Elena Garro
El
mar chispeante y negro salpicaba de sal los costados del barco. Llovía y una
tristeza hecha de adioses mudos envolvía al muelle y a los pasajeros que subían
con rapidez por la escalerilla blanca. En la oscuridad del puerto del Norte se
confundían las gabardinas con los abrigos de pieles de algunas viajeras. El ir
y venir de los cargadores era un juego de sombras húmedas.
Valeria
avanzó junto a su marido, llevaba en brazos a Saladino y al subir la
escalerilla se repitió: Nada de esto es cierto. Yo no me voy. El muelle
y el mar se cubrieron de una tristeza insoportable. No era posible que dentro
de unos minutos el barco la alejara de todo lo que amaba para devolverla a la
soledad inhóspita que gozaba junto a Mario, su marido. La llevaba a una ciudad
desconocida, cuyas calles se abrían desiertas en su imaginación. Miró a Mario y
pensó que era mejor tirarse en la grieta oscura abierta entre el muelle y el
barco que aceptar el final de polvo junto a él, siempre tan extraño a ella. Un
grupo de oficiales rubios esperaban en la entrada del navío y Valeria los
reconoció, aunque no supo dónde los había visto antes. Sonrientes le indicaron
el camino a su camarote. Sorprendida, avanzó por los pasillos alfombrados, con
Saladino en brazos y sin decirle nada a Mario. Era mejor guardar el secreto. Su
camarote estaba en el principio de un pasillo, casi frente a una especie de
vestíbulo, en donde había otros oficiales a quienes también reconoció. ¡No
quiero irme!, se dijo mientras sonreía a las miradas de bienvenida de sus
conocidos.
En
la mesita de su camarote había un ramo de rosas amarillas. Los edredones y las
almohadas brillaron acogedores bajo la luz de las lamparillas distribuidas
sobre los muebles. Se acercó a la claraboya y miró el círculo lluvioso y sin
estrellas. Saladino inspeccionó su nueva habitación y cuando Valeria indicó la
cama escogida para él, se tendió para dormitar un rato. Ambos se parecían en
las variantes del pelo, que iban del cobre claro al rubio pálido. Mario lo miró
con disgusto.
–¡Quítalo
de ahí! –ordenó.
Valeria
se tendió junto a él y le permitió que se acostara sobre sus cabellos. ¡Era una
pena que Saladino no fuera su marido! ¿Qué tengo que ver con ese extraño?
Preguntó mirando a Mario y su tristeza se volvió irreparable. Habían pasado
nueve años desde su matrimonio; los primeros meses fueron agitados, las riñas
estallaban sin cesar, después, optó por un silencio explosivo. Su matrimonio
era un error, estaba suspendida en el vacío y Mario no quería escuchar la
palabra divorcio, a pesar de que la presencia de Valeria le produjera una
especie de alergia. Hacía unos meses que Valeria se había enamorado como una
estúpida de Fernando y unas cuantas semanas atrás se habían despedido. Cerró
los ojos para escuchar la sirena del adiós y el barco empezó a moverse para
llevarla al día que la aguardaba.
–¿No
piensas vestirte para la cena? –le preguntó Mario.
Escogió
un traje blanco y escotado, se miró en el espejo y esperó a que Mario terminara
de hacerse la corbata del smoking.
En
el comedor semicircular reinaba el orden acostumbrado de manteles, ramilletes
de flores y luces impecables. Las mesas distribuidas con estrategia permitían a
todos los viajeros disfrutar del espectáculo de la cena servida en fuentes de
plata por criados silenciosos. Su mesa se encontraba casi vecina a la del
Capitán y de sus más altos oficiales. Todos le hicieron un leve movimiento de
cabeza a manera de saludo. Fascinada clavó sus ojos en los del Capitán, que
miraban sin mirar desde sus aguas violeta. Fernando, tienes ojos de marino,
le había dicho a su amante, pero estaba equivocada. Fernando no tenía ojos de
marino, acostumbrados a mirar por encima de las personas y los diarios sucesos,
para escrutar los cielos en busca de estrellas y vientos invisibles. ¿Por qué
le habría dicho eso? Fernando sólo miraba a las personas con indiferencia,
desde su infinito tedio. Valeria cruzó varias veces su mirada con la del
Capitán pero no estuvo segura si en realidad miraba a ella o a la orquesta
situada a sus espaldas.
–Tendremos
problemas con Saladino, pero, ¡tú siempre tienes que ganar! –dijo Mario.
Valeria
calló. ¡Era un fastidio que con Mario siempre se tratara de ganar o de perder!
Deseaba tener la última palabra en todo y cuando no lo lograba sentía que había
perdido ¿perdido qué? ¡Pobre Saladino, es tan dulce!, se dijo y apartó
bocadillos de pescado, que el joven camarero le preparó en un pequeño plato
envuelto en una servilleta. Abandonó el comedor para llevarle la cena a
Saladino.
Se
reunió un poco más tarde con Mario en el salón de baile. Su marido coqueteaba
con una hermosa italiana de nombre Pía. Curiosamente guardaba cierto parecido
con él, se sintió una intrusa y se volvió al grupo de italianos jóvenes que
rodeaban a Pía. Discutían de la guerra y del pacto germano-soviético. No quiso
tomar parte de la discusión, en la que ambos bandos hablaban de Polonia. Esa
guerra tan compleja era la culpable de que ella se encontrara en ese barco repleto
de gente de América que regresaba asustada a sus países, dejando atrás sus
puestos o sus simples vacaciones con el miedo reflejado en cada gesto. Los
italianos reían indolentes ante las embestidas de Mario que se acaloraba en
defensa de las democracias.
Valeria
supo el momento en que la orquesta se colocó en el estrado y escuchó los
primeros compases de la música. Sabía también lo que iba a suceder y levantó la
vista para encontrarse con los ojos y el brazo del Capitán invitándola al
primer vals. Giró mecida por la música y por un poder extraño, que la condujo a
un ámbito desconocido bajo las luces de las arañas de cristal cortado.
–Su
corazón va más de prisa que el vals –le dijo el Capitán.
Levantó
la vista y lo vio sonreír. La frase era una alianza secreta y quiso recostar la
cabeza sobre el pecho amplio y azul marino que la llevaba. Ráfagas de viento y
de sal la salpicaron y vio cuando ambos se sumergieron en las aguas del vals
hasta llegar a la catedral que ella había visitado en Friburgo. Bajo las aguas
volvió a ver los sepulcros de piedra de los caballeros, con la cruz de la
espada descansando sobre el pecho. Entre ellos se hallaba el Capitán, que se
levantó y la tomó de la mano: Estoy soñando, se dijo y volvió los ojos
al hermoso rostro que flotaba junto a ella bajo las luces del salón.
–No
sueña, Valeria.
–¿Sabe
mi nombre?
–Lo
vi desde antes de que subiera usted al barco –contestó conduciéndola al lugar
que ocupaba con Mario.
Le
hizo una reverencia y desapareció seguido de sus oficiales. Cuando Dinello, uno
de los jóvenes italianos la invitó a bailar, no la sorprendió su conversación
conocida. Permaneció ajena al joven, mecida por el vals y sintió un dolor agudo
por no hallarse cerca del rostro con el que hacía unos instantes había
descendido a la catedral de Friburgo. Muy cerca, Mario bailaba con Pía y supo
que su marido estaba fuera de su vida. ¡Para siempre!
Durmió
en sueños apacibles atravesando paisajes submarinos, seguida por Saladino que a
su vez soñaba echado sobre sus cabellos. Por la mañana se presentó un oficial.
–Señora,
no pueden viajar gatos en los camarotes.
