Isaac Asimov
Si las estrellas aparecieran una noche en mil años, ¿cómo
creería y adoraría el hombre, y preservaría por muchas generaciones el recuerdo
de la ciudad de Dios? EMERSON
Aton 77, director de la Universidad de Saro, alargó el labio
inferior con actitud desafiante y contempló furioso al joven periodista.
Theremon
762 no lo tomó en cuenta. En los primeros días, cuando su columna era sólo una
loca idea que pululaba en la cabeza de un cachorro de reportero, había acabado
por especializarse en entrevistas “imposibles”. Le había costado magulladuras,
ojos morados y huesos rotos; pero, en cambio, le había proporcionado buenas
reservas de frialdad y discreción.
De
modo que hizo caso omiso de cuanta gesticulación prodigara el otro y esperó
pacientemente que cosas peores llegaran. Los astrónomos eran bichos raros y si
lo que Aton había llevado a cabo en los últimos dos meses significaba algo,
entonces se trataba del bicho más raro del montón.
Aton
77 encontró una voz apropiada y la hizo fluir con la rebuscada, cuidadosa y
pedante fraseología (puntal de su fama, entre otras cosas) que nunca
abandonaba.
–Señor
–dijo–, manifiesta usted una flema insufrible viniéndome con tan impúdica
proposición.
El
fornido telefotógrafo del Observatorio, Beenay 25, se pasó la punta de la
lengua por sus labios resecos e intervino.
–Ahora,
señor, después de todo…
El
director se volvió hacia él y arqueó una blanca ceja.
–No
interfiera, Beenay. Ya he hecho bastante trayendo este hombre aquí; creo en sus
buenas intenciones, pero no toleraré la menor insubordinación.
Theremon
decidió que había llegado la hora de abrir la boca.
–Director
Aton, si me permitiera comenzar lo que quiero decirle, creo que…
–Pues
yo no creo, joven –replicó Aton–, que nada de cuanto pueda decir servirá para
mitigar lo que ha ido apareciendo en los dos últimos meses en su columna
impresa. Ha llevado usted a cabo una tenaz campaña periodística contra los
esfuerzos que yo y mis colegas hemos desplegado para preparar al mundo contra
la amenaza que, desgraciadamente, se ha vuelto imposible impedir. Se ha
cubierto usted de gloria dirigiendo ataques personales contra la investigación
y el personal de este Observatorio con el solo objeto de cubrirnos de ridículo.
Cogió
de una mesa un ejemplar del Chronicle de Saro y lo desplegó furiosamente
ante Theremon.
–Hasta
una persona de su muy conocida impudicia habría dudado antes de venirme con una
propuesta que esa misma persona ha estado utilizando como material de gaceta en
una columna de periódico.
Aton
arrojó el periódico al suelo, se dirigió a la ventana y se quedó allí con las
manos unidas en la espalda.
–Puede
retirarse –dijo por encima de su hombro. Elevó la mirada y contempló la
ubicación de Gamma, el más brillante de los seis soles del planeta.
Amarillento, declinaba ya su curso sobre la línea del horizonte, y Aton sabía
que nunca más volvería a verlo con ojos tranquilos.
Entonces
se volvió.
–No,
aguarde, venga aquí –gesticuló perentoriamente–. Le proporcionaré lo que desea.
El
periodista no había hecho, empero, el menor gesto que indicara su retirada, y
ahora se aproximó lentamente al anciano. Aton señaló al exterior.
–De
los seis soles, sólo Beta quedará en el cielo. ¿Puede verlo?
La
pregunta era más bien innecesaria. Beta estaba casi en su cenit, con su rojiza
luz derivando hacia el naranja, como los brillantes rayos del poniente Gamma.
Beta estaba en el afelio. Era pequeño; menor incluso que otras veces en que lo
viera Theremon; y por el momento era el indiscutido rey del firmamento de
Lagash.
Alfa,
el sol de Lagash propiamente dicho, alrededor del cual trazaba su órbita,
estaba en los antípodas respecto de sus dos distantes congéneres. El rojo y
enano Beta –compañero inmediato de Alfa– estaba solo, cruelmente solo…
La
alzada cara de Aton brillaba con rojizo resplandor bajo los rayos solares.
–Dentro
de cuatro horas –dijo–, la civilización, tal cual la conocemos, llegará a su
fin. Y será así porque, como usted ve, Beta es el único sol en el cielo. –Sonrió
con dureza–. ¡Escriba eso! No habrá nadie que pueda leerlo.
–¿Y
si transcurren cuatro horas, y luego otras cuatro, y nada ocurre? –preguntó
Theremon en voz baja.
–No
se preocupe por esas menudencias. Lo que ha de ser, será.
–¡Garantícelo!
Y, repito: ¿si nada ocurriera?
En
una ráfaga de segundo llegó la voz de Beenay 25.
–Señor,
creo que debe usted escucharlo.
–Sométalo
a votación, director Aton –dijo Theremon.
Hubo
una ligera agitación entre los cinco miembros restantes de la plantilla del
Observatorio, que hasta el momento habían mantenido una actitud neutral.
–Eso
–dijo Aton engreído– no será necesario. –Sacó su reloj de bolsillo–. Desde que
su gentil amigo Beenay comenzó a insistir urgentemente en que yo debía
escucharlo a usted, han transcurrido cinco minutos. Prosiga.
–¡Perfecto!
¿Qué diferencia habría para su reputación si usted se dignara permitirme que yo
fuera testigo presencial de lo que haya de suceder? Pues si su predicción es
cierta, mi presencia no constituiría molestia alguna, ya que, en ese caso, mi
columna jamás sería escrita. Y, por otro lado, si nada ocurre, como usted no
esperará sino el ridículo o algo peor, tomaría una sabia medida si dejara
previamente el ridículo a cargo de los amigos.
–Cuando
dice amigos, ¿se refiere a personas como usted? –preguntó Aton.
–Por
supuesto –replicó Theremon, tomando asiento y cruzando las piernas–. Mi columna
acaso haya llegado a ser un tanto grosera, pero al menos posee la virtud de
introducir una sana duda en la gente. Después de todo, no estamos en el siglo
de los Apocalipsis. Como usted sabe, la gente ya no cree en el Libro de las
Revelaciones y le fastidia mucho que los científicos vuelvan una y otra vez a
machacarnos con que, a fin de cuentas, los Cultistas son los que tienen razón.
–Se
equivoca usted, joven –se lanzó Aton–. Aunque los grandes planes que todavía
subsisten han tenido su origen en el Culto, nuestros resultados están
completamente expurgados de cualquier misticismo que derive de él. Los hechos
son los hechos y la, llamémosle, mitología del Culto está respaldada por unos
cuantos. Así lo hemos explicado al pueblo para desvelar de una vez el misterio.
Le aseguro que el Culto tiene mayores motivos que ustedes para odiarnos.
–No
siento ningún odio hacia usted. Simplemente, intento decirle que el público
está hasta las narices. Irritado, ¿entiende?
–Pues
que siga irritado –dijo Aton, ladeando la boca con burla.
–Como
quiera, pero, ¿qué ocurrirá mañana?
–¡No
habrá ningún mañana!
–En
caso de que lo haya. Digamos que ese mañana se reduce a lo justo para ver lo
que haya de ocurrir. Esa irritación puede convertirse en algo serio. Las cosas
se han precipitado en los dos últimos meses. Los inversores afirman no creer
que se aproxime el fin del mundo, pero por si las moscas se encierran en sus
casas con su dinero. La opinión pública no cree en usted, fíjese, y sin embargo
lleva trastornada su vida desde hace meses y aún lo estará otros tantos… hasta
estar segura.
“De
manera que usted puede darse cuenta de dónde está el meollo. Tan pronto acabe
todo, lo interesante será saber qué ocurrirá con usted. Pues afirman que de
ningún modo van a permitir que un cantamañanas, con perdón, cito textualmente,
les altere la prosperidad nacional con profecías, máxime cuando la profecía
incluye al planeta entero. El panorama es bastante negro, señor.
–Muy
bien –dijo Aton mirando al columnista–, ¿y qué propone usted para remediar esas
consecuencias?
–Algo
muy sencillo –contestó el otro–: hacerme cargo de la publicidad del asunto.
Manejar las cosas de manera que sólo aflore el lado ridículo. Lo que va a ser
un tanto difícil porque he contribuido personalmente, debo admitirlo, a
indisponerlo ante esa turba de idiotas ofuscados, pero si consigo que la gente sólo
se ría de usted, le aseguro que olvidará al cabo su ira. A cambio usted me
concederá la historia en exclusiva.
–Señor,
nosotros pensamos que el periodista está en lo cierto –intervino Beenay–. Estos
dos últimos meses hemos estado considerando las posibilidades de error en
nuestra teoría y nuestros cálculos y, en efecto, existe al menos una
posibilidad en alguna parte. Pues no debemos descartar esa posibilidad, así sea
entre un millón, señor.
Hubo
un murmullo de aprobación entre los hombres agrupados alrededor de la mesa, y
la expresión de la cara de Aton se aproximó a la del que mastica algo amargo y
no puede escupirlo.
–Permanezca
aquí si ése es su deseo. Se cuidará, sin embargo, de no estorbarnos mientras
cumplimos con nuestras obligaciones. Usted recordará en todo momento que yo
estoy a cargo de todas las actividades aquí y, olvidándonos de las opiniones
otrora expresadas por usted en su columna, esperaré mayor cooperación y sobre
todo mayor respeto…
Sus
manos se anudaron de nuevo en su espalda y una mueca de determinación se dibujó
en sus facciones mientras hablaba. Hubiera continuado más tiempo de no ser
porque resonó entonces una nueva voz.
–¡Hola,
hola, hola! –Era una voz de alto tono que surgía de entre las rollizas mejillas
del sonriente recién llegado–. ¿Qué es esta atmósfera tan tétrica? Espero que
los ánimos no hayan decaído del todo.
–¿Qué
diantre está haciendo aquí, Sheerin? –preguntó displicente el sorprendido Aton–.
Debería estar en el Refugio.
Sheerin
sonrió y dejó caer su voluminoso cuerpo sobre una silla.
–¡Que
reviente el Refugio! El lugar me aburre. Prefiero estar aquí, donde se mascan
las grandes cosas. ¿Acaso supone usted que no tengo mi pizca de curiosidad?
Quiero ver esas Estrellas de las que siempre han hablado los Cultistas. –Se
frotó las manos y añadió en tono más sereno–: Hace frío fuera. El viento le
congela la nariz a uno. A la distancia que está Beta no parece proporcionar el
menor calor.
–¿Por
qué ha cometido esta negligencia, Sheerin? –exclamó Aton con exasperación–.
Aquí no tiene nada útil que hacer.
–Y
allá tampoco tengo nada útil que hacer –replicó Sheerin mostrando las palmas de
las manos con cómica resignación–. Un psicólogo gasta más que gana en el
Refugio. Allí se necesitan hombres fuertes y de acción, y mujeres saludables
que puedan criar niños. Pero, ¿yo? Tendrían que quitarme cien libras para ser
un hombre de acción y no tendría mucho éxito si probara a criar un niño. ¿Por
qué, pues, voy a molestarlos con una boca más que alimentar? Me siento mejor
aquí.
