sábado, 2 de marzo de 2024

La vida empieza a las tres

Elena Garro

 

El mar chispeante y negro salpicaba de sal los costados del barco. Llovía y una tristeza hecha de adioses mudos envolvía al muelle y a los pasajeros que subían con rapidez por la escalerilla blanca. En la oscuridad del puerto del Norte se confundían las gabardinas con los abrigos de pieles de algunas viajeras. El ir y venir de los cargadores era un juego de sombras húmedas.

Valeria avanzó junto a su marido, llevaba en brazos a Saladino y al subir la escalerilla se repitió: Nada de esto es cierto. Yo no me voy. El muelle y el mar se cubrieron de una tristeza insoportable. No era posible que dentro de unos minutos el barco la alejara de todo lo que amaba para devolverla a la soledad inhóspita que gozaba junto a Mario, su marido. La llevaba a una ciudad desconocida, cuyas calles se abrían desiertas en su imaginación. Miró a Mario y pensó que era mejor tirarse en la grieta oscura abierta entre el muelle y el barco que aceptar el final de polvo junto a él, siempre tan extraño a ella. Un grupo de oficiales rubios esperaban en la entrada del navío y Valeria los reconoció, aunque no supo dónde los había visto antes. Sonrientes le indicaron el camino a su camarote. Sorprendida, avanzó por los pasillos alfombrados, con Saladino en brazos y sin decirle nada a Mario. Era mejor guardar el secreto. Su camarote estaba en el principio de un pasillo, casi frente a una especie de vestíbulo, en donde había otros oficiales a quienes también reconoció. ¡No quiero irme!, se dijo mientras sonreía a las miradas de bienvenida de sus conocidos.

En la mesita de su camarote había un ramo de rosas amarillas. Los edredones y las almohadas brillaron acogedores bajo la luz de las lamparillas distribuidas sobre los muebles. Se acercó a la claraboya y miró el círculo lluvioso y sin estrellas. Saladino inspeccionó su nueva habitación y cuando Valeria indicó la cama escogida para él, se tendió para dormitar un rato. Ambos se parecían en las variantes del pelo, que iban del cobre claro al rubio pálido. Mario lo miró con disgusto.

–¡Quítalo de ahí! –ordenó.

Valeria se tendió junto a él y le permitió que se acostara sobre sus cabellos. ¡Era una pena que Saladino no fuera su marido! ¿Qué tengo que ver con ese extraño? Preguntó mirando a Mario y su tristeza se volvió irreparable. Habían pasado nueve años desde su matrimonio; los primeros meses fueron agitados, las riñas estallaban sin cesar, después, optó por un silencio explosivo. Su matrimonio era un error, estaba suspendida en el vacío y Mario no quería escuchar la palabra divorcio, a pesar de que la presencia de Valeria le produjera una especie de alergia. Hacía unos meses que Valeria se había enamorado como una estúpida de Fernando y unas cuantas semanas atrás se habían despedido. Cerró los ojos para escuchar la sirena del adiós y el barco empezó a moverse para llevarla al día que la aguardaba.

–¿No piensas vestirte para la cena? –le preguntó Mario.

Escogió un traje blanco y escotado, se miró en el espejo y esperó a que Mario terminara de hacerse la corbata del smoking.

En el comedor semicircular reinaba el orden acostumbrado de manteles, ramilletes de flores y luces impecables. Las mesas distribuidas con estrategia permitían a todos los viajeros disfrutar del espectáculo de la cena servida en fuentes de plata por criados silenciosos. Su mesa se encontraba casi vecina a la del Capitán y de sus más altos oficiales. Todos le hicieron un leve movimiento de cabeza a manera de saludo. Fascinada clavó sus ojos en los del Capitán, que miraban sin mirar desde sus aguas violeta. Fernando, tienes ojos de marino, le había dicho a su amante, pero estaba equivocada. Fernando no tenía ojos de marino, acostumbrados a mirar por encima de las personas y los diarios sucesos, para escrutar los cielos en busca de estrellas y vientos invisibles. ¿Por qué le habría dicho eso? Fernando sólo miraba a las personas con indiferencia, desde su infinito tedio. Valeria cruzó varias veces su mirada con la del Capitán pero no estuvo segura si en realidad miraba a ella o a la orquesta situada a sus espaldas.

–Tendremos problemas con Saladino, pero, ¡tú siempre tienes que ganar! –dijo Mario.

Valeria calló. ¡Era un fastidio que con Mario siempre se tratara de ganar o de perder! Deseaba tener la última palabra en todo y cuando no lo lograba sentía que había perdido ¿perdido qué? ¡Pobre Saladino, es tan dulce!, se dijo y apartó bocadillos de pescado, que el joven camarero le preparó en un pequeño plato envuelto en una servilleta. Abandonó el comedor para llevarle la cena a Saladino.

Se reunió un poco más tarde con Mario en el salón de baile. Su marido coqueteaba con una hermosa italiana de nombre Pía. Curiosamente guardaba cierto parecido con él, se sintió una intrusa y se volvió al grupo de italianos jóvenes que rodeaban a Pía. Discutían de la guerra y del pacto germano-soviético. No quiso tomar parte de la discusión, en la que ambos bandos hablaban de Polonia. Esa guerra tan compleja era la culpable de que ella se encontrara en ese barco repleto de gente de América que regresaba asustada a sus países, dejando atrás sus puestos o sus simples vacaciones con el miedo reflejado en cada gesto. Los italianos reían indolentes ante las embestidas de Mario que se acaloraba en defensa de las democracias.

Valeria supo el momento en que la orquesta se colocó en el estrado y escuchó los primeros compases de la música. Sabía también lo que iba a suceder y levantó la vista para encontrarse con los ojos y el brazo del Capitán invitándola al primer vals. Giró mecida por la música y por un poder extraño, que la condujo a un ámbito desconocido bajo las luces de las arañas de cristal cortado.

–Su corazón va más de prisa que el vals –le dijo el Capitán.

Levantó la vista y lo vio sonreír. La frase era una alianza secreta y quiso recostar la cabeza sobre el pecho amplio y azul marino que la llevaba. Ráfagas de viento y de sal la salpicaron y vio cuando ambos se sumergieron en las aguas del vals hasta llegar a la catedral que ella había visitado en Friburgo. Bajo las aguas volvió a ver los sepulcros de piedra de los caballeros, con la cruz de la espada descansando sobre el pecho. Entre ellos se hallaba el Capitán, que se levantó y la tomó de la mano: Estoy soñando, se dijo y volvió los ojos al hermoso rostro que flotaba junto a ella bajo las luces del salón.

–No sueña, Valeria.

–¿Sabe mi nombre?

–Lo vi desde antes de que subiera usted al barco –contestó conduciéndola al lugar que ocupaba con Mario.

Le hizo una reverencia y desapareció seguido de sus oficiales. Cuando Dinello, uno de los jóvenes italianos la invitó a bailar, no la sorprendió su conversación conocida. Permaneció ajena al joven, mecida por el vals y sintió un dolor agudo por no hallarse cerca del rostro con el que hacía unos instantes había descendido a la catedral de Friburgo. Muy cerca, Mario bailaba con Pía y supo que su marido estaba fuera de su vida. ¡Para siempre!

