Édgar Omar Avilés
Genaro, seguido por sus dos hermanos, observa con curiosidad
al nuevo en brazos de su madre. Los cuatro parpadean a la vez.
–¿Qué tanto miran?, ¡váyanse a calentar la sopa y luego se
sirven! –grita a los niños que prestos se dirigen a poner leña en el fogón–. Venga
al cuarto, comadre, quiero contarle algo.
–Bueno, pero rápido que ya empezó
la procesión.
Las dos mujeres, prematuramente avejentadas, se sientan en
el borde de la cama. Antonia estira un poco la mano izquierda para subir volumen
a la radio, que no tiene ninguna estación sintonizada; su mano derecha sostiene
con firmeza al bebé.
–Es demasiado raro, comadre… usted sabe de lo que le hablo.
–No se preocupe, son cosas de escuincles. Siempre quieren
arremedar al más mayor.
–Pue’ que sí. Pero hasta cuando Genaro se baña, los otros
se menean, como si estuvieran bajo la manguera. O empiezan a restregarse.
–¿Y su viejo lo sabe? –pregunta mientras cruza los brazos.
–No, con eso de que nomás viene a encargarlos y se va pa’
la capital.
–¡Mmmm, qué caray! –exclama molesta y voltea hacia la tarde
que se cuela por la ventana: ve un cielo sin nubes donde el intenso Sol no hace
desaparecer a la Luna.
–Una vez vi a Genaro patear una piedra y que de repente siento
algo en la panza, cuando aún estaba en espera del tercero.
–Eso pasa a veces. ¿Pa’ cuándo bautiza al chilpayate?
–Después de la cuarentena. Ayer de pura curiosidad les conté
los lunares, cada uno tiene setenta y ocho –dice y mata una mosca en su mejilla.
–Pero muchos salen por requemarse o por tragar arañas.
–Y la semana pasada mientras le daba de comer, el chiquito
me mordió bien fuerte; aunque no tiene dientes me la dejó lastimada. Luego supe
que aquél se estaba comiendo una manzana.
–Se hubiera puesto clara de huevo, es rebuena.
La procesión desfila junto a la casa, los devotos se ríen
con fuerza para ahuyentar los días difíciles.
–Y así es diario; seguido dicen las mismas palabras a la vez.
Si se enferma, los otros también se ponen un poco malos.
–¿No serán puras coincidencias?, no se acuerda que a Canuta
una vez…
–No. Además, como que se parecen mucho entre ellos.
–Dicen que sacrificar una coneja preñada es bueno pa’ que
no haya tanta chiripa.
–Ya lo intenté rete hartas veces. Pa’ mí que es cierto lo
que me dijo mi ‘amá cuando yo estaba en espera del segundo.
–¿Y qué le dijo? –inquiere con rapidez a la par que clava
la mirada en la fotografía de una anciana.
–Que yo sólo tendría un hijo.
–Pos’ si ya son cuatro.
–Nomás tengo uno. Los otros se me hace que reencarnan del
mayorcito –las arrugas de su frente se pronuncian mientras observa al bebé que mueve
una mano como si utilizara una cuchara.
–¡Ay, comadre...!, qué cosas se le ocurren.
–No, en serio. Ya pasó una vez en la familia y no tiene caso
gastar centavos en balde.
–¿Y qué piensa hacer?
Afuera se oye el chillido de un puerco al ser ahorcado por
el líder de la procesión.
–Darles a los tres más grandes de eso pa’ las ratas, ya hasta
lo puse en la sopa. Ahorita se lo han de estar tomando.
–¡Hizo ya la pendejada!, ¿cómo se le ocurre? –dice
moviendo la cabeza de derecha a izquierda.
–Pos’ porque los cuatro son el mismo; sólo era cuestión de
ver con cuál me quedaba. Y me dije: “Mejor con el chiquito, así vive más”.
–Pos’ sí le pensó en eso… ¡Qué le pasa al chilpayate! –pregunta
muy asustada. Antonia responde con calma, después de respirar profundamente:
–Ya ve, se lo digo, a éste también le dan los retortijones.
Pero no se preocupe, nomás los otros se pondrán tiesos. Pa’ cuando lo bautice le
voy a poner Genaro.
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