Ramón Gómez de la Serna
Aquel
hombre de espíritu sutil y preocupado siempre se había interesado por encontrar
en los senos el tono musical, la polifonía. “La tienen –pensaba él–, la deben tener”.
“Cada
seno tiene su matiz musical. Lo único que hay que hacer es encontrarlo”, seguía
pensando él.
En
las estancias reservadas se quedaban impresionadas las mujeres cuando del bolsillo
interior de su levita sacaba un macillo y daba unos golpecitos en los senos. Se
parecía al dentista cuando da unos golpes con el pequeño martillo en la
dentadura del paciente o al médico cuando ausculta o reconoce por un
procedimiento nuevo.
“Lo
que hay que perfeccionar es el macillo… Los senos tienen su nota perfecta pero es
muy difícil de sacársela… Lo que hay que perfeccionar es el macillo…”
Y
perfeccionó el macillo y gracias a eso un día pudo reunir las más deliciosas
notas, en un conjunto ideal.
Ponía
en fila sus mujeres de senos distintos, los senos agudos, chillones, frívolos,
respingones como los cuernos del cabritillo, hasta los senos opulentos, caídos,
graves, que daban la nota honda; unas veces era inútil el derecho o el
izquierdo, porque daban una nota extraña en la escala de la colocación de las
mujeres. El macillo se libraba muy mucho de tocar ese seno átono.
Resultaba
fantástica la figura del grande y extraordinario xilofonista frente a los senos
sumisos, que se le ofrecían con un aguante sincero, como si fuese el corazón el
que daba las notas entrañables de su música. A veces, cuando la pieza musical
era larga y violenta, se dibujaba cierto dolor en la del seno más atacado, ese
seno izquierdo o derecho que tenía la nota culminante y repetida en la
partitura.
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