martes, 2 de abril de 2024

El ruum

Arthur Porges

 

El crucero Ilkor dejaba atrás la órbita de Plutón y ponía en marcha los mecanismos de superpropulsión interestelar cuando un preocupado oficial se presentó al comandante.

–Excelencia –le dijo nerviosamente–. Lamento informarle que por negligencia de un técnico hemos dejado un ruum tipo H-9 en el tercer planeta, con todo lo que pudo haber recogido.

El comandante entornó un instante los ojos triangulares, pero en seguida habló con voz firme.

–¿Qué límites le pusieron al ruum?

–Un radio máximo de 50 kilómetros y 70 kilos con una tolerancia de cinco.

Hubo un silencio de algunos segundos y al fin dijo el comandante:

–No podemos volver atrás ahora. Regresaremos al cabo de unas pocas semanas y recogeremos el ruum entonces. Estos modelos que se recargan automáticamente son muy caros y no vamos a pagarlos nosotros. Tome las medidas necesarias –ordenó fríamente– y que el responsable reciba un castigo ejemplar.

Pero ya al fin del viaje, en las cercanías de Rigel, el crucero se encontró con una nave invasora, un anillo chato, y luego del inevitable bombardeo mutuo, los dos navíos semifundidos, radiactivos, mortíferos, iniciaron una órbita milenaria alrededor de la estrella.

Y en la Tierra era la edad de los reptiles.

 

Los dos hombres descargaron las últimas provisiones. Luego Jim Irwin miró cómo su compañero subía al pequeño hidroavión. Lo saludó con la mano.

–No olvides en el bolsillo la carta para mi mujer –gritó.

–Pierde cuidado –respondió Walt Leonard, poniendo en marcha el motor–. Y tú encuentra para nosotros un poco de uranio… Un buen filón, eso es lo que Cele necesita. Una fortuna para tu hijo y para ella, ¿eh? –mostró los dientes en una sonrisa burlona–. Y no te frotes la nariz con ningún oso pardo. ¡Mátalos de un tiro, pero no de miedo!

El hidroavión corrió por el agua dejando una estela espumosa y alzó el vuelo. Jim sintió un raro estremecimiento y tocó la madera de la culata de la carabina. Durante tres semanas viviría aislado en ese remoto valle de las Montañas Rocallosas en Canadá, y si por alguna razón el avión no volvía al lago de aguas azules y heladas… Aun con suficiente comida, ningún hombre era capaz de franquear los picos nevados y abrirse paso a través de cientos de kilómetros de bosques casi vírgenes. Pero, por supuesto, Walt Leonard regresaría como estaba previsto, y dependía de Jim que ganaran o perdieran la partida. Si había uranio en el valle, tenía veintiún días para encontrarlo. A trabajar, entonces, sin pensamientos sombríos.

Moviéndose con la lenta precisión de un hombre que conoce la vida en los bosques, Jim levantó un cobertizo al abrigo de una protuberancia rocosa. Para estas tres semanas de verano no se necesitaba nada más sólido. Transpirando al fuerte sol de la mañana, apiló las provisiones al pie del muro de piedra, bien cubiertas con una lona impermeable y protegidas de los animales rondadores de mayor tamaño. Guardó todo en el refugio menos la dinamita, que escondió a doscientos metros, envuelta también cuidadosamente para protegerla de la humedad. Sólo un tonto compartía su habitación con una caja de explosivos.

Las dos primeras semanas pasaron muy rápidamente, sin ningún descubrimiento alentador. Sólo quedaba una buena posibilidad, y apenas el tiempo suficiente. De modo que a fines de la tercera semana, Jim Irwin se preparó para explorar una región que no había visitado aún en el noreste del valle.

Tomó el contador Geiger y se puso los auriculares, vueltos hacia afuera para que la crepitación normal del aparato no le embotara los oídos, y cargando la carabina echó a andar, diciéndose que si no encontraba nada ahora la expedición había terminado. El pesado 30-06 era una molestia, y lo llevaba sin entusiasmo, pero a los osos canadienses no se les molestaba impunemente. Ya había tenido que matar a dos, una tarea desagradable, pues los grandes osos estaban extinguiéndose con mucha rapidez. Y el rifle lo había ayudado a sentirse más cómodo en algunas situaciones delicadas. La pistola 22 había quedado en el cobertizo, en el estuche de piel de carnero.