–¿Qué
es eso del Refugio, señor? –preguntó Theremon.
Sheerin
pareció ver al columnista por vez primera. Hinchó sus amplios carrillos al
tiempo que los distendía.
–Y
usted, pelirrojo, ¿quién es en este valle de lágrimas?
Aton
apretó los labios y luego murmuró hoscamente:
–Es
Theremon 762, el periodista. Supongo que habrá oído hablar de él.
Se
estrecharon la mano.
–Y,
naturalmente –dijo Theremon–, usted es Sheerin 501 de la Universidad de Saro.
He oído hablar de usted.
Entonces
repitió:
–¿Qué
es eso del Refugio, señor?
–Verá
–explicó Sheerin–, nos las arreglamos para convencer a unas cuantas personas de
que teníamos razón en nuestra… nuestra profecía, de manera que tomaron las
medidas oportunas. Se trata mayoritariamente de familiares del personal del
Observatorio de la Universidad de Saro, y unos cuantos ajenos. En conjunto,
suman unos trescientos, aunque las tres cuartas partes son mujeres y niños.
–Entiendo.
Intentan esconderse donde las Tinieblas, y las… las Estrellas no puedan
alcanzarlos y donde resistir cuando el mundo se convierta en un caos.
–Es
una hipótesis. No será nada fácil. Con toda la humanidad enferma, las grandes
ciudades ardiendo, y lo que no podemos ni imaginar, las condiciones de
supervivencia se reducirán al mínimo. Con ese objeto hay alimentos, agua,
protección y armas en el Refugio…
–Y
algo más –intervino Aton–. También nuestros Informes, excepto los que recogen
estos últimos momentos. Esas fichas lo serán todo para el siguiente ciclo y eso
es lo que debe sobrevivir. El resto puede irse al diablo.
Theremon
suspiró largamente y se mantuvo un rato inmóvil en la silla. Los hombres en
torno a la mesa habían sacado un tablero de multiajedrez y contemplaban una
partida a seis. Los movimientos eran realizados con rapidez y en silencio.
Todas las miradas parecían concentrarse profundamente en el tablero. Theremon
los miró con curiosidad capciosa y luego se levantó para acercarse a Aton, que
se mantenía aparte en sigilosa conversación con Sheerin.
–Escuchen
–dijo–, vayamos a algún sitio donde no molestemos a los demás. Quiero hacer
algunas preguntas.
El
anciano astrónomo lo miró cejijunto, pero Sheerin gorjeó alegremente:
–Cómo
no. Me hará mucho bien poder hablar. Siempre me consuela. Aton estaba
exponiéndome sus ideas sobre la reacción del mundo en caso de que fallara
nuestra predicción, y coincido con usted. Leo su columna con bastante
regularidad, por cierto, y debo decirle que me agrada su punto de vista.
–Por
favor, Sheerin –gruñó Aton.
–¿Eh?
Vaya, está bien. Iremos a la sala de al lado. En cualquier caso hay sillas más
cómodas.
Las
sillas eran más blandas en la habitación de al lado. Había rojas cortinas en
las ventanas y una alfombra marrón cubría el suelo. Con el mortecino y rojizo
reflejo de Beta, la impresión general le helaba la sangre a uno.
–Vaya
–se quejó Theremon–, no sé lo que daría por una decente ración de luz blanca,
aunque fuera sólo durante un segundo. Me gustaría que Gamma o Delta estuvieran
en el cielo.
–¿Qué
es lo que quería preguntar? –inquirió Aton–. Recuerde, por favor, que nuestro
tiempo es limitado. En poco más de hora y cuarto comenzarán a ocurrir
anomalías; después… ya no habrá tiempo para hablar.
–Bien,
empecemos. –Theremon se acomodó en un sillón y cruzó sus manos sobre el pecho–.
Su gente se lo toma tan en serio que estoy comenzando a creerle a usted.
¿Podría usted explicarme con claridad en qué consiste el fenómeno?
Aton
estalló.
–¿Pretende
decir que ha estado todo este tiempo cubriéndonos de ridículo sin saber lo que
hemos estado diciendo?
–No
se ponga furioso –dijo Theremon–. No es tan malo como usted dice. Sí he captado
una idea general sobre lo que ustedes han intentado explicar al ciudadano
medio: que el mundo se verá cubierto de Tinieblas dentro de escasas horas y que
la humanidad se volverá loca. Lo que yo quiero saber es la parte científica del
asunto.
–No
lo haga, no lo haga –estalló Sheerin–. Si se lo pregunta a Aton, empezará a
remitirle a libros y más libros, le traerá enciclopedias y monografías,
tratados, diagramas y toda la pesca. Se lo explicará de cabo a rabo. Por el
contrario, si me lo pregunta a mí se lo expondré en el más profano de los
lenguajes.
–De
acuerdo; se lo pregunto a usted.
–Entonces,
tomaré antes un trago. –Sheerin se quedó mirando a Aton.
–¿Agua?
–gruñó Aton.
–¡No
sea bobo!
–No
sea bobo usted. Nada de alcohol ahora. Sería demasiado cómodo emborrachar a mis
hombres en estos momentos. No puedo permitirles caer en la tentación.
El
psicólogo gruñó para sus adentros. Se volvió hacia Theremon, lo atravesó con la
mirada y comenzó.
–Usted
sabrá, supongo, que la historia de la civilización de Lagash presenta un
carácter cíclico, ¿comprende?, cíclico.
–Lo
sé –comentó Theremon con cautela–; sé, al menos, que ésa es la teoría
arqueológica. Pero, ¿ha sido demostrada?
–Más
o menos. En este último siglo se ha visto confirmada. El carácter cíclico es
(mejor dicho: era) uno de los grandes misterios. Ha habido otras civilizaciones
antes de la nuestra, nueve en conjunto, y hay rastros de otras tantas.
Alcanzaron un nivel comparable al nuestro y todas, sin excepción, fueron
destruidas por el fuego al alcanzar la cúspide de su cultura.
“Y
nadie podría decir por qué. Todos los imperios fueron arrasados por el fuego
sin dejar tras sí la menor indicación de las causas”.
–¿Tuvieron
también una Edad de Piedra?
–Probablemente,
aunque nada conocemos de ese periodo, excepto que el hombre de esa edad era un
poco más inteligente que los monos. De modo que podemos olvidarlo.
–Entiendo.
Prosiga.
–Hubo
muchas explicaciones sobre las catástrofes reiteradas, a cada cual más
fantástica. Algunos dijeron que se debía a periódicas lluvias de fuego; otros,
que Lagash atravesaba un sol cada equis tiempo; y también los hubo que
propusieron hipótesis más descabelladas. Pero hay una completamente diferente
que ha sido transmitida y conservada a través de los siglos.
–Lo
sé. Se refiere usted a ese mito de las “Estrellas” que se encuentra en el Libro
de las Revelaciones de los Cultistas.
–¡Exactamente!
–exclamó Sheerin con satisfacción–. Los Cultistas dijeron que cada dos mil
cincuenta años Lagash penetra en una inmensa zona en la que todos los soles
desaparecen, sobreviniendo una total oscuridad en todo el mundo. Entonces, las
cosas llamadas Estrellas aparecen, despojan a los hombres de su razón y los
convierten en semejantes a brutos, de tal manera que los hombres destruyen la
civilización que ellos mismos construyeron. Naturalmente, los Cultistas
mezclaron todo esto con un montón de nociones místico-religiosas, pero la idea
central puede extraerse.
Hubo
una corta pausa en la que Sheerin lanzó, un profundo suspiro.
–Ahora,
pasaremos a la Teoría de la Gravitación Universal. –Lo dijo de tal manera que
incluso las mayúsculas tuvieron su sonido particular. Y, en aquel momento, Aton
se apartó de la ventana, bufó con ostentación y salió airadamente de la sala.
Los
otros dos se quedaron mirando su partida.
–¿Qué
pasa? –preguntó Theremon.
–Nada
de particular –repuso Sheerin–. Dos hombres tenían que haberse presentado hace
varias horas y aún no han aparecido. Es un caso que raya la restricción de
personal porque todos, excepto los realmente esenciales, están en el Refugio.
–¿Cree
usted que han desertado?
–¿Quiénes?
¿Faro y Yimot? Claro que no. Aunque no les convendría no aparecer cuando todo
esto empiece. –Se puso en pie de repente y parpadeó–. Por cierto, mientras Aton
se encuentra fuera…
Trotó
hacia la ventana más cercana, se agachó y de la caja inferior del enmarcado
sacó una botella de líquido rojo que brilló sugestivamente cuando la agitó.
–Espero
que Aton no sabrá nada de esto –puntualizó mientras volvía a su silla–. No hay
más que un vaso. Como invitado de la casa, tiene usted preferencia. Yo tomaré
de la botella. –Y escanció un leve y escaso chorrito con sumo cuidado.
Theremon
se irguió para protestar, pero Sheerin adoptó una actitud digna.
–Respete
a sus mayores, joven.
El
periodista se sentó con expresión de angustia en el rostro.
–Sigamos,
pues, viejo pícaro.
La
nuez de Adán del psicólogo se movió repetidas veces mientras mantenía la
botella levantada; luego, con un eructo de satisfacción, comenzó de nuevo.
–Bien,
¿qué sabe usted sobre la ley de la gravitación?
–Nada,
excepto que su desarrollo es muy reciente, todavía no lo bastante como para
decirse que esté totalmente fundamentada, y que su fórmula es tan difícil que
sólo una docena de hombres en Lagash pueden presumir de entenderla.
–¡Venga,
hombre! ¡Absurdo, ridículo! ¡Mentira infame! Puedo resumirle la fórmula en una
frase. La Ley de Gravitación Universal estipula que existe una fuerza de
atracción entre todos los cuerpos del universo, fuerza que, entre dos cuerpos
dados, es proporcional al producto de sus masas partido por el cuadrado de sus
distancias.
–¿Eso
es todo?
–¡Es
suficiente! Llevó cuatrocientos años desarrollarla.
–¿Cómo
tanto? Tal y como usted lo ha dicho parece bastante simple.
–Porque
las grandes leyes no surgen por inspiración divina, sino que hay que pensar e
investigar duramente para encontrarlas. Ordinariamente se obtienen tras el
trabajo colectivo de muchos siglos de actividad científica. Después que Genovi
41 descubrió que Lagash tenía un movimiento de traslación alrededor del sol
Alfa y no al contrario (y esto ocurrió hace cuatrocientos años), los astrónomos
se pusieron a trabajar sobre esta base. Los complejos movimientos de los seis
soles fueron registrados, analizados y confrontados. Hipótesis tras hipótesis,
las conclusiones primarias eran confrontadas con las secundarias, rectificadas,
comprobadas las rectificaciones y nuevamente arriesgadas las hipótesis. Fue un
trabajo infernal.