Durmió en sueños apacibles atravesando paisajes submarinos, seguida por Saladino que a su vez soñaba echado sobre sus cabellos. Por la mañana se presentó un oficial.

–Señora, no pueden viajar gatos en los camarotes.

Era la rutina y Valeria lo esperaba.

–Saladino es diferente –dijo repitiendo una lección.

Ahora debía visitar el lugar reservado a los animales. Metida en su abrigo de pelo de camello cruzó las cubiertas barridas por el viento, guiada por el oficial. Llegaron a la bodega donde fueron recibidos por ladridos de perros.

–No. Saladino es muy chico. No puede venir aquí.

El oficial la miró con amabilidad.

–No existe ninguna posibilidad de accidente.

¿Por qué la separaban siempre de lo que amaba? Sintió que iba a ponerse a llorar bajo la mirada atónita del oficial. ¡Si supiera lo desdichada que soy! Pensó y tuvo la seguridad de que el oficial lo sabía, pues se inclinó para decirle.

–Guarde a su gatito, pero que no haga tonterías en el camarote.

Y con solemnidad la condujo por el barco que navegaba en un mar azul muy pálido, rizado por el viento.

Encontró a Mario afeitándose.

–¡Se queda Saladino! –anunció.

Mario le lanzó una mirada de tedio: en un momento de tanta gravedad para la historia, ella sólo se preocupaba por un gato y molestaba a todo el mundo, especialmente a él, que debía soportarla. ¡Era una verdadera histérica! Los gatos forman parte de la historia se dijo y recordó a Egipto. Le hartaba que Mario invocara al hombre y a la historia bajo cualquier pretexto. Saladino no podía impedir el pacto germano-soviético que había trastornado los planes de Mario. Su marido se proclamaba izquierdista y hablaba de la libertad con vehemencia aunque a ella no le permitiera la libertad de irse con Fernando o de tener un gato.

Disgustada salió a la cubierta. Allí también se hablaba de la invasión de Polonia por alemanes y rusos, de la humanidad y de la inevitable guerra. ¿Por qué tan inevitable? La guerra se había localizado en Polonia, era una garantía de la tan deseada paz para el resto del mundo. ¿Acaso Rusia y Alemania no eran los dos enemigos frontales? Su complicidad ponía a salvo a los demás. Bebió el consomé y observó a los pasajeros, que parecían todos el mismo.

–¡Ojalá que no hundan este barco! –exclamó un joven de pantalón blanco y americana azul marina.

Era un sudamericano de piel morena y dispuesto siempre a reír en los momentos más graves. ¡Ojalá que lo hundan! se dijo Valeria. Así, ella no llegaría a la casa donde la esperaba la familia de Mario. En esa casa siempre tenía sed. Se diría que las miradas de piedra de su suegra y de sus hijos aspiraban toda la humedad del aire. Valeria amaba el agua, el viento, las tormentas de nieve, los bosques oscuros y el Mar del Norte. Se fue a la piscina y nadó unos minutos, después pidió un whisky, no era tan mala la idea de emborracharse.

–Con hielo y sin agua –le dijo el joven barman con una mirada cómplice.

Le hubiera gustado que apareciera el Capitán, pero no era factible. ¿Y el chico del bar cómo supo que tomaba el whisky sin agua? No vio al Capitán, pero su presencia invisible era más poderosa que su presencia física e imponía un orden severo e inviolable. Recordó su mentón tostado por el sol y sus dientes raramente perfectos. Su corazón va más de prisa que el vals y su corazón se acordó con la música. Hubiera deseado no dejar de girar jamás en esa música, su copa giraba entre sus dedos, bebió el whisky de un trago.

Saladino necesitaba aire fresco y lo sacó a dar un paseo por cubierta. El gatito huyó a través de las escaleras y salones sin querer oírla. Corrió tras él seguida por dos oficiales hasta que logró atraparlo debajo de un piano.

–¡Qué espectáculo tan lamentable! –comentó Mario, mientras se vestía para ir a la comida.

–¿Y tú cómo te atreves a salir a cubierta si eres mucho más feo que él? Por eso tienes que cubrirte como lo haces ahora. ¿No sabes que el animal más feo es el hombre? –le preguntó furiosa.

–¡Desbarras! Eres una loca aburrida –contestó Mario.

–Sí. ¡Eso crees! Pero el hombre es inferior al animal y el animal es inferior a la flor. El orden es al revés de lo que piensas.

–¡Vístete!

Ocuparon su mesa en silencio y Valeria fijó la vista en las flores que la adornaban. No deseaba ver a ninguna persona, ni siquiera al Capitán. El ramillete brillaba sobre la blancura del mantel. Así era la vida: una larga gestación y luego la explosión de la fugitiva belleza. Valeria había notado que la gente bella no siempre lo era. Hoy estaba muy bella fulana decía la gente y Valeria llegó a la conclusión de que la belleza no era permanente en las personas, sino una misteriosa visita, que volvía cuando sus últimas huellas empezaban a borrarse. Levantó los ojos y se encontró con el Capitán, sólo para descubrir que se parecía asombrosamente a Saladino.

–¡No veas así! Te pones y me pones en ridículo –le ordenó Mario.

Apartó los ojos con rapidez para observar el ir y venir de los camareros llevando las fuentes de plata sin el menor tropiezo.

Parecen bailarines… ¡y yo qué desdichada soy! Se dijo.

Por la tarde acodada a la barandilla de cubierta se repitió: ¡Qué desdichada soy! y contempló la estela abandonada por el barco sobre la inmensidad del mar redondo, limitado por un cielo redondo y también azul. Era como estar en el interior luminoso de un zafiro que cambiaba de luces de acuerdo con la vuelta del sol.

–¿Has visto la puesta de sol en Venecia? –le preguntó Dinello acodándose a su lado.

Valeria afirmó con un signo de cabeza y ambos guardaron silencio para escuchar el ir y venir de las olas. Mario se hallaba con Pía en el bar, acompañado de todos los italianos, sólo Dinello había venido a hacerle compañía. Era extraño que apenas se hubieran conocido la víspera. ¿La víspera? Se preguntó sobresaltada y se volvió a mirar al romano que navegaba junto a ella desde hacía ya tantos años. Dinello encendió dos cigarrillos y le tendió uno con gesto amistoso. El cigarrillo encendido era una señal repetida en mitad del océano y ambos quisieron recordar lo que significaba en aquel barco súbitamente vacío. Se miraron con asombro y él revolvió los cabellos de Valeria agitados por el viento, y ambos se ensimismaron en la estela dejada por el barco.

En el camarote las rosas estaban otra vez intactas y llenas de rocío. Se colocó una en medio del escote antes de subir al comedor, era el aviso de que había recibido el mensaje. No sabía cuál mensaje, pero lo había recibido. Ya sabía que esa noche el Capitán no la sacaría a bailar. Según el rito.

En el salón de baile los italianos rehuían el tema de la guerra, al que Mario se aferraba.