Al principio caminó silbando, animado por el aire claro y fresco, la luz del sol en los campos de hielo blancos y azules, y el vivo olor del verano. Tenía la intención de hacer una jornada de marcha hacia la nueva región, emplear treinta y seis horas en una exploración minuciosa, y estar de regreso el tercer día al mediodía, hora en que llegaría el avión. Excepto las raciones de emergencia no llevaba comida ni agua. No sería difícil cazar algún conejo, y en los arroyos abundaban las truchas arcoíris, un pez de carnes firmes ya poco común en Estados Unidos.

Jim marchó toda la mañana, sintiendo a veces una ocasional punzada de esperanza cuando el contador crepitaba un poco más. Pero el sonido se apagaba en seguida. En el valle no había nada radiactivo de valor. Aparentemente habían elegido mal. Se sintió desanimado. Necesitaban de veras descubrir un yacimiento, especialmente Walt. Y su propia mujer, Cele, con un niño en camino. Pero aún había una posibilidad. En estas últimas treinta y seis horas –buscaría también de noche si era necesario– tendrían su recompensa. Reflexionó con un poco de amargura que no estaría mal si alguno de los hombres a quienes él mismo había equipado descubría algo y le devolvía el dinero. En ese mismo instante le debían cerca de ocho mil dólares.

Una torcida sonrisa le asomó a los labios y abandonando esas especulaciones ociosas hizo planes para el almuerzo. El sol y el estómago le decían que había llegado la hora. Acababa de decidir que sacaría la línea y pescaría en un torrente cercano cuando, luego de doblar una loma verde, tropezó con un espectáculo que lo dejó paralizado y boquiabierto.

Era como una carnicería al aire libre, instalada por un gigante particularmente activo: un enorme surtido de cuerpos de animales, cuidadosamente dispuestos en tres hileras que se extendían hasta casi perderse de vista. ¡Y qué animales! Ciertamente, los más próximos eran ciervos, osos, pumas y carneros salvajes –un ejemplar de cada especie–, pero más lejos había bestias extrañas, incongruentes, formadas a medias, y peludas; y más allá, como en una visión de pesadilla, un conglomerado de reptiles. Jim reconoció en seguida a uno de los últimos, en el extremo de la asombrosa exhibición. Había visto un ejemplar mucho más grande reconstruido sobre un esqueleto incompleto, en el museo de su ciudad natal.

No había duda… era un pequeño estegosaurio, no mayor que un poni.

Fascinado, Jim caminó a lo largo de las filas pasando revista al inmenso muestrario, mirando de cerca a los animales. De pronto descubrió un temblor en los párpados de un lagarto escamoso y amarillo. Comprendió entonces. Las bestias no estaban muertas, sino paralizadas, y milagrosamente preservadas. La transpiración le mojó la frente. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que los estegosaurios se habían paseado por este valle?

Y en seguida notó otra curiosa circunstancia: todas las víctimas eran aproximadamente del mismo tamaño. No había, por ejemplo, un saurio realmente grande. Ningún tiranosaurio. Ningún mamut tampoco. Todos los ejemplares tenían el tamaño de una oveja grande. Jim meditaba en la posible explicación de esta rareza cuando los matorrales crujieron a sus espaldas.

Jim Irwin había trabajado una vez con mercurio, y durante un segundo le pareció que un saco de cuero, lleno a medias del metal líquido, rodaba por el claro. El objeto, casi esférico, avanzaba con los movimientos fluidos y pesados del mercurio. Pero no era de cuero, y un examen más atento descubría que las protuberancias, que parecían a primera vista unas verrugas desagradables, eran quizá las proyecciones funcionales de un extraño mecanismo. Pero el examen de Jim no había sido muy largo, pues tras haber emitido y recogido cierto número de barras metálicas con estructuras bulbosas semejantes a lentes, en las puntas, el esferoide echó a correr hacia él a una velocidad aproximada de ocho kilómetros por hora. Y la marcha era tan decidida que Jim no dudó un instante que el mecanismo pretendía sumarlo a la patética serie de ejemplares muertos-vivos.

