miércoles, 6 de marzo de 2024

La feria o De noche vienes

Elena Garro

 

La música de una polka norteña llenaba el espacio abierto de la feria. Sobre un tablado los bailarines giraban y trotaban animados al son alegre de la música. Desde abajo un grupo de jóvenes seguía atento el baile, uno de ellos, Andrés, invitó a su compañera Carmen a subir con él al tablado, pero los otros dos, Francisco y Roberto se opusieron.

–¡No! O bailamos los cuatro o no baila nadie –exclamaron.

–¡Egoístas! Déjenme bailar con Andrés –se quejó Carmen.

Francisco y Roberto la detuvieron por los brazos riendo, mientras arriba la polka continuaba girando.

–Tenemos que irnos a la carrera de caballos –le recordó Francisco a Carmen.

–Mi caballo no va a correr, no vino Antonio, no tengo a nadie que lo corra –se quejó la muchacha haciendo un mohín.

–¡Qué lo monte Andrés, es de Chihuahua y por allá son buenos jinetes! –gritó Roberto.

Andrés sonrió satisfecho, le echó un brazo a Carmen y afirmó:

–¿Y por qué no? Seguro que lo corro, anden, vamos.

Carmen se colgó de su brazo y los cuatro abandonaron el tablado para dirigirse a la pista de carreras. La música se alejó de ellos.

Desde lejos, Andrés vio a Carmen besar a Francisco, el ganador de la carrera, y se detuvo en seco. Le pareció escuchar su risa, pues vio brillar sus dientes tan blancos como su traje. No quiso llegar hasta la tribuna donde se hallaba el vencedor, se alejó humillado y volvió al tumulto de la feria para perderse entre los feriantes. No se explicaba por qué había perdido la carrera de caballos, Tal vez la yegua de Carmen me desconoció, se dijo molesto. En Parral, su tierra, era considerado un buen jinete. Se encontró con unos conocidos.

–¿Qué haces tan taciturno? –le preguntaron.

–Nada… creo que me voy esta tarde de Aguascalientes –contestó disgustado.

–¿Te vas?, pues te hemos visto muy animado con Carmelita.

La música de un huapango interrumpió el diálogo, otras parejas bailaban con animación en un tablado próximo, Andrés los contempló unos instantes y se alejó cabizbajo. No tenía valor para volver a ver a la muchacha, ni tampoco para abandonar Aguascalientes y regresar a Chihuahua. Hacía apenas unos días que la conocía y su risa, sus maneras desenvueltas, y sus trajes blancos lo habían deslumbrado. Caminó meditabundo en medio de la algarabía de la feria. Había demasiada gente, trató de salir para dirigirse a su hotel, recoger su maleta y volver a Parral sin despedirse de nadie. Pasó frente a un puesto de Lotería y entró. No tenía ganas de jugar. Se halló rodeado de hombres y mujeres, algunos de pie, otros sentados en bancas de madera, alrededor de unas mesas destartaladas. Oyó cantar al hombre que anuncia las fichas.

–¡El Valiente!

Ése no soy yo, se dijo Andrés Vallarta con humildad y apagó su cigarrillo en el polvo del piso de la barraca. El hombre cantó enseguida.

–¡La Garza!

Sin saber por qué, Andrés levantó la vista y se vio frente a una mujer resplandeciente. La mujer parecía una cascada, alta, vestida de blanco, con un rebozo de seda blanco enroscado al brazo. La desconocida parecía perdida entre la gente, seguramente había entrado allí por equivocación, igual que él. La vio buscar acomodo en una mesa. Todas las miradas estaban fijas en su traje blanco y sus alhajas que no iban de acuerdo con la barraca llena de polvo.

–¡Lotería! –anunció el hombre que cantaba el juego.

Una mujer mal vestida se levantó y dejó su lugar vacío junto al lugar que acababa de ocupar la desconocida. Andrés fascinado ocupó el lugar vecino a la hermosa aparición. Una oleada de perfume lo hizo bajar la cabeza, era el mismo perfume que usaba Carmen. La desconocida era casi igual a la joven, sólo que parecía ser la verdadera Carmen. Tuvo la impresión de que la otra, su amiga, era una especie de anticipo y que ahora se hallaba frente a la mujer que había buscado desde niño. Tomó su cartilla e intentó seguir el juego, pero sólo miraba de reojo los dedos afilados de su vecina, que sostenían un tubo de labios e indiferente marcaba con una gran cruz, las imágenes que el gritón anunciaba. De pronto el tubo de labios rodó por debajo de la mesa y Andrés se inclinó a recogerlo. La desconocida hizo lo mismo, y así inclinada, lo miró largo rato, mientras sus dedos suaves le abrieron la mano y recuperaron la prenda. Andrés se enderezó turbado, bajó los ojos y miró con ahínco a su cartilla. Era necesario reponerse de la impresión que la desconocida le había producido. Sintió que su corazón iba muy de prisa y no se atrevió a levantar los ojos para mirar a la mujer vestida de blanco. El hombre volvió a cantar: –¡Lotería!

Hubo un movimiento de mesas y de gentes, Andrés levantó la vista y la hermosa mujer había desaparecido. Su lugar en la banca estaba vacío. Se levantó de un salto. ¿Había sufrido una alucinación? Miró en derredor: la caseta, los jugadores, las bancas, el gritón seguían intactos. Salió violento, debía encontrarla. Caminó por la feria abigarrada en busca de aquella mujer apenas entrevista como un cometa. Lo detuvo un grupo de gente que bailaba con animación vestidos lujosamente. Andrés trató de ver por encima de los bailarines a la gente que se movía a su alrededor o bien que contemplaba el baile popular y animado. De pronto vio brillar a lo lejos su pelo negro y su traje blanco, se acercó abriéndose paso entre los bailarines y cuando casi iba a alcanzarla, una nueva comparsa de bailarines lo separó de ella. La feria llena de música lo aturdió. Tal vez sólo la había imaginado, levantó los ojos agobiado por el gentío y el calor y la descubrió en lo alto del cielo, brillando como una estrella entre las dos luces del oscurecer. Ahí estaba sentada en una banca de la Rueda de la Fortuna, con un rebozo blanco enroscado al brazo y las puntas de flecos flotando sobre el cielo. Trató de acercarse a la Rueda de la Fortuna para esperar su descenso, pero alguien lo tomó por el brazo y lo llamó por su nombre: –¡Andrés!

Era la voz de Carmen. Se volvió sorprendido, allí estaba la joven sonriente acompañada de Roberto y Francisco.

–¿Te enojaste?

–¿Por qué?

–Por la carrera.

Andrés se quedó perplejo, había olvidado la carrera. Tuvo la impresión de que ese incidente había sucedido en otra vida. Miró a Carmen con curiosidad: su traje, su cara y sus ademanes eran banales ahora que había descubierto a la verdadera Carmen.

–No, Carmelita.

Carmen se le acercó y le dio un beso en la mejilla.

–Te andábamos buscando para ir al cocktail de los Pastrana. ¿Se te había olvidado?

Andrés hizo un gesto de desagrado. Hubiera querido decirle que después de la aparición de la desconocida había olvidado todo, pero sus amigos no le dieron tiempo, lo arrastraron fuera de la feria, hacia los automóviles, tenían que ir a la fiesta que se celebraba para festejar al triunfador de la carrera.

Andrés se encontró en el salón de los Pastrana con un vaso en la mano, rodeado de jóvenes risueñas y señores graves, que le hacían preguntas sobre su tierra. En Aguascalientes, Chihuahua parecía muy lejana y él casi un extranjero. Buscó aislarse, la imagen de la desconocida le seguía preocupando, se colocó en un rincón, cerca de un ventanal enorme, que daba sobre el jardín iluminado. No tenía ganas de hablar. Hasta él llegaba la canción que un trío cantaba en el lado opuesto del salón:

De noche vienes,

De día te vas,

Dime, morena,

con quién estás…

De pronto a través de los grandes vidrios del ventanal la vio avanzar por el jardín. Venía con un lujoso traje blanco, hecho de cristalitos pequeños. Se quedó estupefacto. Sus ojos se cruzaron con los de ella, que se quedó quieta, tan asombrada como él mismo.

–¡Andrés! ¡Andrés! Te presento a la señora Pastrana. Le he hablado mucho de ti.

Era Carmen. Aturdido tendió la mano a una señora mayor que lo miraba sonriendo.

–Esta niña tan linda, tan rodeada, ya le he dicho que debe sentar cabeza.

Andrés la miró sin entender lo que decía.

–¿Usted no cree?

–Sí, sí… claro.

–Andrés es tan serio, que la obliga a una a ser seria –dijo Carmen echándose a reír.

