay razones para que te sientas contaminado. No ha ocurrido nada.

–Eso espero. Al menos ordenaron a todos los que descendieron que dejaran los trajes espaciales en la cámara de presión para que se desinfectaran por completo. Dieron un baño de radiación a todos los que regresaron de fuera. Supongo que no ocurrió nada.

–Entonces, ¿por qué estás nervioso?

–No lo sé. Ojalá la barrera no se hubiera roto.

–Fue sólo un accidente.

–Eso me pregunto –dijo Oldenn con vehemencia–. Estaba allí cuando ocurrió. Era mi turno ya lo sabes. No había razones para sobrecargar la línea de energía. Le conectaron un equipo que no tenía por qué estar allí. En absoluto.

–Vale, la gente es estúpida.

–No tan estúpida. Me quedé cerca cuando el Viejo investigó el asunto. Ninguno de ellos tenía excusas razonables. Los circuitos de blindaje, que consumían dos mil vatios, estaban conectados a la línea de la barrera. Si utilizaron las segundas subsidiarias durante una semana, ¿por qué no lo hicieron esta vez? No pudieron dar ninguna explicación.

–¿Tú puedes?

Oldenn se sonrojó.

–No, sólo me preguntaba si esos hombres estaban… –Buscó una palabra–. Bueno… hipnotizados por esas cosas de ahí fuera.

Thorn lo miró con severidad.

–Yo no repetiría eso ante nadie. La barrera falló sólo durante dos minutos. Si algo hubiera pasado, si una brizna de hierba la hubiera atravesado, habría aparecido en nuestros cultivos de bacterias a la media hora y en las colonias de moscas de las frutas en cuestión de días. Antes de que regresáramos se manifestaría en los hámsters, en los conejos y en las cabras. Métetelo en la cabeza, Oldenn. No pasó nada.

Oldenn giró sobre sus talones y se marchó. Su pie pasó a medio metro del objeto que estaba en el rincón de la sala. Oldenn no lo vio.

 

Desconectó los centros de recepción y dejó de escuchar los pensamientos. En todo caso, esos fragmentos de vida no eran importantes, pues no eran aptos para la continuación de la existencia. Aun como fragmentos resultaban incompletos.

En cuanto a los otros tipos de fragmentos, eran diferentes. Tenía que cuidarse de ellos. La tentación sería grande, y no debía dar indicios de su permanencia a bordo hasta que aterrizaran en el planeta de origen.

Se concentró en las otras partes de la nave, maravillándose de la diversidad de la vida. Cada elemento, por pequeño que fuera, se bastaba a sí mismo. Se esforzó por reflexionar sobre ello hasta que le resultó tan repulsivo que añoró la normalidad de su hogar.

La mayoría de los pensamientos que recibía de los fragmentos más pequeños eran vagos y fugaces, como cabía esperar. No se podía sacar mucho de ellos, pero eso significaba que eran aún más incompletos. Eso lo conmovía.

Uno de esos fragmentos de vida, en cuclillas sobre sus cuartos traseros, manoseaba la alambrada que lo encerraba. Sus pensamientos eran claros, pero limitados. Se relacionaban principalmente con la fruta amarilla que comía otro de los fragmentos. Anhelaba esa fruta intensamente. Sólo la alambrada que los separaba a ambos le impedía arrebatarle la fruta por la fuerza.

Desconectó la recepción en un acceso de total repugnancia. ¡Esos fragmentos competían por el alimento!

Trató de hallar fuera la paz y la armonía del hogar, pero se encontraba ya a muchísima distancia. Sólo podía palpar la nada que lo separaba de la cordura.

En ese momento echaba de menos hasta el suelo inanimado que mediaba entre la barrera y la nave. Se había arrastrado por allí la noche anterior. No había vida en él, pero era el suelo del hogar y, al otro lado de la barrera, aún se sentía la reconfortante presencia del resto de la vida organizada.

Recordaba el momento en que se encaramó a la superficie de la nave, aferrándose desesperadamente hasta que se abrió la cámara de presión. Entró y se desplazó con cautela entre los pies de los que salían. Había una compuerta interior y la atravesó. Y ahora estaba allí tendido como un pequeño fragmento, inerte e inadvertido.

