Rubem Fonseca
Llegué a la casa cargando la carpeta llena de papeles, relatorios, estudios,
investigaciones, propuestas, contratos. Mi mujer, jugando solitario en la cama,
un vaso de whisky en el velador, dijo, sin sacar lo ojos de las cartas, estás con
un aire de cansado. Los sonidos de la casa: mi hija en el dormitorio de ella practicando
impostación de la voz, la música cuadrafónica del dormitorio de mi hijo. ¿No vas
a soltar ese maletín? Preguntó mi mujer, sácate esa ropa, bebe un whisky, necesitas
relajarte.
Fui a la biblioteca, el lugar de la casa donde me gustaba
estar aislado y como siempre no hice nada. Abrí el volumen de pesquisas sobre la
mesa, no veía las letras ni los números, yo apenas esperaba. Tú no paras de trabajar,
apuesto que tus socios no trabajan ni la mitad y ganan la misma cosa, entró mi mujer
en la sala con un vaso en la mano, ¿ya puedo mandar a servir la comida?
La empleada servía a la francesa, mis hijos habían crecido,
mi mujer y yo estábamos gordos. Es aquel vino que te gusta, ella hace un chasquido
con placer. Mi hijo me pidió dinero cuando estábamos en el cafecito, mi hija me
pidió dinero en la hora del licor. Mi mujer no pidió nada, nosotros teníamos una
cuenta bancaria conjunta.
¿Vamos a dar una vuelta en el auto? Invité. Yo sabía
que ella no iba, era la hora de la teleserie. No sé qué gracia tiene pasear en auto
todas las noches, también ese auto costó una fortuna, tiene que ser usado, yo soy
la que se apega menos a los bienes materiales, respondió mi mujer.
Los autos de los niños bloqueaban la puerta del garaje,
impidiendo que yo sacara mi auto. Saqué el auto de los dos, los dejé en la calle,
saqué el mío y lo dejé en la calle, puse los dos carros nuevamente en el garaje,
cerré la puerta, todas esas maniobras me dejaron levemente irritado, pero al ver
los parachoques salientes de mi auto, el refuerzo especial doble de acero cromado,
sentí que el corazón batía rápido de euforia. Metí la llave en la ignición, era
un motor poderoso que generaba su fuerza en silencio, escondido en el capó aerodinámico.
Salí, como siempre sin saber para dónde ir, tenía que ser una calle desierta, en
esta ciudad que tiene más gente que moscas. En la Avenida Brasil, allí no podía
ser, mucho movimiento. Llegué a una calle mal iluminada, llena de árboles oscuros,
el lugar ideal. ¿Hombre o mujer?, realmente no había gran diferencia, pero no aparecía
nadie en condiciones, comencé a quedar un poco tenso, eso siempre sucedía, hasta
me gustaba, el alivio era mayor. Entonces vi a la mujer, podía ser ella, aunque
una mujer fuese menos emocionante, por ser más fácil. Ella caminaba apresuradamente,
llevando un bulto de papel ordinario, cosas de la panadería o de la verdulería,
estaba de falda y blusa, andaba rápido, había árboles en la acera, de veinte en
veinte metros, un interesante problema que exigía una dosis de pericia. Apagué las
luces del auto y aceleré. Ella sólo se dio cuenta que yo iba encima de ella cuando
escuchó el sonido del caucho de los neumáticos pegando en la cuneta. Di en la mujer
arriba de las rodillas, bien al medio de las dos piernas, un poco más sobre la izquierda,
un golpe perfecto, escuché el ruido del impacto partiendo los dos huesazos, desvié
rápido a la izquierda, un golpe perfecto, pasé como un cohete cerca de un árbol
y me deslicé con los neumáticos cantando, de vuelta al asfalto. Motor bueno, el
mío, iba de cero a cien kilómetros en once segundos. Incluso pude ver el cuerpo
todo descoyuntado de la mujer que había ido a parar, rojizo, encima de un muro,
de esos bajitos de casa de suburbio.
Examiné el auto en el garaje. Pasé orgullosamente la
mano suavemente por el guardabarros, los parachoques sin marca. Pocas personas,
en el mundo entero, igualaban mi habilidad en el uso de esas máquinas.
La familia estaba viendo la televisión. ¿Ya dio su paseíto,
ahora estás más tranquilo?, preguntó mi mujer, acostada en el sofá, mirando fijamente
el video. Voy a dormir, buenas noches para todos, respondí, mañana voy a tener un
día horrible en la compañía.
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