Era
la rutina y Valeria lo esperaba.
–Saladino
es diferente –dijo repitiendo una lección.
Ahora
debía visitar el lugar reservado a los animales. Metida en su abrigo de pelo de
camello cruzó las cubiertas barridas por el viento, guiada por el oficial.
Llegaron a la bodega donde fueron recibidos por ladridos de perros.
–No.
Saladino es muy chico. No puede venir aquí.
El
oficial la miró con amabilidad.
–No
existe ninguna posibilidad de accidente.
¿Por
qué la separaban siempre de lo que amaba? Sintió que iba a ponerse a llorar
bajo la mirada atónita del oficial. ¡Si supiera lo desdichada que soy! Pensó y
tuvo la seguridad de que el oficial lo sabía, pues se inclinó para decirle.
–Guarde
a su gatito, pero que no haga tonterías en el camarote.
Y
con solemnidad la condujo por el barco que navegaba en un mar azul muy pálido,
rizado por el viento.
Encontró
a Mario afeitándose.
–¡Se
queda Saladino! –anunció.
Mario
le lanzó una mirada de tedio: en un momento de tanta gravedad para la historia,
ella sólo se preocupaba por un gato y molestaba a todo el mundo, especialmente
a él, que debía soportarla. ¡Era una verdadera histérica! Los gatos forman
parte de la historia se dijo y recordó a Egipto. Le hartaba que Mario
invocara al hombre y a la historia bajo cualquier pretexto. Saladino no podía
impedir el pacto germano-soviético que había trastornado los planes de Mario.
Su marido se proclamaba izquierdista y hablaba de la libertad con vehemencia
aunque a ella no le permitiera la libertad de irse con Fernando o de tener un
gato.
Disgustada
salió a la cubierta. Allí también se hablaba de la invasión de Polonia por
alemanes y rusos, de la humanidad y de la inevitable guerra. ¿Por qué tan
inevitable? La guerra se había localizado en Polonia, era una garantía de la
tan deseada paz para el resto del mundo. ¿Acaso Rusia y Alemania no eran los
dos enemigos frontales? Su complicidad ponía a salvo a los demás. Bebió el
consomé y observó a los pasajeros, que parecían todos el mismo.
–¡Ojalá
que no hundan este barco! –exclamó un joven de pantalón blanco y americana azul
marina.
Era
un sudamericano de piel morena y dispuesto siempre a reír en los momentos más
graves. ¡Ojalá que lo hundan! se dijo Valeria. Así, ella no llegaría a la casa
donde la esperaba la familia de Mario. En esa casa siempre tenía sed. Se diría
que las miradas de piedra de su suegra y de sus hijos aspiraban toda la humedad
del aire. Valeria amaba el agua, el viento, las tormentas de nieve, los bosques
oscuros y el Mar del Norte. Se fue a la piscina y nadó unos minutos, después
pidió un whisky, no era tan mala la idea de emborracharse.
–Con
hielo y sin agua –le dijo el joven barman con una mirada cómplice.
Le
hubiera gustado que apareciera el Capitán, pero no era factible. ¿Y el chico
del bar cómo supo que tomaba el whisky sin agua? No vio al Capitán, pero
su presencia invisible era más poderosa que su presencia física e imponía un
orden severo e inviolable. Recordó su mentón tostado por el sol y sus dientes
raramente perfectos. Su corazón va más de prisa que el vals y su corazón
se acordó con la música. Hubiera deseado no dejar de girar jamás en esa música,
su copa giraba entre sus dedos, bebió el whisky de un trago.
Saladino
necesitaba aire fresco y lo sacó a dar un paseo por cubierta. El gatito huyó a
través de las escaleras y salones sin querer oírla. Corrió tras él seguida por
dos oficiales hasta que logró atraparlo debajo de un piano.
–¡Qué
espectáculo tan lamentable! –comentó Mario, mientras se vestía para ir a la
comida.
–¿Y
tú cómo te atreves a salir a cubierta si eres mucho más feo que él? Por eso
tienes que cubrirte como lo haces ahora. ¿No sabes que el animal más feo es el
hombre? –le preguntó furiosa.
–¡Desbarras!
Eres una loca aburrida –contestó Mario.
–Sí.
¡Eso crees! Pero el hombre es inferior al animal y el animal es inferior a la
flor. El orden es al revés de lo que piensas.
–¡Vístete!
Ocuparon
su mesa en silencio y Valeria fijó la vista en las flores que la adornaban. No
deseaba ver a ninguna persona, ni siquiera al Capitán. El ramillete brillaba
sobre la blancura del mantel. Así era la vida: una larga gestación y luego la
explosión de la fugitiva belleza. Valeria había notado que la gente bella no
siempre lo era. Hoy estaba muy bella fulana decía la gente y Valeria
llegó a la conclusión de que la belleza no era permanente en las personas, sino
una misteriosa visita, que volvía cuando sus últimas huellas empezaban a
borrarse. Levantó los ojos y se encontró con el Capitán, sólo para descubrir
que se parecía asombrosamente a Saladino.
–¡No
veas así! Te pones y me pones en ridículo –le ordenó Mario.
Apartó
los ojos con rapidez para observar el ir y venir de los camareros llevando las
fuentes de plata sin el menor tropiezo.
Parecen
bailarines… ¡y yo qué desdichada soy! Se dijo.
Por
la tarde acodada a la barandilla de cubierta se repitió: ¡Qué desdichada soy! y
contempló la estela abandonada por el barco sobre la inmensidad del mar
redondo, limitado por un cielo redondo y también azul. Era como estar en el
interior luminoso de un zafiro que cambiaba de luces de acuerdo con la vuelta
del sol.
–¿Has
visto la puesta de sol en Venecia? –le preguntó Dinello acodándose a su lado.
Valeria
afirmó con un signo de cabeza y ambos guardaron silencio para escuchar el ir y
venir de las olas. Mario se hallaba con Pía en el bar, acompañado de todos los
italianos, sólo Dinello había venido a hacerle compañía. Era extraño que apenas
se hubieran conocido la víspera. ¿La víspera? Se preguntó sobresaltada y se
volvió a mirar al romano que navegaba junto a ella desde hacía ya tantos años.
Dinello encendió dos cigarrillos y le tendió uno con gesto amistoso. El
cigarrillo encendido era una señal repetida en mitad del océano y ambos
quisieron recordar lo que significaba en aquel barco súbitamente vacío. Se
miraron con asombro y él revolvió los cabellos de Valeria agitados por el
viento, y ambos se ensimismaron en la estela dejada por el barco.
En
el camarote las rosas estaban otra vez intactas y llenas de rocío. Se colocó
una en medio del escote antes de subir al comedor, era el aviso de que había
recibido el mensaje. No sabía cuál mensaje, pero lo había recibido. Ya sabía
que esa noche el Capitán no la sacaría a bailar. Según el rito.
En
el salón de baile los italianos rehuían el tema de la guerra, al que Mario se
aferraba.
–¿Y
qué? –exclamó Dinello riendo y echando la cabeza hacia atrás para mostrar su
garganta antigua y poderosa como la de una estatua romana.
Si
corrían en automóviles de lujo, también podrían correr en tanques. Los
italianos sonrieron. Hacía ya muchos siglos que se movían en el lujo y luego en
el desastre. Miraban la vida sin sobresalto, indolentes al triunfo e indolentes
a la derrota. ¿Acaso la vida no era una aventura ya prevista?
–¡Valeria!
Tú estás con nosotros ¿verdad? –le preguntaron.
–Sí.
Estoy con ustedes.
Se
levantaron las copas de champagne y Mario afirmó que él brindaba por la
libertad del pueblo.