Con todo cuidado conectó la recepción en la sintonía anterior. El fragmento de vida que estaba en cuclillas sacudía furiosamente la alambrada. Seguía deseando la comida del otro, aunque era el menos hambriento de los dos.

 

–No le des de comer –dijo Larsen–. No tiene hambre. Lo que pasa es que le fastidia que Tillie se pusiera a comer. ¡Mona tragona! Ojalá estuviéramos de vuelta en casa y nunca más tuviera que mirar a otro animal a la cara.

Miró con disgusto a la hembra de chimpancé más vieja, que en reciprocidad movió la boca y le soltó una retahíla.

–Vale, muy bien –se impacientó Rizzo–, ¿y qué hacemos aquí entonces? La hora de la comida ha terminado. Vámonos.

Pasaron ante los corrales de cabras, las conejeras, las jaulas de los hámsters.

Larsen dijo con amargura:

–Te presentas como voluntario para un viaje de reconocimiento, eres un héroe, te despiden con discursos… y te nombran cuidador de un zoológico.

–Te pagan el doble.

–¿Y qué? No me alisté sólo por dinero. Cuando nos dieron las instrucciones, dijeron que incluso había probabilidades de que no regresáramos, de que termináramos como Saybrook. Me alisté porque quería hacer algo importante.

–Todo un héroe –se mofó Rizzo.

–No soy un cuidador de animales.

Rizzo se detuvo para levantar a un hámster y acariciarlo.

–Oye, ¿alguna vez se te ha ocurrido que quizás una de estos hámsters tenga unas bonitas crías en su interior?

–¡Las analizan todos los días, sabiondo!

–Claro, claro. –Acarició con la nariz a la criaturilla, que respondió haciendo vibrar el morro–. Pero suponte que una mañana llegas y los encuentras aquí; pequeños hámsters que te miran con manchas de pelambre suaves y verdes donde deberían tener los ojos.

–Cállate, por amor de Dios –chilló Larsen.

–Suaves manchas verdes de pelo brillante –dijo Rizzo, y bajó al hámster con una repentina sensación de asco.

 

Conectó nuevamente la recepción y varió la sintonía. En casa no había un solo fragmento de vida especializado que no tuviera su tosco equivalente a bordo de esa nave.

Había corredores móviles de varios tamaños, nadadores móviles y voladores móviles. Algunos voladores eran grandes, con pensamientos perceptibles; otros eran criaturas pequeñas y de alas transparentes. Estos sólo transmitían patrones de percepción sensorial, patrones imperfectos, y no añadían ningún elemento de inteligencia propia.

Había también inmóviles que, al igual que los inmóviles de casa, eran verdes y vivían del aire, el agua y el suelo. Constituían un vacío mental. Sólo conocían la opaca conciencia de la luz, de la humedad y de la gravedad.

Y cada fragmento, móvil o inmóvil, tenía su parodia de vida.

Aún no. Aún no…

Contuvo sus sentimientos. En cierta ocasión, esos fragmentos de vida fueron a casa y todos allí intentaron ayudarlos. Demasiado pronto. No funcionó. Esta vez deberían esperar.

Confiaba en que esos fragmentos no lo descubrieran.

De momento no lo habían hecho. No lo vieron tendido en un rincón de la sala de pilotaje. Nadie se agachó para recogerlo y arrojarlo después. En un principio supuso que no debía moverse, pues alguien podía ver esa forma rígida y vermiforme, de apenas quince centímetros de longitud. Lo habría visto, hubiese gritado y todo habría concluido.

Pero quizás hubiera esperado ya demasiado. Había transcurrido un buen rato desde el despegue. Los controles estaban cerrados; la sala de pilotaje se encontraba vacía.

No le llevó mucho tiempo encontrar la grieta en el blindaje, que conducía el hueco donde se hallaban los cables. Eran cables condenados.

