Leonid Andréiev
I
Otro leproso
y yo nos arrastramos con precaución hasta el píe del muro y miramos a lo alto. Desde
el sitio donde estábamos no se distinguía su cresta. Se elevaba recto y liso, y
parecía partir al cielo en dos. Y la mitad de cielo que había de nuestro lado era
de un negro de tempestad que se hacía azul oscuro hacia el horizonte, al punto que
no se podía ver dónde acababa la tierra sombría y comenzaba el cielo. Ahogada entre
la tierra y el cielo, la noche siniestra jadeaba con penosos gemidos sordos, y a
cada suspiro expulsaba de su seno una arena incandescente que punzaba y abrasaba
nuestras llagas.
–Probemos
a escalarlo–me dijo el leproso. Y su voz era tan repugnante y gangosa como la mía.
Me presentó la espalda y trepé a ella; pero el muro era lo mismo de alto. De igual
modo que partía el cielo, el muro partía también la tierra; se alzaba igual que
una serpiente bien comida; caía en el precipicio; se elevaba sobre la montaña, y
su cabeza y su cola se escondían tras el horizonte.
–¡Bien!¡Vamos
a derribarlo! –propuso el leproso.
–
¡Derribémoslo! –afirmé yo.
Chocamos
el pecho contra el muro y el muro se coloreó de sangre de nuestras heridas, pero
permaneció sordo e inmóvil. Entonces caímos en la desesperación.
–¡Mátennos!
¡ Mátennos! –gemimos, y continuamos arrastrándonos; pero todos los ojos se apartaban
de nosotros con asco y no vimos más que estremecimientos de una profunda repulsión.
Así
llegamos basta el hombre hambriento. Estaba sentado, apoyado contra una piedra,
y parecía que el mismo granito sentía dolorosamente el contacto de sus omóplatos
salientes. Estaba en absoluto desprovisto de carne y sus huesos se entrechocaban
a cada movimiento. Su piel seca se resquebrajaba, su mandíbula inferior pendía y
del oscuro agujero de su boca salía una voz refrenada:
–Tengo
hambre.
Esto
nos hizo reír, y continuamos arrastrándonos más presurosos, hasta dar con cuatro
hombres que danzaban. Se aproximaban unos a otros, se alejaban, se abrazaban mutuamente,
giraban sobre sí mismos. Sus rostros eran pálidos, huraños y sin una sonrisa. Uno
de ellos se puso a lloriquear porque estaba fatigado de su danza sin fin, y pidió
descansar; pero otro lo enlazó silenciosamente y volvieron a comenzar la danza;
de nuevo se aproximaron y se alejaron, y a cada paso una nueva lágrima caía de las
cavidades de sus ojos.
–Yo
quiero danzar –dijo mi camarada con voz gangosa. Yo lo arrastré más lejos.
Y
de nuevo el muro se elevaba ante nosotros. Muy cerca había dos hombres en cuclillas.
Uno golpeaba a intervalos el muro con la frente, perdía el conocimiento y caía,
mientras el otro lo miraba con gravedad, le tocaba la cabeza con la mano, y cuando
su compañero recobraba los sentidos le decía:
–¡Más!
¡Más! Ya queda poco.
El
leproso se echó a reír.
–Son
unos imbéciles –dijo, hinchando jovialmente las mejillas–. Son unos imbéciles. Creen
que se ve la luz abajo, al otro lado del muro. Pero allí hay la misma obscuridad
que aquí donde nosotros estamos. Allí los leprosos se arrastran también y gritan
con voz suplicante: “¡Mátennos!”
–¿Y
el viejo? –pregunté yo.
–¿El
viejo? –replicó el leproso–. Es una vieja bestia ciega que no entiende de nada.
¿Quién ha visto el hoyo que ha hecho en el muro? ¿Lo has visto tú? Y yo, ¿lo he
visto?
Me
enfadé y golpeé con furor a mi camarada en las ampollas de que estaba cubierta su
cabeza. Le dije:
–¿Y
por qué has trepado tú?
Se
echó a llorar. Lloramos los dos, y nos arrastramos más lejos, gritando:
–¡Mátennos!
¡Mátennos!
Pero
los rostros se apartaban de nosotros y nadie nos quería matar. No obstante, ellos
mataban gente hermosa y fuerte; pero a nosotros tenían miedo de tocarnos. ¿Qué seres
tan viles!
II
Para nosotros
no existía el tiempo. No había ni ayer, ni hoy, ni mañana. La noche no nos abandonaba
nunca, nos trasponía por detrás de las montañas, para volver densa, tranquila y
negra. ¡Por eso era tan penosa, tan jadeante y desapacible! Era cruel y malévola.