–El
pueblo somos nosotros, una élite que se muere por la mayoría –afirmó Dinello
mirándolo con sus ojos castaños de párpados dibujados con delicadeza. Se volvió
a Valeria.
–Los
hijos de los dirigentes demócratas gozan del privilegio de no combatir por sus
ideales. Ellos no van a la guerra y si van nunca se mueren.
–Es
verdad –dijo Valeria mirando a la mesa de los oficiales.
–Te
ves más bonita cuando ríes –le aconsejó Dinello, mientras la arrastraba a
bailar.
Casi
no lo reconoció, hizo un esfuerzo para distinguir sus rasgos y la música se
volvió muy lenta, sería trágico que Dinello muriera en la guerra. En verdad era
hermoso. En la mesa se hablaba ahora del baile de disfraces. No escuchó, la
guerra para ella significaba que debía vivir del otro lado del océano, bajo la
mirada de la familia de Mario y envidió a los italianos, que gozaban del
privilegio de morir para defender la belleza que amaban. Por eso eran más
bellos que los demás pasajeros. La cercanía de la muerte les daba un halo
mágico: estaban ya fijos en el tiempo, como los personajes de los cuadros o las
estatuas caídas en la hierba.
No
pudo dormir, el barco crujía por todos los costados y de puntillas se echó un
impermeable y salió a cubierta. Acodado a la barandilla encontró a Dinello.
–¡Vamos
a tomar un whisky! –ordenó el muchacho.
Cruzaron
pasillos y bajaron escalerillas hasta llegar a un salón redondo adornado con
farolas en donde la gente bailaba con furor.
–¡Tercera
clase! –anunció Dinello.
Se
mezclaron con los estudiantes que festejaban su regreso. Ocuparon una mesa y
combinaron los disfraces. Hicieron un recuento de su ropa y de lo que
necesitaban. Dinello ponía tal interés en aquel baile que ella no pudo menos de
pensar que quizás sería el último al que asistiría. Sintió un dolor agudo por
el destino común que los unía. ¿Un destino común?, se preguntó sobresaltada.
Sí. El destino era ilógico. Más bien su lógica era difícil de descifrar, aunque
gozara de una lógica impecable. Sólo era necesario la lectura de los hechos
insignificantes para conocer el destino que los aguardaba. Existía una
hermandad entre los dos, ahora lo sabía.
–Iremos
de lección de solfeo –decidió Dinello.
Guardaron
el secreto y durante la comida se lanzaron miradas de complicidad a través de
las mesas que los separaban. Valeria no miró al Capitán. Según el rito.
Se
dirigió de prisa al peinador. En la puerta la esperaba Dinello. No se
sorprendió al ver que los espejos estaban empañados y que el peluquero flotaba
sonriendo en medio de un agua verdosa. Ahora todo lo veía a través del mar. No
se sentía en tierra, por eso se veía sumergida en el agua y se echó a reír
cuando apenas alcanzó la mano poderosa de Dinello. Arriba sobre el puente de
mando estaba el Capitán ordenando sus gestos. El barco se mecía con fiereza y
sus muros crujían con estrépito. El canto de su buena construcción, le
dijo algún marino. Dinello ordenó un peinado que descubría su nuca y dejaba
limpio su cuello alto. Al salir, no tropezaron por el pasillo.
–Tienen
buen pie marino –les dijo un oficial observándolos bajar una escalera.
Ambos
se dejaban llevar por los impulsos rítmicos que el mar daba al navío.
Por
la noche Valeria se puso el traje blanco que la forraba como un guante y
Dinello llegó a su camarote con una corona negra hecha de Llaves de Sol.
Ceremonioso colocó la corona fabricada en papel negro, sobre su cabeza rubia y
luego dejó ver su corbata hecha también con una Llave de Sol que brilló
sobre la pechera blanca.
–¡Qué
frivolidad! La burguesía está condenada a desaparecer –exclamó Mario.
Él
se negó a disfrazarse. Dinello sacó de uno de sus bolsillos un parche negro y
lo colocó sobre un ojo del marido de Valeria. Los tres quedaron en blanco y
negro. En el comedor Dinello ordenó que pusieran su cubierto en la mesa de
Mario y de Valeria.
–No
se puede romper la partitura.
De
la mesa del Capitán emanaba una fuerza secreta. Esa noche Valeria bailaría con
él y esa certeza la dejó radiante. En las mesas vecinas había apaches, chinos,
odaliscas y damas de la Corte de Luis XV.
–Traían
los disfraces en las maletas –comentó Dinello.
Pía
llegó al salón de baile vestida de gitana y antes de que empezara la música
leyó la suerte de Mario en la palma de su mano.
–¡Te
equivocas! –exclamaron Dinello y Valeria a un tiempo, porque Pía no estaba en
el secreto.
–Un
vals para un vals –invitó el Capitán inclinándose ante ella.
El
salón entero se cubrió de agua y Valeria apenas logró verse reflejada como una
mancha clara en los espejos. Las plantas del estrado se convirtieron en
líquenes verdosos, que se mecían como brazos lánguidos, mientras ella giraba
apoyada en el pecho del Capitán. Estaban solos en la pista y Valeria alcanzó a
ver a Dinello sentado en una mesa solitaria con su impecable pechera blanca y
la Llave de Sol negra como el signo maléfico de la muerte. Los músicos
inclinados sobre sus violines se mecían al compás del mar.
En
su camarote se quedó perpleja. Sentada frente al espejo se miró como si mirara
a un fantasma. Por el fondo del azogue no circulaba Mario en sus idas y
venidas, mientras se despojaba de sus ropas para acostarse. Estaba separada de Mario.
¡Se había ido! ¿Adónde? Estaba liberada, no volvería al lado de la familia de
su marido, se encontraba sola en el camarote abandonado, lejos de los extraños
y apartada del éxito o de la derrota, que tanto preocupaba a Mario. Sobre el
puente estaba el Capitán, más tarde ella subiría a su encuentro, ¡para siempre!
Dijeron los ojos fosforescentes de Saladino que seguía todos sus gestos.
–¿No
piensas desvestirte? –preguntó Mario, rompiendo el círculo que formaban ella,
el camarote y Saladino.
–Sí.
–Y se quitó las zapatillas de raso, que curiosamente estaban secas.
El
gato durmió enredado en sus cabellos y ella durmió enredada en una tristeza
inexplicable producida por el Capitán de quien ni siquiera conocía el nombre.
Cuando
colocaron cortinillas negras en las claraboyas y ventanales de los salones se
produjo una alarma y la gente encerrada en aquel barco sin sirena, que navegaba
a oscuras en la noche, corrió a invadir los bares y a beber whisky. ¡Sólo
eran medidas de precaución!, explicó el Capitán. El barco aminoró la marcha
nocturna y las cubiertas permanecieron apagadas.
La
mañana disipó el pánico y los pasajeros volvieron a la piscina. Pía acariciaba
la nariz de Mario con una pajuela y Dinello observaba la seriedad de Valeria.
–¿Queé?
Mario –le preguntó.
El
nombre le sonó extraño y miró los ojos súbitamente serios de Dinello. Quiso
decirle que su bondad y belleza eran incapaces de sacarla del mundo que había
visitado en sueños porque en ese mundo él estaba comprendido. Dinello le echó
un brazo alrededor de los hombros, se había establecido una amistad secreta
entre los dos, pero resultaba difícil explicar las ligas que los unían. Tal vez
era el futuro. ¿Acaso no formaban parte de la misma partitura?