La parte frontal de su cuerpo terminaba en un filo, que cortó en dos un cable del diámetro adecuado. Luego, a quince centímetros de distancia, volvió a dar otro corte. Empujó el trozo de cable y lo ocultó en un rincón del recoveco. La funda externa era de un material plástico y de un color pardo, y el núcleo era de metal reluciente y rojizo. No podía imitar el núcleo, por supuesto, pero no había ninguna necesidad; bastaba con que la piel que lo cubría imitase la superficie del cable.

Regresó, sujetó las dos secciones de cable cortado, se apretó bien contra ellas y activó los pequeños discos de succión. No se notaba la juntura. Ya no podrían localizarlo. Al mirar sólo verían un tramo continuo de cable.

A menos que miraran con mucha atención y notaran que, en un diminuto segmento del cable, había dos pequeñas manchas de pelambre suave, verde y brillante.

 

–Es notable que este vello verde pueda hacer tanto –dijo el doctor Weiss.

El capitán Loring sirvió el coñac. En cierto sentido era una celebración; dos horas después estarían preparados para el salto en el hiperespacio y, luego, al cabo de dos días, llegarían a la Tierra.

–¿Está convencido, pues, de que la pelambre verde es el órgano sensorial? –preguntó.

–Lo es –afirmó Weiss. Tenía la voz pastosa a causa del coñac, pero era consciente de que necesitaba celebrarlo, muy consciente–. Los experimentos se realizaron con dificultades, pero fueron muy significativos.

El capitán sonrió con rigidez.

–Decir “con dificultades” es un modo muy modesto de expresarlo. Yo nunca habría corrido esos riesgos que usted afrontó para realizarlos.

–Pamplinas. Todos somos héroes a bordo de esta nave, todos somos voluntarios, todos somos grandes hombres que merecen trompetas, flautas y fanfarrias. Usted eligió venir aquí.

–Pero fue usted el primero en atravesar la barrera.

–No implicaba ningún riesgo en particular. Quemé el suelo a medida que avanzaba, además de estar rodeado por una barrera portátil. Pamplinas, capitán. Recibamos nuestras medallas cuando regresemos, recibámoslas sin modestias. Además, soy varón.

–Pero está lleno de bacterias hasta aquí. –El capitán alzó la mano por encima de la cabeza–. Con lo cual es tan vulnerable como una mujer.

Hicieron una pausa para beber.

–¿Otra copa? –ofreció el capitán.

–No, gracias. Ya me he pasado de la raya.

–Entonces, el último trago para el camino. –Alzó su vaso en la dirección del Planeta de Saybrook, que ya no era visible y cuyo sol apenas figuraba como una estrella brillante en la pantalla–. Por los vellos verdes que le proporcionaron a Saybrook su primera pista.

Weiss asintió con la cabeza.

–Un hecho afortunado. Pondremos el planeta en cuarentena, por supuesto.

–Eso no parece suficientemente drástico –observó el capitán–. Alguien podría aterrizar por accidente sin tener la perspicacia ni las agallas de Saybrook. Supongamos que no hiciera estallar su nave, como sí hizo Saybrook. Supongamos que regresara a un sitio habitado. –Adoptó una expresión sombría–. ¿Cree usted que podrían desarrollar el viaje interestelar por su cuenta?

–Lo dudo. No hay pruebas, desde luego. Lo que pasa es que tienen una orientación muy distinta. Su organización de la vida ha vuelto innecesarias las herramientas. Por lo que sabemos, no hay en el planeta ni siquiera un hacha de piedra.

–Espero que tenga usted razón. Ah, Weiss, ¿quiere dedicarle un rato a Drake?

–¿El fulano de Prensa Galáctica?

–Sí. Cuando regresemos, la historia del Planeta de Saybrook será revelada al público y no creo que convenga darle un matiz excesivamente sensacionalista. He pedido a Drake que se deje asesorar por usted. Usted es biólogo y cuenta con autoridad suficiente como para intimidarlo. ¿Me haría ese favor?

–Con mucho gusto.

El capitán entrecerró los ojos y sacudió la cabeza.

–¿Jaqueca, capitán?

–No. Sólo pensaba en el pobre Saybrook.