Lanzando un grito incoherente, Jim saltó hacia atrás unos pasos, preparando su rifle. El ruum olvidado estaba aún a unos treinta metros de distancia, pero se acercaba a aquella velocidad moderada aunque constante, más terrible por su regularidad que la carga violenta de una simple bestia bruta.

La mano de Jim se alzó hacia la culata y con la habilidad de la larga práctica metió una bala en la cámara. Apoyó la mejilla en la caja de metal, y apuntó directamente a la masa correosa… un blanco perfecto a la luz brillante del mediodía. Una sonrisita torva le asomó a los labios mientras apretaba el gatillo. Conocía muy bien la potencia de aquellas afiladas balas de acero, disparadas a una velocidad de 1,000 metros por segundo. A esta distancia, probablemente, abriría de arriba abajo aquella máquina horrible, transformándola en chatarra. ¡Dios!

¡Bam! El golpe familiar de la culata contra el hombro. ¡I-i-i-i! El chillido quejoso de una bala que rebota. Jim contuvo el aliento. No había duda. Apenas a una veintena de metros, una bala de rifle había rebotado en la superficie del ruum.

Frenéticamente, Jim recargó el rifle y disparó otros dos tiros, hasta que comprendió la total inutilidad de tales acciones. Cuando el ruum estuvo a dos metros, vio unos brillantes dedos ganchudos que asomaban de las verrugas, y entre ellos una sonda hueca y puntiaguda, parecida a una serpiente, y que derramaba un líquido verdoso. Jim Irwin volteó y corrió.

Pesaba entonces, exactamente, 67 kilos.

Era fácil aumentar la distancia entre él y la máquina. El ruum no podía aparentemente aumentar su velocidad. Pero Jim no se hacía ilusiones. Ningún organismo terrestre era capaz de mantener una velocidad constante de ocho kilómetros por hora sino durante unas pocas horas. Jim comprendió que en esas circunstancias un animal tenía que decidirse, tarde o temprano, a enfrentar al implacable perseguidor o, en el caso de las criaturas más tímidas, se agotaría corriendo en círculos, cegada por el pánico. Sólo los seres alados estaban a salvo. Pero para cualquier cosa que anduviese por el suelo el resultado era inevitable: otro ejemplar para la espantosa parada. ¿Y quién reunía aquella colección? ¿Por qué? ¿Por qué?

Fríamente, mientras corría, Jim empezó a desembarazarse de todo peso superfluo. Echó una mirada rápida al sol que enrojecía ya, preguntándose qué ocurriría en las horas de la noche. No se decidía a desprenderse de la carabina. Era inútil contra el ruum, como había quedado demostrado, pero el entrenamiento militar había desarrollado en él la idea de que no debía desprenderse del arma hasta el último momento. Sin embargo, cada kilo de peso suplementario significaba más riesgos para él en aquella horrible y previsible carrera. La lógica le decía que los razonamientos militares no tenían aplicación en un duelo como éste, y no era nada vergonzoso abandonar un fusil inútil. Bien, cuando el peso llegara a ser una cuestión vital, se desprendería del 30-06. Mientras tanto le colgaría del hombro. Dejó tan suavemente como le fue posible el contador Geiger en una roca plana, sin dejar de correr.

De algo estaba condenadamente seguro. Esta no sería la huida de un conejo, que corre cegado por el pánico hasta el total agotamiento y se entrega luego llorosamente. Esta sería una retirada de soldado en la que emplearía todas las técnicas de supervivencia que había llegado a conocer en su vida de aventurero.

Respirando profundamente, regularmente, Jim continuó su carrera atento a todo lo que podía ser para él una ventaja en aquel duelo extraño. Era una suerte que no hubiera muchos árboles en el valle; en un lugar con malezas o en el bosque la rapidez de su carrera hubiera sido inútil.