–¿Y qué? –exclamó Dinello riendo y echando la cabeza hacia atrás para mostrar su garganta antigua y poderosa como la de una estatua romana.

Si corrían en automóviles de lujo, también podrían correr en tanques. Los italianos sonrieron. Hacía ya muchos siglos que se movían en el lujo y luego en el desastre. Miraban la vida sin sobresalto, indolentes al triunfo e indolentes a la derrota. ¿Acaso la vida no era una aventura ya prevista?

–¡Valeria! Tú estás con nosotros ¿verdad? –le preguntaron.

–Sí. Estoy con ustedes.

Se levantaron las copas de champagne y Mario afirmó que él brindaba por la libertad del pueblo.

–El pueblo somos nosotros, una élite que se muere por la mayoría –afirmó Dinello mirándolo con sus ojos castaños de párpados dibujados con delicadeza. Se volvió a Valeria.

–Los hijos de los dirigentes demócratas gozan del privilegio de no combatir por sus ideales. Ellos no van a la guerra y si van nunca se mueren.

–Es verdad –dijo Valeria mirando a la mesa de los oficiales.

–Te ves más bonita cuando ríes –le aconsejó Dinello, mientras la arrastraba a bailar.

Casi no lo reconoció, hizo un esfuerzo para distinguir sus rasgos y la música se volvió muy lenta, sería trágico que Dinello muriera en la guerra. En verdad era hermoso. En la mesa se hablaba ahora del baile de disfraces. No escuchó, la guerra para ella significaba que debía vivir del otro lado del océano, bajo la mirada de la familia de Mario y envidió a los italianos, que gozaban del privilegio de morir para defender la belleza que amaban. Por eso eran más bellos que los demás pasajeros. La cercanía de la muerte les daba un halo mágico: estaban ya fijos en el tiempo, como los personajes de los cuadros o las estatuas caídas en la hierba.

No pudo dormir, el barco crujía por todos los costados y de puntillas se echó un impermeable y salió a cubierta. Acodado a la barandilla encontró a Dinello.

–¡Vamos a tomar un whisky! –ordenó el muchacho.

Cruzaron pasillos y bajaron escalerillas hasta llegar a un salón redondo adornado con farolas en donde la gente bailaba con furor.

–¡Tercera clase! –anunció Dinello.

Se mezclaron con los estudiantes que festejaban su regreso. Ocuparon una mesa y combinaron los disfraces. Hicieron un recuento de su ropa y de lo que necesitaban. Dinello ponía tal interés en aquel baile que ella no pudo menos de pensar que quizás sería el último al que asistiría. Sintió un dolor agudo por el destino común que los unía. ¿Un destino común?, se preguntó sobresaltada. Sí. El destino era ilógico. Más bien su lógica era difícil de descifrar, aunque gozara de una lógica impecable. Sólo era necesario la lectura de los hechos insignificantes para conocer el destino que los aguardaba. Existía una hermandad entre los dos, ahora lo sabía.

–Iremos de lección de solfeo –decidió Dinello.

Guardaron el secreto y durante la comida se lanzaron miradas de complicidad a través de las mesas que los separaban. Valeria no miró al Capitán. Según el rito.

Se dirigió de prisa al peinador. En la puerta la esperaba Dinello. No se sorprendió al ver que los espejos estaban empañados y que el peluquero flotaba sonriendo en medio de un agua verdosa. Ahora todo lo veía a través del mar. No se sentía en tierra, por eso se veía sumergida en el agua y se echó a reír cuando apenas alcanzó la mano poderosa de Dinello. Arriba sobre el puente de mando estaba el Capitán ordenando sus gestos. El barco se mecía con fiereza y sus muros crujían con estrépito. El canto de su buena construcción, le dijo algún marino. Dinello ordenó un peinado que descubría su nuca y dejaba limpio su cuello alto. Al salir, no tropezaron por el pasillo.

–Tienen buen pie marino –les dijo un oficial observándolos bajar una escalera.

Ambos se dejaban llevar por los impulsos rítmicos que el mar daba al navío.

Por la noche Valeria se puso el traje blanco que la forraba como un guante y Dinello llegó a su camarote con una corona negra hecha de Llaves de Sol. Ceremonioso colocó la corona fabricada en papel negro, sobre su cabeza rubia y luego dejó ver su corbata hecha también con una Llave de Sol que brilló sobre la pechera blanca.

–¡Qué frivolidad! La burguesía está condenada a desaparecer –exclamó Mario.

Él se negó a disfrazarse. Dinello sacó de uno de sus bolsillos un parche negro y lo colocó sobre un ojo del marido de Valeria. Los tres quedaron en blanco y negro. En el comedor Dinello ordenó que pusieran su cubierto en la mesa de Mario y de Valeria.

–No se puede romper la partitura.

De la mesa del Capitán emanaba una fuerza secreta. Esa noche Valeria bailaría con él y esa certeza la dejó radiante. En las mesas vecinas había apaches, chinos, odaliscas y damas de la Corte de Luis XV.

–Traían los disfraces en las maletas –comentó Dinello.

Pía llegó al salón de baile vestida de gitana y antes de que empezara la música leyó la suerte de Mario en la palma de su mano.

–¡Te equivocas! –exclamaron Dinello y Valeria a un tiempo, porque Pía no estaba en el secreto.

–Un vals para un vals –invitó el Capitán inclinándose ante ella.

El salón entero se cubrió de agua y Valeria apenas logró verse reflejada como una mancha clara en los espejos. Las plantas del estrado se convirtieron en líquenes verdosos, que se mecían como brazos lánguidos, mientras ella giraba apoyada en el pecho del Capitán. Estaban solos en la pista y Valeria alcanzó a ver a Dinello sentado en una mesa solitaria con su impecable pechera blanca y la Llave de Sol negra como el signo maléfico de la muerte. Los músicos inclinados sobre sus violines se mecían al compás del mar.

En su camarote se quedó perpleja. Sentada frente al espejo se miró como si mirara a un fantasma. Por el fondo del azogue no circulaba Mario en sus idas y venidas, mientras se despojaba de sus ropas para acostarse. Estaba separada de Mario. ¡Se había ido! ¿Adónde? Estaba liberada, no volvería al lado de la familia de su marido, se encontraba sola en el camarote abandonado, lejos de los extraños y apartada del éxito o de la derrota, que tanto preocupaba a Mario. Sobre el puente estaba el Capitán, más tarde ella subiría a su encuentro, ¡para siempre! Dijeron los ojos fosforescentes de Saladino que seguía todos sus gestos.

–¿No piensas desvestirte? –preguntó Mario, rompiendo el círculo que formaban ella, el camarote y Saladino.

–Sí. –Y se quitó las zapatillas de raso, que curiosamente estaban secas.

El gato durmió enredado en sus cabellos y ella durmió enredada en una tristeza inexplicable producida por el Capitán de quien ni siquiera conocía el nombre.