A veces le era insoportable escuchar nuestros gemidos y nuestras lamentaciones,
ver nuestras llagas, nuestra miseria, nuestra perversidad, y entonces hervía un
furor de huracán en sus profundidades tenebrosas. Rugía como una fiera cautiva cuyo
espíritu se enturbia, y guiñaba ferozmente sus ojos horribles llenos de fuego, iluminando
los negros abismos sin fondo, el sombrío muro orgullosamente erecto y las masas
de gente lamentable que temblaba.
Nosotros
nos apretábamos contra el muro como contra el pecho de un amigo en demanda de socorro.
Pero él siempre, siempre, era nuestro enemigo. Y la noche se indignaba de nuestra
falta de coraje y de nuestra cobardía. Se ponía a reír amenazadora, sacudiendo su
vientre gris manchado, mientras que las viejas montañas calvas acompañaban con su
eco aquella risa satánica. Irónicamente el muro le respondía con voz resonante y
burlona, y dejaba caer sobre nosotros piedras que nos magullaban la cabeza y nos
desgarraban el cuerpo. Así se divertía esa gente mientras hablaba entre ella. El
viento silbaba una melodía salvaje, y nosotros, la faz contra el suelo, oíamos con
terror moverse algo enorme en las profundidades de la tierra, que rugía sordamente
pidiendo la libertad. Nosotros entonces volvíamos a suplicar:
–¡Mátennos!
Pero
a fuerza de morir cada segundo nos habíamos hecho inmortales como los dioses.
El
impulso de loca cólera y de alegría había pasado; la noche lloraba lágrimas de arrepentimiento
y suspiraba dolorosamente como una enferma, escupiendo sobre nosotros arena húmeda.
Nosotros la perdonábamos con alegría, nos burlábamos de ella, tan débil, tan agotada,
y gozábamos como niños. Los lamentos de los hambrientos nos parecían dulces canciones,
y veíamos con envidia a los cuatro hombres que se aproximaban unos a otros, se alejaban
y giraban con ligereza en una danza sin fin.
También
yo, leproso, encontré un instante compañera. Fue muy divertido. Yo la besaba y ella
reía. ¡Sus pequeños dientes eran muy blancos, muy blancos, y sus mejillas muy rosadas,
muy rosadas! ¡Qué regocijante era aquello!
No
sé cómo ocurrió; pero los dientes que reían comenzaron a castañetear, los besos
se convirtieron en mordiscos y, con un aullido en el que subsistía aún un resto
de alegría, comenzamos a devorarnos mutuamente. Y ella, sin esperar nada, golpeaba
sobre mi débil cabeza enferma, y con sus pequeñas uñas cavaba en mi pecho, buscando
mi corazón.
¡Ella
me golpeaba, me golpeaba, a mí, al enfermo, al leproso, al desgraciado miserable!
Era más terrible que la cólera de la noche y que la risa cruel del muro. Y yo, el
leproso, lloraba y temblaba de miedo y, a hurtadillas, para que nadie pudiera verme,
besé el innoble pie del muro, suplicándole que me dejara pasar, a mí solo, al otro
mundo, donde no hay locos ni gente que se mata una a otra. Pero el vil muro no me
dejó pasar, y yo entonces le escupí y lo golpeé con los puños, gritando:
–¡Miren
este asesino, se burla de nosotros!
Pero
mi voz gangoseaba y mi aliento hedía, y nadie quiso escuchar al leproso.
III
Y de nuevo nos
arrastramos el otro leproso y yo; de nuevo oímos ruido en torno nuestro; los cuatro
danzantes giraban silenciosamente, sacudiendo el polvo de sus vestidos y lamiendo
sus heridas sangrantes. Pero nosotros estábamos fatigados, nos sentíamos doloridos
y nos abrumaba el fardo de la vida. Se sentó mi compañero, y golpeando la tierra
con la mano, dijo rápidamente:
–¡Mátennos!
¡Mátennos!
Nos
levantamos bruscamente y nos lanzamos entre la multitud; pero se abrió ante nosotros
y no vimos más que espaldas. Y saludamos a las espaldas gritando:
–¡Mátennos!
Mas
las espaldas estaban inmóviles y sordas como un segundo muro. Era horrible no ver
rostros humanos, sino solamente espaldas inmóviles y sordas.
Mi
compañero me abandonó.
Había
visto un rostro, un rostro humano semejante al suyo, horrible y cubierto de llagas.
Era el rostro de una mujer. Él se puso a sonreír y a girar a su alrededor alargando
el cuello y exhalando un olor fétido. Y ella, ella sonreía también con su boca descarnada
y besaba sus ojos sin pestañas.