Theremon
agitó la cabeza y extendió su vaso para que fuera llenado de nuevo. Sheerin se
mantuvo incólume, pero luego sirvió unas cuantas gotas a regañadientes.
–Hace
veinte años –continuó– se descubrió que la Ley de Gravitación Universal daba
cuenta exacta de los movimientos orbitales de los seis soles. Y fue un gran
triunfo.
Sheerin
se puso en pie y se dirigió a la ventana, siempre con la botella en la mano.
–Y
aquí llegamos al quid de la cuestión. En la última década la eclíptica de
Lagash respecto de Alfa fue medida de acuerdo con la ley de gravitación y no
coincidió con la órbita que se observaba; ni siquiera cuando se incluyeron
todas las perturbaciones debidas a los otros soles. O la ley no servía o allí
había algún otro factor desconocido.
Theremon
se levantó y se reunió con Sheerin en la ventana, contemplando, más allá de las
vertientes cubiertas de bosque, las cúpulas de Saro City que reverberaban
sanguinolentamente recortadas contra el horizonte. El periodista sintió que la
tensión de lo incierto corroía sus entrañas mientras lanzaba una rápida ojeada
a Beta. Brillaba rojizo en su cenit, pero su tono era apagado y malévolo.
–Continúe,
señor –dijo suavemente.
–Con
los años, los astrónomos especularon con hipótesis cada vez más absurdas… hasta
que Aton tuvo la inspiración de buscar alguna fuente en el Culto. El jefe del
Culto, Sor 5, le dio acceso a ciertos datos que simplificaron considerablemente
el problema. Aton se puso a trabajar en esta nueva dirección.
“¿Podía
haber otro cuerpo planetario opaco como el de Lagash? Si así fuera brillaría
tan sólo reflejando la luz solar, y si estuviera formado por rocas azulencas,
como gran parte de Lagash, entonces, en medio del abismo rojo del cielo, la
constante luminosidad de los otros soles lo haría invisible… borrado por
completo”.
–¡Pero
eso es una idea desquiciada! –exclamó Theremon.
–¿Lo
cree así? Escuche esto: suponga que ese cuerpo orbita en torno a Lagash y que
cuenta con tal masa, órbita y distancia que su atracción coincida con la
desviación de la órbita de Lagash según la teoría. ¿Sabe lo que ocurriría?
El
periodista negó con la cabeza.
–Pues
que alguna que otra vez ese cuerpo se interpondría en el camino de algún sol –dijo
Sheerin y apuró lo que quedaba en la botella.
–Sí,
supongo que sí –convino Theremon.
–¡Naturalmente
que sí! Pero sólo un sol se encuentra en su plano de revolución. –Señaló con el
pulgar al diminuto sol que brillaba en lo alto–. ¡Beta! Y se sabe que el
eclipse ocurre sólo cuando la disposición de los soles es tal que Beta debe
encontrarse solo en su hemisferio y a la máxima distancia. El eclipse, contando
la luna siete veces el diámetro aparente de Beta, cubrirá todo Lagash durante
algo más de medio día, de manera que ninguna parte del planeta escapará a los
efectos. Ese eclipse tiene lugar una vez cada dos mil cincuenta y nueve años.
La
cara de Theremon se había convertido en una máscara inexpresiva.
–¿Ésa
es la historia?
–Ni
más ni menos –respondió el psicólogo–. El principio del eclipse comenzará
dentro de tres cuartos de hora. Primero el eclipse, luego la Tiniebla universal
y, quizás, esas misteriosas Estrellas… después la locura y el final del ciclo.
“Hemos
tenido –añadió tras un rato de meditación– dos meses para convencer a Lagash
del peligro, pero al parecer no ha sido tiempo suficiente. Ni dos siglos
hubieran bastado. Nuestros informes y archivos han sido escondidos en el
Refugio y dentro de poco fotografiaremos el eclipse. El próximo ciclo conocerá
así la verdad y la humanidad estará preparada para el eclipse siguiente.
Conseguir eso es también parte de la historia que usted deseaba”.
Theremon
abrió la ventana y un ligero soplo de brisa agitó las cortinas. Se asomó al
exterior y el viento desordenó sus cabellos mientras permanecía absorto
contemplando el resplandor carmesí del sol. Entonces, como en un arrebato, se
volvió.
–¿Está
seguro de que las Tinieblas nos volverán locos? ¿A mí también?
Sheerin
sonrió en tanto acariciaba la vacía botella con movimiento inconsciente.
–¿Acaso
sabe usted lo que ocurrirá cuando sobrevengan las Tinieblas, jovencito?
El
periodista se quedó apoyado en la pared y reflexionó.
–No.
Realmente no puedo ni imaginármelo. Pero ya tengo noticia previa de su
existencia. Algo como… como… –gesticuló con las manos– como sin luz. Como una
caverna.
–¿Ha
estado usted alguna vez en una caverna?
–¿En
una caverna? ¡Claro que no!
–Lo
suponía. Yo lo intenté la semana pasada, solamente para ver qué tal se estaba
en la oscuridad. Pero tuve que salir de estampida. Tuve que detenerme cuando ya
perdía de vista la entrada y la iluminación se reducía a poder ver apenas la
silueta de las paredes. Pero lo que veía en el interior, más al fondo, era la
oscuridad completa, la nada. Nunca creí que una persona de mi peso pudiera
correr tanto. Ni jamás pensé que se apoderara de mi ser el vacío que aquel
lugar me produjo.
–Bueno,
si sólo se tratara de eso, imagino que no habría para tanto. Yo no hubiera
corrido de haber estado allí.
El
psicólogo se le quedó mirando con los ojos contraídos.
–Corre
usted mucho, joven. Lo desafío a que haga la prueba corriendo las cortinas.
–¿Para
qué? –exclamó Theremon con sorpresa–. Si tuviéramos cuatro o cinco soles
brillando en este momento, no dudo que deseáramos amortiguar un poco la luz.
Está bien así.
–He
ahí la cuestión. Corra la cortina, sólo eso; luego venga aquí y siéntese.
–Como
quiera. –Theremon cerró la ventana y tiró de la roja cortina, que se deslizó
hasta acaparar toda entrada de luz, dejando la sala en una penumbra teñida de
rojo crepuscular.
Los
pasos de Theremon resonaron huecamente en el silencio mientras caminaba hacia
la mesa. De pronto, se detuvo.
–No
puedo verlo, señor –murmuró.
–Siga
andando –ordenó Sheerin con voz extraña.
–Pero
es que no puedo verlo, señor –El periodista comenzó a respirar agitadamente–.
No puedo ver nada.
–¿Y
qué otra cosa esperaba? –dijo la voz sin visible procedencia– ¡Siga y siéntese!
Los
pasos volvieron a sonar, vacilantes, aproximándose lentamente. Luego, se
escuchó el ruido de un cuerpo que caía sobre un sillón. La voz de Theremon se
deslizó débilmente:
–Ya
estoy aquí. Me siento… muy… perfectamente.
–¿Le
gusta?
–No…
nada. Es más bien horrible. Las paredes parecen… –Se detuvo–. Parece como si se
estuvieran acercando. Espero de un momento a otro que se ciernan sobre mí y yo
tenga que verme obligado a empujarlas. Pero… ¡no me he vuelto loco! De hecho,
creo que no es tanto como esperaba.
–Perfecto.
Vuelva a correr las cortinas.
Hubo
un ruido de pasos precipitados, la silueta del cuerpo de Theremon destacándose
contra la cortina. Luego, el alivio de las cortinas deslizándose, provocando un
leve pero feliz chirrido de anillas resbalando sobre rieles. La roja luz inundó
la sala y Theremon miró fijamente al sol mientras lanzaba un gemido de alegría.
Sheerin
se inclinó hacia adelante, esgrimió su índice y dijo:
–Fíjese
que ha sido sólo una habitación a oscuras.
–Pero
pudimos aguantar –dijo Theremon satisfecho.
–Sí,
con una habitación a oscuras sí podríamos. Dígame, ¿estuvo por casualidad en la
Exposición Centenaria de Jonglor?
–No,
estaba demasiado lejos de donde me encontraba por entonces. Seis mil millas son
demasiadas incluso para una exposición.
–Pues
yo sí estuve. ¿Recuerda haber oído algo sobre el Túnel del Misterio, que, según
decían, superaba todas las marcas en el terreno de la diversión y el
entretenimiento?
–Sí,
durante los dos primeros meses. ¿Acaso no era tan divertido como dijeron?
–No
demasiado. El Túnel del Misterio era, efectivamente, un túnel de una milla de
longitud… sin luz. Uno se metía en un pequeño vehículo abierto y se recorría el
túnel entero, ¿me entiende?, la oscuridad plena en unos quince minutos. Fue muy
celebrado mientras duró.
–¿Celebrado?
–No
le quepa duda. El miedo suele fascinar. De ahí que se considere tan gracioso
que uno coja a otro por sorpresa gritando ¡Uh!, y sandeces por el estilo. De
ahí también que el Túnel del Misterio fuera tan popular. La gente salía
asustada, medio muerta de miedo, jadeando, pero alegre porque había pagado por
ello.
–Espere
un momento, creo que ahora recuerdo… Hubo muertos de verdad, literalmente
muertos por miedo. Y corrieron rumores de que iban a cerrar el Túnel a causa de
ello.
–¡Quite,
quite! –exclamó el Psicólogo–. Sí, hubo dos o tres muertos. Pero eso no fue
nada. Se indemnizó a los familiares y el Consejo de Jonglor City se las arregló
para que se olvidara el asunto. Después de todo, argumentaron, si los débiles
cardiacos quieren meterse en el túnel, es asunto suyo… por otra parte, no
volvió a suceder. Se tornaron medidas oportunas y en la entrada fueron
instalados servicios médicos a fin de someter a revisión física a todos los
parroquianos. Lo que son las cosas, eso hizo que el precio aumentara.
–¿Qué
pasó luego?
–Nada
de particular pero también algo muy particular. La gente salía del túnel sin
ningún cambio aparente, con la única excepción de que se negaba a entrar en los
otros edificios; ni palacios, casas, bloques de apartamentos, pensiones,
cabañas, chozas, o lo que fuere, ni en ningún otro edificio de la Exposición…
–¿Quiere
usted decir –preguntó Theremon, asombrado– que se negaban a abandonar el
espacio abierto?
–¿Dónde
dormían, entonces?
–En
los espacios abiertos.
–Debieron
haberlos forzado a entrar.
–Debieron,
debieron, usted lo ve muy fácil. Lo que no sabe es que a la menor alusión
prorrumpían en ataques de histeria que, en el mejor de los casos, acababa
llevándolos a romperse la cabeza contra una pared. Si uno era introducido en
cualquier lugar cerrado no podía ser abandonado a menos que le fuera
suministrada alguna dosis de tranquilizantes o una eficiente camisa de fuerza.
–Sin
duda debieron enloquecer.
–Fue
exactamente lo que ocurrió. Uno de cada diez que entraron en el túnel se volvió
majareta. Los psicólogos fueron llamados y nosotros hicimos lo único que
podíamos hacer: cerrar el túnel.
–¿Qué
pudo sentir esa gente? –preguntó Theremon.