Por
la noche, en el salón de baile un oficial trató de animar la tómbola, parte de
la rutina de festejos. Fue inútil. La gente contestaba y recibía los regalos
sin ningún entusiasmo. El Capitán abandonó la fiesta y Dinello llevó a Valeria
a una cubierta oscura. El viento sopló con fuerza y las gasas que colgaban de
sus hombros se le enredaron en el rostro. Dinello las ató a su espalda desnuda
y contempló el mar oscuro. Sin querer recordó su vida y ésta resbaló
vertiginosamente por un tobogán que desembocó en el mar nocturno. Sólo le quedaba
el barco y Valeria acodada a la misma barandilla que él.
–¡Lástima
que sea tan complicado enamorarse! Me enamoraría de ti –le dijo sin mirarla.
–¿Por
qué no lo haces?
–Eres
casada y dentro de unos días no te veré más. ¿Qué puedo decirte? ¿Qué te
acuestes conmigo?
–Sí
–contestó Valeria.
–¿Y
después?
–Después,
nada –contestó ella sin hacer un gesto.
–No
sabes nada del amor. ¿Cuántos amantes has tenido?
–El
último se llamó Fernando –pronunció el nombre con alivio. Unos días antes le
producía un dolor insoportable.
Dinello
se volvió a escrutar aquel rostro desdibujado en la oscuridad de la cubierta,
le alisó los cabellos y continuó pensativo frente al mar negro. Le tomó la
barbilla y preguntó:
–¿Harías
el amor conmigo?
–Sí.
Valeria
cerró los ojos envuelta en la magia repentina de la boca fresca de Dinello. Los
abrió y vio el puente del Capitán. ¿Se jugaría el futuro? Dinello la llevó a su
camarote, le ofreció un whisky y le bajó las tirillas de gasa que
sostenían el traje. No debo hacerlo, se dijo Valeria. Sin embargo, no
tenía ninguna razón para privarse de aquel romano. Mario no existía y Fernando
se había esfumado. Su vida estaba en blanco y frente a ella un hombre de
párpados delicados esperaba. Dinello la llevó a la cama y preocupado se sentó
junto a ella.
–Te
dije que era fácil enamorarse de ti.
Le
arregló los cabellos y se tendió a su lado sin tocarla. Le encendió un
cigarrillo y encendió otro para él y fumó en silencio. Hablaron en voz baja de
la guerra que estaba sucediendo y recordaron sus estatuas, sus palacios, sus
catedrales y sus ciudades predilectas. Hubo un silencio y Dinello levantó las
cintillas del traje y la miró.
–Vamos
a la tómbola. ¿Qué sucedió en el puente? –preguntó.
–No
lo sé.
–No
me gusta nada forzado, por eso no me acuesto contigo.
Cruzaron
los pasillos bajo las miradas de los oficiales y volvieron a cubierta. Dinello
soportaba la derrota con gallardía.
–Es
mejor, me estoy enamorando de ti.
El
barco crujía ante las embestidas del mar. Era mejor no haberse acostado, se
hubiera roto el encantamiento y ellos se hubieran separado. La llevó a su
camarote en donde la esperaba Saladino.
Los
días siguientes fueron melancólicos. Los pasajeros ansiaban llegar a Nueva York
y leían los boletines con las noticias que aparecían en los vestíbulos o cerca
de las tiendas. Sólo Valeria deseaba que no terminara aquella temporada en alta
mar. El Capitán y la oficialidad permanecían impasibles, revestidos de una
calma impersonal.
La
penúltima noche a bordo, el Capitán bailó con Valeria en un adiós que pareció
una cita y la dejó pensativa junto a Dinello. Los pasajeros bailaron juntos, un
día y una noche más y un tercer día a las ocho de la mañana estarían en Nueva
York. Valeria se sintió perdida. Acompañada de Dinello vagabundeó por las
cubiertas abandonadas y volvió a su camarote para encontrar que Mario estaba
enfermo.
–¡Pídeme
algo! ¡Me siento mal!
Salió
a buscar ayuda. Un oficial la escuchó con seriedad, hacía sólo media hora que
Mario había abandonado el camarote de Pía. Guardó silencio y le dio algunas
pastillas contra el mareo. Durmió mal esperando al nuevo día. El último día se
dijo y se hundió en pensamientos tristes.
El
mareo de Mario se convirtió en resfrío y era ella la que debía hacer las
maletas en ese último día en El Colonia. La ropa tenía que ser colocada con cuidado
para evitar hacer y deshacer diez veces las maletas, pues para Mario era vital
cerrarlas sin esfuerzo y que al abrirlas los trajes no necesitaran un
planchado.
–¡Estás
arrugando mis camisas! –le dijo echando una mirada a la maleta que iba a cerrar
en ese instante.
Cuando
ya estén listas va a recordar que necesita algún papel y habrá que deshacerlas
para hacerlas otra vez, se dijo con certeza, ya que eso
ocurría una y otra vez al hacer el equipaje. Mario era un personaje extraño, le
gustaba verla buscar algo, siempre algo, cuando era niña el título de una
canción norteamericana: Buscando una aguja en un pajar la impresionó,
era sólo una premonición de su vida futura en la que siempre la harían buscar
una aguja en un pajar. Mario vigilaba sus gestos, la vio cerrar nuevamente la
maleta.
–Ve
a cambiar este cheque –le ordenó.
Trató
de explicarle que en el barco había avisos anunciando que no se cambiaban
cheques personales. ¿No recordaba que antes de embarcar ella le insinuó que el
dinero reservado para el viaje era insuficiente? ¡No quiero oírte, no quiero!
Gritó su marido mientras desgarraba el cheque. Permaneció un rato sentado entre
las almohadas con el cabello en desorden y escribió un nuevo cheque por una
cantidad mayor.
–¡Cámbialo!
No soy un aventurero, puedes decírselo a estos nazis.
–La
medida es para todos.
Y
se precipitó a recoger el cheque antes de que subiera más la cantidad. Encontró
a los pasajeros charlando animadamente en las tiendas y en los bares para
celebrar la víspera de la llegada a Nueva York. Deprimida, se dirigió a todos
los despachos abiertos para cambiar el maldito cheque. ¿Por qué la señora no
cambió en tierra? ¿Por qué necesitaba una cantidad tan fuerte la víspera de la
llegada? Era imposible explicar el carácter de Mario.
–El
Capitán es amigo mío –afirmó ante la negativa.
El
oficial la condujo al puente de mando donde se hallaba el departamento del
Capitán y éste la recibió de pie en un gabinete cubierto de mapas. Con un gesto
le ordenó tomar asiento. El oficial desapareció. Enrojeció de humillación y se
dio cuenta de que el Capitán estaba enterado de su petición y la miraba con
condescendencia.
–Abandonó
su regalo en la tómbola –le dijo.
Lo
vio abrir un pequeño archivero y sacar un bulto que ella desenvolvió confusa.
Era una chalina de gasa en todos los tonos de azul. Valeria se la puso al
cuello ¿y ahora qué iba a decir?
–Deme
el cheque, señora.
Tendió
el papel que le quemaba la mano de vergüenza y lo vio alejarse, para volver con
un manojo de billetes. Nunca le perdonaré esta jugada a Mario, se dijo
mientras guardaba con los ojos bajos el dinero en su bolso. ¿Qué podía decir?
¡Nada!
–Un
Sherry –lo escuchó ofrecerle.
Brindaron
levantando las copas, ambos sabían que no era un brindis banal, el cheque se
convirtió en una forma caprichosa del destino para prolongar un instante en la
eternidad del tiempo. La bebida corrió como un filtro por sus cuerpos. Valeria
vio el amplio pecho azul y el brazo que se alargó para sostenerla. Estaban
solos bajo una inmensa tormenta, el agua mecía los cabellos de Valeria y los
ojos del Capitán eran los de Saladino. Una soledad mortal los envolvía en el
abrazo. La copa cayó de la mano de Valeria y el ruido fue estentóreo.