Se
casaron, y durante un momento se dirigieron hacia ellos todas las miradas, mientras
que una risa ancha y ruidosa sacudía a todos los espectadores; ¡qué ridículos eran
aquel hombre y aquella mujer acariciándose mutuamente! Yo también reía, yo, el leproso,
porque es ridículo casarse cuando se es tan feo y se está tan enfermo.
–¡Imbécil!
–le dije sarcásticamente–. ¿Qué vas a hacer con ella?
El
leproso, sonriente, me respondió:
–Comerciaremos
con las piedras que caen del muro.
–¿Y
sus hijos?
–A
nuestros hijos los mataremos.
–¡Qué
absurdo es traer hijos al mundo para matarlos!
¡Y
además ella lo engatusó con sus ojos falaces!
IV
Había terminado
su trabajo el que se golpeaba la frente contra el muro, y el otro que lo ayudaba,
y cuando me aproximé a ellos vi al primero ahorcado de una argolla y todavía caliente,
mientras su compañero canturreaba una canción alegre.
–Ve
y lleva la noticia al hambriento –le ordené. Y, dócil, fue, canturreando continuamente.
Después vi al hambriento alejarse de su piedra. Vacilando, titubeando, empujando
a todo el mundo con sus codos puntiagudos, venía hacia el muro, donde se balanceaba
el ahorcado; castañeteaba los dientes y reía, alegremente, como un niño. Tan sólo
un pedazo del pie; no quería nada más. Pero era demasiado tarde. Otros más vigorosos
lo habían adelantado. Atropellándose unos a otros, mordiéndose, arañándose, rodeaban
el cadáver del colgado y roían los pies vorazmente. El hambriento había quedado
atrás; en cuclillas, veía comer a sus rivales, lamiéndose los dedos con su lengua
seca. Un gemido continuado salía de su gran boca vacía.
–¡Tengo
hambre!
¡Qué
ridículo era! ¡Aquel hombre había sido muerto para el hambriento, y el hambriento
no había obtenido ni el trozo más pequeño de su cuerpo!
Yo
reía, y el otro leproso también, y su mujer abría y cerraba cómicamente sus ojos
astutos: no podía guiñar los párpados porque no tenía pestañas.
Y
el hambriento gemía cada vez más fuerte, más furiosamente:
–¡Tengo
hambre!
El
estertor se apagó en su voz, que se elevó en un sonido neto y metálico, claro y
agudo; golpeó contra el muro, rebotó y voló sobre los precipicios sombríos, más
allá de las cimas de las montañas grises. En seguida, todos los que se hallaban
junto al muro se pusieron a aullar como en las saturnales. Y como estaban ávidos
y hambrientos, parecía que la tierra abrasada se lamentaba también con dolores insoportables,
abriendo desmesuradamente su bocaza de piedra. Como una selva de árboles secos,
inclinados hacia el mismo sitio por el huracán, las manos huesudas y suplicantes
se tendían hacia el muro, y había tal desesperación en aquel gesto, que las piernas
temblaban y las nubes tristes y azules huían cobardemente. Pero el muro permanecía
allí, alto e inmóvil, y repercutía con indiferencia los aullidos que, semejantes
a hojas de acero, rebanaban y hendían el aire espeso y nauseabundo. Todos los ojos
se volvieron entonces hacia el muro, que lanzaba rayos de fuego. Aguardaban, creyendo
que el muro iba a derrumbarse y a descubrir un mundo nuevo. En la ceguera de la
fe veían ya vacilar las piedras, mientras que una sacudida hacía ondular desde la
cabeza a la cola de la serpiente de piedra engrosada de sangre y de cerebro humano.
Acaso eran las lágrimas lo que temblaba en nuestros ojos, pero creíamos que era
el muro, y nuestro rito se hizo aún más penetrante. La cólera y la alegría de la
victoria próxima resonaban.
V
He aquí lo que
ocurrió entonces. Una vieja seca, de mejillas pendientes, cuyos cabellos, como matorrales,
semejaban la crin de un viejo lobo hambriento, se subió sobre una piedra. Sus vestidos
desgarrados le dejaban al descubierto los hombros amarillentos y huesudos, y sus
senos, agotados por la maternidad, vacíos de haber dado la vida a muchos seres.
Extendió la mano hacia el muro, y todas las miradas cayeron sobre ella. En su voz
había tanto dolor que el gemido desesperado del hambriento se detuvo, avergonzado.
–¡Devuélveme
a mi hijo! –suplicó la mujer.
Y
todos nos callamos con una sonrisa amarga, esperando lo que el muro respondería.
En una mancha grisácea y sanguinolenta se dibujaba sobre el muro el cerebro de aquel
que la mujer llamaba su “hijo”. Aguardábamos con impaciencia lo que respondería
el infame asesino. Tal calma reinaba que oíamos el roce de las nubes que se movían
sobre nuestras cabezas. Y la misma noche negra ahogaba sus sollozos en su pecho,
y, con un silbido ligero, escupía la arena menuda y ardiente que roía nuestras llagas.