–Ni
más ni menos que lo que usted sintió cuando creyó que las paredes lo estaban
ahogando en la oscuridad. Hay un término psicológico que describe el miedo a la
ausencia de luz. Nosotros lo llamamos claustrofobia por que la carencia de luz
siempre tiene lugar en espacios cerrados. ¿Comprende la similitud?
–¿Y
aquella gente del túnel?
–Se
trataba de personas cuya estructura mental no podía soportar el miedo a la
sensación de ahogo que produce la oscuridad. Quince minutos sin luz es tiempo
suficiente. Usted mismo acaba de experimentar algo que se parece al miedo en
los escasos dos minutos que ha mantenido la habitación a oscuras.
“Los
que enloquecieron en el túnel poseían lo que llamamos ‘fijación claustrofóbica’.
Su miedo latente a la oscuridad y a los lugares cerrados se encontraba,
digamos, en periodo de gestación, incubado, y la experiencia que pasaron lo
sacó a relucir. Este miedo entró en actividad y casi podemos asegurar que de
una manera permanente. He ahí lo que quince minutos de oscuridad pueden
conseguir.
Hubo
una larga pausa y la frente de Theremon se fue contrayendo lentamente hasta
formar un frunce.
–No
creo que sea así, no lo creo.
–Querrá
decir que no quiere usted creerlo –replicó Sheerin–. Usted tiene miedo de
creer. ¡Mire la ventana!
Theremon
obedeció y el psicólogo continuó sin interrumpirse.
–Imagínese
ahora las Tinieblas… por todas partes. Ninguna luz, nada de luz, ni el menor
punto luminoso. Las casas, los árboles, los campos, la tierra, el cielo… todo
se ha convertido en una mancha negra, vacía. Excepto las Estrellas que estarán
en lo alto, que ni siquiera sabemos cómo son. ¿Puede concebirlo?
–Sí,
creo que sí –murmuró Theremon sombríamente.
–¡Miente
usted! –golpeó la mesa con él puño violentamente–. ¡No puede concebirlo, no es
capaz de hacerlo! Su cerebro no puede forjar semejante panorama, como tampoco
puede forjar lo infinito ni lo eterno. Por eso se limita a intentarlo según las
especulaciones. Una fracción del pensamiento vive esa realidad mentalmente,
sufre sus consecuencias. Pero cuando lo objetivo tiene lugar, el cerebro humano
no puede abarcar lo que escapa a su comprensión. ¡Enloquecerá completa y
permanentemente! ¡Y no hay la menor opción!
“Y
un par de milenios –añadió tristemente– llenos esfuerzo se convertirán en
ceniza. Mañana no quedará una sola ciudad indemne en todo Lagash.
–No
tiene por qué ser así –replicó Theremon, recuperando parte de su equilibrio
mental–. Todavía no entiendo cómo voy a volverme loco por el simple hecho de no
ver un sol en el cielo… pero si ocurriera, si todos nos volviéramos locos
perdidos, ¿por qué vamos a destruir las ciudades? ¿Cómo podríamos hacerlo?
–Si
usted estuviera rodeado de oscuridad –dijo Sheerin con irritación–, ¿qué
desearía por, encima de todas las cosas? ¿Qué es lo que cada hombre desearía
instintivamente? La luz, maldita sea, ¡la luz!
–¿Y…?
–¿De
dónde obtendría entonces la luz?
–Lo
ignoro –dijo Theremon con ambigüedad.
–¿Qué
es lo único que proporciona luz, aparte del sol?
–¿Cómo
quiere que lo sepa?
Se
mantenían frente a frente con las caras a pocos centímetros de distancia.
–Condenado
papanatas, me deslumbra usted con su brillante inteligencia. ¿Nunca ha visto un
incendio forestal? ¿Nunca ha ido al campo y ha encendido fuego para cocinar?
Ese fuego sirve para algo más que quemar el combustible culinario o los árboles
del bosque. También proporciona luz, y eso lo sabe todo quisque. Y cuando venga
la oscuridad todos pedirán luz a gritos, y harán todo lo posible por
conseguirla.
–¿Quemarán
bosques, entonces?
–Quemarán
todo lo que encuentren delante. Sólo desearán luz y sentirán la necesidad de
quemar cualquier cosa. Los bosques no están al lado de uno, de modo que echarán
mano de lo más cercano. Obtendrán luz… ¡porque todos los núcleos habitados
estallarán en ingentes llamas!
Se
habían sostenido mutuamente la mirada como si lo que estuvieran discutiendo
fuera un asunto personal en el que mostrar fuerza y argumentos. Entonces
Theremon se quedó sin habla. Su respiración estaba todavía agitada cuando
advirtió el repentino griterío que venía de la sala contigua.
Cuando
Sheerin habló, dio la sensación de que se esforzaba por trascender lo que sus
palabras decían.
–Creo
que estoy oyendo la voz de Yimot. Sin duda él y Faro han regresado. Vayamos a
ver lo que ocurre con ellos.
–¡Debemos
saberlo! –Murmuró Theremon con esfuerzo. Se levantó lanzando un hondo suspiro
de alivio. La tensión se había roto.
La sala estaba alborotada por los miembros de la plantilla
del Observatorio, que rodeaban a dos jóvenes con las ropas desordenadas. Aton,
abriéndose paso a través del gentío, se encaró agriamente con los recién
llegados.
–¿Se
dan cuenta que falta menos de media hora para el comienzo del fin? ¿Dónde han estado?
Faro
24 se sentó y se restregó las manos. Sus mejillas aparecían enrojecidas por el
cambio de temperatura.
–Yimot
y yo acabamos de terminar un experimento ideado por nosotros mismos,
consistente en provocar una oscuridad artificial y una fingida aparición de las
Estrellas, a fin de proporcionar un anticipo sobre el cual la gente pudiera
juzgar lo que vendrá.
Hubo
un confuso murmullo entre el auditorio y una repentina expresión de curiosidad
apareció en la mirada de Aton.
–No
se nos había ocurrido esto antes –dijo–. ¿Cómo cayeron en ello?
–Bien
–repuso Faro–, la idea se nos ocurrió hace tiempo a Faro y a mí, y hemos estado
trabajándola en los ratos libres. Yimot sabía de una casa en la ciudad que una
vez fue un museo o algo parecido. El caso es que la compramos y…
–¿De
dónde sacaron el dinero? –interrumpió Aton con precipitación.
–De
la cuenta bancaria –saltó Yimot 70– Nos costó sólo dos mil créditos. –Y añadió
defensivamente–: Bueno, ¿qué pasa? Mañana, dos mil créditos serán sólo dos mil
pedazos de papel. Nada más.
–Claro
–asintió Faro–. La compramos y empezamos a pintarla de negro desde el techo
hasta el sótano, de manera que se pareciera a la oscuridad todo lo posible.
Luego hicimos en el techo diminutos agujeros, que luego teníamos que cubrir con
delgadas láminas metálicas por la parte del tejado de la casa. Las láminas
debían desplazarse simultáneamente por mediación de un interruptor. Esta parte
del trabajo no pudimos llevarla a cabo por nosotros mismos, así que tuvimos que
llamar a un carpintero, un electricista y algunos más… el dinero no tenía
importancia. La cuestión era que pudiéramos obtener un poco de luz a través de
aquellos agujeros en el techo, de modo que dieran el aspecto de un firmamento
estrellado.
Durante
la pausa que siguió ninguna respiración se atrevió a interrumpir el silencio.
Finalmente, dijo Aton:
–No
tenían derecho a hacerlo en privado.
–Lo
sé, señor –dijo Faro, contrito–, pero, francamente, Yimot y yo pensamos que el
experimento podía resultar peligroso. De tener éxito, esperábamos más o menos
volvernos medio locos… desde que Sheerin se ha dedicado a insistir sobre esa
cuestión. Así que deseábamos correr el riesgo nosotros solos. Naturalmente, si
al acabar seguíamos conservando la cordura lo hubiéramos desarrollado en gran
escala a fin de propiciar la inmunidad colectiva a sus efectos. Pero las cosas
no ocurrieron como esperábamos.
–¿Por
qué? ¿Qué pasó?
–Al
principio nos entrenamos permaneciendo con los ojos cerrados. La Oscuridad es
algo asfixiante que le hace sentir a uno que las paredes y el techo se le
vienen encima para aplastarlo. El caso es que nos metimos en la habitación y
activamos el conmutador. Las láminas metálicas se desplazaron y los agujeros
mostraron sus leves manchitas de luz…
–¿Y?
–Pues
eso… nada. Eso es lo triste del asunto. Que nada ocurrió. Se trataba solamente
de un techo agujereado que no parecía sino un techo agujereado. Lo intentamos
una y otra vez (de ahí que hayamos regresado tan tarde), pero sin obtener el
menor resultado.
Siguió
un profundo silencio de consternación, y todos los ojos se posaron en Sheerin,
que, sentado en la mayor inmovilidad, iba a abrir la boca.
Pero
Theremon fue el primero en hablar.
–Por
supuesto, Sheerin, usted sabía lo que resultaría de esa teoría de los agujeros
ideada por usted, ¿no es cierto? –Al hablar resaltaba las palabras.
Sheerin
alzó una mano.
–Un
momento, un momento. Déjenme pensar un poco. –Cruzó los dedos y luego, cuando
la expresión de su mirada reveló que ya nada había que le produjera sorpresa o
desconcierto, levantó la cabeza–. Evidentemente…
Pero
no pudo acabar. De algún lugar situado por encima de ellos vino un considerable
estrépito. Beenay, poniéndose en pie, se lanzó escaleras arriba.
–¡Qué
diantre! –exclamó mientras corría.
El
resto vino después.
Las
cosas ocurrieron con precipitación. Una vez en la cúpula, Beenay se quedó
mirando horrorizado las destrozadas placas fotográficas y al hombre que había
junto a ellas; entonces, se lanzó furiosamente contra el intruso, echándole las
manos al cuello. Hubo un violento forcejeo; entretanto, el resto de los hombres
del Observatorio fueron llegando. Antes de darse cuenta, el extraño tenía sobre
sí el peso de media docena de hombres terriblemente airados.
Entonces
apareció Aton, jadeando pesadamente.
–¡Pónganlo
en pie!
Hubo
un leve movimiento de resistencia, pero, finalmente, el extraño, con las ropas
desordenadas y la cabeza cubierta de magulladuras, fue levantado. Llevaba una
corta barba amarilla, según el afectado estilo de los Cultistas.
Beenay
no cedió la presa con que sujetaba al intruso.
–¿Por
qué lo has hecho? –le gritó salvajemente–. Esas placas…
–No
era lo que me interesaba –respondió el Cultista fríamente–. Fue una casualidad.
–Entiendo
–dijo Beenay, que no dejaba de mirarlo con fiereza–. Ibas tras las cámaras. El
tropiezo con las placas ha sido entonces una coincidencia afortunada para ti,
pues. Si has hecho algo a mi cámara o a cualquier otra… te juro que morirás
lentamente. Como hay Dios que así ha de ocurrir…
Aton
lo sujetó de una manga.
