César Vallejo
A eso de las dos de la mañana despertó el administrador en un sobresalto.
Tocó el botón de la luz y alumbró. Al consultar su reloj de bolsillo, se dio cuenta
de que era todavía muy temprano para levantarse. Apagó y trató de dormirse de nuevo.
Hasta las tres y media podía dar un buen sueño. Su mujer parecía estar sumida en
un sueño profundo. El administrador ignoraba que ella le había sentido y que, en
ese momento, estaba también despierta. Sin embargo, los dos permanecían en silencio,
el uno junto al otro, en medio de la completa oscuridad del dormitorio.
Pero pasados unos minutos, no le volvía el sueño al
administrador, y su mujer, sin saber por qué, tampoco podía ya dormir, siguiendo
con el oído los movimientos que, de cuando en cuando, hacía su marido en la cama
y hasta el ritmo de su respiración y el parpadeo de sus ojos. Hacía dos años que
eran casados. Una hijita de tres meses dormía en su cuna, en la habitación contigua,
a cargo de una nodriza. El administrador casó con Eva, no porque la quisiera, sino
por conveniencia, pues esta tenía un lejano parentesco con don Julio, patrón de
la hacienda. El administrador hizo, en efecto, un buen negocio: apenas se casaron,
el patrón lo había ascendido de simple mayordomo de campo, con 60 soles de sueldo
y una simple ración de carne y arroz, a administrador general de la hacienda, con
150 soles mensuales y tres raciones diarias. De otro lado, aun cuando el parentesco
en cuestión no contaba mucho a los ojos del patrón –hombre duro, vanidoso y avaro–
con el matrimonio cambió en parte el tratamiento que le daba a su ex-mayordomo de
campo. Tenía para él una sonrisa, por lo menos, a la semana. Solía también a veces
dar a sus instrucciones, delante de los obreros y los otros empleados, repentinas
entonaciones de deferencia. Una vez al mes, les estaba acordado al administrador
y a su mujer, ir de visita a la casa-hacienda y comer en la mesa de los parientes
pobres del patrón. Por último, el 28 de julio de cada año, día de la fiesta nacional,
recibía el cajero orden de dar al administrador un sueldo gratis. Mas la dádiva
mayor no había sido todavía recibida, aunque ya estaba prometida.
El día en que nació la hija del administrador, la mujer
del patrón le dijo a su marido, a la hora de cenar:
–¿Sabes una cosa?
El patrón, cuyo despotismo y frialdad no exceptuaba
ni a su mujer, movió negativamente la cabeza.
–Eva ha dado a luz esta mañana –añadió la patrona– y
la criatura es mujercita.
–¡Zonza! –argumentó el patrón en tono de burla–. No
sabe hacé hico. ¿Po qué no hacé uno muchacho hombre?
El patrón hablaba pronunciando las palabras como chino
que ignorase el español. ¿Por qué tan singular costumbre? ¿Lo hacía acaso porque,
en realidad, no pudiese articular bien el español? No. Lo hacía por hábito de soberbia
y de dominio. Cuando la hacienda estuvo aún en manos de su padre –un inmigrante
italiano, que se hizo rico en el Perú, vendiendo ultramarinos al por menor– la mayor
parte de los obreros del campo eran chinos. Estos culíes eran tratados entonces
como esclavos. El padre del actual patrón y cualquiera de sus capataces o empleados
superiores podían azotar, dar de palos o matar de un tiro de revólver a un culí,
por quítame allí esas pajas. Así, pues, el actual patrón creció servido por chinos
y obedeciendo a un raro fenómeno de persistente relación entre el lenguaje usado
por aquel entonces en el trato con los culíes y la condición de esclavos en que
don Julio se había acostumbrado a ver a los obreros y, de modo general, a cuantos
le eran económicamente inferiores, se hizo hábito oír al patrón hablar en un español
chinesco a todos los habitantes de su hacienda. Nada importaba que ahora no se tratase
ya de culíes sino de indígenas de la sierra del Perú. Su lenguaje resultaba, por
eso, de un ridículo no exento de una aureola feudal y sanguinaria.
Don Julio, aquella noche del nacimiento de la hija del
administrador, había llamado a este a su escritorio después de cenar, y le dijo
severamente:
–Tú tene ahora una hica. Por qué tú no hacé uno muchacho.
¡Tú ée zonzo!
El administrador de pie y en actitud humilde, se puso
colorado de emoción, al sentirse honrado, con el hecho de que el patrón se interesase
así por la vida de los suyos. Una mezcla de orgullo y de pudor le estremeció ante
las palabras protectoras del patrón y no supo qué contestar. Sonrió penosamente
y bajó la frente. El patrón añadió, entonces, paternalmente:
–Anda tú hacé uno hico muchacho, uno hico macho. Si
tú hacé un chico home, yo date legalo di mil soles.
–Después dio don Julio unos largos pasos con sus enormes
piernas de gigante y salió del escritorio, sin dejarle tiempo al administrador para
darle las gracias por tamaña promesa.
Desde entonces, el administrador vivía con la constante
preocupación de engendrar un hijo hombre. Formulada la promesa por el patrón, se
apresuró a comunicarla inmediatamente a su mujer, la cual, en su gran inconsciencia,
vecina de un impudor casi cínico, recibió la noticia con saltos de alegría y entusiasmo.