Cuando colocaron cortinillas negras en las claraboyas y ventanales de los salones se produjo una alarma y la gente encerrada en aquel barco sin sirena, que navegaba a oscuras en la noche, corrió a invadir los bares y a beber whisky. ¡Sólo eran medidas de precaución!, explicó el Capitán. El barco aminoró la marcha nocturna y las cubiertas permanecieron apagadas.

La mañana disipó el pánico y los pasajeros volvieron a la piscina. Pía acariciaba la nariz de Mario con una pajuela y Dinello observaba la seriedad de Valeria.

–¿Queé? Mario –le preguntó.

El nombre le sonó extraño y miró los ojos súbitamente serios de Dinello. Quiso decirle que su bondad y belleza eran incapaces de sacarla del mundo que había visitado en sueños porque en ese mundo él estaba comprendido. Dinello le echó un brazo alrededor de los hombros, se había establecido una amistad secreta entre los dos, pero resultaba difícil explicar las ligas que los unían. Tal vez era el futuro. ¿Acaso no formaban parte de la misma partitura?

Por la noche, en el salón de baile un oficial trató de animar la tómbola, parte de la rutina de festejos. Fue inútil. La gente contestaba y recibía los regalos sin ningún entusiasmo. El Capitán abandonó la fiesta y Dinello llevó a Valeria a una cubierta oscura. El viento sopló con fuerza y las gasas que colgaban de sus hombros se le enredaron en el rostro. Dinello las ató a su espalda desnuda y contempló el mar oscuro. Sin querer recordó su vida y ésta resbaló vertiginosamente por un tobogán que desembocó en el mar nocturno. Sólo le quedaba el barco y Valeria acodada a la misma barandilla que él.

–¡Lástima que sea tan complicado enamorarse! Me enamoraría de ti –le dijo sin mirarla.

–¿Por qué no lo haces?

–Eres casada y dentro de unos días no te veré más. ¿Qué puedo decirte? ¿Qué te acuestes conmigo?

–Sí –contestó Valeria.

–¿Y después?

–Después, nada –contestó ella sin hacer un gesto.

–No sabes nada del amor. ¿Cuántos amantes has tenido?

–El último se llamó Fernando –pronunció el nombre con alivio. Unos días antes le producía un dolor insoportable.

Dinello se volvió a escrutar aquel rostro desdibujado en la oscuridad de la cubierta, le alisó los cabellos y continuó pensativo frente al mar negro. Le tomó la barbilla y preguntó:

–¿Harías el amor conmigo?

–Sí.

Valeria cerró los ojos envuelta en la magia repentina de la boca fresca de Dinello. Los abrió y vio el puente del Capitán. ¿Se jugaría el futuro? Dinello la llevó a su camarote, le ofreció un whisky y le bajó las tirillas de gasa que sostenían el traje. No debo hacerlo, se dijo Valeria. Sin embargo, no tenía ninguna razón para privarse de aquel romano. Mario no existía y Fernando se había esfumado. Su vida estaba en blanco y frente a ella un hombre de párpados delicados esperaba. Dinello la llevó a la cama y preocupado se sentó junto a ella.

–Te dije que era fácil enamorarse de ti.

Le arregló los cabellos y se tendió a su lado sin tocarla. Le encendió un cigarrillo y encendió otro para él y fumó en silencio. Hablaron en voz baja de la guerra que estaba sucediendo y recordaron sus estatuas, sus palacios, sus catedrales y sus ciudades predilectas. Hubo un silencio y Dinello levantó las cintillas del traje y la miró.

–Vamos a la tómbola. ¿Qué sucedió en el puente? –preguntó.

–No lo sé.

–No me gusta nada forzado, por eso no me acuesto contigo.

Cruzaron los pasillos bajo las miradas de los oficiales y volvieron a cubierta. Dinello soportaba la derrota con gallardía.

–Es mejor, me estoy enamorando de ti.

El barco crujía ante las embestidas del mar. Era mejor no haberse acostado, se hubiera roto el encantamiento y ellos se hubieran separado. La llevó a su camarote en donde la esperaba Saladino.

Los días siguientes fueron melancólicos. Los pasajeros ansiaban llegar a Nueva York y leían los boletines con las noticias que aparecían en los vestíbulos o cerca de las tiendas. Sólo Valeria deseaba que no terminara aquella temporada en alta mar. El Capitán y la oficialidad permanecían impasibles, revestidos de una calma impersonal.

La penúltima noche a bordo, el Capitán bailó con Valeria en un adiós que pareció una cita y la dejó pensativa junto a Dinello. Los pasajeros bailaron juntos, un día y una noche más y un tercer día a las ocho de la mañana estarían en Nueva York. Valeria se sintió perdida. Acompañada de Dinello vagabundeó por las cubiertas abandonadas y volvió a su camarote para encontrar que Mario estaba enfermo.

–¡Pídeme algo! ¡Me siento mal!

Salió a buscar ayuda. Un oficial la escuchó con seriedad, hacía sólo media hora que Mario había abandonado el camarote de Pía. Guardó silencio y le dio algunas pastillas contra el mareo. Durmió mal esperando al nuevo día. El último día se dijo y se hundió en pensamientos tristes.

El mareo de Mario se convirtió en resfrío y era ella la que debía hacer las maletas en ese último día en El Colonia. La ropa tenía que ser colocada con cuidado para evitar hacer y deshacer diez veces las maletas, pues para Mario era vital cerrarlas sin esfuerzo y que al abrirlas los trajes no necesitaran un planchado.

–¡Estás arrugando mis camisas! –le dijo echando una mirada a la maleta que iba a cerrar en ese instante.

Cuando ya estén listas va a recordar que necesita algún papel y habrá que deshacerlas para hacerlas otra vez, se dijo con certeza, ya que eso ocurría una y otra vez al hacer el equipaje. Mario era un personaje extraño, le gustaba verla buscar algo, siempre algo, cuando era niña el título de una canción norteamericana: Buscando una aguja en un pajar la impresionó, era sólo una premonición de su vida futura en la que siempre la harían buscar una aguja en un pajar. Mario vigilaba sus gestos, la vio cerrar nuevamente la maleta.

–Ve a cambiar este cheque –le ordenó.

Trató de explicarle que en el barco había avisos anunciando que no se cambiaban cheques personales. ¿No recordaba que antes de embarcar ella le insinuó que el dinero reservado para el viaje era insuficiente? ¡No quiero oírte, no quiero! Gritó su marido mientras desgarraba el cheque. Permaneció un rato sentado entre las almohadas con el cabello en desorden y escribió un nuevo cheque por una cantidad mayor.

–¡Cámbialo! No soy un aventurero, puedes decírselo a estos nazis.

–La medida es para todos.

Y se precipitó a recoger el cheque antes de que subiera más la cantidad. Encontró a los pasajeros charlando animadamente en las tiendas y en los bares para celebrar la víspera de la llegada a Nueva York. Deprimida, se dirigió a todos los despachos abiertos para cambiar el maldito cheque. ¿Por qué la señora no cambió en tierra? ¿Por qué necesitaba una cantidad tan fuerte la víspera de la llegada? Era imposible explicar el carácter de Mario.

–El Capitán es amigo mío –afirmó ante la negativa.