 

Estaba harto de la nave. Un rato antes, había experimentado una sensación extraña y fugaz, como si lo hubieran puesto del revés. Alarmado, indagó en la mente de los pensadores-lúcidos en busca de una explicación. Al parecer, la nave había brincado por vastas extensiones de espacio vacío, con el fin de atajar a través de algo que llamaban “hiperespacio”. Los pensadores-lúcidos eran ingeniosos.

Pero estaba harto de la nave. Era un fenómeno de lo más fútil. Los fragmentos de vida parecían ser muy habilidosos en sus construcciones, pero, a fin de cuentas, eso constituía sólo una parte de su felicidad. Procuraban hallar en el control de la materia inanimada lo que no hallaban en sí mismos.

En su anhelo inconsciente de totalidad construían máquinas y surcaban el espacio, buscando, buscando…

Esas criaturas, por la propia naturaleza de las cosas, nunca encontrarían lo que buscaban. Al menos, mientras él no se lo diera. Se estremeció un poco ante la idea.

¡La totalidad!

Esos fragmentos de vida, ni siquiera habían captado el concepto. El término de “totalidad” resultaba insuficiente.

En su ignorancia incluso combatirían contra ella. Como en el caso de la nave anterior. La primera nave contenía muchos fragmentos que eran pensadores-lúcidos. Había dos variedades: los productores de vida y los estériles.

(La segunda nave era muy diferente. Todos los pensadores-lúcidos eran estériles, mientras que los otros fragmentos, los pensadores-confusos y los no-pensadores, eran todos productores de vida. Resultaba muy extraño.)

¡El planeta al completo le dio la bienvenida a esa primera nave! Aún recordaba el intenso choque emocional que sintieron al notar que los visitantes eran sólo fragmentos, que no estaban completos. La conmoción los llevó a la piedad y la piedad, a la acción. No sabían cómo se adaptarían a la comunidad, pero no lo dudaron un momento. Toda la vida era sagrada y habría que cederles lugar a todos, a todos ellos, desde los grandes pensadores-lúcidos hasta los minúsculos que proliferaban en la oscuridad.

Pero fue un error de cálculo. No analizaron correctamente el modo de pensar de los fragmentos. Los pensadores-lúcidos advirtieron lo que sucedía y se disgustaron. Tenían miedo; no lo entendían.

Primero, colocaron la barrera y, luego, se autodestruyeron haciendo explotar la nave.

Pobres y tontos fragmentos.

Al menos, ya no volvería a ocurrir. Los salvaría a pesar de sí mismos.

 

Aunque no alardeaba de ello, John Drake estaba muy orgulloso de su habilidad con la fototipo. Tenía un modelo portátil, una lisa y pequeña lámina de plástico oscuro y con protuberancias cilíndricas en cada extremo para sostener el rollo de papel delgado. Cabía en un maletín de cuero marrón, equipado con una correa que se lo sujetaba a la cintura y a una cadera. El artilugio pesaba medio kilo.

Drake podía hacerlo funcionar con cualquiera de las manos. Movía los dedos con rapidez y soltura, presionando suavemente ciertos lugares de la superficie, y las palabras se escribían sin sonido alguno.

Miró con aire pensativo el principio del escrito y, luego, al doctor Weiss.

–¿Qué le parece, doctor?

–Un buen comienzo.

Drake movió la cabeza en sentido afirmativo.

–Pensé que era lógico empezar por Saybrook. En la Tierra aún no se ha difundido su historia. Ojalá hubiera podido ver el informe de Saybrook. ¿Y cómo logró transmitirlo?

–Por lo que sé, pasó la última noche transmitiéndolo a través del subéter. Cuando terminó, produjo un cortocircuito en los motores y, una fracción de segundo después, convirtió la nave en una nube de vapor. Junto con la tripulación y consigo mismo.

–¡Qué hombre! ¿Usted supo esto desde un principio?

–No desde el principio. Sólo desde que recibimos el informe de Saybrook.

No podía evitar recordarlo.

Leyó el informe y comprendió lo maravilloso que el planeta debía parecer cuando la expedición colonizadora llegó allí. Era prácticamente un duplicado de la Tierra, con abundante vida vegetal y una vida animal puramente vegetariana.