Andrés se volvió a mirar por el ventanal en busca de la desconocida luminosa, pero ella había desaparecido. Miró a Carmen con ira: siempre que la hermosa aparición se producía, Carmen irrumpía y la otra se esfumaba.

–Estás en las nubes –dijo Carmen risueña.

–Sí, perdona, voy a buscarte una copa –dijo Andrés para alejarse de la joven.

Sin esperar respuesta abandonó el salón y se dirigió al jardín. Anduvo por los caminillos solitarios, pero la desconocida no se encontraba en ninguna parte. En vano la buscó entre los árboles y los macizos de flores. Anonadado, encendió un cigarrillo y se detuvo junto al árbol a reflexionar. Vio a Carmen que avanzaba hacia él.

–¡Andrés! ¿Qué haces? Estás muy raro.

La miró con ojos vacíos.

–Nunca pensé que perder la carrera te hiciera este efecto.

Se acercó mimosa, lo tomó por los hombros y le ofreció la boca. Él la miró como si no la hubiera visto nunca.

–Besas tan bonito –suspiró la joven.

–¿Carmen, tú crees en las apariciones? –preguntó Andrés con vehemencia.

La joven lo miró molesta.

–Yo sí –contestó Andrés.

Se separó de Carmen y se quedó pensativo mirando algo que Carmen era incapaz de imaginar.

–Vamos adentro –urgió ella.

–Ve tú, yo tengo algo que hacer.

–¿Me plantas? Acuérdate que eres mi pareja.

–¿Tu pareja? –y la miró incrédulo.

–Con razón les llamamos bárbaros a los norteños. Eres un majadero.

–Perdóname, Carmelita, pero ando buscando algo que perdí.

–Yo me voy mañana –dijo Carmen humilde.

Convencido por su actitud humilde, Andrés se dejó conducir al interior de la casa. Se formó un grupo de jóvenes entre los que se hallaba Carmen, Roberto, Francisco y él mismo para volver a la feria a bailar en los entarimados de la plaza. En la calle oscura abordaron sus automóviles. Carmen subió con él. Entre giros y risas se dieron cita cerca de la plaza, hasta donde podían llegar en coche. Durante el corto trayecto, Carmen lo miraba de reojo, no entendía su actitud ausente. La joven le acarició una mano y él no correspondió a la caricia. Al llegar al bullicio de la feria estacionó el coche y ayudó a Carmen a bajar. Aturdidos por la gente buscaron a sus amigos perdidos en la multitud. Fue Carmen la que distinguió a Roberto subido a los Caballitos, entre un grupo de jóvenes que giraban montándose y desmontándose de los caballos de madera y saltando a tierra, para volver a subirse con gestos graciosos. Habían organizado un baile al compás de la Marcha de Zacatecas. El público entusiasmado también bailaba alrededor del carrusel. Carmen corrió para incorporarse al baile colectivo. Desde uno de los caballitos, le hace señas a Andrés, llamándolo, éste la sigue con la mirada, sonríe y de pronto cuando ella pasa frente a sus ojos, ve a la otra rodeada de un halo de luz, enseguida la vuelve a ver como a Carmen y decide irse entre la multitud.

Se alejó en medio de la gente y de la música, de pronto irrumpió una nueva corriente de gente y de gritos jubilosos que avanzaba abriéndose paso con un torito de fuego. La multitud se cerró en torno suyo, y lo empujó calle arriba, rumbo a la plaza. Era imposible zafarse del mar compacto de cuerpos que lo llevaba y que amenazaba con derribar las filas de puestos que cerraban la calle casi completamente. Con esfuerzos se abrió paso hacia un lado de la calle para refugiarse en uno de los callejones oscuros formados entre las filas de puestos. Al llegar a la orilla de la calle logró colocarse de espaldas a un pequeño callejón para ver pasar a las comparsas que bailaban detrás del torito de fuego. De repente sintió que alguien aparecía a sus espaldas y se volvió con brusquedad para encontrarse con la desconocida que también se había refugiado entre los dos puestos, la miró con arrebato y la tomó en brazos, al mismo tiempo que la arrastró hacia el callejón oscuro, formado detrás de las barracas. La desconocida no tuvo tiempo de zafarse de su abrazo; además, Andrés sintió que se dejaba arrastrar voluntariamente. La miró largo rato. Desde ahí se escuchaba la música y los cohetes, pero Andrés sólo oía el corazón de la mujer junto al suyo.

–Eres de verdad –suspiró el joven mirándola incrédulo.

La hermosa desconocida sonrió y Andrés se inclinó a besarla en la boca, que parecía pedirle que lo hiciera. Repentinamente la mujer forcejeó, quiso huir.

–¡Déjame ir! ¡Déjame ir!

Había visto sobre el hombro de Andrés que alguien asomaba la cabeza por una barraca y que la cabeza había desaparecido con velocidad. El muchacho la sujetó con violencia.

–¡Quién deja escapar la vida! –le dijo en voz baja volviéndola a besar.

–¿Cuál vida? –preguntó ella retirando sus labios.

Él la sostuvo vencida con un brazo, mientras que con asombro la mano libre del otro dibujó apenas con la punta de los dedos los labios de la mujer.

–Ésta –contestó convencido.

Él la guardó contra su pecho conmovido por el milagro de tener a aquella mujer entre sus brazos.

Ella permaneció quieta unos instantes y luego hizo un movimiento para zafarse de su abrazo.

–Me voy –suspiró la mujer.

Andrés la retuvo.

–¿Te vas y ni siquiera me has dejado ver el color de tus ojos? –preguntó con voz transida.

–¿Para qué? –preguntó ella desde el pecho de Andrés. El joven la estrechó aún más.

–Para ver el color de mi suerte –dijo al tiempo que la retiraba un poco para verle los ojos de cerca. Ella lo miró de frente.

–Son negros –contestó la mujer.

De la plaza llegó la música en oleadas melancólicas. Los dos escucharon atentos. La multitud y los fuegos de artificio habían pasado. La desconocida lo miró largo rato, mientras escuchaba la música.

–¿Oyes? Viva mi Desgracia.

Andrés escuchó atento los compases tristes del vals, que llegaba a ellos como un augurio, luego la miró apasionado.

–¡Que viva! –exclamó apretándola contra sí.

La desconocida arrastrada por él dijo:

–Viva –y buscó los labios del joven para sellar el pacto.

Los dos permanecieron juntos, los labios y los cuerpos perdidos en el ruido de la feria que para ellos había cesado. El nombre de Andrés gritado por varias voces en mitad de la calle los sobresaltó. Eran sus amigos que avanzaban por la calle llamándolo a voces. Distinguió la voz de Carmen. La desconocida pareció presa del terror y quiso escapar a toda costa.

–¡Cálmate! –le ordenó él tratando de retenerla, pero ella forcejeó en sus brazos a medida que se aproximaban los gritos.

–¡Andrés! ¡Andrés!

El joven sintió cómo el cuerpo de la desconocida se escapaba escurriéndose como una anguila plateada y de pronto se enfrentó con el rostro contrariado de Carmen seguido del de Roberto.

–¿Qué te pasa? –preguntó la joven con disgusto.

Andrés descompuesto, se pasó la mano por los cabellos mientras miraba en la dirección en que creía que había desaparecido la desconocida.

–¡Caray! ¿Qué buscas, hermano? –le preguntó Roberto dándose cuenta de que habían sido inoportunos.

Apareció Francisco seguido del grupo de jóvenes que habían bailado en los caballitos.

–¿Dónde te metes?

–¿Por qué te escapas?

Lo rodearon amistosos. Carmen se colgó de su brazo y lo hicieron avanzar hacia la plaza. En grupo subieron a los entarimados en donde un grupo de jóvenes bailaba la Zandunga. Andrés se deslumbró ante las hermosas cofias blancas de las bailadoras, creyendo ver en cada una de ellas el rostro de la bella desconocida. En un rincón ocuparon una mesa y Carmen al verlo tan ensimismado, le acarició una mano. Las tehuanas parecían novias y a veces las velas que iluminaban las mesas y los faroles que pendían en filas ordenadas, semejaban a monjas.

–¿Estás triste? Sí, estás triste porque yo me voy mañana –dijo Carmen segura.

Andrés volvió a mirarla sorprendido, para luego volver a ensimismarse en el hermoso baile de las tehuanas. Le molestaban el coqueteo y la risa de Carmen. Oyó reír a sus amigos y no se inmutó cuando Carmen se quitó un zapato de raso blanco, lo llenó de whisky y se lo ofreció a Francisco.

–¡Conozco un lugar para destrampados! –gritó Francisco.

Los otros, entusiasmados, pagaron la cuenta y ruidosos descendieron las gradas rumbo a sus automóviles.

–¡Allí le diremos adiós a Aguascalientes y a su feria tan nombrada! –gritó Carmen, mientras arrastraba a Andrés que se dejó llevar sin convicción.