–¡Basta
ya! ¡Déjelo!
El
joven técnico vaciló y su brazo se resistió todavía unos segundos. Aton lo
apartó con un gesto y se encaró con el Cultista.
–Usted
es Latimer, ¿no?
El
Cultista se inclinó y señaló el símbolo que había sobre su cadera.
–Soy
Latimer 25, adjunto de tercera clase a Su Serenidad Sor 5.
–Y
usted –añadió Aton enarcando las blancas cejas– vino con Su Serenidad cuando él
me visitó la semana pasada, ¿me equivoco?
Latimer
se inclinó por segunda vez.
–Y
bien, ¿qué es lo que quiere?
–Nada
que usted vaya a darme voluntariamente –dijo Latimer.
–Lo
envía Sor 5, supongo… ¿o es algo suyo en particular?
–No
responderé a esa pregunta.
–¿Han
venido con usted otros visitantes?
–Tampoco
responderé a ésta.
Aton
se le quedó mirando largamente.
–Muy
bien, señor. Dígame ahora qué es lo que su maestro desea de mí. Basta ya de
coqueteos. Hace tiempo que pagué el favor.
Latimer
sonrió levemente, pero nada dijo.
–Le
solicité –continuó Aton agriamente– unos datos que sólo el Culto podía
suministrarme, y me fueron proporcionados. Gracias nuevamente, señor. A cambio,
prometí probar la verdad esencial del credo del Culto.
–No
hay necesidad de probarla –replicó orgullosamente el otro–. Está
suficientemente probada en el Libro de las Revelaciones.
–Sí
para cierta canalla. Pero no pretenda confundir mis conocimientos. Me ofrecí a
formular bases científicas de sus creencias. ¡Y lo hice!
Los
ojos del Cultista se encogieron con amargura.
–Sí,
usted lo hizo. Pero con la sutileza del zorro, pues al mismo tiempo que obtenía
una explicación de nuestras creencias, trastornó todo lo que se le puso por
delante. Usted convirtió la Oscuridad y las Estrellas en un fenómeno natural y
alteró su verdadero significado. Eso fue una blasfemia.
–Si
es así, la culpa no es mía. El hecho existe. ¿Qué puedo hacer sino constatarlo?
–Su
“hecho” no es más que un fraude y un engaño.
–¿Cómo
lo sabe usted? –exclamó Aton irritado.
–¡Lo
sé! –dijo el otro con entonación pletórica de fe y seguridad.
El
director cambió el color de su faz, Beenay susurró una amenaza. Aton le hizo
una señal para que callara.
–¿Qué
quiere Sor 5 de nosotros? Imagino que aún debe opinar que es peligroso para las
almas el que intentemos advertir al mundo de la amenaza que se avecina. No
obtendremos ningún éxito si se empeña en considerarlo de esa manera.
–El
atentado ha causado bastantes desperfectos. Hay que detener esa viciosa forma
de obtener información mediante diabólicos instrumentos. Obedecemos la voluntad
de las Estrellas y sólo lamento que mi torpeza les haya prevenido cuando
intentaba desarticular sus infernales ingenios.
–No
le habría reportado ningún bien –replicó Aton–. Todos nuestros datos, excepto
aquellos que recogeremos por experiencia directa, se encuentran ya a salvo y
situados más allá del alcance de cualquier destrucción. –Sonrió con los labios
apretados–. Lo que no evita que usted sea considerado por nosotros como un
criminal.
Se
volvió entonces a los hombres situados tras él.
–Que
alguien llame a la policía de Saro City –dijo.
–Condenación,
Aton –exclamó Sheerin con disgusto–, ¿qué le ocurre? No hay tiempo para eso.
Déjeme que yo me ocupe de él.
–No
hay tiempo para hacer el ganso, Sheerin –dijo Aton con fastidio–. Haga el
favor, pues, de dejar que yo haga las cosas a mi manera. Usted es aquí un
completo extraño, y no debe olvidarlo.
–Explíqueme
entonces –dijo Sheerin– por qué tenemos que molestarnos llamando a la policía.
El eclipse de Beta comenzará dentro de escasos minutos y tenemos aquí un hombre
que está deseando dar su palabra de honor de que no nos causará más problemas.
–No
voy a hacer tal cosa –saltó prontamente el Cultista–. Ustedes son libres de
hacer cuanto les venga en gana, pero les advierto que si me dejan ir a mi aire
me las apañaré para terminar lo que he venido a hacer. Si ésta es la palabra de
honor que esperarán de mí, creo que será mejor para todos ustedes llamar a la
policía.
–Eres
un tunante decidido, ¿eh? –dijo Sheerin con una sonrisa–. Pero voy a explicarte
unas cuantas cosas. ¿Ves al muchacho que está junto a la ventana? Es un tipo
fuerte, violento, muy hábil con los puños… Y no pertenece al Observatorio,
además. Una vez comience el eclipse, no tendrá nada que hacer aquí excepto, en
todo caso, hincharse un ojo. Luego estoy yo, demasiado pesado para soltar unos
cuantos puñetazos, pero empeñado en la idea, vaya.
–¿Y
qué quiere decirme con eso? –preguntó el Cultista inquieto.
–Escucha
y te lo diré –fue la respuesta–. Tan pronto comience el eclipse, el señor
Theremon y yo te conduciremos a una habitación cerrada que no cuenta más que
con una puerta, una fuerte cerradura y ninguna ventana. Permanecerás allí
mientras dure.
–Y
después –exclamó agitadamente Latimer– no habrá nadie para dejarme salir. Sé
tan bien como usted lo que significa la llegada de las Estrellas… lo sé incluso
mejor que usted. Ustedes se volverán locos y no querrán liberarme. Asfixia o
muerte por inanición, ¿no es eso lo que piensa? Más o menos lo que debía haber
esperado de un grupo de científicos. Pero no daré mi palabra, no conseguirán
que me esté quieto. Es una cuestión de principios y no discutiremos más el
asunto.
Aton
parecía turbado. Sus desorbitados ojos mostraban una buena dosis de agitación.
–Pero,
Sheerin, encerrándolo…
–¡Por
favor, señor! –exclamó Sheerin con impaciencia–. No he pensado ni por un
momento ir tan lejos. Latimer ha intentado una jugarreta pero yo no soy
psicólogo sólo porque me gusta el sonido de la palabra. –Hizo un guiño al
Cultista–. Vamos, hombre, no habrás pensado que iba a exponerte a morir de
hambre, ¿verdad? Sólo intentaba algo de menor monta, mi querido Latimer.
Fíjate. Si te ponemos bajo llave no verás la Oscuridad ni tampoco las
Estrellas. No hace falta estar muy enterado del credo fundamental del Culto
para llegar a la conclusión de que permanecer oculto cuando las Estrellas
aparezcan significa la pérdida del alma inmortal. Ahora bien, yo creo que tú
eres un hombre de bien. Por ello, aceptaré tu palabra de honor de que no nos
causarás molestias en cuanto te decidas a ofrecérmela…
Una
agitación pareció recorrer el cuerpo de Latimer.
–¡Está
bien, tienen ustedes mi palabra de honor! –dijo, y añadió seguidamente con saña–:
Pero me consuela saber que todos quedarán condenados por este acto.
Giró
sobre sus talones y se dirigió precipitadamente hacia el alto taburete que
había junto a la puerta.
–Tome
asiento junto a él –dijo Sheerin indicando con la cabeza al columnista–. Sólo
como simple formulismo. ¡Eh, Theremon!
Pero
el periodista no se movió. Se había quedado pálido hasta la raíz del cabello.
–¡Miren!
–Su dedo apuntaba al cielo y su voz era áspera y gutural.
Como
obedeciendo una orden, todas las miradas siguieron la dirección del dedo y
contemplaron el espectáculo sin respirar.
¡Beta
estaba menguando por un lado!
El
escaso trozo de oscuridad que ofrecía quizá no fuera mayor que una uña, pero
para los aterrorizados observadores aquello que veían significaba el inicio de
la maldición.
La
observación de los hombres duró un corto segundo, casi tan corto como la
confusión que siguió a continuación, que desapareció en cuanto cada uno se
entregó a su labor prescrita. No había tiempo para emociones en aquellos
momentos. Los hombres se habían transformado exclusivamente en científicos con
trabajo que hacer. Hasta el mismo Aton se había evaporado.
–El
primer instante de la superposición debe haber ocurrido hace quince minutos –dijo
Sheerin–. Un poco pronto, pero no está mal si tenemos en cuenta las
dificultades que han acompañado los cálculos. –Miró a su alrededor y se acercó
a Theremon, que se había quedado mirando por la ventana.
–Aton
está furioso –murmuró–. Se perdió el momento inicial de la superposición con
todo el jaleo de Latimer y si ahora se le pone uno delante corre el peligro de
ser arrojado por la ventana.
Theremon
asintió con la cabeza y se sentó. Sheerin lo miró con sorpresa.
–Por
el diablo, oiga –exclamó–. Está usted temblando.
–¿Qué?
–Theremon se humedeció los secos labios e intentó sonreír–. No me siento muy
bien, ¿qué quiere que haga?
–No
irá a perder el control, ¿verdad?
–¡No!
–gritó Theremon, indignado–. ¿Acaso tengo otra alternativa? Jamás creí en todo
este galimatías… hasta este momento. Deme una opción, dígame qué puedo hacer.
Usted ha estado preparándose durante dos meses para este acontecimiento.
–Tiene
razón, claro –comentó Sheerin pensativo–. ¡Escuche! ¿Tiene usted familia…
padres, esposa, hijos?
Theremon
negó con la cabeza.
–Va
usted a hablar del Refugio, ¿eh? No tiene que preocuparse por eso. Tengo una
hermana, pero está a dos mil millas de aquí. Ni siquiera sé su dirección.
–Bueno,
entonces, ¿qué me dice de usted mismo? Puede ir allí, aún hay tiempo; desde que
lo dejé queda una plaza libre. Después de todo aquí no es necesario.
–Vaya
–dijo Theremon mirando al otro con cansancio–. Usted cree que estoy asustado.
Piense lo que quiera, señor. Soy periodista y me ha sido encomendado conseguir
un reportaje. Es lo que intento hacer.
Una
amplia sonrisa cruzó la cara del psicólogo.
–Entiendo,
honor profesional y todo eso.
–Puede
llamarlo así. Pero, amigo mío, daría mi brazo derecho por una botella de ese
reparador de ánimos que tenía usted antes, aunque fuera la mitad de pequeña. Si
algún camarada suyo necesita un trago, ése soy yo.
Entonces
saltó. Sheerin estaba dándole codazos.
–¿No
oye eso? Escuche.
Theremon
siguió el movimiento de la mandíbula del otro y miró al Cultista, que, olvidado
de todo cuanto acontecía a su alrededor, contemplaba la ventana con una
expresión de poseso, al tiempo que entonaba una casi inaudible salmodia.
–¿Qué
dice? –susurró el columnista.
–Está
citando el Libro de las Revelaciones, capítulo quinto –replicó Sheerin. Luego,
con urgencia–: Aguarde un momento y escuche.