Lo único extraño eran las pequeñas manchas de pelambre verde (¡con cuánta frecuencia usaba esa frase!). Ningún individuo viviente del planeta tenía ojos, sólo esa pelambre. Incluso las plantas, cada brizna y las hojas y los capullos poseían esas dos manchas de un verde más intenso.

Luego, Saybrook advirtió, sobresaltado y desconcertado, que en todo el planeta no había conflicto alguno por los alimentos. Todas las plantas tenían apéndices pulposos; los animales se los comían, y los apéndices se regeneraban en cuestión de horas. No tocaban ninguna otra parte de las plantas. Era como si éstas alimentaran a los animales dentro de un proceso de orden natural. Y las plantas mismas no crecían con abrumadora profusión. Parecía que las cultivaban, pues estaban juiciosamente distribuidas en el suelo disponible.

Weiss se preguntaba de cuánto tiempo habría dispuesto Saybrook para observar el extraño orden que imperaba en aquel planeta. Los insectos se habían establecido en un número razonable, aunque las aves no se los comían; los roedores no proliferaban, aun cuando no existían carnívoros para mantenerlos a raya.

Y luego se produjo el episodio de las ratas blancas.

Weiss volvió al presente.

–Una corrección, Drake. Los hámsters no fueron los primeros animales afectados, sino las ratas blancas.

–Ratas blancas –repitió Drake al introducir la corrección en sus notas.

–Cada nave colonizadora lleva un grupo de ratas blancas con el propósito de poner a prueba los alimentos alienígenas. Las ratas son muy similares a los seres humanos desde el punto de vista de la nutrición. Naturalmente, sólo se llevan hembras.

Naturalmente. Si sólo un sexo estaba presente, no había peligro de una multiplicación indiscriminada en caso de que el planeta resultara favorable.

Todos recordaban el caso de los conejos de Australia.

–A propósito, ¿por qué no se utilizan machos? –preguntó Drake.

–Las hembras son más resistentes, lo cual es una suerte, pues fue eso lo que reveló la situación. De pronto todas las ratas empezaron a tener cría.

–Vale. Hasta aquí llega mi información, así que ésta es mi oportunidad de aclarar ciertos detalles. Veamos… ¿cómo averiguó Saybrook que estaban preñadas?

–Accidentalmente. Durante las investigaciones de nutrición se disecciona a las ratas para buscar pruebas de lesiones internas. Era inevitable descubrir su preñez. Diseccionaron a otras. Los mismos resultados. Con el tiempo, todas las criaturas vivas tuvieron crías ¡sin que hubiera machos a bordo!

–Y todos los recién nacidos tenían manchitas de pelambre verde en vez de ojos.

–Así es. Saybrook lo dijo y nosotros lo corroboramos. Después de las ratas quedó preñada la gata de uno de los niños. Cuando dio a luz, los gatitos no nacieron con los ojos cerrados, sino con manchas de pelambre verde. No había ningún gato macho a bordo.

“Saybrook hizo analizar a las mujeres. No les dijo por qué, no quería asustarlas. Todas se encontraban en las etapas iniciales del embarazo, al margen de las que ya estaban encinta en el momento de embarcarse. Saybrook no esperó a que esos niños nacieran. Sabía que no tendrían ojos; sólo brillantes manchas de pelambre verde.

“Incluso preparó cultivos bacterianos (Saybrook era hombre meticuloso) y encontró que cada bacilo tenía microscópicas manchas verdes”.

Drake se mostraba muy interesado.

–Eso no estaba incluido en lo que nos dijeron, o al menos en lo que me dijeron a mí. Pero, concediendo que en el Planeta de Saybrook la vida esté organizada en un todo unificado, ¿cómo se hace?

–¿Que cómo se hace? ¿Que cómo se organizan las células en un todo unificado? Extraiga una célula del cuerpo, aun una célula cerebral, ¿y qué es por sí sola? Nada. Una pizca de protoplasma sin más capacidad para algo humano que una ameba. Menos capacidad, en realidad, pues no podría vivir sola. Pero unimos las células y obtenemos algo que puede inventar una nave espacial o componer una sinfonía.