De pronto vio algo –una roca con una saliente inclinada sobre el terreno– y aminoró el paso. Allí había una posibilidad. Jim sonrió torciendo la boca, recordando la trampa de hombres malaya que una vez le había salvado la vida. Se subió de un salto a un montículo y miró hacia atrás, hacia la llanura de hierbas. El sol de la tarde arrojaba largas sombras, pero no tardó en descubrir al ruum, que le seguía la pista. Lo observó con dolorosa ansiedad. Todo dependía de esta breve inspección. ¡No se había engañado! Sí, aunque en muchos sitios las huellas de sus pasos no eran el mejor camino, ni el único, el ruum las seguía cuidadosamente. Esto era enormemente importante, pero Jim no disponía de más de doce minutos.

Arrastrando deliberadamente los pies, dejó las huellas claras de unas pisadas bajo la saliente de la roca. Siguió caminando una docena de metros, y luego retrocedió de espaldas hasta que llegó casi bajo la saliente, y saltando fuera de la pista cayó detrás de la roca en equilibrio.

Sacó entonces el ancho cuchillo que llevaba en la cintura, se puso a cavar, metódicamente, pero con una furiosa prisa, alrededor de base de la roca. Cada diez segundos dejaba de cavar, sudando de aprensión y de cansancio, y empujaba con el hombro. Al fin la roca se movió ligeramente. Acababa de guardar el cuchillo y estaba aún agachado, sin aliento, cuando el ruum apareció remontando un pequeño montículo en la pista.

Jim miró el esferoide gris que venía hacia él. Trató de contener la entrecortada respiración. Ignoraba de qué otros sentidos disponía el ruum, aunque se contentaba aparentemente con seguir las huellas de los pasos. No era difícil, sin embargo, que pudiera recurrir a toda una batería de instrumentos. Jim se acurrucó detrás de la roca, con todos los nervios en tensión, como alambres electrificados.

Pero no hubo ningún cambio de táctica del ruum. Aparentemente absorta en las huellas de su presa, la extraña esfera siguió deslizándose y pasó bajo la saliente de la roca. Entonces Irwin dio un grito y, lanzando todo el peso de su cuerpo contra la masa en equilibrio, la echó directamente sobre el ruum. Cinco toneladas de piedra cayeron desde una altura de cuatro metros.

Jim bajó por la pendiente y se quedó allí, mirando la enorme masa de piedra y sacudiendo la cabeza, como deslumbrado.

–Fin del hijo de perra –dijo con una voz pastosa y pateó la piedra–. Aún haremos unos dólares Walt y yo con ese mercadito de carne. No perderemos todo en esta expedición. ¡Que disfrutes del infierno de donde vienes!

En seguida dio un salto atrás, con ojos extraviados. ¡Aquella roca enorme estaba moviéndose! Lentamente, la masa de cinco toneladas se deslizaba fuera de la pista dibujando una estela en la tierra. Y Jim miraba aún cuando la roca se ladeó y bajo el borde más cercano asomó una protuberancia gris. Ahogando un grito, Jim echó a correr.

Corrió así desesperadamente dos kilómetros, y al fin se detuvo y miró hacia atrás. Allá lejos un punto sombrío se alejaba de la roca caída. Avanzaba tan lentamente, tan regularmente, y tan inexorablemente como antes, y venía hacia él. Jim se echó al suelo y se tomó la cabeza con las manos rasguñadas y sucias.

Pero su desesperación no duró mucho tiempo. Al fin y al cabo había ganado un respiro de veinte minutos. Tendido entre las hierbas, tratando de serenarse, sacó del bolsillo de la chaqueta el paquetito de las raciones de emergencia y rápidamente, pero sin precipitarse, comió unos bizcochos y chocolate. Unos pocos sorbos de agua helada de un arroyito cercano, y se sintió preparado para continuar aquella lucha fantástica. Pero antes tomó una de las tres píldoras de bencedrina que había traído para combatir un posible agotamiento físico. Cuando el ruum estaba aún a unos diez minutos de distancia, se alejó trotando, ya casi recobrado, decidido a combatir el cansancio que se le había metido en los huesos.