La
voz del Cultista se había alzado en una repentina plegaria de fervor.
“Y
ocurrió que, por aquellos días, el Sol, Beta, habitó en solitaria vigilia en la
mansión celeste por el más largo de los periodos conocidos, mientras cumplía su
revolución; tanto duró su recorrido que, en mitad de su revolución, solitario,
encogido y frío, cesó de brillar sobre Lagash.
“Y
los hombres se reunían en las plazas públicas y en los caminos para comentar y
maravillarse de la señal, pues una extraña depresión había ocupado sus almas.
Su mente se turbó y su lengua se tornó confusa, pues las almas de los hombres
aguardaban la venida de las Estrellas.
“Y
en la ciudad de Trigon, Vendret 2 vino y dijo a los hombres de Trigon: ‘¡Helo
ahí, oh pecadores! Hablabais con desdén de los caminos de la virtud, pero ya ha
llegado el tiempo de rendir cuentas. Por fin, la Gruta se aproxima para devorar
Lagash; y con Lagash, todos sus moradores’.
“Y
mientras esto decía, el labio de la Gruta de la Oscuridad sobrepasó el borde de
Beta, de modo que todo Lagash quedó sin su luz. Grandes fueron los gritos de
los hombres mientras contemplaban la desaparición, y grande también el
estremecimiento que desconsoló sus almas.
“Y
ocurrió que la Oscuridad de la Gruta cayó sobre Lagash y ya no hubo más luz en
toda la superficie de Lagash. Los hombres quedaron como ciegos y nadie podía
ver a su vecino aunque sentía su aliento contra su rostro.
“Y
en el interior de esta negrura aparecieron las Estrellas en cantidades
inmensas, y era tal la belleza y de tal modo encantaba todo lo creado, que
hasta las hojas de los árboles entonaron cánticos llenos de admiración.
“Y
en aquel momento las almas de los hombres se separaron de sus cuerpos,
reduciéndose éstos al estado de las bestias; en verdad, fue como si el mundo se
hubiera convertido en una selva; así, por las entiznadas calles de Lagash los
hombres prorrumpieron en salvajes gritos.
“Entonces,
se extendió desde las Estrellas el Fuego Celestial y, allí donde tocaba, las
ciudades de Lagash se convertían en caos de llamas y destrucción; tanto que, de
los hombres y las obras de los hombres, nada quedó.
“Desde
entonces…”
Hubo
una sutil alteración en el tono de Latimer. Sus ojos permanecían ausentes, pero
de alguna manera llamó la atención de los otros dos. Fácilmente, sin la menor
pausa para tomar aliento, el timbre de su voz cambió y las sílabas se volvieron
más líquidas.
Theremon,
cogido por sorpresa, lo miró fijamente. Las palabras siguieron luego el tono
anterior. Había habido un elusivo cambio en el acento, un débil cambio en la
caída de las vocales; pero nada más… quizá ni el mismo Latimer comprendiera lo
que había ocurrido.
–Seguramente
cambió a alguna lengua de otro ciclo, con toda probabilidad del tradicional
ciclo segundo. Era la lengua en la que fue escrito primariamente el Libro de
las Revelaciones.
–No
importa. Ya he oído bastante. –Theremon se echó atrás en la silla y se mesó el
cabello–. Me siento mucho mejor ahora.
–¿De
veras? –Sheerin pareció sorprenderse.
–Se
lo explicaré. Me he puesto verdaderamente nervioso hace un rato. Entre su
explicación de la gravitación y el comienzo del eclipse he estado al borde de
un ataque de nervios. Pero eso –y señaló con el pulgar al gualdibarbado
Cultista–, eso es exactamente lo que mi niñera solía contarme. Me he reído de
esas cosas durante toda mi vida. No voy a permitir que me asusten ahora.
Suspiró
profundamente y continuó con cierta alegría:
–Si
voy a seguir contándole lo angelito que soy, mejor será que aparte mi silla de
la ventana.
–Sí,
pero debería usted hablar más bajo –comentó Sheerin– Aton acaba de asomar la
cabeza por la puerta y le ha lanzado a usted una mirada capaz de asesinarlo.
–Había
olvidado al viejo –dijo con una mueca. Luego, poniendo en ello el máximo
cuidado, apartó la silla de la ventana mientras lanzaba miradas de disgusto por
encima del hombro–. Se me acaba de ocurrir que deben haber fabricado alguna
clase de inmunidad contra la locura de las Estrellas.
El
psicólogo no respondió en seguida. Beta había ya rebasado su cenit y el haz de
sanguínea luz que penetraba por la ventana se deslizaba por el suelo hasta el
punto de alcanzar casi las piernas de Sheerin. Contempló pensativamente aquel
color arcilloso y luego, inclinándose, echó una fugaz mirada al sol.
El
mordisco del eclipse se había agrandado hasta alcanzar ahora un tercio de Beta.
Se estremeció súbitamente y, cuando pudo serenarse, sus mejillas no conservaban
ya el generoso color que otrora prodigaban. Con una sonrisa que era casi una
excusa, apartó también su silla.
–En
estos momentos, poco más de dos millones de personas en Saro City habrán
convertido el Culto en religión mayoritaria. –Luego, con ironía–: Durante una
hora al menos, el Culto gozará de una prosperidad nunca vista. Pero, ¿qué me
estaba diciendo?
–Iba
a preguntarle cómo se las apañan los Cultistas para transmitir de ciclo en
ciclo el manejo del Libro de las Revelaciones, y cómo es que se escribió por
primera vez en Lagash. Debe haber alguna especie de inmunidad, pues, si todos
se volvían locos, ¿quién pudo haber escrito el libro?
Sheerin
se quedó mirando con tristeza al periodista.
–Pues
mire, joven, no hay respuesta documentada sobre eso, pero tenemos unos cuantos
indicios para suponer qué ocurrió. Hay tres clases de personas que resultan
relativamente ilesas. Primero, las que por alguna razón ignota no ven las
Estrellas: los que se meten en la cama en aquel momento o los que se
emborrachan al comienzo del eclipse. Pero vamos a descartarlos porque no son
realmente testigos.
“Luego
están los niños menores de seis años, para quienes el mundo es todavía
demasiado nuevo y extraño para reparar en las Estrellas o asustarse de la
Oscuridad. El fenómeno sería considerado como uno de tantos artículos del
catálogo de sorpresas que depara el mundo. ¿No lo cree usted así?
–Imagino
que sí –replicó el otro con cierto gesto de duda.
–Por
último, están aquellos que poseen una mente demasiado grosera para comprender
el hecho, algo así como ancianos y retrasados mentales, que, verdaderamente,
quedarían escasamente afectados. Bien, entre la incoherente memoria de los
niños y los relatos de los que quedaron a medio enloquecer se formaron
posiblemente las bases del Libro de las Revelaciones.
“Claro
que, por otra parte, el libro se basó, primeramente, en el testimonio de
aquellos que por lo menos tenían alguna cosa que contar, es decir, los niños y
los retrasados. Luego, seguramente fue editado y reeditado en el curso de los
ciclos.
–¿Supone
usted –interrumpió Theremon– que el libro fue transmitido a través de los
ciclos de la misma manera que nosotros nos hemos transmitido las bases para
teoría de la gravitación universal?
Sheerin
hizo una mueca.
–Tal
vez, pero el método exacto poco importa ahora, el caso es que lo hicieron. El
punto al que quiero llegar es que el libro sólo puede contribuir a confundir
más las cosas, por muy basado que esté en hechos auténticos. Por ejemplo,
¿recuerda el experimento con los agujeros en el techo llevado a cabo por Faro y
Yimot, el que no funcionó?
–Sí.
–¿Y
sabe usted por qué no func…? –Se detuvo y se puso en pie alarmado. Aton se
acercaba con el rostro completamente consternado–. ¿Qué ha ocurrido?
Aton
se detuvo a su lado y Sheerin pudo sentir la presión de sus dedos sobre su
codo.
–¡No
tan alto! –La voz de Aton manaba henchida de contenida tortura–. Acabo de
hablar con el Refugio por la línea privada.
–¿Están
en apuros? –preguntó Sheerin con angustia.
–Ellos
no. –Aton remarcó significativamente el pronombre–. Hace un rato que
precintaron la puerta y permanecerán enterrados hasta pasado mañana. Están a
salvo. Pero la ciudad, Sheerin… es la ruina. No puede hacerse ni idea… –Comenzó
a sufrir dificultades en la vocalización.
–¿Y?
–soltó Sheerin con impaciencia–. ¿Qué ocurre con la ciudad? –Luego, con una
sospecha–: ¿Cómo se encuentra?
Los ojos de Aton relampaguearon irritados ante
la insinuación, pero pronto volvieron al anterior brillo de ansiedad.
–No
lo entiendo. Los Cultistas se han puesto en acción. Están convenciendo a la
masa para que tome por asalto el Observatorio, prometiendo a cambio la
absolución de sus pecados, la salvación, cualquier cosa. ¿Qué haremos, Sheerin?
La
cabeza de Sheerin se inclinó y sus ojos se perdieron en una completa y
prolongada abstracción. Luego, alzó la mirada y dijo con crispación:
–¿Hacer?
¿Acaso hay algo por hacer? Nada hay que pueda hacerse. ¿Saben esto los hombres?
–¡Claro
que no!
–¡Perfecto!
Siga sin decirles nada. ¿Cuánto falta?
–Apenas
una hora.
–Lo
único que podemos hacer es arriesgarnos. Llevará algún tiempo organizar una
fuerza considerable y aún más traerlos hasta aquí. Estamos a más de cinco
millas de la ciudad…
Se
quedó mirando la ventana, por la que se divisaban las cúpulas de los edificios
de las afueras; más allá, la borrosa sombra de la ciudad misma, como envuelta
por una niebla que inundara el horizonte.
–Llevará
tiempo –repitió–. Sigan trabajando y recen por que el eclipse acabe antes.
Beta
estaba seccionado por la mitad, mostrando una leve curva que se adentraba en la
parte todavía brillante del sol. Era como un gigantesco párpado que fuera
adormeciendo el ojo del mundo.
El
débil murmullo de la sala se fue convirtiendo en pasto del olvido y su atención
vagó por los campos que se divisaban desde la ventana. Los insectos parecían
sufrir el terror calladamente. Los objetos iban desvaneciéndose.
Una
voz zumbó en su oído y se sobresaltó.
–¿Algo
va mal? –preguntó Theremon.
–¿Eh?…
No, no. Vuelva a su silla. Aquí estorbamos. –Se retiraron a su esquina aunque
el psicólogo permaneció mudo un tiempo. Con un dedo se palpaba el cuello.
Luego, alzó la mirada repentinamente.
–¿Tiene
usted dificultades en la respiración?
El
periodista abrió los ojos y aspiró repetidas veces.
–No,
¿por qué?
–He
estado en la ventana demasiado tiempo. La disminución de la luz ha debido
afectarme. Las dificultades respiratorias son el primer síntoma de un ataque de
claustrofobia.