–Capto la idea.

–En el Planeta de Saybrook, toda la vida es un solo organismo. En cierto sentido, lo mismo ocurre en la Tierra, sólo que se trata de una dependencia conflictiva, una dependencia combativa. Las bacterias fijan el nitrógeno, las plantas fijan el carbono, los animales comen plantas y se comen entre sí; la descomposición bacteriana lo altera todo. El círculo se cierra. Cada cual atrae lo que puede y es atraído a su vez.

“En el Planeta de Saybrook, cada uno de los organismos tiene su lugar, lo mismo que cada célula en nuestro cuerpo. Las bacterias y las plantas producen comida, de cuyo exceso se alimentan los animales, suministrando a la vez dióxido de carbono y desechos nitrogenados. No se produce más de lo necesario. El esquema de la vida es alterado inteligentemente para adaptarlo al ámbito local. Ningún grupo de formas de vida se multiplica más de lo necesario, así como las células del cuerpo dejan de multiplicarse cuando hay suficientes para un propósito dado. Cuando no dejan de multiplicarse lo llamamos cáncer. Y eso es la vida en la Tierra, toda nuestra organización orgánica en comparación con la del Planeta de Saybrook: un gran cáncer. Cada especie y cada individuo hacen lo posible para desarrollarse a expensas de las otras especies o los otros individuos”.

–Habla usted como si aprobara el Planeta de Saybrook.

–En cierto modo lo apruebo. Tiene sentido como actividad vital. Entiendo la perspectiva que tienen de nosotros. Supongamos que una de las células de nuestro cuerpo pudiera ser consciente de la eficiencia del cuerpo humano en comparación con la de la célula misma y que comprendiera que esto sólo es resultado de la unión de muchas células en un todo superior. Y supongamos que fuera consciente de la existencia de células no dependientes, con vida propia. Tendría un fuerte deseo de imponer una organización a la pobre criatura. Sentiría pena por ella y tal vez actuara como un misionero. Es muy posible que esas criaturas (o esa criatura, pues el singular parece ser más adecuado) sientan eso.

–Y por eso ocasionaron alumbramientos vírgenes, ¿eh? Tengo que andarme con cuidado en este tema. Ya sabe, las normas.

–No hay nada obsceno en ello, Drake. Hace siglos que logramos que los huevos de erizos de mar, las abejas, las ranas y otros se desarrollaran sin fertilización masculina. A veces bastaba con el pinchazo de una aguja o con la mera inmersión en la solución salina adecuada. La criatura del Planeta de Saybrook puede causar la fertilización mediante el uso controlado de energía radiante. Por eso, una barrera energética adecuada la detiene; interferencia, como ve, o intromisión.

“Puede lograr más que estimular la división y el desarrollo de un huevo no fertilizado. Puede imprimir sus propias características en sus nucleoproteínas, de modo que la prole nace con esas manchas de pelambre verde, las cuales, actúan como órgano sensorial y medio de comunicación del planeta. La prole no está constituida por individuos, sino que se integra a la criatura del Planeta de Saybrook. Esta criatura, pues, puede inseminar cualquier especie, ya sea vegetal, animal o microscópica”.

–Vaya potencia –murmuró Drake.

–Omnipotencia. Potencia universal. Cualquier fragmento de la criatura es omnipotente. Con tiempo suficiente, una sola bacteria del Planeta de Saybrook puede convertir la Tierra entera en un organismo único. Tenemos pruebas experimentales de ello.

–¿Sabe una cosa, doctor? –dijo inesperadamente Drake–. Creo que soy millonario. ¿Puede guardar su secreto? –Weiss asintió en silencio, asombrado–. Tengo un recuerdo del Planeta de Saybrook –añadió sonriendo–. Es sólo un guijarro, pero después de la publicidad que recibirá ese planeta, además de lo de la cuarentena, el guijarro será todo lo que un ser humano podrá ver de él. ¿Por cuánto cree que podré venderlo?

Weiss lo miró fijamente.