Luego de correr durante diez minutos llegó a una pared de roca desnuda de unos diez metros de alto. A los lados el terreno era apenas accesible, agrietado, con malezas espinosas y piedras de bordes afilados. Si lograba alcanzar la cima del promontorio, el ruum seguramente tendría que dar un rodeo, y retrasaría su marcha muchos minutos.

Miró el sol. Enorme y escarlata, tocaba casi el horizonte. Tenía que moverse rápidamente. Jim no era un escalador de montañas, pero conocía lo más fundamental de la técnica. Usando todas las grietas, todas las asperezas y los más pequeños rebordes, trepó hacia la cima. De algún modo –inconscientemente– adoptó ese modo de subir naturalmente fluido de las montañas que emplea muy brevemente cada punto de apoyo como pivote de una serie de progresiones rítmicas.

En el mismo momento en que alcanzaba la cima, el ruum llegó rodando al pie del promontorio.

Jim sabía muy bien que era necesario que partiera inmediatamente y aprovechar los pocos momentos de luz que quedaban. Cada segundo ganado tenía un inmenso valor, pero impulsado por la curiosidad y la esperanza, decidió quedarse un rato. Se dijo que tan pronto su perseguidor empezara a rodear el promontorio, dejaría el sitio rápidamente. Además era posible que la máquina abandonara la persecución y él podría dormir allí mismo.

Dormir. Todo el cuerpo le pedía unas horas de sueño.

Pero el ruum no tenía la intención de dar un rodeo. Titubeó unos segundos al pie de la barrera rocosa. Luego se le abrieron unas pocas protuberancias y asomaron aquí y allí unos brazos de metal. Uno de ellos, con lentes en la punta, osciló en el aire. Jim no pudo retirarse a tiempo. Aquella insólita mirada lo había descubierto echado en lo alto del promontorio, viendo hacia abajo. Jim maldijo su propia tontería.

Inmediatamente todos los brazos se retiraron, y de otra protuberancia salió una barra delgada, roja como la sangre a la luz del sol poniente, que comenzó a subir hacia Jim. Y mientras Jim miraba aún, el borde dentado de la barra se clavó en el borde del promontorio, casi debajo de sus narices.

Jim se incorporó de un salto. La barra estaba achicándose ya, a medida que el ruum la reabsorbía y se elevaba en el aire. Maldiciendo en voz alta, Jim observó el garfio, alzando un pie hacia atrás.

Pero la experiencia lo retuvo y no dio el puntapié. Había visto muchas peleas perdidas a causa de una patada imprudente. No ganaría nada en absoluto poniendo una parte de su cuerpo al alcance de las eficientes herramientas del ruum. Tomó en cambio una rama muerta, suficientemente larga, y metió una punta bajo el gancho metálico.

Hubo un estallido chisporroteante; como un breve encaje blanco, y aun a través de la madera seca, Jim sintió la poderosa ola de energía que consumía la punta. Dejó caer la rama humeante con un jadeo de dolor, y retorciendo los dedos embotados dio varios pasos atrás, con una rabia impotente. Durante un momento pareció que iba a echar a correr otra vez, pero en seguida, mostrando los dientes se sacó el rifle de la espalda. Dios. Ahora sabía que había estado acertado al no desprenderse de aquel rifle maldito… aunque lo hubiera golpeado una y otra vez, tatuándole las costillas.

Arrodillándose para apuntar mejor a la luz ya débil, Jim alzó el rifle y disparó. El ruum cayó con un ruido sordo. Jim gritó de alegría. La bala blindada había hecho más de lo que él había esperado. No sólo había desprendido el gancho metálico sino que había abierto una brecha en el borde del promontorio. Le costaría mucho trabajo al ruum usar otra vez esa parte de la roca.

Miró hacia abajo. Sí, el ruum estaba otra vez al pie del muro de piedra. Jim sonrió mostrando los dientes. Cada vez que un garfio se apoyara en el borde, una bala lo devolvería a su lugar. Tenía bastantes proyectiles en el bolsillo, y hasta que asomara la luna y hubiera luz suficiente para tirar desde lejos, pondría el cañón de la carabina a unos pocos centímetros del garfio. Además, la máquina –o lo que fuera–obviamente era muy inteligente para librar una lucha sin esperanza. Tarde o temprano se decidiría a dar el rodeo. Y luego quizá la noche ayudara ocultando las huellas con sus sombras.