De nuevo se elevó la voz trágica y dura, que reclamaba:
–¡Inhumano,
devuélveme mi hijo!
Nuestra
sonrisa era cada vez más amenazadora y más amarga. Pero el infame muro callaba.
Entonces un bello anciano de rasgos severos, se destacó de la multitud silenciosa
y se puso junto a la mujer.
–¡Devuélveme
mi hijo! –dijo él.
Era
atroz y regocijante a la vez. Mi espalda se crispaba de frío, todos mis músculos
se contraían bajo la acción de una fuerza poderosa y desconocida, y mi compañero
me empujaba con el puño y castañeteaba los dientes, mientras que su aliento infecto,
en una gran oleada silbante, salía de su boca podrida.
Otro
hombre se destacó de la multitud y gritó:
–¡Devuélveme
mi hermano!
Y
otro se aproximó, diciendo:
–¡Devuélveme
mi hijo!
Y
he aquí que hombres y mujeres, jóvenes y viejos, salían de la multitud, extendían
las manos y un conjuro implacable, inhumanamente, resonaba:
–¡Devuélveme
mi hijo!
Entonces
yo, el leproso, me sentí lleno de fuerza y de valor, avancé y grité en voz alta
y amenazadora:
–¡Asesino,
devuélveme a mí mismo!
Pero
él callaba. Artero, ignominioso, fingía no oír nada. Una risa malévola sacudía mis
mejillas martirizadas y un furor insensato hinchaba nuestros corazones oprimidos.
Pero él seguía callando insensible y estúpido. Entonces la mujer agitó colérica
sus largas manos amarillas y secas, y lanzó este anatema:
–¡Maldito
seas tú, que has matado a mi hijo!
El
bello anciano de rasgos severos repitió:
–¡Maldito
seas!
Y
en toda la tierra millones de voces respondieron con un gemido prolongado:
–¡Maldito
seas! ¡Maldito seas!
VI
La noche negra
suspiró profundamente, y como el mar, que coge la tormenta para lanzarla contra
las rocas en toda su enormidad aullante y pesada, todo el mundo visible se estremeció.
Millares de pechos tensos y furiosos fueron a chocar contra el muro. Hasta muy alto,
hasta las nubes, que se movían pesadamente, saltó una espuma ensangrentada enrojeciéndolos;
se hicieron ígneas y horribles, y proyectaron un resplandor rojo, hacia donde algo
pequeño, negro, feroz… pero monstruosamente numeroso, existía, rugía, hacía ruido.
Con un lamento que helaba el corazón y lleno de un dolor indecible se retiró ese
algo, y el muro permaneció allí inmutable y silencioso.
Pero
en su silencio no había nada de tímido ni de vergonzoso; la mirada de sus ojos informes
era sombría, amenazadora y soberbia como la de un rey; dejaba resbalar de lo alto
de sus hombros, como un manto purpúreo, la sangre que corría rápidamente e iba a
perderse entre los cadáveres desfigurados.
De
nuevo la oleada poderosa de cuerpos se puso a mugir, y golpeó el muro con toda su
fuerza. Después se retiró para recomenzar aún muchas, muchas veces, hasta que la
venció la fatiga con un sueño semejante a la muerte. Y yo, el leproso, estaba al
pie mismo del muro, y veía que el rey orgulloso comenzaba a vacilar, y que el terror
de la caída corría convulsivamente sobre las piedras.
–¡Se
cae! –grité– ¡Hermanos, se cae!
–Te
engañas, leproso –me respondieron.
Y
me puse a suplicar.
–¡Poco
importa que permanezca alzado! Cada cadáver, ¿no es un escalón para llegar a la
cima? Nosotros somos muchos y nuestra vida es vulgar. Colmemos la tierra de cadáveres.
Sobre estos cadáveres arrojaremos otros, y así llegaremos a lo alto. Y si no queda
más que un solo hombre, este hombre verá el mundo nuevo.
Miré
en tomo mío lleno de una alegre esperanza, pero no vi más que espaldas indiferentes
y grasientas. Continuando su danza infinita, los cuatro hombres giraban, aproximándose,
alejándose los unos de los otros. La noche negra escupía, como una enferma, la arena
húmeda, y el muro se alzaba como una masa invencible.
–¡Hermanos!
–suplicaba– ¡Hermanos!
Pero
mi voz era gangosa, mi aliento nauseabundo y nadie quería escucharme a mí, al leproso.
–¡Desgracia!…
¡Desgracia!… ¡Desgracia!…
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