–¿Un guijarro? –Le arrebató el objeto, que era ovoide, duro y gris–. No debió hacer eso, Drake. Va contra las normas.

–Lo sé. Por eso he preguntado que si podía guardar el secreto. Si usted pudiera darme una nota firmada de autentificación… ¿Qué pasa, doctor?

En vez de responder, Weiss sólo pudo balbucear algo y señalar con el dedo el guijarro. Drake se acercó y lo miró. Era igual que antes… Excepto que la luz lo alumbraba desde un ángulo y mostraba dos pequeñas manchas verdes. Vistas de cerca, eran manchas de vello verde.

 

Se sentía turbado. Existía una atmósfera de peligro a bordo. Se sospechaba su presencia. ¿Cómo era posible? Aún no había hecho nada. ¿Habría subido a la nave otro de los fragmentos de casa y se habría mostrado menos cauto? Eso sería imposible sin que él lo supiera, y no había hallado nada, aunque examinó la nave intensamente.

Luego, la sospecha disminuyó, pero no murió del todo. Uno de los pensadores lúcidos seguía haciéndose preguntas y se aproximaba a la verdad.

¿Cuánto faltaba para el aterrizaje? ¿Un mundo entero de fragmentos de vida quedaría privado de totalidad? Se aferró a los trozos cortados del cable con el cual se mimetizaba, temiendo que lo descubrieran, temiendo por su misión altruista.

 

El doctor Weiss se había encerrado en su habitación. Ya estaban dentro del sistema solar y tres horas después aterrizarían. Tenía que pensar. Le quedaban tres horas para decidir.

El diabólico “guijarro” de Drake había formado parte de la vida organizada del Planeta de Saybrook, pero estaba muerto. Lo estaba ya cuando él lo vio por primera vez y, en todo caso, no pudo sobrevivir cuando lo arrojaron al motor hiperatómico y lo convirtieron en un estallido de calor puro. Y los cultivos bacterianos seguían teniendo un aspecto normal cuando los examinó angustiado.

No era eso lo que preocupaba a Weiss.

Drake había recogido el “guijarro” durante las últimas horas de permanencia en el Planeta de Saybrook, después del fallo en la barrera. ¿Y si el fallo hubiera sido el resultado de una lenta, pero implacable presión mental por parte de la criatura de ese planeta? ¿Y si partes de la criatura hubieran estado esperando para invadir cuando cayese la barrera? Si el “guijarro” no fue lo suficientemente rápido y se desplazó sólo después del restablecimiento de la barrera, ésa sería la causa de que hubiese muerto. Se habría quedado allí, y Drake entonces lo vio y lo recogió.

Se trataba de un “guijarro”, no de una forma natural de vida. Pero ¿eso significaba que no era una especie de forma de vida? Podía ser un producto deliberado del único organismo del planeta; una criatura deliberadamente diseñada para que pareciera un guijarro, de aspecto inofensivo e inocente. Camuflaje, en otras palabras; un camuflaje astuto y sobrecogedoramente eficaz.

¿Alguna otra criatura camuflada habría logrado atravesar la barrera antes de que la restablecieran, como una forma adecuada y extraída de la mente de los humanos de la nave por el organismo telépata del planeta? ¿Podría tener la inocua apariencia de un pisapapeles? ¿Uno de los clavos ornamentales y con cabeza de bronce de la anticuada silla del capitán? ¿Y cómo lo localizarían? ¿Podrían investigar cada palmo de la nave en busca de esas manchas verdes; y también los microbios?

¿Y por qué el camuflaje? ¿Se proponía pasar inadvertido durante algún tiempo? ¿Por qué? ¿Para aguardar hasta que aterrizaran en la Tierra?

Una infección después del aterrizaje no se podría remediar haciendo estallar la nave. Las bacterias de la Tierra, el moho, la levadura y los protozoos serían los primeros. Al cabo de un año habría un sinfín de neonatos no humanos.