Theremon
volvió a aspirar nuevamente.
–Bueno,
parece que a mí no me ha afectado. Mire, otro compañero.
Beenay
había interpuesto su cuerpo entre la luz y la pareja sita en la esquina y
Sheerin se dirigió a él con premura.
–Eh,
Beenay.
El
astrónomo cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro y sonrió débilmente.
–¿Qué
pensarías si me sentara un rato y habláramos? Mis cámaras están preparadas y no
hay nada que hacer hasta el eclipse total. –Hizo una pausa y miró al Cultista,
que quince minutos antes había abierto un pequeño libro enfrascándose en su
lectura–. ¿Ha dado problemas esa rata?
Sheerin
sacudió la cabeza. Sus hombros se contrajeron mientras parecía concentrarse en
sus conductos respiratorios.
–¿Tienes
dificultades al respirar, Beenay?
Beenay
olfateó el aire.
–Creo
que no soy yo el que huele mal, Sheerin.
–Creo
que es claustrofobia –se excusó Sheerin.
–¡Ah,
vamos! A mí me afecta de manera distinta. Me da la sensación de que mis ojos me
persiguen. Las cosas comienzan a zumbar… bueno, todo se vuelve confuso. Y frío
también.
–Oh,
frío, claro que sí. Pero eso no es ninguna ilusión –observó Theremon–. Yo tengo
los juanetes como dentro de una nevera.
–Lo
que necesitamos es mantener nuestras mentes ocupadas en algo distinto –apuntó
Sheerin–. Estaba diciéndole hace un momento, Theremon, por qué el experimento
de Faro se convirtió en humo.
–Aún
no había comenzado –replicó Theremon. Alzó una rodilla y la sujetó en el aire
con las manos cruzadas en torno a ella.
–Bueno,
pues comenzaba a decirle que fallaron por tomar el Libro de las Revelaciones al
pie de la letra. No hay probablemente ninguna razón para tomar las Estrellas en
sentido físico. Debe tratarse, indudablemente, de la necesidad de luz que la
mente experimenta al encontrarse en la Oscuridad total. Creo que las Estrellas
consisten justamente en esta desesperada ilusión de luz.
–En
otras palabras –intervino Theremon–, usted supone que las Estrellas son fruto
de la locura y que no tienen ninguna otra causa. Entonces, ¿qué van a
fotografiar los hombres de Beenay? ¿Por qué están preparados para fotografiar
algo?
–Tal
vez para probar que es una ilusión; o para probar lo contrario. Luego…
Pero
Beenay había aproximado su silla y vieron en su rostro la expresión de un
repentino y exaltado entusiasmo.
–Oiga,
me alegra infinito que se ocupen de ese asunto –guiñó los ojos y alzó un dedo–.
He estado cavilando sobre esas Estrellas y he llegado a una idea ingeniosa.
Claro que no son sino migajas del pensamiento y no me he ocupado del todo en
ello, pero pienso que es interesante. ¿No quieren oírlo?
Fingió
no estar del todo decidido, pero Sheerin se acomodó en la silla y dijo:
–Adelante,
yo te escucho.
–Allá
va. Supongamos que hay otros soles en el universo. –Hizo un leve aspaviento–.
Quiero decir soles que se encuentran muy alejados y son demasiado pequeños para
verlos. Suena como si hubiera estado leyéndolo en algún relato fantástico, ¿eh?
–No
necesariamente. Aunque, ¿no queda eliminada esa posibilidad por el hecho de
que, según la ley de Gravitación, debieran hacerse evidentes por su fuerza de
atracción?
–No,
si están muy lejos –replicó Beenay–, verdaderamente lejos, algo así como cuatro
años luz o más. Nunca podríamos detectar sus perturbaciones porque son
demasiado pequeñas. Pongamos entonces que hay un montón de soles muy lejanos,
una docena o dos.
–Buena
idea para un artículo en el suplemento dominical. ¡Dos docenas de soles a ocho
años luz de distancia en el universo! ¡Nada menos! Eso reduciría la relevancia
de nuestro mundo –dijo Theremon.
–Es
sólo una idea –dijo Beenay con un guiño–, pero usted la ha captado a fondo.
Durante un eclipse, esas docenas de soles se volverían visibles porque ya no
habría ningún sol real que las ocultara con su más poderosa luz. A la distancia
a que se encontrarían aparecerían como muy pequeños, como pequeñas cuentas de
marfil. Claro que los Cultistas hablan de millones de Estrellas, pero sin duda
es una exageración. No hay lugar en el universo capaz de contener un millón de
soles sin tocarse los unos con los otros.
Sheerin
había estado escuchando con creciente interés.
–Creo
que has acertado en algo, Beenay. Una exageración es exactamente lo que ocurrió
en otros tiempos. Como sabes, nuestra mente no puede concebir un número mayor
que el cinco; más allá sólo contamos con el concepto “mucho”. Una docena podría
convertirse perfectamente en un millón. ¡Ha sido una gran idea!
–Aún
tengo otra idea también ingeniosa –añadió Beenay–. ¿Has pensado alguna vez lo
que sería una gravitación de problema simple si tuvieras un sistema
suficientemente simple? Supón que tienes un universo en el que hay sólo un
planeta y un único sol. El planeta rotaría en un perfecto eclipse y la
naturaleza exacta de la fuerza gravitacional sería tan evidente que sería
aceptada como un axioma. Los astrónomos de un mundo tal darían con la gravedad
probablemente antes de que inventaran el telescopio. La observación a simple
vista sería suficiente.
–Pero,
¿sería un sistema dinámicamente estable? –preguntó Sheerin dudoso.
–¡Claro!
Se trataría del caso modelo. Comprobado matemáticamente, aunque son las
aplicaciones filosóficas lo que me interesa.
–Es
agradable pensar sobre eso –admitió Sheerin– como una abstracción… algo así
como el gas perfecto o el cero absoluto.
–Claro
–continuó Beenay–, está el problema de que la vida sería imposible en un
planeta así. No habría comida ni luz suficiente, y en su rotación sobre su eje
habría media parte de Luz y media de Oscuridad. No puedes esperar que haya vida
(que depende fundamentalmente de la luz) ni que se desarrolle en tales
condiciones. Aparte…
La
silla de Sheerin fue despedida hacia atrás y él se puso repentinamente en pie.
–Aton
va a encender luces.
Beenay
soltó una exclamación, se volvió para mirar y se quedó con la boca abierta.
Aton
permanecía con los brazos llenos de estacas de un pie de longitud y una pulgada
de anchura. Miró al trío y se dirigió a Sheerin y Beenay.
–Venga,
a trabajar. Usted, Sheerin, venga aquí y ayúdeme.
Sheerin
correteó hasta el anciano y una por una fueron colocando las estacas en
candeleros metálicos adosados a las paredes.
Adoptando
los movimientos del que ejecuta el más sagrado ritual, Sheerin encendió una
ancha y tosca cerilla y se la pasó a Aton, que aplicó la llama a la punta de
las estacas.
Las
llamas vacilaron un rato como si temieran consumir la madera, pero luego, casi
repentinamente, se hincharon iluminando la cara de Aton con resplandor
amarillo. Retiró la cerilla y un espontáneo y flamígero jolgorio oscureció la
ventana.
¡Las
estacas estaban coronadas por una ondeante llama de seis pulgadas! La sala se
había llenado de resplandor amarillo.
La
luz no era poderosa, incluso podía decirse que era más débil que la ya atenuada
luz solar. Las cabezas de las estacas ardían con llama temblorosa, provocando
sombras bailoteantes. Humeaban como un desafortunado día en la cocina. Pero
emitían luz amarilla.
No
era de despreciar esta luz después de cuatro horas de un progresivamente
mortecino Beta. El mismo Latimer había apartado los ojos de su libro y la
contempló admirado.
Sheerin,
extendiendo los brazos a la antorcha que tenía más cerca, exclamó para sí mismo
extasiado:
–¡Hermoso!
¡Hermoso! Nunca antes me había percatado de cuán maravilloso es el amarillo.
Pero
Theremon miró las antorchas con desconfianza. Olisqueó el tufo que producían y
comentó:
–¿Qué
bichos son ésos?
–Simplemente
madera –dijo Sheerin.
–No,
no es posible. Si no se está quemando. La llama se limita a arder en la punta,
pero no quema la parte restante.
–He
ahí lo más bello de todo. Es un mecanismo eficiente de luz artificial. Hemos
fabricado unos cuantos centenares, pero la mayor parte fue llevada al Refugio,
obviamente. Tome el núcleo de una caña, séquelo y úntelo con grasa animal.
Luego, acérquele fuego y la grasa arderá poco a poco. Esas antorchas arderán
casi media hora sin parar. Ingenioso, ¿no cree? Fue un trabajo desarrollado por
uno de nuestros muchachos en la Universidad de Saro.
Tras
la momentánea sensación, la quietud había regresado a la cúpula del
Observatorio. Latimer había acercado su silla a una antorcha y continuaba
leyendo bajo su luz, moviendo los labios en la monótona invocación de las
Estrellas. Beenay había vuelto nuevamente a sus cámaras y Theremon vio la
oportunidad de añadir ciertos comentarios a las notas que había escrito para el
Chronicle de Saro City.
Pero,
al advertir la divertida luz de los ojos de Sheerin, otra cosa vino a desplazar
de su mente el propósito de escribir aquellos comentarios. Otra cosa que no era
sino que el cielo se había convertido en un horrible vacío púrpura y violeta,
como si fuera una gigantesca berenjena.
El
aire se había vuelto más denso. El crepúsculo, como un cuerpo palpable,
inundaba la sala y el agitado círculo amarillo que coronaba las antorchas
dificultaba la contemplación de los colores situados más allá. Luego, pudo
apreciarse el crecimiento del humo y del intenso olor que las materias
combustionadas producían entre secos chisporroteos; más tarde, los objetos iban
adentrándose en las sombras inescrutables, como el blando almohadón de la silla
de uno de los hombres que trabajaban en torno a la mesa central o el gesto
espontáneo de algún otro que intentaba mantener la compostura en la creciente
noche que inundaba la sala.
Fue
Theremon el primero en escuchar el extraño ruido. Era más bien una vaga e
incoherente impresión de sonido que hubiera resultado imperceptible de no
extenderse sobre la cúpula un silencio de muerte.
El
periodista se enderezó al tiempo que apartaba su libro de notas. Contuvo la
respiración y permaneció alerta; luego, no sin resistencia, caminó entre el
solaroscopio y una de las cámaras de Beenay, deteniéndose ante la ventana.
El
silencio saltó hecho pedazos nada más articular una palabra:
–¡Sheerin!
Todas
las ocupaciones cesaron en ese instante. El psicólogo estuvo prontamente a su
lado. Aton se les unió. Incluso Yimot 70, sentado en lo alto frente al ocular
del gigantesco solaroscopio, detuvo su trabajo y miró hacia abajo.