El oficial la condujo al puente de mando donde se hallaba el departamento del Capitán y éste la recibió de pie en un gabinete cubierto de mapas. Con un gesto le ordenó tomar asiento. El oficial desapareció. Enrojeció de humillación y se dio cuenta de que el Capitán estaba enterado de su petición y la miraba con condescendencia.

–Abandonó su regalo en la tómbola –le dijo.

Lo vio abrir un pequeño archivero y sacar un bulto que ella desenvolvió confusa. Era una chalina de gasa en todos los tonos de azul. Valeria se la puso al cuello ¿y ahora qué iba a decir?

–Deme el cheque, señora.

Tendió el papel que le quemaba la mano de vergüenza y lo vio alejarse, para volver con un manojo de billetes. Nunca le perdonaré esta jugada a Mario, se dijo mientras guardaba con los ojos bajos el dinero en su bolso. ¿Qué podía decir? ¡Nada!

–Un Sherry –lo escuchó ofrecerle.

Brindaron levantando las copas, ambos sabían que no era un brindis banal, el cheque se convirtió en una forma caprichosa del destino para prolongar un instante en la eternidad del tiempo. La bebida corrió como un filtro por sus cuerpos. Valeria vio el amplio pecho azul y el brazo que se alargó para sostenerla. Estaban solos bajo una inmensa tormenta, el agua mecía los cabellos de Valeria y los ojos del Capitán eran los de Saladino. Una soledad mortal los envolvía en el abrazo. La copa cayó de la mano de Valeria y el ruido fue estentóreo.

–Me voy.

¿A dónde iría? Perdió la cuenta del tiempo, apenas habían transcurrido los segundos de un abrazo interrumpido por una copa rota que brillaba en el suelo como una brújula inútil. El Capitán la acompañó a la puerta. Lo había besado. Parezco una ladrona, se dijo mientras le tendía la mano que él besó con respeto. No se decidía a cruzar la puerta. Si no lo hubiera besado, se dijo confundida bajo la clara mirada que registraba todos sus gestos.

–Volveré más tarde, esta noche.

–Desde el minuto en que abandone el baile te estaré esperando –le contestó él con seriedad.

Huyó aturdida. Un reloj le señaló la hora: las diez y cuarenta y ocho minutos de la mañana. ¿Había estado sólo ocho minutos en la cabina del Capitán? Bajó la escalera que la llevaba a su camarote y se encontró con Dinello.

–¿Tuviste suerte?

–Sí.

–Quisiera que fuese verdad –le contestó el romano cediéndole el paso.

Le entregó el dinero a Mario y de bruces lloró largo rato sobre su cama. Subió sola al comedor, el camino para llegar a su mesa le pareció interminable bajo la mirada del Capitán que la observaba con aire impenetrable.

–Te acompaño. Somos la misma música, la misma partitura –le dijo Dinello cuando ocupó el lugar reservado para Mario que continuaba enfermo.

–Valeria, ¿cuánto tiempo vas a quedarte en Nueva York?

–Dos semanas.

–¿Dos semanas? No lo creo –dudó Dinello.

Le ofreció un cigarrillo y le tendió el encendedor pequeño que en su mano poderosa parecía un minúsculo juguete de oro.

–¡Lástima que te quedes de este lado! No podré enamorarme de ti, pero te recordaré como a la tonta más tonta que he conocido.

–Siempre estás de broma.

–No contigo –y acarició la mano de Valeria abandonada en el mantel.

Una tristeza muy antigua se desprendía de la persona de Dinello, era como si conociera el secreto del paso fugaz de la belleza.

Por la tarde permaneció en la cabina reflexionando: siempre desconfiaba de las invitaciones de los hombres, sabía que se daban cuenta de su posición degradada frente a su marido y ella rechazaba la fácil protección que le ofrecían y permanecía al lado del pequeño tirano, defensor público de la libertad. ¿Por qué ahora sólo pensaba en llegar a la cabina sobre el puente? Tal vez debía acudir a la cita. Era la última noche en el barco y nunca volvería a ver al Capitán. ¡Nunca! La palabra le resultó insoportable. Abandonar el barco, adentrarse tierra adentro y llegar a la casa reseca de Mario, ¿ese era el porvenir? Se dejó caer en un sillón. Vio entrar torrentes de agua en su camarote y pensó. Soy una ahogada y se dejó mecer en el agua. Era la única vía de escape.

–¿Piensas quedarte en babia toda la tarde? –preguntó Mario apartando el libro que leía.

Se puso de pie, sobre su cama estaba la chalina de gasa azul como una fresca corriente de agua milagrosa invitándola a la humedad y al canto de las caracolas.

–¿No quieres que cene aquí contigo?

–Te suplico que me dejes. ¿Acaso no tengo derecho a un rato de soledad? –contestó Mario.

Cenó con Dinello y luego ambos salieron a cubierta y se acodaron a la barandilla a contemplar la espuma blanca que salpicaba los costados del barco. Valeria vio en la espuma el rostro de Dinello y su pechera blanca.

–Te vi reflejado en el agua.

Los dos entraron al salón de baile con aire melancólico. Estaban tristes y la música empezó unos compases. El Capitán la invitó a bailar, giraron en cámara lenta, Valeria llevaba el traje blanco y la corona negra hecha de Llaves de Sol, tenía el rostro salpicado de sal y el Capitán la sostenía en sus brazos poderosos para evitar que se hundiera en un mar sin fondo. Otras parejas bailaban a su alrededor y ellos continuaron girando entre los desconocidos, pálidos y cada vez más, suspendidos en el aire, llevados por los giros del vals que subían hasta los cristales de los candiles ahora convertidos en trozos de hielo.

–¿Bailamos? –preguntó Dinello.

Desde la pista vio el instante en que el Capitán abandonaba el salón y sin embargo ella y Dinello continuaron girando como sombras diluidas en el agua.

–No llevas el compás. ¿Te sucede algo?

Volvieron a la mesa y bebieron un cognac. Los pasajeros festejaban ruidosos la llegada a Nueva York, sólo ella y Dinello estaban tristes.

–Podemos vernos mañana por la noche en El Morocco –propuso Dinello.

¿Cuánto tiempo hacía que el Capitán había abandonado el baile? Quería calcular el tiempo transcurrido en su espera. El reloj de Dinello marcó las doce de la noche.

–Te llevo a dormir –le dijo el muchacho.

La abandonó en una cubierta de la que partía una escalera que subía al puesto de mando. Valeria se preguntó si Dinello sabía y se sintió dividida entre su afecto por él y la voz que la llamaba en silencio más allá del puente. Al pie de la escalera encontró a dos marineros rubios y retrocedió avergonzada hasta la cubierta oscura. Pensó que no podría pasar aquel obstáculo y sin embargo debía pasarlo. Se acercó varias veces y siempre encontró a los dos marineros que hacían guardia. Era la una de la madrugada, estaba perdida, a esa hora el Capitán estaría ya dormido pensando que ella era sólo una pequeña prostituta que lo besó para arrancarle el dinero del cheque.

–¿Un whisky? –era Dinello.