Luego… se quedó sin aliento, y durante un instante sintió que las lágrimas le venían a los ojos. Allí abajo, en la penumbra, el esferoide rechoncho y flemático proyectaba simultáneamente, y en abanico, tres barras ganchudas. En un movimiento perfectamente coordinado, las barras mordieron el borde, separadas entre sí por distancias poco superiores a un metro.

Jim se llevó rápidamente el fusil al hombro. Bien, esto iba aparecerse a un concurso de tiro rápido de la feria de Benning. Sólo que en Benning no se exigía precisión de tiro en la oscuridad.

El primer disparo dio certeramente en el blanco, y el gancho de la izquierda se desprendió envuelto en una nube de polvo rojo. El segundo fue casi tan bueno, pues destrozó el borde de piedra y el gancho del centro perdió su punto de apoyo. Pero en el mismo momento en que se volvía para apuntar el número tres, Jim comprendió que sus esfuerzos eran inútiles.

El primer gancho estaba otra vez en su sitio. Aunque él fuera un tirador excepcional, habría siempre un gancho en el borde sirviendo de ascensor al ruum.

Jim colgó de la rama de un árbol la inútil carabina, con el cañón hacia abajo, y se internó rápidamente en la creciente oscuridad. Los años y años de entrenamiento físico ahora estaban dando frutos. ¿Y qué? ¿A dónde iría ahora? ¿Qué podía hacer? ¿Había algo capaz de detener aquella máquina maldita que no dejaba de perseguirlo?

Entonces recordó la dinamita.

Cambiando gradualmente de dirección, extenuado, Jim corrió hacia su campamento a orillas del agua. Las estrellas brillaban arriba, mostrando el camino. Jim perdió la noción del tiempo. Había comido en algún momento de su carrera, sin duda, pues no tenía hambre. Quizá pudiera comer en el cobertizo… No, no habría tiempo… tenía una píldora de bencedrina. No, no había más píldoras y la luna subía en el cielo y podía oír al rumm detrás. Cerca.

Muy a menudo unos ojos fosforescentes lo miraban desde los matorrales, y una vez, cuando ya llegaba el alba, un oso pardo rezongó roncamente en algún sitio.

En algún momento, durante la noche, su mujer, Cele, apareció en las sombras con los brazos abiertos.

–¡Vete! –le gritó él con voz ronca–. ¡Sálvate! ¡Puedes salvarte! ¡No puede perseguirnos a los dos!

Cele dio media vuelta y corrió ligeramente a su lado, pero cuando cruzaban un pequeño claro, desapareció a la luz de la luna, y Jim comprendió que ella nunca había estado allí.

Poco después de la salida del sol, Jim Irwin llegó al lago. Alcanzaba a oír el pesado ruido de la marcha del ruum, que no estaba muy lejos. Se tambaleó con los ojos cerrados. Se golpeó débilmente la cara, abrió los ojos y vio el explosivo. El espectáculo de los gruesos cartuchos de dinamita lo despertó del todo.

Trató de calmarse y consideró cuidadosamente lo que debía hacer. ¿Una mecha? No. La explosión tenía que producirse en un instante absolutamente preciso. Sintió el sudor que le corría por el cuerpo y le había empapado la ropa. Era difícil pensar algo. No podía confiar en una mecha demasiado larga, que no ardería de modo suficientemente regular. Era imposible sincronizar la combustión con la marcha del ruum. Sintió que se le aflojaba todo el cuerpo y dejó caer la cabeza. De pronto se enderezó, dio un paso atrás, y vio la pistola 22 colgada en el cobertizo.

Moviéndose con una prisa frenética, tomó la caja de dinamita y puso todas las cápsulas de percusión que le quedaban entre los cartuchos sueltos. Luego llevó la caja a la pista de huellas y la depositó cuidadosamente a unos veinte metros de una protuberancia rocosa. Era un riesgo –la máquina infernal podía estallar en cualquier instante–, pero no importaba. Prefería mil veces saltar en pedazos antes que terminar, vivo pero paralizado, en la carnicería al aire libre del ruum.