Bajaron la calle en grupo rumbo a sus automóviles. Al pasar frente al lugar en el que había besado a la mujer de blanco miró largamente hacia el callejón formado por los puestos, en donde ahora no había nadie, sino un hueco oscuro y silencioso. Subieron a los automóviles y enfilaron rumbo al lugar de los destrampados. El auto de Francisco se detuvo en una calle oscura y los demás lo imitaron.

Ocuparon varias mesas una vez adentro del local profusamente iluminado y en el que se escuchaba música tropical. Algunos se levantaron a bailar sones veracruzanos. Andrés vio con alivio que Roberto invitaba a Carmen a salir a la pista. En medio de la alegría desbordante de la música Andrés se deslizó a la calle. Abordó su automóvil y a los pocos minutos se halló otra vez buscando a la desconocida por la feria. La buscó primero en automóvil, luego a pie. Recorrió los lugares en donde la había visto en las otras ocasiones, pero su búsqueda resultó inútil. Descorazonado se sentó en la balaustrada de la plaza y fumó pensativo un cigarrillo. La gente empezaba a dispersarse y las parejas descendían de la tarima cogidas de la mano. Él continuaba solo, esperando el milagro. Empezaron a apagarse los faroles luminosos y una melancolía cayó sobre la plaza. Andrés se sintió oprimido, y se preparó a abandonar la balaustrada. De pronto la vio a unos cuantos pasos de él. Su silueta se recortaba clara sobre la pared de un edificio. Se dirigió corriendo hacia ella, que dio vuelta en una esquina oscura, ahí lo esperó. Cayó en sus brazos.

–¡Andrés!

Se besaron largo rato. Después en el automóvil de él se dirigieron a su hotel. Los dos iban silenciosos y graves. En la habitación se besaron hipnotizados, a lo lejos pasaron unos feriantes cantando Carmelita. La desconocida y Andrés escucharon la canción desvanecida por la distancia y diluida por la noche. El joven miró a la mujer y de pronto preguntó asombrado: –¿Dime cómo te llamas?

–¿Yo? Carmen –dijo la desconocida después de vacilar unos instantes.

–Carmen –repitió él con aire soñador.

Se sentó a contemplarla en todo el esplendor de su belleza. La luz de la noche iluminaba sus cabellos oscuros sobre la almohada.

–Nunca he conocido a nadie como tú, me parece que no eres de este mundo –dijo admirado.

Carmen besó la mano que él había abandonado sobre la cama, él se inclinó sobre ella y le dijo al oído: –¿Te vas a venir conmigo?

Carmen cerró los ojos y lo obligó a recostarse junto a ella.

–Te va a gustar mi tierra, montaremos a caballo, Carmelita –prometió él mirándola de reojo.

Carmen se recostó sobre su pecho con aire triste.

–¿Te vienes conmigo? –insistió la voz seria del joven.

–Sí, me voy, ¿cuándo? –contestó ella.

–Apenas amanezca, podemos casarnos en Chihuahua o donde tú órdenes. A mi familia le vas a gustar mucho, oye, ¿y yo le gustaré a la tuya?

–¿Por qué no?

–¿No te duele dejar tu tierra, Aguascalientes y tu casa?

–¡No! Me iré gustosa de aquí.

Andrés la recogió y la puso contra él. Se quedaron dormidos con las bocas juntas como si fueran una sola persona.

La luz del amanecer se convirtió en luz de la mañana e iluminó el cuarto del hotel. Por la ventana los primeros rayos de sol entraron para iluminar el rostro dormido de Andrés. Éste abrió los ojos con dulzura y se halló solo en medio de su cama. Carmen se había ido. Se levantó de un salto como si estuviera herido de muerte para buscar a la mujer. Sin rasurar y sin corbata llegó hasta la Recepción del hotel. Los empleados lo miraron burlones.

–No, señor, no hemos visto salir a ninguna señorita de esas señas –contestaron a su pregunta. Andrés los miró sombrío.

–Tal vez el velador vio a esa señorita de blanco –dijo uno de ellos al ver el aire agresivo del cliente.

Andrés pidió la dirección del velador, sabiendo lo que esos imbéciles estaban pensando: Una cualquiera que desvalijó a este tonto.

–Que bajen mi equipaje, enseguida vuelvo y dejo este hotel –dijo con rencor.

Subió a su automóvil para ir a buscar al velador. La ciudad estaba quieta a esas horas. Apenas debían ser las siete de la mañana. Los puestos iluminados la noche anterior mostraban ahora una fealdad de tablas y viejos techos de lona gris. Las aceras estaban llenas de basura, que algunos barrenderos recogían. Anduvo al azar, buscando la dirección del portero del hotel. El hombre vivía en las afueras de la ciudad. Tomó una calle de casas bajas. A lo lejos, casi al final de ella la vio venir, cojeando, pues sólo traía un zapato. Aceleró la marcha del auto y frenó junto a ella, temeroso de que volviera a desaparecer. La miró desencantado.

–Eres tú –dijo al ver a la otra Carmen.

La joven lo miró con tal júbilo que lo dejó anonadado.

–¡Andrés!

Sin esperar respuesta se subió al automóvil, le echó los brazos al cuello y lo besó. Luego se soltó llorando. Él miró sus cabellos en desorden y su traje manchado.

–¿Qué pasa, Carmelita?

–Tú tienes la culpa. Anoche cuando te fuiste hubo un pleito y acabamos todos en la cárcel, de ahí vengo ahora, llévame a mi casa –suplicó.

–Sí, claro que te llevo, no llores.

Andrés echó a andar el automóvil.

–¿A casa de la señora Pastrana? –preguntó.

–No, a mi casa, a Guanajuato. Ayer vinieron por mí, pero cuando estuve en el bote anuncié que me iba con Francisco, no podía decirles donde me hallaba. El comisario me permitió llamar por teléfono.

–¿Que te lleve a Guanajuato? –exclamó Andrés sobresaltado.

–Sí, anoche le mandé decir a la señora Pastrana y a mis hermanos que ya me iba. No podía decirles donde estaba.

Andrés se dejó convencer, su amiga parecía aterrada y no podía abandonarla.

–¿Puedo pasar a mi hotel a recoger mi maleta? –preguntó él.

Se detuvieron unos momentos en el hotel, mientras el joven pagaba su cuenta y recogía su maleta y enseguida emprendieron el viaje a Guanajuato.

–¡Tengo que llegar antes de que mis hermanos lleguen a comer! ¡Son tan estrictos! –suspiró Carmen.

Tomaron la carretera a gran velocidad. Andrés quería volver a Aguascalientes para buscar a la otra Carmen, por eso él también llevaba prisa.

–¿Y Roberto y los demás? –le preguntó a la joven.

Ella se echó a reír a carcajadas.

–Están en el bote. ¿Pues que no te dije ya que le prendieron fuego al Ave del paraíso? –dijo la joven ahogada por la risa.

–¡Qué bárbaros! –exclamó Andrés echándose a reír.

–Entre todos pagaron mi multa, en cuanto paguen las suyas y salgan vendrán a visitarme a Guanajuato –agregó complacida.

El campo amarillento parecía interminable, cuando el sol estaba alto, Andrés se halló casi por milagro en las goteras de la ciudad de Guanajuato. Carmen dormitaba junto a él, cansada de parlotear y de reír. Como si sintiera la proximidad de la ciudad, se despertó sobresaltada. Guiado por ella el joven entró por calles pequeñas y apartadas y de pronto lo hizo detener el automóvil.

–Aquí me bajo. Tomaré un taxi para llegar a mi casa –dijo Carmen.

–Cómo tú digas.

Impetuosa, le echó los brazos al cuello y lo besó.

–¿Sabes, Andrés? Estoy enamorada.

–También yo –contestó él muy serio.

–¿De quién?

–De una aparición.

Lo miró con curiosidad, no la veía a ella. Ofendida se bajó del auto y cerró la portezuela de un golpe, luego se asomó por la ventanilla. Él permaneció tranquilo.

–¿Es bonita tu aparición?

–Muy bonita –le contestó dándole una palmada en la mejilla.

–¿Quién es?

–Te dije que es una aparición. Lo único que sé de ella es que se viste de blanco y que se llama Carmen.

La joven sonrió emocionada.

–¿Carmen?, ¿cuándo vienes a mi casa para que te presente a mis hermanos?

–Cuando quieras.

Pasaron unas mujeres que los miraron con curiosidad.

–¡Adiós, Carmelita! –le dijeron a la joven.

Carmen volvió asustada. Las señoras se acercaron y Andrés aprovechó para echar a andar el automóvil.

–¡Ven a mi casa! –gritó Carmen en el momento en que Andrés se alejaba.