–Me
voy.
¿A
dónde iría? Perdió la cuenta del tiempo, apenas habían transcurrido los
segundos de un abrazo interrumpido por una copa rota que brillaba en el suelo
como una brújula inútil. El Capitán la acompañó a la puerta. Lo había besado. Parezco
una ladrona, se dijo mientras le tendía la mano que él besó con respeto. No
se decidía a cruzar la puerta. Si no lo hubiera besado, se dijo
confundida bajo la clara mirada que registraba todos sus gestos.
–Volveré
más tarde, esta noche.
–Desde
el minuto en que abandone el baile te estaré esperando –le contestó él con
seriedad.
Huyó
aturdida. Un reloj le señaló la hora: las diez y cuarenta y ocho minutos de la
mañana. ¿Había estado sólo ocho minutos en la cabina del Capitán? Bajó la
escalera que la llevaba a su camarote y se encontró con Dinello.
–¿Tuviste
suerte?
–Sí.
–Quisiera
que fuese verdad –le contestó el romano cediéndole el paso.
Le
entregó el dinero a Mario y de bruces lloró largo rato sobre su cama. Subió
sola al comedor, el camino para llegar a su mesa le pareció interminable bajo
la mirada del Capitán que la observaba con aire impenetrable.
–Te
acompaño. Somos la misma música, la misma partitura –le dijo Dinello cuando
ocupó el lugar reservado para Mario que continuaba enfermo.
–Valeria,
¿cuánto tiempo vas a quedarte en Nueva York?
–Dos
semanas.
–¿Dos
semanas? No lo creo –dudó Dinello.
Le
ofreció un cigarrillo y le tendió el encendedor pequeño que en su mano poderosa
parecía un minúsculo juguete de oro.
–¡Lástima
que te quedes de este lado! No podré enamorarme de ti, pero te recordaré como a
la tonta más tonta que he conocido.
–Siempre
estás de broma.
–No
contigo –y acarició la mano de Valeria abandonada en el mantel.
Una
tristeza muy antigua se desprendía de la persona de Dinello, era como si
conociera el secreto del paso fugaz de la belleza.
Por
la tarde permaneció en la cabina reflexionando: siempre desconfiaba de las
invitaciones de los hombres, sabía que se daban cuenta de su posición degradada
frente a su marido y ella rechazaba la fácil protección que le ofrecían y
permanecía al lado del pequeño tirano, defensor público de la libertad. ¿Por
qué ahora sólo pensaba en llegar a la cabina sobre el puente? Tal vez debía
acudir a la cita. Era la última noche en el barco y nunca volvería a ver al
Capitán. ¡Nunca! La palabra le resultó insoportable. Abandonar el barco,
adentrarse tierra adentro y llegar a la casa reseca de Mario, ¿ese era el
porvenir? Se dejó caer en un sillón. Vio entrar torrentes de agua en su
camarote y pensó. Soy una ahogada y se dejó mecer en el agua. Era la
única vía de escape.
–¿Piensas
quedarte en babia toda la tarde? –preguntó Mario apartando el libro que leía.
Se
puso de pie, sobre su cama estaba la chalina de gasa azul como una fresca
corriente de agua milagrosa invitándola a la humedad y al canto de las
caracolas.
–¿No
quieres que cene aquí contigo?
–Te
suplico que me dejes. ¿Acaso no tengo derecho a un rato de soledad? –contestó
Mario.
Cenó
con Dinello y luego ambos salieron a cubierta y se acodaron a la barandilla a
contemplar la espuma blanca que salpicaba los costados del barco. Valeria vio
en la espuma el rostro de Dinello y su pechera blanca.
–Te
vi reflejado en el agua.
Los
dos entraron al salón de baile con aire melancólico. Estaban tristes y la
música empezó unos compases. El Capitán la invitó a bailar, giraron en cámara
lenta, Valeria llevaba el traje blanco y la corona negra hecha de Llaves de
Sol, tenía el rostro salpicado de sal y el Capitán la sostenía en sus
brazos poderosos para evitar que se hundiera en un mar sin fondo. Otras parejas
bailaban a su alrededor y ellos continuaron girando entre los desconocidos,
pálidos y cada vez más, suspendidos en el aire, llevados por los giros del vals
que subían hasta los cristales de los candiles ahora convertidos en trozos de
hielo.
–¿Bailamos?
–preguntó Dinello.
Desde
la pista vio el instante en que el Capitán abandonaba el salón y sin embargo
ella y Dinello continuaron girando como sombras diluidas en el agua.
–No
llevas el compás. ¿Te sucede algo?
Volvieron
a la mesa y bebieron un cognac. Los pasajeros festejaban ruidosos la
llegada a Nueva York, sólo ella y Dinello estaban tristes.
–Podemos
vernos mañana por la noche en El Morocco –propuso Dinello.
¿Cuánto
tiempo hacía que el Capitán había abandonado el baile? Quería calcular el
tiempo transcurrido en su espera. El reloj de Dinello marcó las doce de la
noche.
–Te
llevo a dormir –le dijo el muchacho.
La
abandonó en una cubierta de la que partía una escalera que subía al puesto de
mando. Valeria se preguntó si Dinello sabía y se sintió dividida entre su
afecto por él y la voz que la llamaba en silencio más allá del puente. Al pie
de la escalera encontró a dos marineros rubios y retrocedió avergonzada hasta
la cubierta oscura. Pensó que no podría pasar aquel obstáculo y sin embargo
debía pasarlo. Se acercó varias veces y siempre encontró a los dos marineros
que hacían guardia. Era la una de la madrugada, estaba perdida, a esa hora el
Capitán estaría ya dormido pensando que ella era sólo una pequeña prostituta
que lo besó para arrancarle el dinero del cheque.
–¿Un
whisky? –era Dinello.
Se
encontraron en el salón circular de la tercera clase, en donde los estudiantes
continuaban bailando. Valeria pensaba en el pecho azul del Capitán que quizás
esperaba todavía.
La
vida es imposible cuando se es cobarde –dijo Dinello.
Lo
miró: fumaba indolente, observando a las parejas que bailaban en la pista.
–La
timidez o es cobardía o es cortesía y hay que romperla con un gesto brutal –agregó
Dinello.
–¿Y
cuál es ese gesto? –preguntó Valeria.
–¡Cruzar
las líneas enemigas! –contestó él sin titubear.
Valeria
no contestó. Su tiempo había pasado, el reloj marcaba las cuatro de la mañana y
ella no cruzó la línea enemiga que la separaba de lo que amaba con fuerza
absurda y misteriosa.
En
su camarote se recostó abrazada a Saladino. Escondió la cabeza en las almohadas
que chorreaban agua, también sus cabellos estaban empapados. A las cinco de la
mañana guardó su traje de baile en la maleta. Se puso el traje blanco reservado
para desembarcar, se enroscó la chalina azul al cuello y con los zapatos en la
mano para no despertar a Mario y los guantes blancos atravesó el camarote, eran
las seis y media de la mañana. ¡Cruzaría las líneas enemigas! Atravesó el barco
cuyos pasillos estaban invadidos por maletas y baúles, pasó entre los marineros
y se encontró frente a la puerta de la cabina del Capitán. Llamó con los
nudillos.
–¡Adelante!
Valeria
dio la vuelta a la manija de la cerradura, empujó la puerta y entró. El Capitán
la esperaba de pie, con el uniforme de gala que lucía la noche anterior y los
ojos desvelados. En un rincón, una mesa pequeña servida con viandas, frutas y
licores, esperaba.