Apenas se había escondido detrás de la protuberancia rocosa, cuando el ruum apareció en una pequeña elevación, a quinientos metros. Jim se acurrucó un poco más y vio entonces una grieta vertical y estrecha entre dos rocas. Eso es lo que necesitaba, pensó vagamente. Podía ver la dinamita por la grieta, y a la vez estaba protegido de la explosión. Si eso lo protegía realmente… Una carga de dinamita que estallaba a veinte metros…

Se tendió boca abajo, mirando cómo se adelantaba el ruum. Sentía un martilleo de agotamiento en el cráneo. Jesús. ¿Cuándo había dormido por última vez? Hacía horas que no descansaba tendido en el suelo. ¿Horas? Días. Los músculos se le endurecieron, se le anudaron en una dolorosa crispación. Luego sintió en la espalda la caricia del sol matinal, un bálsamo cálido y tranquilizador… no. Si se abandonaba, si se dormía ahora, iría a parar sin remedio a la macabra colección del ruum. Apretó los dedos que sostenían la pistola. Tenía que mantenerse despierto. Si perdía la partida –si el ruum sobrevivía a la explosión– quedaba aún la alternativa de meterse una bala en la cabeza.

Miró la delgada pistola, y luego la trampa de apariencia tan inocente. Si calculaba bien el tiempo –y no fallaría– el ruum no podría sobrevivir. No. Se abandonó un poco al sol, dulcemente insistente. Un pájaro silbó suavemente en alguna parte, sobre su cabeza, y un pez saltó en el lago.

De pronto algo lo arrancó de sus sueños. ¡Maldición! Un oso pardo elegía justamente este momento para venir a husmear allí. ¡Todo el campamento invitaba al codicioso pillaje, y al tonto sólo lo atraía la dinamita! El peludo monstruo olió cuidadosamente la caja, y gruñó roncamente expresando su desagrado al percibir el olor extraño del hombre. Jim contuvo el aliento. Un pequeño golpe bastaría para que saltara un cartucho. Un solo cartucho significaba…

El oso alzó la cabeza y gruñó otra vez. Olvidó la caja, olvidó el olor ofensivo del hombre. Los ojos bestiales se clavaron en el esferoide que avanzaba rodando y que no estaba ahora a más de cuarenta metros. Jim rio entre dientes. Hasta haberse encontrado con el ruum sólo el oso pardo del continente norteamericano le había inspirado miedo. Y ahora –¿por qué diablos estaba tan sereno? – los dos terrores de su existencia iban a encontrarse cara a cara y él se reía. Sacudió la cabeza y los músculos laterales del cuello le dolieron de un modo atroz. Miró otra vez la pistola, y también la dinamita. No había otra cosa real en este mundo.

A unos dos metros del oso, el ruum hizo una pausa en su marcha. Sintiendo aún aquel desinterés casi ridículo, Jim se preguntó otra vez qué máquina sería aquella, de dónde vendría. El oso se alzó sobre las patas traseras, como una viva imagen de la ferocidad, mostrando los terribles dientes blancos y las rosadas encías. El ruum, como si no le importaran sino sus propios asuntos, trató de pasar de largo. El oso atacó, rugiendo, y lanzó un zarpazo al ruum con una pata poderosa, armada de garras negras, más afiladas y fuertes que guadañas, capaces de destripar a un rinoceronte. Jim se encogió instintivamente. Una nube de polvo se elevó de la esfera correosa, que retrocedió unos centímetros. Hizo una pausa, se recobró, y con la misma tremenda indiferencia siguió su camino, dando un rodeo, ignorando al oso.

Pero el señor de los bosques no admitía ningún empate. Moviéndose con aquella increíble agilidad que había aterrorizado a los indios, a los españoles, a los franceses y a los angloamericanos, giró en redondo, dio un paso de costado, y abrazó al ruum. Los terribles y peludos antebrazos apretaron, las babosas mandíbulas mordieron la superficie gris. Jim se incorporó a medias.

–¡Es tuyo! –gritó roncamente.