Andrés se perdió en los vericuetos de la ciudad. Se detuvo a preguntarles a unos transeúntes por la salida a la carretera, hablaba con ellos, cuando vio a la verdadera Carmen con un traje blanco impecable, subir a un auto también blanco. ¡No podía ser ella! Aturdido la vio tomar el volante y salir a gran velocidad. Partió en su persecución. El coche deportivo desapareció en una esquina. Detrás de las casas escuchaba el motor potente del otro automóvil, pero la ciudad era un laberinto. En una bocacalle lo vio de lejos, luego escuchó su claxon. Tardó un tiempo en retroceder y alcanzar la calle que había tomado su amante. Se encontró en una calle silenciosa. Por la acera estrecha caminaba una mujer gorda que llevaba de la mano a un niño. Las fachadas de las casas no le dijeron nada. Desconcertado, detuvo su auto y recorrió con la mirada las ventanas cerradas de algunos palacios. Era una calle rica e indiferente. Tuvo la certeza de que detrás de alguna de aquellas ventanas se ocultaba su amante.

 

Remedios entró al gran patio de baldosas de su casa. Bajó de su automóvil blanco y le preguntó a Loreto, el criado, que se acercó solicito, después de cerrar el portón.

–¿Ya llegó la señorita Carmen?

–Acaba de llegar, señora Remedios –contestó el criado.

Tranquila subió las escaleras de piedra y llegó a la planta alta de la casa, en donde se hallaban los salones de estar y las habitaciones íntimas. Cruzó un claustro, entró a un saloncito y llamó con discreción a una puerta que comunicaba con la habitación de su cuñada. Le llegó la voz de Carmen.

–¿Eres tú, Remedios?, pasa.

Se encontró frente a la joven que se cambiaba de ropa a gran velocidad.

–Puedes decirme si fui a buscarte a Aguascalientes ayer, ¿por qué me dejaste plantada en el hotel a media noche? –preguntó Remedios con voz grave.

–Estaba en una fiesta y los muchachos prometieron traerme temprano. No quise molestarte –dijo Carmen temerosa de su cuñada.

–¿Y si Marcial lo sabe?

–¡No se lo digas, dile que volvimos juntas! –suplicó Carmen.

Remedios sacó un cigarrillo y se paseó nerviosa por la habitación.

–No me gusta decirle mentiras a tu hermano.

Llamaron a la puerta.

–El señor las espera en el salón –dijo una criada.

–¡No me acuses! –suplicó Carmen tomando a su cuñada de la mano.

Remedios salió, tenía miedo de enfrentarse con Marcial y sus hermanos. Al pasar frente a su espejo se miró unos instantes, parecía asustada. Trató de componer el gesto y entró al salón en donde la esperaba su marido rodeado de sus cuatro hermanos, que llevaban todos una cinta de luto en la manga de sus americanas. Marcial se acercó a besarla.

–¿Y Carmen? –preguntó.

Remedios se sintió incómoda, la entrada de Carmen la alivió.

La joven estaba tan tranquila que se diría había obedecido las órdenes estrictas. Ahora vestía de negro, estaba enlutada como sus hermanos. De pronto su nombre surgió de la calle.

–¡Carmen! ¡Carmen! ¡Carmen! –un hombre la llamaba.

Carmen corrió hacia el balcón de la sala, seguida de Marcial y de Remedios. A través de los vidrios vieron a Andrés que llamaba mirando hacia las ventanas vecinas. Remedios pareció petrificarse, apenas se atrevió a mirar a su amante.

–¿Quién es? –preguntó Marcial enojado.

–No lo sé, nunca lo he visto, un loco –dijo Remedios.

Carmen hizo ademán de querer abrir el balcón y Marcial la detuvo.

–¡Desvergonzada! ¿Cómo provocas este escándalo enfrente de mi casa? –le dijo furioso.

–¡Es Andrés Vallarta, mi novio! –gritó impulsiva la joven.

–¿Y tú para qué sirves? ¡No me digas que no sabías nada de esto! –le dijo Marcial a su mujer mirándola severo.

Remedios se mantuvo erguida y muda junto a los visillos del balcón.

–Es mi novio –repitió Carmen.

–¿Y por qué escandaliza en la calle en lugar de dirigirse a mí? –exclamó Marcial con dignidad.

Remedios vio cuando Román y Joaquín, sus cuñados más jóvenes, salían iracundos del salón. Casi a pesar suyo miró por los visillos con disimulo y vio a Andrés subir a su automóvil, lanzar una última mirada a las fachadas de las casas y alejarse de ahí. También vio a Román y a Joaquín salir a la calle y avanzar en busca del joven.

–¡Eres un tirano Marcial! ¡Odio a mis hermanos! ¿Qué van a hacer? ¿Matarlo? –gritó Carmen.

–¡Cállate! –ordenó Marcial.

Andrés recorrió la ciudad en busca de un hotel. Se quedaría hasta hallar a Carmen. La ciudad le pareció muy hermosa y le fue difícil encontrar habitación, pues los hoteles estaban llenos por los políticos que habían llegado para la toma de posesión del nuevo gobernador. Encontró alojamiento casi en las afueras de la ciudad. El hotel era lujoso y sus terrazas estaban llenas de gente que comía y bebía en medio de una música alegre. Subió a su cuarto a cambiarse y a bañarse y luego bajó al bullicio de la terraza, en donde los mariachis tocaban sones de Jalisco y algunas parejas bailaban al compás de los guitarrones. Se distrajo de la alegría, no entendía a Carmen. ¿Por qué huía siempre? Se le ocurrieron los pensamientos más diversos y se quedó triste. Se sintió ajeno a la algarabía del hotel. Llamó al camarero, le dio unos billetes y le ordenó:

–Dígales que canten Carmelita.

El camarero se acercó a los mariachis y Andrés escuchó pensativo. ¿Cómo había podido irse después de lo ocurrido entre los dos?

El camarero lo sacó de sus cavilaciones.

–La señorita Carmen lo espera en el teléfono.

El camarero lo condujo al bar.

–Espérame en la presa, arriba, al oscurecer –escuchó sobresaltado.

Era una orden. Su voz inconfundible le llegó en tono muy bajo, como si tuviera miedo de que alguien la escuchara. Antes de que él hubiera podido decir una palabra la oyó colgar el aparato. Volvió a la terraza aturdido. Se acercó el camarero.

–Perdone, ¿conoce usted a la señorita Carmen que anda siempre vestida de blanco? –le preguntó al hombre.

El camarero lo miró con curiosidad.

–No, señor. Yo conozco a una señorita Carmen que anda de negro. Lleva luto.

Andrés pensó que se burlaba de él y guardó silencio. El hombre se retiró respetuoso y lo observó desde lejos.

En el salón, Marcial y sus hermanos interceptaron el paso de Carmen.

–¡Quédate en la casa y cámbiate de ropa! –ordenó Marcial a la joven que se preparaba a salir a la calle con un traje blanco de Remedios.

–¿Te parece justo que yo que soy la joven ande siempre de negro?

–A Remedios le hace daño el luto, se lo he dicho a ustedes mil veces. Además mi padre era su suegro –dijo Marcial, tratando de imponerse frente a sus hermanos, tenía ahora demasiado quehacer para detenerse en una disputa familiar.

–Déjame ir a verlo, él está enamorado de mí y yo de él –suplicó Carmen con la cabeza baja.

Remedios al pie de la escalera escuchó las palabras de su cuñada.

–Espera a que pasen estos días y yo te ayudaré con Marcial –le prometió a la joven con voz serena.

Carmen la miró con rencor, miró a Marcial, luego a sus hermanos y subió las escaleras corriendo. Era inútil, no la dejarían salir.

–Son casi las cinco –recordó Remedios a Marcial.

Éste la ayudó a subir al coche que esperaba en el patio y los esposos salieron juntos. Él debía saludar a algunos políticos y ella a sus mujeres en un hotel situado en las afueras de la ciudad, famoso por sus hermosos jardines. Sería una especie de merienda campestre, salpicada de música y de bailes en honor del nuevo gobernador. Remedios se había esmerado en su atuendo y Marcial se sentía orgulloso de su belleza.

Los jardines del hotel lucían esplendorosos, la música sonaba alegre, las mesas colocadas en los corredores estaban repletas de mujeres y hombres elegantemente vestidos, la entrada de Remedios y de Marcial fue acogida con gestos amistosos. Un pequeño grupo de bailarines ejecutaba un alegre baile y algunas jóvenes se unieron a ellos.

Andrés recorrió la ciudad. Buscó el lugar de la cita y estacionó el automóvil cerca de unos árboles. Vio correr los últimos rayos del sol y esperó a que cayera la noche. Impaciente bajó del auto y paseó al borde del agua. De pronto escuchó un ruido leve, se volvió y se halló frente a Remedios que avanzaba cautelosa. Sin decirse una palabra cayeron el uno en brazos del otro. Se besaron bajo los árboles y subieron al automóvil.