Se encontraron en el salón circular de la tercera clase, en donde los estudiantes continuaban bailando. Valeria pensaba en el pecho azul del Capitán que quizás esperaba todavía.

La vida es imposible cuando se es cobarde –dijo Dinello.

Lo miró: fumaba indolente, observando a las parejas que bailaban en la pista.

–La timidez o es cobardía o es cortesía y hay que romperla con un gesto brutal –agregó Dinello.

–¿Y cuál es ese gesto? –preguntó Valeria.

–¡Cruzar las líneas enemigas! –contestó él sin titubear.

Valeria no contestó. Su tiempo había pasado, el reloj marcaba las cuatro de la mañana y ella no cruzó la línea enemiga que la separaba de lo que amaba con fuerza absurda y misteriosa.

En su camarote se recostó abrazada a Saladino. Escondió la cabeza en las almohadas que chorreaban agua, también sus cabellos estaban empapados. A las cinco de la mañana guardó su traje de baile en la maleta. Se puso el traje blanco reservado para desembarcar, se enroscó la chalina azul al cuello y con los zapatos en la mano para no despertar a Mario y los guantes blancos atravesó el camarote, eran las seis y media de la mañana. ¡Cruzaría las líneas enemigas! Atravesó el barco cuyos pasillos estaban invadidos por maletas y baúles, pasó entre los marineros y se encontró frente a la puerta de la cabina del Capitán. Llamó con los nudillos.

–¡Adelante!

Valeria dio la vuelta a la manija de la cerradura, empujó la puerta y entró. El Capitán la esperaba de pie, con el uniforme de gala que lucía la noche anterior y los ojos desvelados. En un rincón, una mesa pequeña servida con viandas, frutas y licores, esperaba.

–Sabía que vendrías.

Valeria se sintió desolada. La había esperado toda la noche y ahora la recibía como si llegara a la hora justa de la cita.

–No pude pasar, esos marineros.

–Estaban avisados –contestó él.

Valeria bajó la vista, turbada, el Capitán se acercó y le levantó la barbilla.

–¿Un café?

Bebieron el café humeante en silencio. ¿Qué podían decirse?

–Me quedan unos minutos para ti. Debo atender pequeñas cosas –dijo él con pesar.

Casi sin darse cuenta, Valeria se puso de pie y él quiso regalarle todo lo que había en su cabina: un encendedor, su cigarrera, un pequeño regalo cuidadosamente envuelto. La miraba con ojos trágicos y ella recibía los obsequios atontada.

–Me voy, me voy –repitió.

La tomó en sus brazos y ella supo que había encontrado un lugar del cual no podría irse. Fue él quien la alejó con suavidad, le arregló el sombrerito y le dio un beso en la frente. La despedía, con tristeza, pero la despedía.

–Volveré, ¿cuándo? –preguntó ansiosa.

–Vamos a estar tres días, si quieres vuelve esta tarde.

–¡A las cinco! –prometió Valeria.

Él se inclinó sobre la mesa y escribió un pase para que le permitieran atravesar el muelle y llegar al barco. Le tendió la pluma.

–Guarda la pluma del pacto –le dijo con voz muy seria.

Valeria salió corriendo. Todavía no desembarcaban y el mundo ya había entrado en el navío, con sus idas y venidas inútiles. En el camarote la esperaba Mario, pero ella se había quedado arriba, en el puente y la Valeria que cerraba el maletín y revisaba el camarote bajo la mirada avizora de Mario era sólo una sombra proyectada desde otra dimensión, un reflejo de ella misma.

En el comedor vacío sólo Dinello bebía su café acompañado de tostadas, buscaba a Valeria, la encontró en la escalera amplia por la que bajaban los pasajeros para llegar al lugar de reunión de la salida. La vio cuando se cruzó con el Capitán, que con el uniforme diario, estaba afeitado e intacto. La encontró pálida y saludó a Mario con amabilidad. Deseaba el nombre del hotel en el que se hospedarían en Nueva York.

Los requisitos y las aduanas se multiplicaron por la bandera del Colonia. A media mañana, Valeria se encontró en un muelle turbulento de voces, grúas, maletas, cargadores y taxis. Un rato después estaba con Mario en la habitación impersonal de un cuarto de hotel. En la ciudad quedaba un calor pegajoso.

A las dos de la tarde se encontró sola y se echó a dormir. En realidad ya había dormido muchas veces ese día y siempre encontró el mismo sueño. Despertó a tiempo para llegar al muelle. Un taxi la depositó en una calle sucia, adoquinada, con arcadas de hierro. El lugar enorme y desierto tenía sólo bodegones construidos en ladrillo. ¿Era la misma calle? Por la mañana el bullicio la había hecho diferente. En el bolso llevaba el pase, no lo necesitó, ante ella estaba el Capitán sonriendo. La tomó del brazo, atravesaron el muelle y llegaron al barco silencioso y apagado. Yacía allí como un enorme animal atrapado, tan triste y tan fuera de lugar como ella misma. Cruzaron la pasarela tendida entre el muelle y el navío y los marineros se cuadraron a su paso. El barco estaba iluminado con luces pequeñas distribuidas escasamente por los pasillos largos, en donde parejas de marinos hacían guardia. Sólo la cabina del Capitán guardaba el orden antiguo de luz tan clara como el día.

Valeria ocupó un sillón, se despojó de los guantes y observó la mesa con viandas y flores renovadas.

–Aquí está la pasajera que esperé siempre –dijo él contemplándola.

Ella, por su parte, estaba frente al hombre que sólo había esperado en sueños y ahora soñaba ese barco anclado, ese camarote, esas flores y esas manos seguras que servían el té. También soñaba el diálogo sin palabras, sabía que vendrías. Te amo. Y ella comió un pastel pequeño como una argolla. Los minutos corrieron tensos, como ocurre en los sueños en donde el tiempo deja de existir. Ni siquiera necesitaban besarse, tenían toda la eternidad para mecerse en el barco apagado. De alguna parte llegaba la música de Mozart. Se puso de pie y le quitó el sombrerito, después pasó su mano sobre los cabellos de Valeria y ésta, enrojeció violentamente y agachó la cabeza.

–No quiero nada que tú no quieras –dijo en voz alta.

Lo vio volver a su sillón y ella depositó su taza de té, su voz le pareció tan irreal como su silencio. ¿Por qué te casaste, Valeria? No lo sé. Tal vez Mario pensó que yo era valiosa y siempre desea tener algo valioso, aunque no lo ame. Valeria miró las fotografías familiares enmarcadas en madera oscura y colocadas sobre la mesa de trabajo. ¿Y tú por qué te casaste?, preguntó. Mi mujer y yo nos conocimos muy jóvenes. La amo. Es mi mujer terrestre, tú en cambio estás destinada a vivir en el agua, eres el sueño de los hombres de mar, y aunque los sueños que se realizaban en la antigüedad se alejan del hombre moderno, a veces suceden, cuando realmente se les sueña. ¿Se habían dicho todo eso? Sí, Valeria escuchó su voz poderosa explicándole su destino común, un destino que llegaba a su fin en el reloj del camarote, que marcaba las ocho de la noche.