–Sabía
que vendrías.
Valeria
se sintió desolada. La había esperado toda la noche y ahora la recibía como si
llegara a la hora justa de la cita.
–No
pude pasar, esos marineros.
–Estaban
avisados –contestó él.
Valeria
bajó la vista, turbada, el Capitán se acercó y le levantó la barbilla.
–¿Un
café?
Bebieron
el café humeante en silencio. ¿Qué podían decirse?
–Me
quedan unos minutos para ti. Debo atender pequeñas cosas –dijo él con pesar.
Casi
sin darse cuenta, Valeria se puso de pie y él quiso regalarle todo lo que había
en su cabina: un encendedor, su cigarrera, un pequeño regalo cuidadosamente
envuelto. La miraba con ojos trágicos y ella recibía los obsequios atontada.
–Me
voy, me voy –repitió.
La
tomó en sus brazos y ella supo que había encontrado un lugar del cual no podría
irse. Fue él quien la alejó con suavidad, le arregló el sombrerito y le dio un
beso en la frente. La despedía, con tristeza, pero la despedía.
–Volveré,
¿cuándo? –preguntó ansiosa.
–Vamos
a estar tres días, si quieres vuelve esta tarde.
–¡A
las cinco! –prometió Valeria.
Él
se inclinó sobre la mesa y escribió un pase para que le permitieran atravesar
el muelle y llegar al barco. Le tendió la pluma.
–Guarda
la pluma del pacto –le dijo con voz muy seria.
Valeria
salió corriendo. Todavía no desembarcaban y el mundo ya había entrado en el
navío, con sus idas y venidas inútiles. En el camarote la esperaba Mario, pero
ella se había quedado arriba, en el puente y la Valeria que cerraba el maletín
y revisaba el camarote bajo la mirada avizora de Mario era sólo una sombra
proyectada desde otra dimensión, un reflejo de ella misma.
En
el comedor vacío sólo Dinello bebía su café acompañado de tostadas, buscaba a
Valeria, la encontró en la escalera amplia por la que bajaban los pasajeros
para llegar al lugar de reunión de la salida. La vio cuando se cruzó con el
Capitán, que con el uniforme diario, estaba afeitado e intacto. La encontró
pálida y saludó a Mario con amabilidad. Deseaba el nombre del hotel en el que
se hospedarían en Nueva York.
Los
requisitos y las aduanas se multiplicaron por la bandera del Colonia. A media
mañana, Valeria se encontró en un muelle turbulento de voces, grúas, maletas,
cargadores y taxis. Un rato después estaba con Mario en la habitación
impersonal de un cuarto de hotel. En la ciudad quedaba un calor pegajoso.
A
las dos de la tarde se encontró sola y se echó a dormir. En realidad ya había
dormido muchas veces ese día y siempre encontró el mismo sueño. Despertó a
tiempo para llegar al muelle. Un taxi la depositó en una calle sucia,
adoquinada, con arcadas de hierro. El lugar enorme y desierto tenía sólo
bodegones construidos en ladrillo. ¿Era la misma calle? Por la mañana el
bullicio la había hecho diferente. En el bolso llevaba el pase, no lo necesitó,
ante ella estaba el Capitán sonriendo. La tomó del brazo, atravesaron el muelle
y llegaron al barco silencioso y apagado. Yacía allí como un enorme animal
atrapado, tan triste y tan fuera de lugar como ella misma. Cruzaron la pasarela
tendida entre el muelle y el navío y los marineros se cuadraron a su paso. El
barco estaba iluminado con luces pequeñas distribuidas escasamente por los
pasillos largos, en donde parejas de marinos hacían guardia. Sólo la cabina del
Capitán guardaba el orden antiguo de luz tan clara como el día.
Valeria
ocupó un sillón, se despojó de los guantes y observó la mesa con viandas y
flores renovadas.
–Aquí
está la pasajera que esperé siempre –dijo él contemplándola.
Ella,
por su parte, estaba frente al hombre que sólo había esperado en sueños y ahora
soñaba ese barco anclado, ese camarote, esas flores y esas manos seguras que
servían el té. También soñaba el diálogo sin palabras, sabía que vendrías.
Te amo. Y ella comió un pastel pequeño como una argolla. Los minutos corrieron
tensos, como ocurre en los sueños en donde el tiempo deja de existir. Ni
siquiera necesitaban besarse, tenían toda la eternidad para mecerse en el barco
apagado. De alguna parte llegaba la música de Mozart. Se puso de pie y le quitó
el sombrerito, después pasó su mano sobre los cabellos de Valeria y ésta,
enrojeció violentamente y agachó la cabeza.
–No
quiero nada que tú no quieras –dijo en voz alta.
Lo
vio volver a su sillón y ella depositó su taza de té, su voz le pareció tan
irreal como su silencio. ¿Por qué te casaste, Valeria? No lo sé. Tal vez Mario
pensó que yo era valiosa y siempre desea tener algo valioso, aunque no lo ame.
Valeria miró las fotografías familiares enmarcadas en madera oscura y colocadas
sobre la mesa de trabajo. ¿Y tú por qué te casaste?, preguntó. Mi mujer y yo
nos conocimos muy jóvenes. La amo. Es mi mujer terrestre, tú en cambio estás
destinada a vivir en el agua, eres el sueño de los hombres de mar, y aunque los
sueños que se realizaban en la antigüedad se alejan del hombre moderno, a veces
suceden, cuando realmente se les sueña. ¿Se habían dicho todo eso? Sí,
Valeria escuchó su voz poderosa explicándole su destino común, un destino que
llegaba a su fin en el reloj del camarote, que marcaba las ocho de la noche.
–¡Debo
irme! Mario me espera –exclamó sobresaltada.
También
él se puso de pie y la siguió cuando se puso el sombrerito. Al volverse la
recibió en sus brazos. ¿Cuánto duró aquel abrazo? Tal vez sólo unos segundos,
pues a las ocho y siete minutos le abrió la portezuela de un taxi y la miró con
ojos tristes.
–¡Vengo
mañana! a la misma hora –prometió al ver la desolación reflejada en la figura
masculina que la despedía.
–¿Y
el pase? –gritó ella ansiosa.
–El
pase soy yo –contestó con voz profunda.
En
el hotel encontró un recado de Mario, debía reunirse con él en la casa de
Ortiz, un compatriota. ¿Por qué no hice el amor con él? se preguntó con
desesperación mientras se mudaba de traje. Sólo recordaba el color violeta y
una tristeza profunda.
–¿Estás
de acuerdo, Valeria? –le preguntó Ortiz.
–Sí…
¡claro!… –contestó en aquella mesa extraña.
Tal
vez hablaban de la guerra. ¡Siempre la guerra! En cambio los que iban a morir
en ella como el Capitán o como Dinello parecían olvidarla y evitaban hablar de
ese acto íntimo que es la propia muerte.
¡No
había visto a Dinello! Durante la conversación de palabras ruidosas como
pájaros voraces que deseaban devorar los recuerdos de esa tarde, Valeria se
repitió: Mañana a las cinco de la tarde.
Se
encontró en la tarde siguiente, otra vez en el muelle abandonado. Una mano la
condujo al barco quieto en donde los marinos hacían guardia y con pie ligero
entró en la cabina iluminada. El sueño de la víspera empezó cuando se quitó los
guantes. La música de un vals corría por la cabina y ellos ya no tenían que
explicarse nada. A Valeria le pareció que Dinello andaba cerca y escuchó
atenta, hasta que el ruido ensordecedor se produjo. También él lo escuchó, la
miró intensamente y saltó a su lado, con un brillo terrible en los ojos.