–Sólo vienes de noche –le reprochó él.

Ella no contestó, se limitó a besarle el cuello.

–Andrés, vete de Guanajuato –le rogó.

–¿Qué me vaya? ¿Por qué? No puedo vivir sin ti.

Remedios se separó de él, miró sus ojos acongojados, se recostó sobre su pecho e insistió.

–¡Vete, mi vida, te lo ruego!

El joven guardó silencio. No la comprendía. La tomó por los hombros y la miró con fijeza. Ella desvió la mirada.

–Dime por qué quieres que me vaya. ¿Con quién vives? ¿Quién eres cuando no estás conmigo? La mujer no contestó, se empeñó en seguir con los ojos bajos.

–¡Dime dónde te vas cuando no estás conmigo! –gritó exasperado.

–¡Voy a mi casa!

–¿Dónde está tu casa? –exigió él estrujándola.

–En San Miguel Allende –respondió ella asustada.

Andrés la abrazó contra sí, no quería asustarla más, el miedo podía hacerla desaparecer para siempre.

–No quiero asustarte, pero, ¿qué haces en Guanajuato? –le dijo con voz suave.

–Hay fiestas, y vengo, son compromisos –agregó ella ocultando la cara.

–¿Compromisos? Tú no tienes compromisos con nadie, sólo conmigo.

–Cuando pasen estos días seré libre –contestó ella emocionada.

–Vente conmigo –suplicó Andrés.

Remedios se cubrió la cara con ambas manos.

–Andrés, créeme que te amo, como no he querido a nadie.

Él la apretó contra su corazón. Permanecieron quietos, el uno junto al otro, asombrados de su milagroso encuentro.

–Tengo que irme. ¡Prométeme que te irás de Guanajuato! Y yo te seguiré.

Andrés la miró con reproche y echó a andar el automóvil.

–¿A dónde vamos? –preguntó ella presa de pánico.

–A mi hotel –contestó él decidido.

En un cruce un semáforo los detuvo. Había tráfico, gente paseando, cohetes, la ciudad entera estaba animada. Remedios abrió la portezuela y bajó corriendo, regresó por la calle que acababan de bajar y que era sentido único. Andrés abandonó el auto y corrió tras ella, la vio dar vuelta en una calle y corrió hacía allí. Se encontró con una callejuela oscura y torcida.

–¡Carmen! ¡Carmen! –gritó furioso.

Ella, desde el hueco de un patio oscuro, lo vio torcer por el callejón que partía de la mitad de la callejuela en donde ella se encontraba. Salió de su escondite de prisa y torció en la dirección opuesta. Conocía los callejones y sus salidas de memoria. Apresuró el paso y bajó en línea recta por una callecita de escalones, que daba a una plazoleta cerca de la presa en donde había escondido su automóvil blanco, subió en él y desapareció rauda. Unos minutos después se hallaba en su casa. Era tarde. No sabía qué excusa dar si tenía que enfrentarse con Marcial. Se dirigió a su cuarto, se arregló el cabello y se pintó la boca. Entró Carmen que la miró con fijeza.

–Marcial te llamó muchas veces.

–Se me hizo tarde.

–Está furioso porque te fuiste de la fiesta sin avisar.

Remedios avanzó hacia su cuñada y la miró con ira.

–¡Me espían! Estaba cansada, fui a dar una vuelta, ¿hay algo de malo en eso?

–Nada, pero así son. Tampoco a mí me dejan salir para ver a Andrés.

Remedios guardó silencio y trató de no ver a su cuñada. Ésta se acercó melosa.

–¡Ayúdame, Remedios! Invítalo al teatro pasado mañana.

Remedios la miró con sobresalto.

–¿Cómo, si no lo conozco?

–Mira, mañana salimos juntos y le llevamos una invitación.

Remedios guardó silencio. Era absurdo lo que le proponía su cuñada. La miró de frente.

–¿Estás segura de que es tu novio? –le preguntó con incredulidad.

–¡Claro! En Aguascalientes anduvimos juntos la semana que estuve y él me trajo esta mañana a Guanajuato. Cuando me bajé de su coche se me declaró.

Remedios se mordió los labios, hubiera querido echarla de su habitación. Sacó un cigarrillo y dio varias vueltas por su cuarto.

–¿No me lo crees? Le pediré mañana delante de ti, que me repita lo que me dijo hoy –declaró la joven con sinceridad.

Remedios tuvo miedo de ponerse pálida frente a su cuñada.

–Mañana decidiremos todo, te lo prometo –aseguró con dignidad.

Carmen se acercó a darle un beso.

–¡Se me olvidó decirte que Marcial y los muchachos llegan tarde! –le dijo antes de salir de su cuarto.

Cuando Remedios se encontró sola se tiró bocabajo en la cama y golpeó las almohadas con los puños. Se levantó y salió de su cuarto con sigilo. Bajó las escaleras y se dirigió a su coche. Loreto el mozo se le acercó.

–Voy a buscar al señor –le anunció con voz fría.

El criado abrió el portón y Remedios se halló en la calle. Corrió veloz hacia el hotel de Andrés, necesitaba verlo, iba furiosa. Sin darse cuenta se encontró frente al hotel iluminado. Se detuvo a reflexionar. A lo lejos vio estacionado el auto de su amante. Bajó decidida y avanzó hacia la terraza, pero la vio tan llena de gente que retrocedió asustada. Se acercó al auto de Andrés, quería dejarle un mensaje, algo que le dijera que ella había ido a buscarlo, que lo amaba. Sacó su tubo de labios y con mano segura escribió sobre el parabrisas. Vine. Te amo. Once de la noche. Carmen. Se alejó corriendo temerosa de que alguien la hubiera visto. Una vez en la ciudad se dirigió al hotel en donde se daba la fiesta que ella había abandonado y en donde todavía se encontraba su marido. Al llegar a los jardines del hotel, la música la hizo retroceder, no podría soportar aquella alegría, llamó a un mozo y le pidió que llamara a su marido. A los pocos minutos apareció Marcial alarmado.

–¿Qué pasa? Son las once y cuarto –dijo mirando su reloj pulsera.

Remedios guardó silencio.

–Primero me plantas aquí y ahora te presentas sola a ¡estas horas!

–Estoy nerviosa. Vine por ti, no quiero estar sola.

–¡Mira! Esta fiesta es importante para mí o te quedas o te vas inmediatamente –le contestó Marcial con disgusto.

Remedios prefirió irse. Cuando Marcial llegó a su casa se hizo la dormida. Su marido la observó preocupado y tampoco él pudo conciliar el sueño. Por la mañana se levantó muy temprano y recomendó que no molestaran a la señora. No quiso despertarla. ¿Para qué? Esperaría a que se fueran los capitalinos para hablar con ella. Apenas se fue Marcial, Remedios salió de su cuarto. No quería estar en su casa y enfrentarse con Carmen, que insistiría en su locura de invitar a Andrés a la función de gala en el teatro y luego a la fiesta. Subió a su automóvil.

–Dile al señor que me fui a San Miguel para ver a mi mamá. Hablaré de allá para ver si hay novedad –le dijo a Loreto.

Al salir de su casa lo primero que hizo fue llamar a Andrés por teléfono. El joven se sobresaltó al escuchar su voz.

–¿Por qué te escapaste anoche? Juegas conmigo, se quejó dolido.

–No me preguntes, mi vida, algún día te lo explicaré todo.

Andrés guardó silencio. Remedios tuvo la impresión de que el joven pensaba irse.

–¿Dónde estás ahora? –preguntó él.

–Estoy solita –respondió ella.

–Ya tengo lista mi maleta, me voy.

–Anoche te fui a buscar, te dejé un recado. Te espero al oscurecer junto a la iglesia de La Valenciana –suplicó Remedios.

–¿Y ahora por qué no? Sólo de noche vienes –se quejó el joven.

–Te amo –respondió Remedios y colgó el teléfono.

Subió a su coche y salió rumbo a San Miguel. Quería reflexionar. Pasaría un día sosegado sin la presencia de sus cuñados, que la espiaban. Tenía que impedir que Andrés fuera al baile del gobernador y que se fuera de Guanajuato. No sabía qué hacer.

Andrés bajó corriendo a la Administración del hotel, quería leer el mensaje de Carmen.

–Anoche me trajeron un mensaje.

–No, señor. No hemos recibido ningún mensaje para usted.

El joven miró con odio al empleado. Se confabulaban contra él. Se retiró del escritorio y salió a la calle. Al llegar a su automóvil vio el letrero escrito con rojo de labios. Lo leyó muchas veces. Subió y dio varias vueltas por el campo. No quiso borrar el mensaje de amor. Volvió a la ciudad y entró a una nevería a tomar un café.