–¡Debo irme! Mario me espera –exclamó sobresaltada.

También él se puso de pie y la siguió cuando se puso el sombrerito. Al volverse la recibió en sus brazos. ¿Cuánto duró aquel abrazo? Tal vez sólo unos segundos, pues a las ocho y siete minutos le abrió la portezuela de un taxi y la miró con ojos tristes.

–¡Vengo mañana! a la misma hora –prometió al ver la desolación reflejada en la figura masculina que la despedía.

–¿Y el pase? –gritó ella ansiosa.

–El pase soy yo –contestó con voz profunda.

En el hotel encontró un recado de Mario, debía reunirse con él en la casa de Ortiz, un compatriota. ¿Por qué no hice el amor con él? se preguntó con desesperación mientras se mudaba de traje. Sólo recordaba el color violeta y una tristeza profunda.

–¿Estás de acuerdo, Valeria? –le preguntó Ortiz.

–Sí… ¡claro!… –contestó en aquella mesa extraña.

Tal vez hablaban de la guerra. ¡Siempre la guerra! En cambio los que iban a morir en ella como el Capitán o como Dinello parecían olvidarla y evitaban hablar de ese acto íntimo que es la propia muerte.

¡No había visto a Dinello! Durante la conversación de palabras ruidosas como pájaros voraces que deseaban devorar los recuerdos de esa tarde, Valeria se repitió: Mañana a las cinco de la tarde.

Se encontró en la tarde siguiente, otra vez en el muelle abandonado. Una mano la condujo al barco quieto en donde los marinos hacían guardia y con pie ligero entró en la cabina iluminada. El sueño de la víspera empezó cuando se quitó los guantes. La música de un vals corría por la cabina y ellos ya no tenían que explicarse nada. A Valeria le pareció que Dinello andaba cerca y escuchó atenta, hasta que el ruido ensordecedor se produjo. También él lo escuchó, la miró intensamente y saltó a su lado, con un brillo terrible en los ojos.

–Pasa algo –dijo ella.

Asustada, se dejó caer en un sillón y sintió que el barco se inclinaba peligrosamente hacia la proa y ella se derribó sobre la mesa dejando caer algunos frascos de licor.

–¡No pasa nada! –afirmó él tomándole las manos y mirándola con intensidad.

Valeria aceptó sus palabras. Sólo sucedía el sueño que se repetía desde la primera noche en que bailó con él. Bebieron el té y probaron las pastas. Él le tocó la punta de la nariz y le hizo un gesto amistoso, pero sus ojos permanecieron terriblemente tristes mirando unas visiones que ella compartió: Valeria abrazada a su pecho flotaba en vientos helados, perdida en un inmenso líquido brumoso. Te vi siempre en un puerto del Norte.

–Anoche no entendí de lo que hablaban. No existen, ¿verdad? –preguntó ella.

El Capitán guardó silencio. Existían en aquella tierra gruesa y dura por la que ella caminaba mientas él atravesaba los mares del Norte. Movió la cabeza.

–No, no existen –dijo para consolarla.

Pero el reloj anunció con ferocidad su existencia, al cantar las ocho de la noche. Se había ido el tiempo ¿y ni siquiera se dieron un beso? Valeria se puso de pie y lo miró con ojos de ahogada. Él la besó largamente y juntos volvieron a cruzar el barco cada vez más oscuro, como si estuviera unido a sus separaciones. Caminaron la calle adoquinada. Un taxi se detuvo, él abrió la portezuela y la miró con ojos trágicos.

–¡Vengo mañana! a las cinco –prometió Valeria dejándolo de pie en mitad de la calle sucia, perdido, como un ser perteneciente a otra dimensión.

¿Por qué no hice el amor con él? se preguntó en el taxi y empezó a sollozar. El chofer la miró por el retrovisor y movió la cabeza disgustado.

–Si yo fuera él, no haría llorar a una chica tan bonita –le dijo.

La dejó el chofer en la puerta del hotel y pensó que el marino alto y fuerte que le recomendó a la chica ponerse un poco de polvo en la nariz enrojecida, era un hombre afortunado. Se encontró con que Mario y Dinello la esperaban en un bar con algunos pasajeros del Colonia. ¿Por qué no hice el amor con él? se preguntó sentada frente a Pía, Mario y Dinello. La luz rojiza iluminaba los rostros de una manera extraña. Un piano contestó a su pregunta con música de jazz.

–¿Cuántos días vas a estar en Nueva York, Valeria? –le preguntó Dinello.

–Dos semanas.

El muchacho la escuchó preocupado: Valeria le mentía. La luz rojiza iluminaba el escote de Pía y éste brillaba como un lago abierto al viaje. Hicieron la ronda de los clubs nocturnos y al final se encontró en su cama de hotel. Durante el sueño lo vio en lo alto del puente observando un arco iris submarino. Ella estaba bajo el arco hundido en las profundidades del océano. Abrió los ojos y se encontró en el cuarto extraño. Mario no estaba allí, seguramente se fue apenas ella se quedó dormida. Faltaba mucho tiempo para que dieran las cinco de la tarde y abrazó a Saladino.

A la hora fijada lo encontró en el muelle. Tenía los ojos chispeantes y los párpados rubios ligeramente hinchados. Apenas cerró la puerta de la cabina le dijo:

–Mañana partimos a las tres de la tarde. ¿Es ésta la última vez que te veo?

Ella se abrazó a su cuello y él la condujo a su camarote privado. Su cama de marino era estrecha y estaba adosada a la pared. Después, él colocó en su garganta desnuda un pequeño hilo de perlas pequeñísimas y corales pálidos. La contempló en medio de un oleaje verde que los llevó a las cavernas más profundas del océano, en donde habitaban seres lánguidos, personajes de smoking y señoras de trajes claros y cabellos flotantes que los miraron rodar en aquel abrazo eterno. Valeria lo vio como una antigua estatua arrojada al mar y luego emerger con ella hasta la superficie de su cama de marino empotrada en el muro. Cubierto, por una bata blanca, le sirvió un té y ella enredada en la sábana se dejó servir por aquel hombre mitológico. Se llevó la mano a la garganta y tocó el collar que la rodeaba como una ligera corriente de sangre y de agua salada. El reloj dio las once de la noche. Su ropa absurda se secaba sobre el respaldo de una silla.

El reloj volvió a dar aviso peligroso y ambos sintieron que el tiempo sí pasaba. Taciturnos cruzaron el barco apagado en el que los marinos hacían guardia. Cuando el taxi apareció, lo tomaron juntos.

–Es la última vez que te veo –dijo Valeria.

La besó. ¿Acaso ignoraba que estaban juntos para siempre? El marino le ordenó al chofer detenerse frente a las puertas de un hotel conocido.

–¿Así? ¿Así termina todo? –preguntó Valeria.

Entró a su habitación extraña en donde sólo la esperaba Saladino. Sobre él escondió sus lágrimas. Tarde, cuando Mario llegó, se hizo la dormida.

Abrió los ojos a las diez y media de la mañana. En unas horas más él estaría navegando y ella se hallaría sentada en cualquier bar hablando de la guerra. Llamaron a la puerta.