–Pasa
algo –dijo ella.
Asustada,
se dejó caer en un sillón y sintió que el barco se inclinaba peligrosamente
hacia la proa y ella se derribó sobre la mesa dejando caer algunos frascos de
licor.
–¡No
pasa nada! –afirmó él tomándole las manos y mirándola con intensidad.
Valeria
aceptó sus palabras. Sólo sucedía el sueño que se repetía desde la primera
noche en que bailó con él. Bebieron el té y probaron las pastas. Él le tocó la
punta de la nariz y le hizo un gesto amistoso, pero sus ojos permanecieron
terriblemente tristes mirando unas visiones que ella compartió: Valeria
abrazada a su pecho flotaba en vientos helados, perdida en un inmenso líquido
brumoso. Te vi siempre en un puerto del Norte.
–Anoche
no entendí de lo que hablaban. No existen, ¿verdad? –preguntó ella.
El
Capitán guardó silencio. Existían en aquella tierra gruesa y dura por la que
ella caminaba mientas él atravesaba los mares del Norte. Movió la cabeza.
–No,
no existen –dijo para consolarla.
Pero
el reloj anunció con ferocidad su existencia, al cantar las ocho de la noche.
Se había ido el tiempo ¿y ni siquiera se dieron un beso? Valeria se puso de pie
y lo miró con ojos de ahogada. Él la besó largamente y juntos volvieron a
cruzar el barco cada vez más oscuro, como si estuviera unido a sus
separaciones. Caminaron la calle adoquinada. Un taxi se detuvo, él abrió la
portezuela y la miró con ojos trágicos.
–¡Vengo
mañana! a las cinco –prometió Valeria dejándolo de pie en mitad de la calle
sucia, perdido, como un ser perteneciente a otra dimensión.
¿Por
qué no hice el amor con él? se preguntó en el taxi y empezó a sollozar. El
chofer la miró por el retrovisor y movió la cabeza disgustado.
–Si
yo fuera él, no haría llorar a una chica tan bonita –le dijo.
La
dejó el chofer en la puerta del hotel y pensó que el marino alto y fuerte que
le recomendó a la chica ponerse un poco de polvo en la nariz enrojecida, era un
hombre afortunado. Se encontró con que Mario y Dinello la esperaban en un bar
con algunos pasajeros del Colonia. ¿Por qué no hice el amor con él? se preguntó
sentada frente a Pía, Mario y Dinello. La luz rojiza iluminaba los rostros de
una manera extraña. Un piano contestó a su pregunta con música de jazz.
–¿Cuántos
días vas a estar en Nueva York, Valeria? –le preguntó Dinello.
–Dos
semanas.
El
muchacho la escuchó preocupado: Valeria le mentía. La luz rojiza iluminaba el
escote de Pía y éste brillaba como un lago abierto al viaje. Hicieron la ronda
de los clubs nocturnos y al final se encontró en su cama de hotel.
Durante el sueño lo vio en lo alto del puente observando un arco iris
submarino. Ella estaba bajo el arco hundido en las profundidades del océano.
Abrió los ojos y se encontró en el cuarto extraño. Mario no estaba allí,
seguramente se fue apenas ella se quedó dormida. Faltaba mucho tiempo para que
dieran las cinco de la tarde y abrazó a Saladino.
A
la hora fijada lo encontró en el muelle. Tenía los ojos chispeantes y los
párpados rubios ligeramente hinchados. Apenas cerró la puerta de la cabina le
dijo:
–Mañana
partimos a las tres de la tarde. ¿Es ésta la última vez que te veo?
Ella
se abrazó a su cuello y él la condujo a su camarote privado. Su cama de marino
era estrecha y estaba adosada a la pared. Después, él colocó en su garganta
desnuda un pequeño hilo de perlas pequeñísimas y corales pálidos. La contempló
en medio de un oleaje verde que los llevó a las cavernas más profundas del
océano, en donde habitaban seres lánguidos, personajes de smoking y
señoras de trajes claros y cabellos flotantes que los miraron rodar en aquel
abrazo eterno. Valeria lo vio como una antigua estatua arrojada al mar y luego
emerger con ella hasta la superficie de su cama de marino empotrada en el muro.
Cubierto, por una bata blanca, le sirvió un té y ella enredada en la sábana se
dejó servir por aquel hombre mitológico. Se llevó la mano a la garganta y tocó
el collar que la rodeaba como una ligera corriente de sangre y de agua salada.
El reloj dio las once de la noche. Su ropa absurda se secaba sobre el respaldo
de una silla.
El
reloj volvió a dar aviso peligroso y ambos sintieron que el tiempo sí pasaba.
Taciturnos cruzaron el barco apagado en el que los marinos hacían guardia.
Cuando el taxi apareció, lo tomaron juntos.
–Es
la última vez que te veo –dijo Valeria.
La
besó. ¿Acaso ignoraba que estaban juntos para siempre? El marino le ordenó al
chofer detenerse frente a las puertas de un hotel conocido.
–¿Así?
¿Así termina todo? –preguntó Valeria.
Entró
a su habitación extraña en donde sólo la esperaba Saladino. Sobre él escondió
sus lágrimas. Tarde, cuando Mario llegó, se hizo la dormida.
Abrió
los ojos a las diez y media de la mañana. En unas horas más él estaría
navegando y ella se hallaría sentada en cualquier bar hablando de la guerra.
Llamaron a la puerta.
–¡Pase!
–ordenó Valeria.
Un
mozo de chaquetín rojo le presentó una bandeja con un sobre. Adentro, Valeria
encontró un billete de regreso a Europa en el Colonia con el mismo número de su
antiguo camarote. También había un recado escrito: La vida empieza a las
tres. Helmut. ¡Ni siquiera sabía que se llamaba Helmut! Se duchó y se fue a
dar una vuelta por la ciudad que ahora sólo era un recuerdo. Existía únicamente
el billete de regreso y la nota firmada por aquel nombre. No sintió ningún
afecto por su pasado ajeno a ella y del cual salía como una recién nacida.
Regresó al hotel a la una y media, a sabiendas de no encontrar a Mario que a
esa hora tenía una cita. Hizo su maleta, recogió a Saladino y ordenó un taxi.
–Díganle
al señor que me mudé –explicó en la Administración.
Leyó
el pensamiento del Administrador: Se disgustó con su marido. En el
muelle había menos movimiento del que esperaba. La gente no iba a Europa, el
miedo la obligaba a volver en tropel y les impedía ir. Subió la escalerilla y
encontró a los oficiales conocidos que sonrieron al verla. Uno de ellos la
condujo a su antiguo camarote. Por la claraboya contempló el mar y súbitamente
se sintió aterrada. ¿Estaría loca? Se llevó la mano a la garganta y tocó el
hilo de perlas y corales y se echó en la cama para hundirse en un sueño
inquieto. Despertó cuando el barco iba muy lejos de la costa. Arriba estaba él.
Pensativa, se puso el traje de su primera noche a bordo, tuvo la impresión de
hallarse frente a una resucitada. Subió al comedor. Había pocos pasajeros y todos
eran europeos. Ocupó su mesa vecina a la del Capitán. Dos veces levantó la
vista y buscó sus ojos y no supo si ellos la miraban a ella o a la orquesta
colocada a sus espaldas. Cerca, cenando solitario, descubrió a Dinello.
–¡Dinello!
–Sabía
que vendrías –le dijo él acercándose a su mesa.
–¿Y
tú?, ¿por qué? –le preguntó ella.
–¿Yo?