En otra mesa de la nevería, Román y Joaquín, acompañados de un grupo de periodistas, terminaban de desayunar. El grupo salió a la calle. Los hermanos encontraron estacionado junto al suyo a un coche con placas de Chihuahua, que era el mismo que la víspera se había estacionado frente a su casa. Y en el que venía el hombre que había gritado el nombre de su hermana en la calle. Leyeron con ira el mensaje escrito en el parabrisas. Disimularon delante de los periodistas y se fueron con ellos.

–Volveremos después a arreglar este asunto –le dijo Joaquín a Román en voz baja.

Dejaron a los amigos y tomaron el camino de su casa. Iban a reclamarle a Carmen. Al llegar interrogaron a Loreto.

–Les aseguro jóvenes que la señorita Carmen no salió ayer en todo el día.

–¡Salió en la noche! –gritó Román con el rostro enrojecido de ira.

El criado retrocedió asustado.

–No, joven, anoche sólo salió la señora Remedios.

Los hermanos se miraron estupefactos.

–¿Dónde está la señora?

–Se fue temprano a San Miguel, a ver a su mamá.

Subieron a hablar con su hermana. La encontraron disgustada porque Remedios se había ido sin avisarle.

–Es una egoísta, le pedí un favor y se fue para no hacérmelo.

–¿Qué favor? –preguntó Joaquín.

–Qué fuera conmigo a invitar a Andrés a la función de teatro de mañana y al baile del Gobernador.

–¿Lo viste anoche? –preguntó Joaquín.

–¡No!, ni siquiera he podido localizarlo por teléfono, anda todo el tiempo fuera. Además, no quiero perjudicar la carrera política de Marcial –agregó la joven con burla.

–¿Remedios conoce a Andrés? –preguntó Román.

Carmen lo miró asombrada, después pareció reflexionar.

–Que yo sepa, no. La tarde que ella estuvo en Aguascalientes no anduvimos juntas.

–¡Espérame! –dijo Román a su hermana al mismo tiempo que le hizo una seña a Joaquín para que no la dejara sola.

De prisa se dirigió al cuarto de su cuñada. Abrió los cajones y revisó sus papeles, en uno de ellos había escrito con lápiz de labios un número de teléfono. Lo marcó y resultó ser de un salón de belleza. Se echó el papel en el bolsillo y salió al encuentro de sus hermanos.

–¿Todas las mujeres tienen manía de escribir con su tubo de labios? –le preguntó a Carmen.

–Todas no, Remedios lo hace, por eso sus bolsos están manchados por dentro, ya se lo he dicho –dijo la joven con curiosidad.

Joaquín llama entonces a San Miguel Allende, con la seguridad de que Remedios no había ido a visitar a su madre, pero le contestó su cuñada.

–Dice que llega esta tarde –explicó desilusionado a sus hermanos.

–Llama a tu amigo y dile que lo vas a invitar al teatro –le pidió Román.

–Carmen llamó al hotel y preguntó por el joven. Enseguida colgó el teléfono, desilusionada.

–Vamos a buscarlo para invitarlo a la fiesta –dijo Joaquín con malicia.

Al oscurecer, Andrés se dirigió a la iglesia de La Valenciana. A un lado, en lo alto, se hallaba la iglesia, su atrio y sus árboles viejos. Del otro lado de la carretera una barranca y al fondo las viejas construcciones de las minas con los restos de una antigua hacienda. Empezó a cerrar la noche, el paisaje se volvió fantasmal y sobre Andrés cayó una gran melancolía. Pensó que morir debía ser hundirse en una niebla nostálgica de la perfección. De pronto vio avanzar por la carretera a Remedios como una tenue niebla blanca. Bajó del auto a recibirla, ella lo tomó de la mano y juntos descendieron por aquel paisaje árido y pedregoso. Como en un sueño se sentaron muy debajo de la barranca y ella apoyó la cabeza sobre la tierra y contempló el cielo alto, que se alzaba sobre ellos. La noche entera anunciaba la quietud y la paz. Andrés la besó, le pareció verla a través de una niebla que desdibujaba sus facciones y dulcificaba sus ojos.

–No sé, mientras te esperaba pensé en la muerte –le dijo en voz muy baja.

–También yo –murmuró Remedios y el rostro inclinado de su amante le pareció el de un ángel que anunciaba tragedias. Lo sintió en peligro, pensó que los dos se columpiaban sobre un abismo, se abrazó a él con desesperación y el joven la besó.

–Eres mi premio, lo supe desde que te vi –murmuró al oído de ella.

Ya no podría vivir sin Remedios. La tomó por los hombros para explicárselo y de pronto, con gesto cansado, la dejó caer y se puso de pie para mirar la noche acumulada en el fondo del barranco. Sintió que las palabras no le servían. Se volvió a mirarla tendida sobre la tierra y casi tuvo miedo.

–¿Quién eres, Carmen? ¿Adónde te vas cuando no te veo?

Ella guardó silencio.

–Vienes de noche y desapareces –le dijo con rencor.

Se agachó, buscó una piedra y la lanzó con fuerza al fondo de la barranca, como cuando era niño y arrojaba piedras en el campo, asombrado de verlas viajar por el aire, y luego desaparecer en algún lugar que sus ojos no alcanzaban. Oyó zumbar la piedra y la oyó caer muy lejos, tragada por la noche. Así se sentía cuando no veía a Remedios: una mano extraña lo lanzaba a las sombras y caía en un lugar irremediablemente oscuro. Cogió otra piedra y la volvió a lanzar con ira. Cuando ella lo besaba lo lanzaba por un espacio luminoso, viajaba por valles verdes y constelaciones luminosas. Trató de explicárselo y guardó silencio, oprimido por las sombras de la noche oscura. Así sería toda su vida sin ella. Sumiso, volvió a su lado, y le acarició una mano abandonada sobre la tierra.

–No quiero pensar.

–Eres mi amor –dijo ella.

Se inclinó para besarla y la miró largo rato.

–¿Te vendrás conmigo?

–Sí, no podría vivir sin ti después de haberte conocido –respondió ella con simpleza.

–¿Cuándo? –preguntó él mirándola de muy cerca.

–Mañana en la noche estaré aquí esperándote.

Andrés la besó desfallecido y ella cerró los ojos ante la gravedad de la promesa que había hecho.

Las estrellas cambiaban de lugar cuando ellos iban subiendo la cuesta. Ambos estaban tristes. Se encontraron frente a los faros apagados del auto de Andrés y el joven la arrastró hacia el interior del coche para besarla nuevamente.

–Tengo miedo de que se acabe el tiempo junto a ti –suspiró.

–¿Miedo? Mi vida, no digas eso –suplicó Remedios súbitamente aterrada y miró las manecillas luminosas del reloj en el tablero del auto.

–Son las once –dijo casi a pesar suyo. Se tapó el rostro con las manos. Luego hizo ademán de querer bajarse del auto. En ese momento pasó un automóvil junto a ellos a gran velocidad y Remedios se bajó enloquecida del coche de Andrés. El coche que acababa de pasar avanzaba hacia ellos reculando.

–¡Vete! ¡Vete! –le ordenó echando a correr rumbo a la iglesia.

Andrés obedeció. Supo que también ella estaba en peligro, echó a andar su auto en el momento en que el otro coche se aproximaba a él. El coche desconocido tomó varios minutos en girar para salir en su persecución. Remedios desde su escondite vio a sus dos cuñados correr tras de su amante. Ella se dirigió aterrada a su propio auto estacionado detrás del convento y huyó.

Andrés corrió un rato seguido por el coche extraño y luego, cuando se acercaba a la ciudad disminuyó la velocidad para dejarlo pasar primero. El coche pasó zumbando junto a él. En la calle oscura de entrada a la ciudad vio al coche extraño parado en la mitad del arroyo, con las dos portezuelas abiertas y un joven de pie junto a cada una de ellas. Le habían interceptado el paso y Andrés optó por detenerse y esperar. Los jóvenes avanzaron hasta él, se colocaron a cada lado del auto y se inclinaron a mirarlo. Tendrían la misma edad que él.

–¡Váyase de Guanajuato! –le dijo el que estaba al lado del volante.

–Le conviene más –insistió el del lado izquierdo.

Después, sin más explicación se alejaron, subieron a su automóvil y se perdieron en la calle oscura. Andrés los vio irse, sacó un cigarrillo, lo encendió y muy despacio volvió a La Valenciana donde había abandonado a su amada. Estacionó su coche en el mismo lugar que antes, bajó la barranca en busca de ella. El lugar se hallaba deshabitado y solo. La llamó en voz baja, luego gritó su nombre y al final, se sentó agobiado en el mismo lugar en que momentos antes había estado con ella. Se sintió como la piedra lanzada al fondo del abismo. No podía irse, debía hallarla, estaba seguro de que lo esperaba escondida. Al amanecer volvió a su automóvil y muy despacio tomó el camino de su hotel.