Aún mientras aclamaba al torpe emperador de los bosques, Jim pensó que el cuadro era disparatado: el idiota de la aldea luchando con una pelota de playa.

Luego, un reflejo metálico brilló en el fondo gris. Hubo un relámpago rápido y mortal. El rugido del rey se transformó bruscamente en un gemido, un gorgoteo, y en seguida el animal no fue más que una tonelada de terror que se revolcaba en la muerte, con el pecho abierto de arriba abajo. Jim vio que la hoja ensangrentada desaparecía en el esferoide, dejando una brillante mancha roja en la piel gris y polvorienta.

Y el ruum avanzó rodando, dejando atrás el enorme cadáver, implacable, siguiendo siempre la pista del hombre, sus huellas. Muy bien, criatura, se dijo Jim mirando el oso muerto, va por ti, por Cele, tantos animales tontos como nosotros. Es hora, condenado idiota, se maldijo a sí mismo. Y apuntó a la dinamita. Y muy serenamente, muy cuidadosamente, apretó el gatillo de la pistola.

Primero un breve sonido. Luego unas manos de gigante que lo levantaban y lo soltaban. Cayó pesadamente, cara abajo, sobre unas plantas de ortigas. Pero estaba enfermo, nada le importaba ya. Los pájaros callaron. En seguida se oyó un golpe sordo, como el de un cuerpo macizo que hubiera caído a unos pocos metros, entre las hierbas. Luego silencio.

Jim alzó la cabeza… todos los hombres hacen lo mismo en estas circunstancias. Aún le dolía el cuerpo. Enderezó los hombros y vio un cráter enrome, humeante, abierto en la tierra. Y a una docena de pasos, como una masa gris blanquecina, pues ahora estaba cubierto de polvo de rocas, vio al ruum.

Estaba al pie de un pino, un pino alto y hermoso. Jim miraba aún, preguntándose si el campanilleo que tenía en los oídos pararía alguna vez, cuando el ruum rodó de nuevo hacia él.

Jim buscó a tientas la pistola. Había desaparecido. La había dejado caer en algún sitio, fuera de su alcance. Quería rezar, pero no encontraba las palabras. En cambio se dijo una y otra vez idiotamente:

–Mi hermana Ethel no podía deletrear Nabucodonosor. Mi hermana Ethel…

El ruum estaba a unos centímetros ahora y Jim cerró los ojos. Sintió que unos dedos fríos, metálicos, lo tocaban, lo agarraban, lo levantaban y lo sacudían de un modo raro. Estremeciéndose esperó la terrible jeringa y el líquido verde y recordó la cara amarilla y arrugada de un lagarto con un párpado que temblaba apenas.

Luego, desapasionadamente, sin brusquedad y sin solicitud, el ruum lo puso otra vez en el suelo. Cuando abrió los ojos, unos segundos más tarde, la esfera se alejaba. Mientras miraba cómo se iba, Jim se echó a llorar.

Le pareció que habían pasado apenas unos segundos cuando oyó el motor del aeroplano y abrió los ojos y vio a Walt Leonard que se inclinaba hacia él.

 

Más tarde, en el avión, a más de mil metros sobre el valle, Walt sonrió de pronto con una mueca, y le golpeó la espalda a Jim.

–Jim, sé donde podríamos conseguir un hidroavión de cuatro plazas. Si pudiéramos llevarnos algunos lagartos prehistóricos y otras cosas mientras el guardián del museo anda por otro lado… los hombres de ciencia nos pagarían una buena suma.

Los ojos hundidos de Jim se animaron un poco.

–Esa es la idea –dijo, y luego añadió, amargamente–: yo podía haberme quedado acostado en la cima del promontorio. Evidentemente esa cosa condenada no me quería. Quizá sólo deseaba saber cuánto me costaron estos pantalones. Apenas me tocó. ¡Y cómo corrí!

–Sí –dijo Walt–. Es raro de veras. Y luego de esa maratón. Admiro tu coraje, realmente –miró de reojo el rostro consumido de Jim–. Esa carrera nocturna te ha costado bastante. Perdiste por lo menos cinco kilos.

 

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