¿Y la guerra? –y se echó a reír mostrando su hermosa garganta antigua.
En
el estrado del salón de baile los músicos afinaron sus violines y las plantas
de sombra se volvieron graves. El vals de la primera noche se dejó oír y el
Capitán avanzó hacía Valeria. Giraron en la pista perdidos en espirales
líquidos.
–Tu
corazón va más de prisa que el vals –le dijo él.
Valeria
levantó la vista y observó su mentón dorado y la rareza de sus dientes
perfectos. Todo estaba intacto, como al principio, el único cambio era el
collar que ceñía su garganta como una herida delicada. El Capitán la devolvió a
su mesa donde la esperaba Dinello.
–El
amor no era para mí –dijo el joven con voz displicente.
Valeria
vio cuando el Capitán abandonó el salón. ¿Qué haría? Imposible ir a su cabina
sin ser invitada y se sintió perdida en aquel barco de cortinas negras echadas,
encerrado en su luz, con la sirena muda, que navegaba como un pirata. Dinello
la llevó a cubierta y ambos contemplaron el agua sombría. Una tristeza
irremediable cayó sobre los dos. Valeria tuvo miedo, tal vez se había
equivocado y si era así su equivocación era terrible. Al cabo de un rato,
Dinello decidió conducirla a su camarote en donde la esperaba Saladino.
–No
te preocupes. Él vendrá a buscarte –le dijo al tiempo que le dio una palmadita
en la mejilla. Un marino le llevó una cartulina invitándola al puesto de mando
y conducida por él se encontró en el puente con el Capitán rodeado de sus
oficiales.
–Pensamos
que le gustaría contemplar el cielo. Es usted nuestra pasajera más fiel.
Escuchó
en silencio la conversación llevada en voces pausadas. Cuando todos se fueron
retirando, él la condujo al interior de su cabina y antes de que despuntara el
alba él mismo la llevo a su camarote en donde la esperaba Saladino.
El
viaje de vuelta a Europa sucedió exactamente como el anterior: paseaba con
Dinello, bailaba algunos valses y sobre la mesa de su camarote aparecía todos
los días un ramillete de rosas. De Mario no quedaba una sola huella. Se
preguntó si había existido alguna vez y el nombre Fernando le recordó sólo la Historia
Universal. Las noches ahora se poblaban de estrellas, de corales, de playas
y murmullos.
–Va
a pasar algo –dijo Dinello acodado a la barandilla de la cubierta apagada.
Valeria
sabía que nada podía separarlos. Navegaban por el Mar del Norte, el viento
había enfriado y debajo de ellos el agua se abría partida por la flecha del Colonia.
Fue
a las tres de la tarde, del día siguiente, en el momento en el que Valeria
contemplaba sus guantes abandonados sobre la superficie brillante del bar,
cuando se produjo aquel ruido ensordecedor que la tiró de bruces y que no
olvidaría jamás. El rostro del barman se puso intensamente pálido y
Dinello se colocó a sus espaldas tratando de guardar el equilibrio.
–Estoy
mareada.
–Me
parece que hemos topado con alguna mina –contestó Dinello.
La
voz del Capitán se escuchó poderosa sobre el barco entero: ¡No hay motivo de
alarma! El ruido terrible volvió a repetirse: Son minas, aseguró Dinello. ¡No
hay motivo de alarma! Repitió el Capitán y en ese instante el barco se detuvo.
Dinello arrastró a Valeria. ¿A dónde ir? Sólo podían ir al mar y ella se
precipitó a ir a buscar a Saladino. Los oficiales circulaban de prisa, la
palidez de sus rostros indicaba el peligro en el barco que empezaba a
inclinarse en un ángulo que pronto sería recto. Valeria vio que la popa
empezaba a apuntar al cielo. Le costó trabajo llegar a Saladino. La gente
trataba de correr por los pasillos casi verticales. Los altoparlantes habían
enmudecido. Los pasajeros deseaban llegar a un sitio y sus rostros aterrados le
contagiaron el pánico. Se produjo una nueva explosión y por las escaleras
salieron llamaradas y humo negro. La confusión se volvió atronadora. Del fondo
del barco salieron hombres ennegrecidos por el humo, confundidos con los
marinos y los pasajeros. Los oficiales trataron de poner orden. Con Saladino en
los brazos volvió a encontrar a Dinello. La gente amotinada trataba de llegar a
los botes salvavidas. Un oficial la sujetó.
–¡Órdenes!
–dijo con firmeza y trató de llevarla a uno de los botes que bajaban de sus
amarras iguales a columpios infantiles en medio de aquella confusión
aterradora.
Se
escabulló para buscar a Dinello a quien perdió de vista en medio de aquel motín
coronado de gritos. Corrió por el barco inclinado y subió al puesto de mando.
El barco entero se hundía vertiginosamente.
El
Capitán muy pálido daba órdenes inútiles. Dinello contemplaba la escena fumando
un cigarrillo medio mojado y ella sobre el pecho del Capitán que de pie
contemplaba la inaudita catástrofe. El Capitán la guardó contra su pecho con un
brazo sin dejar de mirar la tragedia del Colonia que ahora se rehusaba a obedecerle,
a ponerse de pie y a continuar el viaje. Valeria vio nuevamente a Dinello
fumando su cigarrillo mojado, mientras que sus ojos castaños se iban cubriendo
de sal muy lentamente. Una montaña de espuma los cubrió. Después cayeron sobre
ellos borbotones salvajes de agua, el mar entero se abrió y el barco giró sobre
sí mismo en el precipicio abierto de las aguas.
Valeria
sostenida por el Capitán bajó lentamente hasta el interior de la vieja catedral
de Friburgo. Allí, desde una tumba de piedra contempló el instante en que su
mente se puso de pie. A su alrededor flotaban personajes solemnes cerca de los
muros cubiertos de líquenes oscuros y mapas que dibujaban manchas caprichosas
que habían dejado de existir.
El
cielo azul se volvió muy oscuro mientras ella dormía sobre el pecho del
Capitán. Despertaba como todos los días, pero bajo otra luz y a un ritmo
diferente. Los periódicos dieron la noticia equivocada del hundimiento del
Colonia y en algunos bares públicos se brindó por su naufragio. Pero, no fue
así, el barco continuó sus viajes de ida y de vuelta con el reloj detenido en
las tres de la tarde. La vida a bordo continuó también idéntica a sí misma,
girando por las noches en valses melancólicos reflejados en los espejos
verdosos mecidos por los líquenes. La voz del Capitán llamaba a Valeria desde
el puente de mando y murmuraba a su oído: Eres mi mujer del mar. De
pronto a las tres de la tarde su voz barría las cubiertas oxidadas: ¡No hay
motivo de alarma! Y todo volvía a recomenzar.
Cuando en alta mar subían a otros barcos,
Dinello los acompañaba. Su paso quedaba marcado por el agua que chorreaba de
sus trajes de fiesta. Se mezclaban con los pasajeros para girar en los compases
de la música y ésta se diluía en ondas suaves y profundamente tristes. Su
inesperada presencia en los barcos que cruzaban el océano producía siempre una
nostalgia desconocida entre los pasajeros. Algunos contemplaban a los tres
visitantes impecables y hermosos como dioses ahogados surgidos de las olas y
sus memorias retrocedían al tiempo inescrutado de los bosques submarinos, de
las sirenas, de Ulises y de Tristán e Isolda y la fiesta banal cobraba
caracteres trágicos. Se sabía que tres pasajeros abordaban a veces a cualquier
barco y que su paso quedaba dibujado en las cubiertas y en las alfombras por un
rastro de agua salada y algunos líquenes frescos.
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