Al entrar a su casa Joaquín y Román le preguntaron a Loreto si ya había vuelto de San Miguel la señora Remedios.

–No, jóvenes. Todavía no ha vuelto –contestó el criado.

Los hermanos se miraron pensativos. Durante el día habían buscado el auto con las placas de Chihuahua. Después habían vigilado la entrada de la carretera de San Miguel Allende y todo había sido en vano. Luego recorrieron los lugares apartados en donde se esconden los amantes y al ver estacionado el coche del forastero frente a La Valenciana, les pareció ver una silueta de mujer. Su desencanto al detener al forastero a la entrada de Guanajuato los desconcertó, ya que iba solo. Entraron al salón y se miraron preocupados, no se atrevían a decir que sospechaban de Remedios, pero su silencio y su actitud lo decía a las claras. Tampoco se atrevían a comunicarle a Marcial sus sospechas, temían la cólera desmesurada de su hermano mayor. De pronto lo oyeron subir la escalera. Marcial se sorprendió al encontrarlos en el salón.

–¿Qué hacen? ¿Qué esperan?

–Esperamos a tu mujer.

–¿No ha vuelto todavía? –preguntó alarmado.

–No.

Marcial se sirvió una copa y la bebió de un trago. Román le explicó a Marcial que Remedios había salido de San Miguel a las tres de la tarde.

–Tal vez le sucedió algo –dijo el marido disponiéndose a salir en su busca.

Carmen apareció en la puerta del salón.

–¿Tú qué opinas? –le preguntó Marcial a su hermana.

La joven no dijo nada, pareció preocuparse.

–Es curioso, tampoco Andrés está en su hotel –dijo casi a pesar suyo.

–¿Qué insinúas? –le gritó Marcial indignado.

–¿Yo?, nada. No insinúo nada –afirmó ella con desdén.

El claxon conocido del coche de Remedios sonó en la esquina de la casa.

–¡No tolero infamias! –gritó Marcial.

El coro de hermanos guardó silencio. A los pocos instantes apareció Remedios junto a ellos. Venía pálida con el traje blanco arrugado. Marcial se levantó a recibirla.

–¿Qué pasó? Nos tenías a todos con una zozobra espantosa.

Remedios los miró impasible, sabía que sospechaban de ella.

–El coche se me paró a media carretera, me olvidé de ponerle gasolina. Además olvidé ponerle agua –dijo tranquila, escrutando el rostro de Carmen, que la veía sin creerle una sola palabra de lo que afirmaba.

–Se me manchó el traje. ¡Puaf! vengo hecha un asco –afirmó.

Cogió el vaso de whisky que sostenía Marcial y le dio un trago. Se sentía vacilante. Los hermanos la miraban sin decir una palabra.

–Estoy cansada, muy cansada desde hace varios días –dijo a manera de excusa.

Marcial la miró preocupado. No quiso comentar nada delante de sus hermanos, salió tras de ella en silencio. Los hermanos se miraron con curiosidad.

–Es verdad lo que dijo Remedios –exclamó Román.

–Voy a hablar por teléfono y te apuesto a que Andrés ya está de vuelta en su hotel –dijo Carmen con despecho.

En el hotel le informaron que el joven no había vuelto.

–Llamaré más tarde –dijo con aire vengativo.

–Anda solo. Es un tipo raro –afirmó Joaquín.

–¿Y quién escribió en su parabrisas? –preguntó Carmen mirando a sus hermanos con desafío.

–Hay muchas Cármenes en Guanajuato, será alguna de ellas.

–Además, Remedios no se llama Carmen –agregó Román.

–Es una ladrona. Se pudo robar mi nombre –dijo Carmen.

Sus hermanos le echaron una mirada de desaprobación.

–Siempre le has tenido celos, la imitas –le replicó Joaquín.

Carmen se mordió los labios, hubiera querido decirles que ella no había vuelto a Guanajuato con su cuñada, sino con Andrés. Y que no había pasado la noche con Remedios, sino en la cárcel con Roberto y con Francisco. También hubiera querido decirles que el joven le había dicho: Estoy enamorado de una aparición vestida de blanco que se llama Carmen. Los miró con rencor.

–¿A qué horas llegó Remedios de Aguascalientes? –preguntó.

Los hermanos se miraron con asombro.

–No lo sé, más o menos a las doce, contigo –murmuró Román.

–Sí, a la una yo vi su coche en el patio –afirmó Joaquín.

–Remedios engaña a Marcial. Y ustedes se hacen los tontos porque les coquetea a todos –aseguró Carmen.

Los cuatro hermanos se pusieron de pie indignados.

–¡Cállate! ¿Cómo se te ocurre cosa semejante?

Carmen salió con gesto indignado.

Marcial alcanzó a Remedios en su cuarto. La observó en silencio mientras se preparaba para acostarse, parecía muy cansada, le sonreía de vez en vez, pero algo en ella había cambiado, se diría que estaba frente a otra mujer que no era la suya. Se acercó a besarla y ella se retiró con presteza.

–Hace mucho que estoy al corriente de tus aventuras –le dijo Remedios.

–Las aventuras no cuentan, sólo hay una esposa.

–No hay lugar para las aventuras cuando hay amor –le aseguró ella.

Marcial sintió que había un foso irreparable entre él y su mujer, pensó que estaba en peligro de perderla y sintió unos celos fulminantes.

–¿Por qué llegaste tan tarde? –le reclamó.

–Ya te lo dije.

–Todo lo que dijiste en el salón es mentira –le dijo Marcial tomándola de las muñecas.

–Si no me crees no vivas conmigo, déjame en libertad –le contestó ella.

Marcial le soltó las muñecas asombrado.

–¿Dejarte? ¿Dejarte en libertad? ¿Qué dices? ¿Estás loca?

Remedios salió de su habitación sin decir una palabra y se acomodó en un diván que había en el saloncito contiguo. Marcial la observó desde la puerta.

–No te dejaré nunca. ¿Deseas volver con tu madre o fugarte con algún hombre?

Ella no contestó.

Muy temprano Marcial entró al saloncito en el que Remedios había pasado la noche. La halló sentada, pálida y desvelada.

–No vengo a comer. Te suplico que estés lista para la función en honor del Gobernador.

Su voz sonó triste y ofendida. La miró consternado.

–Estaré lista. No te preocupes.

En el comedor Marcial se reunió con Joaquín, lo miró preocupado, se diría que sentía vergüenza delante de su hermano menor.

–Joaquín, estoy preocupado, es Remedios, ¿sabes? Está muy cambiada, no me gustaría que saliera de la casa hasta que yo venga a buscarla en la noche.

–¿Por qué? ¿También tú, sospechas? –preguntó bajando mucho la voz y sin atreverse a mirarlo de frente.

–No, no se trata de eso, pero procura que no salga y si lo hace síguela –dijo Marcial mirando el fondo de su taza.

Joaquín no dijo nada, terminó su desayuno y acompañó a su hermano hasta su automóvil. Le dio unas palmadas en el hombro.

–No tengas cuidado, hermano.

Por su parte, Carmen entró en el saloncito en el que se hallaba Remedios, la miró con sorna y exclamó.

–¿Dormiste sola? ¡Qué raro! ¿Ya no te gusta mi hermano?

–Estábamos los dos muy cansados.

Carmen encendió un cigarrillo y lo fumó con gran delicia.

–Creo que ha llegado el momento en que presente a mi novio con mi familia. ¿Qué te parece? Quiero invitarlo a las fiestas de esta noche, ¿me ayudarás?

Remedios guardó silencio.

–Me lo prometiste, Remedios.

–¿Marcial está de acuerdo? –preguntó con voz débil.

–¡Claro! Sólo me falta tu aprobación. ¿Lo invito?

–Como quieras, cuenta con mi aprobación –contestó sintiéndose muy pálida.

Apenas salió Carmen del saloncito, Remedios se precipitó a llamar a Andrés. En voz baja y muy de prisa le pidió que la esperara esa noche en La Valenciana para fugarse con él. Temblorosa colgó el aparato y salió a cerciorarse de que nadie la había escuchado. Se tiró en la cama preocupada por la promesa que había hecho, pero debía impedir que Andrés se presentara en el Teatro y en el baile.

Carmen discutió con Román y con Joaquín, para tratar de convencerlos de que la mejor manera de borrar las dudas era invitar a Andrés.

–Esta noche descubrirán que es una sinvergüenza –afirmó.

–¡Estúpida! Pareces demasiado segura –le reclamó Román con impaciencia.

