Silvina Ocampo
–Voy a hacer tu retrato –yo le decía.
–¿Cuándo? –me preguntaba.
–Mañana o pasado –yo le respondía.
No la olvidaré nunca. Tenía los ojos muy separados y
se parecía mucho a la Sibila de Cumas, de Miguel Ángel. Sobre la mesa de luz tenía
un retrato. Me dijo que era de su novio. Era tan buen mozo que cualquiera se hubiera
enamorado de él.
–Otras chicas de mi edad estuvieron de novias con varios
muchachos antes de decidirse por uno. Yo, no. Es la primera vez.
–¿La primera vez que te enamoraste?
–La primera vez –contestó.
Sus ojos brillaban como los espejos, cuando se limpian
con alcohol de quemar.
–Cuando era chica –me dijo– enfermé gravemente. Viví
en las montañas. Estaba paralítica. Para sanarme me metieron en un río helado, me
dieron caldo de culebra y después, al ver que nada me curaba, mis padres llamaron
a un curandero. Vino a casa a caballo, desde muy lejos. Dijo que yo tenía que comer
tres pulgas de su caballo. Cuando supo que me habían bañado en un río helado y que
había tomado caldo de culebra le dio lástima y dijo que él se comería las pulgas.
Era lo mismo. Comió las tres pulgas ya preparadas en el hueco de su mano y a las
pocas horas mejoré.
–Voy a hacer tu retrato y tan parecido como una fotografía
–le dije.
–¿Cuándo? –me preguntó.
–Mañana o pasado –respondí.
Durante el verano Sibila trepaba a los árboles más altos
para echar abajo los nidos y romper los huevos; sabía cortar el pasto con la guadaña;
cuando acomodaba un cuarto, ponía todos los muebles juntos; todos los adornos de
una mesa, juntos o adentro de los cajones. No comprendía el caprichoso gusto que
la gente tenía en dispersarlos desordenadamente. No distinguía una fotografía de
un cuadro. No comprendía la perspectiva. Creía que las sirenas existían porque figuraban
en los diccionarios. Reía de los defectos de los hombres: remedaba a los rengos
o a los tuertos o a las caras de las personas que sufrían.
–Voy a hacer tu retrato.
–¿Cuándo?
–Mañana mismo.
Jamás pensé que iba a morir tan joven, pero murió.
Al pie del ataúd, cuando llegué a verla aquel día de
su entierro, un hombre todo de negro, con cara de sacristán, lloraba.
–Es el novio –me dijeron sus parientas avergonzadas.
Lo saludé. Era un hombre feo, de rasgos mezquinos, enlutado.
–Soy casado –me dijo–. No quisiera comprometer a la
chica.
Si usted pudiera devolverme las cartas que yo le he
escrito, se lo agradecería.
Le prometí hacer lo que me pedía, pero no encontré en
el cuarto de Sibila ninguna carta; sólo encontré la fotografía que había visto sobre
su mesa de luz, cada vez que la visitaba. Saqué la fotografía del marco para ver
si en el reverso llevaba un nombre. Decía: “A Sibila, tu sobrino Armando”. Guardé
la fotografía en mi bolsillo y al salir del cuarto tropecé con el mismo Armando,
a quien devolví la fotografía.
–¿Usted estaba de novio con Sibila?
–No. ¿Quién le dijo eso?
–Ella –le respondí.
–La mataría –me dijo–. Soy el sobrino y nada más.
–Está muerta –protesté.
–Ya sé. ¿Pero qué derecho tiene de mentir?
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