Fuera,
Beta era apenas un rescoldo que lanzaba una última y desesperada mirada sobre
Lagash. El horizonte que se delineaba más allá de Saro se había perdido en la
Oscuridad, y la carretera que unía la ciudad con el Observatorio era una línea
de roja tiniebla bordeada por apenas dibujados árboles que, en la parte
boscosa, se habían convertido en incongruente masa negra.
Pero
era la carretera lo que había llamado su atención, pues a lo largo de ella
tomaba cuerpo otra sombría masa, mucho más amenazante si cabe.
–¡Son
los lunáticos organizados por los Cultistas!
–¿Cuánto
falta para el eclipse total? –preguntó Sheerin a Aton.
–Quince
minutos, pero… estarán aquí en menos de cinco.
–Calma,
usted cuide que sus hombres sigan trabajando. Nosotros haremos lo demás. Este
lugar está construido como una fortaleza. Aton, échele una ojeada a nuestro
joven Cultista. Theremon, venga conmigo.
Sheerin
se lanzó hacia la puerta y Theremon se le pegó a los talones. Bajaron las
escaleras que giraban en torno a un eje central, descendiendo a una zona
poblada de luz incierta.
El
primer impulso los había llevado quince pies más abajo, de manera que los
débiles resplandores de la habitación inundada de amarillo apenas arrojaron
débiles reflejos hasta su total desaparición. Ahora, tanto por arriba como por
abajo, estaban rodeados de la misma sombra crepuscular que antes contemplara
desde la ventana.
Sheerin
se detuvo con una mano comprimiéndose el pecho.
–No
puedo… respirar. –Su voz sonaba como una seca tos–. Baje… usted solo… cierre
todas las puertas.
Theremon
bajó unos cuantos peldaños, luego se giró.
–¡Espere!
¿Puede aguantar un minuto? –Estaba jadeando. El aire entraba y salía de sus
pulmones como si fuera melaza y había allí como un pequeño germen del pánico
abriéndose camino por entre las Tinieblas y dentro de su propio cerebro.
¡Al
fin Theremon tenía miedo de la oscuridad!
–Aguarde,
volveré en un segundo. –Acto seguido, se lanzó escaleras arriba, subiendo de
dos en dos escalones; penetró en la sala de la cúpula, cogió una antorcha y de
nuevo se internó en la escalera. Corría con tal ímpetu que el humo inundó sus
ojos dejándolo casi ciego, y llevaba la llama tan pegada al rostro que parecía
querer besarla.
Sheerin
abrió los ojos cuando comprobó que Theremon estaba a su lado. Este le dio un
leve codazo.
–Vamos,
ánimo, acabo de conseguir lo que más falta le hacía. Ya tenemos luz.
Sujetó
la antorcha en lo alto de su brazo erguido y comenzó a bajar de puntillas,
cuidando que el psicólogo se mantuviera en el interior del área iluminada.
Las
oficinas de la planta baja, ausentes de toda iluminación, estremecieron de
horror a los dos hombres.
–Aquí
–dijo bruscamente Theremon y cedió la antorcha a Sheerin–. Puedo oírlos fuera.
Del
exterior llegaban ruidos de movimiento y gruñidos sin palabras.
Pero
Sheerin tenía razón; el Observatorio estaba construido como una fortaleza.
Levantado en el último siglo, cuando el estilo neogavotano había llegado a su
punto culminante en arquitectura, había sido diseñado con mayor estabilidad que
belleza y más consistencia que elegancia.
Las
ventanas estaban protegidas por rejas a base de barras de hierro de una pulgada
de grosor, hundidas en el antepecho. Los muros manifestaban sólida albañilería
que ni un terremoto podría inmutar. Y la puerta mayor no era sino una mole de
roble reforzada con hierro. Theremon corrió los pestillos y los metales
resonaron con prolongado chirrido.
Al
otro extremo del pasillo, Sheerin maldecía en voz baja. Señaló la cerradura de
la puerta trasera que había sido limpiamente forzada con palanqueta y dejada
completamente inútil.
–Por
aquí debió entrar Latimer –dijo.
–Bueno,
no nos quedemos aquí –dijo Theremon con impaciencia–. Arreglemos como sea esa
cerradura… y mantenga la antorcha apartada de mis ojos, el humo me está
matando. Había arrimado una pesada tabla contra la puerta mientras hablaba y en
pocos minutos levantó una poderosa barricada que tenía poco de simetría y
belleza.
De
algún lugar, amortiguadamente, alcanzaron a oír un ruido de puños contra la
puerta; los berridos y chillidos, que ahora podían oírse procedentes del
exterior, conferían a la escena un viso de irrealidad.
La
gente había salido de Saro City con sólo dos cosas en la cabeza: el logro de la
salvación Cultista mediante la destrucción del Observatorio, y un miedo
enloquecedor que los obligaba a todo menos a paralizarse. No había tiempo para
pensar en vehículos, amas o dirigentes, ni siquiera en organizarse. Sólo
pensaban en llegar al Observatorio y asaltarlo con las manos desnudas.
Y
ahora, cuando por fin estaban allí, el último destello de Beta, el postrer
gemido de una agonizante llama, relampagueó triste y pobremente sobre una
humanidad a la que abandonaba dejándola sin otra compañía que el miedo al
universo.
–¡Volvamos
a la cúpula! –exclamó Theremon.
En la cúpula, sólo Yimot, en el solaroscopio, permanecía en
su puesto. El resto estaba ahora ocupado con las cámaras y Beenay estaba dando
instrucciones con extraña voz.
–No
me falle ninguno. Quiero tomar a Beta justo antes del eclipse total y luego
cambiar la placa rápidamente. Tomará una cámara cada uno… Ya saben cuánto
tiempo… de exposición se necesita…
Hubo
un susurro de asentimiento.
Beenay
se pasó una mano por los ojos.
–¿Arden
todas las antorchas? Ya veo que sí –Con cierta dificultad en su postura,
parecía apoyarse en el respaldo de la silla–. Ahora, recuerden… no intenten obtener
buenas fotografías. No quiero brillanteces como sacar dos estrellas de un solo
disparo. Con una hay de sobra. Y… si se sienten mal, apártense de la cámara.
En
la puerta, Sheerin susurró a Theremon:
–Señáleme
a Aton. No puedo verlo.
El
periodista no pudo responder inmediatamente. Las vagas siluetas de los
astrónomos parecían difuminadas en la oscuridad general, pues las antorchas se
habían convertido en meros borrones amarillos.
–Está
oscuro –murmuró.
Sheerin
soltó su mano.
–Aton.
–Dio unos pasos–. ¡Aton!
Theremon
se movió tras él y lo cogió por el brazo.
–Espere,
yo lo conduciré.
Caminó
como pudo a través de la sala. Hundió sus ojos en las Tinieblas y su mente en
el caos que había en ellas.
Nadie
parecía oírlos ni prestarles atención. Sheerin tropezó contra la pared.
–¡Aton!
–llamó.
El
psicólogo advirtió que unas manos lo rozaban, se detuvo y escuchó una voz:
–¿Es usted, Sheerin?
–¡Aton!
–Pareció recuperar el aliento–. No se preocupe por los exaltados. Aguantaremos.
Latimer,
el Cultista, se puso en pie y en su rostro pudo verse la desesperación. Pero su
palabra había sido dada y romper el juramento hubiera significado poner en
peligro mortal su alma. Sin embargo, esa palabra había surgido a la fuerza y no
por su libre voluntad. ¡Pronto vendrían las estrellas! No podía permanecer allí
inmóvil… y no obstante había dado su palabra.
La
cara de Beenay se iluminó lejanamente cuando alzó la vista para contemplar el
último rayo de Beta, y Latimer, viéndolo inclinado sobre su cámara, tomó una
decisión. Sus uñas se hundieron en la palma de sus manos mientras se ponía cada
vez más tenso.
Trastabilló
al ponerse en movimiento. Ante él sólo había sombras; el suelo que debía estar
bajo sus pies carecía de sustancia. Entonces, alguien surgió bruscamente a su
lado y se lanzó sobre él, dirigiendo sus dedos curvados contra su garganta.
Dobló
la rodilla y la incrustó en el cuerpo de su asaltante.
–Déjeme
levantarme, lo mataré.
Theremon
apretó los dientes y murmuró mientras hacía presión sobre Latimer:
–¡Rata
traidora!
El
periodista pareció advertir entonces muchas cosas a un tiempo. Oyó graznar a
Beenay ordenando tomar precipitadamente las cámaras; luego, tuvo la extraña
sensación de que el último reflejo de luz solar había desaparecido por
completo.
Simultáneamente,
escuchó una última exclamación de Beenay y un entrecortado grito de Sheerin,
histérico chillido que se quebró en un áspero y repentino silencio; extraño,
mortecino silencio exterior.
Y
Latimer había quedado medio cojo en su frustrado ataque. Theremon miró a los
ojos al Cultista y vio el resplandor del blanco que reflejaba el débil amarillo
de las antorchas. Vio la burbuja babeante de los labios de Latimer y escuchó
que de su garganta surgía un gemido animal.
Dominado
por la sedante fascinación del miedo, apartó un brazo y volvió los ojos hacia
la oscuridad de la ventana.
¡Más
allá brillaban las estrellas!
No
las tres mil seiscientas Estrellas inválidas que pueden verse a simple vista en
la Tierra; Lagash estaba en el centro de una gigantesca constelación. Treinta
mil espléndidos soles derramaban chorros de luz con tal serenidad e
indiferencia que parecían más fríos que un helado de viento que atravesara el
mundo.
Theremon
se puso en pie; su garganta se negaba a dejar pasar el aliento y todos los
músculos de su cuerpo permanecían en intenso estado de terror. Se estaba
volviendo loco y lo advertía, y alguna parte de sí mismo que aún conservaba un
mínimo de cordura luchaba por escapar del abrazo de aquel negro pánico. Era
verdaderamente horrible volverse loco y darse cuenta de ello… saber que en
apenas un minuto, a pesar de conservar la presencia física, la mente se ha
internado en las vastas regiones de la demencia. Pues no otra cosa era la
Oscuridad… la Oscuridad y el Frío y la Maldición. Los brillantes muros del
universo parecían haber estallado y esparcido sus bloques macizos de luz,
dejando escasos huecos negros entre los que se filtraba el vacío.
Tropezó
contra alguien que caminaba a gatas y cayó sobre él. Se llevó las manos a la
garganta, gateó hacia la llama de las antorchas que ocupaban su loca visión.
–¡Luz!
–aulló.
Aton,
en algún lugar, estaba gritando, lloriqueando terriblemente como un niño
asustado.
–Las
Estrellas… todas las Estrellas… nada sabíamos… nunca supimos nada. Pensábamos
en seis estrellas para todo el universo pero las Estrellas no podían verse y la
Oscuridad eterna eterna eterna y las paredes cayendo sobre nosotros que nada
sabíamos nada podíamos saber nada nunca nada…
Sobre
el horizonte que podía contemplarse desde la ventana, en la dirección de Saro
City, un resplandor aural comenzó a vislumbrarse, tomar consistencia y crecer,
estallando en fuertes brillos que, sin embargo, no pertenecían a la salida de
ningún sol.
Nuevamente,
la noche estaba allí.
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