–¡Lo estoy!

–¡Di por qué, de dónde te viene esa seguridad! –exigió Joaquín.

–A su debido tiempo. Primero hay que enfrentar a los dos –afirmó la joven.

Remedios no se atrevió a salir de su casa y el día transcurrió con lentitud. Por la tarde, mientras la peinadora le arreglaba el cabello miraba a su cuñada que tenía un aire hostil. Las dos mujeres sabían que había surgido un obstáculo irreparable entre ellas y apenas hablaban. Remedios hubiera querido preguntarle si por fin había invitado a Andrés a las fiestas, pero la pregunta se le detenía en la punta de la lengua. Estás temblando, pensaba Carmen mirando a la otra de reojo. Estúpida, no irá. A mí es a la que quiere, se decía Remedios mirando de soslayo a su cuñada, mientras la peinadora iba de una a otra arreglándoles los rizos.

–¿Invitaste por fin a Andrés? –preguntó Remedios sin poderse contener.

–Sí –contestó Carmen fingiendo indiferencia.

–¿Aceptó?

–¡Claro! Está encantado –afirmó Carmen observando la angustia reflejada en el rostro de Remedios. Ésta guardó silencio. Su seguridad de que Andrés la esperaría en La Valenciana se vino abajo. ¿Habría cambiado de opinión? Tal vez Carmen le había revelado su verdadera identidad y había decidido ir a las fiestas a sorprenderla. Se sintió perdida y miró con odio a la joven, que la observaba con malicia. Trató de controlarse, a través de los cristales del balcón la luz de la tarde empezaba a morir. Apenas se fuera la peinadora volvería a llamarlo, quería estar segura.

–El señor Vallarta salió temprano –le dijo la voz impersonal de un empleado.

Remedios se sintió mal. ¿Y si se había ido para siempre? Volvió a llamar.

–¿Se fue del hotel? –preguntó.

–Se va esta noche –le contestó la misma voz indiferente.

Se paseó nerviosa por su cuarto, no podía fugarse con Andrés y no podía vivir sin él. La llamó Marcial por teléfono para suplicarle que estuviera lista a tiempo y notó que en el curso del día la había llamado muchas veces. ¿Sospecharía algo? Se quedó petrificada de horror. Decidió vestirse y mientras lo hacía pensó en su amante que a esas horas la esperaba en La Valenciana. Se contempló angustiada en el espejo. Afuera se escuchaban los cohetes y la Rondalla que recorría las calles cantando canciones de amores. Marcial entró puntual a buscarla.

–¡Eres la más linda de todo Guanajuato! –le dijo sincero.

Abajo en el salón se hallaban reunidos todos los hermanos menos Román.

–¿Y ése por qué no llega? –preguntó Carmen con impaciencia.

–Fue a echar un vistazo –explicó Joaquín.

Entró Román agitado.

–El tipo está en La Valenciana, igual que anoche –anunció.

Entraron Remedios y Marcial, la cuñada se enfrentó con Carmen vestida con un suntuoso traje negro, que contrastaba con el suyo blanco.

–Pareces una novia –le dijo Carmen con malicia.

–¡Por fin vamos a conocer al novio de Carmen! –afirmó Román mirando a Remedios con fijeza.

Marcial lo miró con severidad.

–¿Quién lo invitó? –preguntó con voz seria.

–Yo mismo llevé la invitación a su hotel. Pensé que era una buena ocasión de calarlo –contestó Román sin dejar de observar a Remedios.

Remedios subió vacilante al auto de Marcial y salió rumbo al palacete del Gobernador. Atravesaron las calles animadas por una multitud que paseaba con espantasuegras, gorros y estandartes. El cielo estaba surcado de cohetes y algunas comparsas bailaban en las calles y plazas.

Poco después se encontró sentada en un palco de honor y rodeada de personajes que la miraban con admiración y respeto.

Marcial charlaba con el Gobernador, mientras se levantaba el telón del foro. Se sentía ausente, una ola de aplausos la sobresaltó, empezaba el magnífico espectáculo. Por la escena desfilaban los grupos de bailarines siguiendo el compás de una música alegre y estruendosa. No veía el baile, veía a Carmen, que sentada en un palco vecino escrutaba con sus gemelos al público, sin duda en busca de Andrés. Las polkas, los sones de Jalisco, los huapangos, se sucedían en medio de aplausos delirantes y ellas dos continuaban espiándose y escrutando los palcos, las plateas y la luneta.

En La Valenciana, Andrés esperaba nervioso fumando un cigarrillo tras otro. Estaba allí desde las ocho de la noche. Se bajó del auto y miró la barranca negra por la que había andado la noche anterior con su amante. Echó mano al bolsillo para sacar el encendedor y se encontró con la invitación que habían depositado esa mañana en su hotel. La sacó sorprendido y a la luz del encendedor la volvió a leer. Se quedó pensativo, a lo lejos la ciudad brillaba. El reloj dio las once de la noche. Guardó la invitación en su bolsillo y decidió volver a la ciudad. Carmen ya no vendría, lo había engañado. Salió con ira rumbo a la ciudad, estaba seguro de que la encontraría en el bullicio de la fiesta. Las calles estaban atestadas de gente y unos policías le impidieron el paso en automóvil.

–¿Por qué? –preguntó iracundo.

–Por aquí va a pasar la comitiva –le dijeron con sequedad.

Estacionó el auto y se dirigió a pie hacia el teatro. De pronto se halló frente a sus gradas, una multitud de mirones esperaban la salida de los invitados. Subió las gradas con presteza, presentó su invitación a un ujier que lo miró con reproche.

–La función ya va a terminar, señor.

–No importa.

Penetró al teatro y un acomodador, buscó su butaca. Desde su palco, Carmen lo vio llegar, con voz dichosa les dijo a sus hermanos en voz alta.

–¡Ahí está Andrés!

Remedios también sintió su llegada. Lo vio acomodarse y levantar la vista en busca de alguien y vio a Carmen ocultar una risita dichosa. Pensó que iba a desmayarse, se inclinó sobre Marcial.

–Me siento mal. ¿Puedo retirarme?

–¡Contrólate! –le ordenó su marido.

En la escena el espectáculo tocaba su fin. Remedios vio caer el telón y escuchó los aplausos ensordecedores. La cortina se levantó varias veces y el Gobernador no daba muestras de querer irse. Cuando los bailarines saludaron numerosas veces, agradeciendo los aplausos, el Gobernador se puso de pie y ella y Marcial y los demás invitados hicieron lo propio. El público del lunetario abandonaba el teatro.

Andrés se colocó en las gradas, en medio del público que empezaba a arremolinarse. Vio entrar al Gobernador acompañado de Carmen esplendorosamente vestida de blanco del brazo de un desconocido. Detrás venía la otra Carmen vestida de negro, acompañada de cuatro jóvenes. Encandilado por la belleza de su amante e iracundo por su engaño, avanzó hasta ella y la miró desde dos escalones más abajo. Ella lo miró sin querer reconocerlo. Sintió que su acción había paralizado a todos los invitados, que lo miraban sorprendidos.

–¡Carmen! Me has engañado –le dijo tomando una de sus manos.

Se produjo un gran silencio. El Gobernador lo miró asombrado, la comitiva entera se detuvo como en una fotografía y Remedios lívida, lo miró unos instantes y trató de zafar su mano.

–¡Carmen! ¿No quieres reconocerme?

Sus palabras provocaron que un sinnúmero de curiosos se precipitara hasta la escalinata. Los guardaespaldas rodearon a los poderosos.

–¿Quién es? –le preguntó Marcial a Remedios.

–No lo sé, nunca lo he visto, es un loco –contestó desfallecida.

Sus palabras se cortaron con el ruido seco de un disparo. La gente reculó para dejar aparecer el cuerpo de Andrés tirado boca arriba sobre la escalinata. De su boca salía un hilito de sangre que corría ahora por la piedra de las gradas.

–¿Qué pasa? ¿Quién es? –dijo el Gobernador deteniéndose asombrado.

–No sé. Nunca lo he visto, es un loco, señor Gobernador –contestó Marcial sosteniendo a su mujer que amenazaba caer muerta junto al desconocido.

El público guardaba silencio profundo, mientras los invitados se miraban aterrados también en silencio. Carmen y sus cuatro hermanos parecían de piedra, mirando con fijeza a Remedios, que sostenida por Marcial resbalaba suavemente al suelo.

–¡Que se investigue inmediatamente esta muerte! –ordenó el Gobernador mirando a los hermanos de Marcial.

Remedios cayó de rodillas junto al joven que seguía tirado sobre las gradas.

Le tomó la cabeza entre las manos y se inclinó sobre él a besarlo.

–¡Mi vida!

La gente miró con respeto. Marcial miró a su mujer como si soñara.

 

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