Ambos cónyuges empezaron a soñar día y noche en aquel alumbramiento de un hijo hombre,
que les traería los diez mil soles prometidos… día y noche. Esta perspectiva surgía
ante ellos principalmente cada vez que se veían en apuros de dinero y en cuantas
ocasiones hablaban de proyectos de futuro bienestar. Necesitaban vestirse mejor
que los Quesada. Necesitaban comprar muebles nuevos para la casa de Chiclayo. Además,
convendría hacer un paseíto a Lima. ¿Por qué solamente los Herrera y los Ulercado
tenían derecho a ir a pasear a Lima todos los años?
–Mira, Arturo –decía Eva, en un delirio de ilusión a
su marido–, si llegamos a tener el chico este año, podríamos pasar la temporada
de verano en Miraflores. ¡Oh, qué maravilla sería eso! ¡Cómo se morirían de envidia
todas mis amigas!
En un transporte de entusiasmo, Eva echaba los brazos
al cuello del administrador y acotaba, poniéndose seria:
–Pero creo que don Julio lo hace tal vez para que trabajes
mejor y cumplas debidamente con los deberes de tu puesto. ¿Crees tú que está contento
con tu trabajo?
–Ya lo creo que sí. Está contentísimo. De otra manera,
no me habría prometido el regalo. El otro día, le hice ganar de nuevo a la hacienda
un montón de dinero.
–¿Cómo, Arturito mío? ¿Cómo lo hiciste?
–La semana pasada, un equipo de braceros de la Contrata
Puga trabajó seis días en un destajo de corte de caña. Yo lo sabía perfectamente.
El caporal había también registrado en la planilla esas tareas. Pero el sábado por
la tarde, pasé, como quien no hace la cosa, por la caja a la hora del pago de las
planillas semanales. Miré al azar las planillas sobre la mesa y al encontrarme con
la de los cañeros, hice como que me sorprendía de verla. Llamé al caporal y le pregunté
por qué se iba a pagar a esa gente un trabajo que yo ignoraba y que, sobre todo,
yo no había ordenado que se hiciese. Se hicieron los esclarecimientos del caso y
acabé diciendo que no se pagasen esos salarios, puesto que se trataba de un trabajo
que yo no había ordenado. Y así se hizo. Total: unos cientos de soles ahorrados
para la hacienda.
Eva se quedó pensativa y preguntó vacilante:
–Pero ¿y los obreros no cobraron su trabajo?
–Naturalmente que no. Si, precisamente, de eso es de
lo que se trataba.
–Pero… ¡Pobrecitos! ¿Y el contratista tampoco les pagaría?
–¿Pagarles el contratista, dices? –exclamó el administrador
con sarcasmo–. Bueno será Puga para desembolsar un dinero que él no ha recibido…
Eva quedó entonces con su marido en que el regalo prometido
por el patrón no tenía nada que ver con los servicios del administrador, sino que
era una cosa completamente desinteresada y generosa.
***
Y esta noche, en que el administrador ya no podía conciliar el sueño, vino
a su mente de súbito la idea del regalo prometido por don Julio. Si el administrador
lograba engendrar un hijo macho, sería una cosa formidable. Pero ¿cómo lograrlo?
Más de una vez se habían hecho él y su mujer esta interrogación. ¿Cómo engendrar
un hijo hombre? Los dos pensaban que la cosa consistía en alimentarse bien. Otras
veces creían que era cuestión de técnica y, en las horas de escepticismo, pensaban,
siguiendo su experiencia, que eran estos designios de la suerte y que no había nada
que hacer. La pareja pasaba noches ardidas de esfuerzo y ansiedad. Había ocasiones
en que Eva, después de un espasmo heroico y calculado, como un teorema de raíz cúbica,
se sumía en un silencio abstracto para luego exclamar de pronto, besando sudorosa
a su marido:
–¡Ya! ¡Yo creo que ya! ¡Siento que ahora sí, que ya!
Lo siento. ¡Lo siento claramente!
–No –respondía Arturo, exhausto y desalentado–. Yo he
sentido que no. Esto es una broma.
Otras veces era el administrador quien solía exclamar
en el instante preciso de su goce:
–¡Ya!… ¡Ya!… ¡Ya!… ¡Ya!…
Eva, por el contrario, se mostraba escéptica, aunque
no se atreviese a desalentar a su marido y, más bien, le respondía con jadeante
y débil voz:
–Sí… Probablemente… Probablemente…
El administrador, al recordar esta noche de insomnio,
todas estas escenas y luchas por los diez mil soles prometidos por don Julio, se
puso de mal humor. Se dio una vuelta brusca en la cama y lanzó un bufido de cólera.
¡Habrase visto cosa más imbécil! No poder engendrar un hijo macho. ¡Era el colmo
de la mala suerte!
Eva oyó el bufido rabioso de su marido y de golpe comprendió
en qué estaba pensando Arturo. Meditó un momento y fingió despertar solamente en
ese instante, acercando a ciegas sus carnes desnudas y cálidas al cuerpo de su marido.
Después le echó el brazo sobre el hombro y siguió agitándose y rozándose con él.
Por su parte, Arturo se dio a reflexionar en la necesidad de ser tenaz en su propósito
y de no abandonar por ningún motivo la empresa de los diez mil soles. Unos minutos
después, tomó, a su turno, por la cintura a su mujer y se besaron sin pronunciar
palabras. Pero, esta vez, la empresa abortó completamente, pues siete meses más
tarde, Eva daba a luz una mujercita.
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