Weiss cerró los ojos y se dijo que no sería tan malo, después de todo. No habría más enfermedades, pues ninguna bacteria se multiplicaría a expensas de su organismo huésped, sino que se contentaría con una parte de lo disponible. No habría ya exceso de población; las muchedumbres de humanos disminuirían para adaptarse al suministro de alimentos. No habría guerras, crímenes ni codicia.

Pero tampoco habría individualidad.

La humanidad hallaría la seguridad transformándose en engranaje de una máquina biológica. Un hombre sería hermano de un germen o de una célula hepática.

Se puso de pie. Debía ir a hablar con el capitán Loring. Enviarían el informe y harían estallar la nave, igual que hizo Saybrook.

Se sentó de nuevo. Saybrook contó con pruebas, mientras que él sólo tenía las conjeturas de una mente aterrorizada, trastornada por dos manchas verdes en un guijarro. ¿Podría matar a los doscientos hombres de a bordo por una leve sospecha?

Tenía que pensar.

 

Estaba tenso. ¿Por qué tenía que seguir esperando? Si al menos pudiera dar la bienvenida a los que se encontraban a bordo… ¡Pero ya!

Una parte más fría y racional de sí mismo lo disuadió. Los pequeños que proliferaban en la oscuridad delatarían su cambio en quince minutos, y los pensadores-lúcidos los tenían bajo observación continua. Incluso a un kilómetro de la superficie del planeta sería demasiado pronto, pues aún podrían destruir la nave en el espacio.

Sería mejor esperar a que estuvieran abiertas las cámaras de presión, a que el aire del planeta penetrara con millones de fragmentos de vida minúsculos. Sería mejor, sí, acogerlos a todos ellos en la hermandad de la vida unificada y dejar que echaran a volar para difundir el mensaje.

¡Entonces se lograría! ¡Otro mundo organizado y completo!

Se mantuvo a la espera. Los motores vibraban sordamente en su potente esfuerzo por controlar el descenso de la nave; la sacudida del contacto con la superficie del planeta y luego…

Conectó la recepción, para captar el júbilo de los pensadores-lúcidos, y les respondió con sus propios pensamientos jubilosos. Pronto podrían recibir tan bien como él. Tal vez no esos fragmentos en particular, pero sí los fragmentos que nacerían de quienes fueran aptos para la continuación de la vida.

Las cámaras de presión estaban a punto de abrirse…

Y todo pensamiento cesó.

 

Demonios, algo anda mal, pensó Jerry Thorn.

–Lo lamento –le dijo al capitán Loring–. Parece haber un fallo energético. Las cámaras no se abren.

–¿Estás seguro, Thorn? Las luces están encendidas.

–Sí, señor. Lo estamos investigando.

Se alejó y se reunió con Roger Oldenn ante la caja de conexiones de la cámara de presión.

–¿Qué pasa?

–Déjame en paz, ¿quieres? –Oldenn tenía las manos ocupadas–. ¡Por amor de Dios, hay un corte de quince centímetros en el cable de veinte amperios!

–¿Qué? ¡Imposible!

Oldenn levantó los cables, cuyos filosos bordes estaban limpiamente cortados.

El doctor Weiss se reunió con ellos. Estaba ojeroso y su aliento apestaba a coñac.

–¿Qué pasa? –preguntó, con un temblor en la voz.

Se lo dijeron. En el fondo del compartimiento, en un rincón, estaba el trozo que faltaba.

Weiss se agachó. Había un fragmento negro en el suelo. Lo tocó con el dedo y se disolvió, dejándole una mancha de hollín en la yema. Se la frotó distraídamente.

Tal vez algo había reemplazado el trozo de cable que faltaba; algo que estaba vivo y que tenía de cable únicamente su aspecto, pero algo que podía calentarse, morir y carbonizarse en una fracción de segundo en cuanto se cerró el circuito eléctrico que controlaba la cámara de presión.

–¿Cómo están las bacterias? –preguntó.

Un miembro de la tripulación fue a comprobarlo y regresó.

–Todo normal, doctor.

Entre tanto, colocaron un empalme en el cable; abrieron las compuertas y el doctor Weiss salió al mundo de vida anárquica que era la Tierra.

–Anarquía –dijo con una risotada–. Y así se mantendrá.

 

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