–¡Pase! –ordenó Valeria.

Un mozo de chaquetín rojo le presentó una bandeja con un sobre. Adentro, Valeria encontró un billete de regreso a Europa en el Colonia con el mismo número de su antiguo camarote. También había un recado escrito: La vida empieza a las tres. Helmut. ¡Ni siquiera sabía que se llamaba Helmut! Se duchó y se fue a dar una vuelta por la ciudad que ahora sólo era un recuerdo. Existía únicamente el billete de regreso y la nota firmada por aquel nombre. No sintió ningún afecto por su pasado ajeno a ella y del cual salía como una recién nacida. Regresó al hotel a la una y media, a sabiendas de no encontrar a Mario que a esa hora tenía una cita. Hizo su maleta, recogió a Saladino y ordenó un taxi.

–Díganle al señor que me mudé –explicó en la Administración.

Leyó el pensamiento del Administrador: Se disgustó con su marido. En el muelle había menos movimiento del que esperaba. La gente no iba a Europa, el miedo la obligaba a volver en tropel y les impedía ir. Subió la escalerilla y encontró a los oficiales conocidos que sonrieron al verla. Uno de ellos la condujo a su antiguo camarote. Por la claraboya contempló el mar y súbitamente se sintió aterrada. ¿Estaría loca? Se llevó la mano a la garganta y tocó el hilo de perlas y corales y se echó en la cama para hundirse en un sueño inquieto. Despertó cuando el barco iba muy lejos de la costa. Arriba estaba él. Pensativa, se puso el traje de su primera noche a bordo, tuvo la impresión de hallarse frente a una resucitada. Subió al comedor. Había pocos pasajeros y todos eran europeos. Ocupó su mesa vecina a la del Capitán. Dos veces levantó la vista y buscó sus ojos y no supo si ellos la miraban a ella o a la orquesta colocada a sus espaldas. Cerca, cenando solitario, descubrió a Dinello.

–¡Dinello!

–Sabía que vendrías –le dijo él acercándose a su mesa.

–¿Y tú?, ¿por qué? –le preguntó ella.

–¿Yo? ¿Y la guerra? –y se echó a reír mostrando su hermosa garganta antigua.

En el estrado del salón de baile los músicos afinaron sus violines y las plantas de sombra se volvieron graves. El vals de la primera noche se dejó oír y el Capitán avanzó hacía Valeria. Giraron en la pista perdidos en espirales líquidos.

–Tu corazón va más de prisa que el vals –le dijo él.

Valeria levantó la vista y observó su mentón dorado y la rareza de sus dientes perfectos. Todo estaba intacto, como al principio, el único cambio era el collar que ceñía su garganta como una herida delicada. El Capitán la devolvió a su mesa donde la esperaba Dinello.

–El amor no era para mí –dijo el joven con voz displicente.

Valeria vio cuando el Capitán abandonó el salón. ¿Qué haría? Imposible ir a su cabina sin ser invitada y se sintió perdida en aquel barco de cortinas negras echadas, encerrado en su luz, con la sirena muda, que navegaba como un pirata. Dinello la llevó a cubierta y ambos contemplaron el agua sombría. Una tristeza irremediable cayó sobre los dos. Valeria tuvo miedo, tal vez se había equivocado y si era así su equivocación era terrible. Al cabo de un rato, Dinello decidió conducirla a su camarote en donde la esperaba Saladino.

–No te preocupes. Él vendrá a buscarte –le dijo al tiempo que le dio una palmadita en la mejilla. Un marino le llevó una cartulina invitándola al puesto de mando y conducida por él se encontró en el puente con el Capitán rodeado de sus oficiales.

–Pensamos que le gustaría contemplar el cielo. Es usted nuestra pasajera más fiel.

Escuchó en silencio la conversación llevada en voces pausadas. Cuando todos se fueron retirando, él la condujo al interior de su cabina y antes de que despuntara el alba él mismo la llevo a su camarote en donde la esperaba Saladino.

El viaje de vuelta a Europa sucedió exactamente como el anterior: paseaba con Dinello, bailaba algunos valses y sobre la mesa de su camarote aparecía todos los días un ramillete de rosas. De Mario no quedaba una sola huella. Se preguntó si había existido alguna vez y el nombre Fernando le recordó sólo la Historia Universal. Las noches ahora se poblaban de estrellas, de corales, de playas y murmullos.

–Va a pasar algo –dijo Dinello acodado a la barandilla de la cubierta apagada.

Valeria sabía que nada podía separarlos. Navegaban por el Mar del Norte, el viento había enfriado y debajo de ellos el agua se abría partida por la flecha del Colonia.

Fue a las tres de la tarde, del día siguiente, en el momento en el que Valeria contemplaba sus guantes abandonados sobre la superficie brillante del bar, cuando se produjo aquel ruido ensordecedor que la tiró de bruces y que no olvidaría jamás. El rostro del barman se puso intensamente pálido y Dinello se colocó a sus espaldas tratando de guardar el equilibrio.

–Estoy mareada.

–Me parece que hemos topado con alguna mina –contestó Dinello.

La voz del Capitán se escuchó poderosa sobre el barco entero: ¡No hay motivo de alarma! El ruido terrible volvió a repetirse: Son minas, aseguró Dinello. ¡No hay motivo de alarma! Repitió el Capitán y en ese instante el barco se detuvo. Dinello arrastró a Valeria. ¿A dónde ir? Sólo podían ir al mar y ella se precipitó a ir a buscar a Saladino. Los oficiales circulaban de prisa, la palidez de sus rostros indicaba el peligro en el barco que empezaba a inclinarse en un ángulo que pronto sería recto. Valeria vio que la popa empezaba a apuntar al cielo. Le costó trabajo llegar a Saladino. La gente trataba de correr por los pasillos casi verticales. Los altoparlantes habían enmudecido. Los pasajeros deseaban llegar a un sitio y sus rostros aterrados le contagiaron el pánico. Se produjo una nueva explosión y por las escaleras salieron llamaradas y humo negro. La confusión se volvió atronadora. Del fondo del barco salieron hombres ennegrecidos por el humo, confundidos con los marinos y los pasajeros. Los oficiales trataron de poner orden. Con Saladino en los brazos volvió a encontrar a Dinello. La gente amotinada trataba de llegar a los botes salvavidas. Un oficial la sujetó.

–¡Órdenes! –dijo con firmeza y trató de llevarla a uno de los botes que bajaban de sus amarras iguales a columpios infantiles en medio de aquella confusión aterradora.

Se escabulló para buscar a Dinello a quien perdió de vista en medio de aquel motín coronado de gritos. Corrió por el barco inclinado y subió al puesto de mando. El barco entero se hundía vertiginosamente.

El Capitán muy pálido daba órdenes inútiles. Dinello contemplaba la escena fumando un cigarrillo medio mojado y ella sobre el pecho del Capitán que de pie contemplaba la inaudita catástrofe. El Capitán la guardó contra su pecho con un brazo sin dejar de mirar la tragedia del Colonia que ahora se rehusaba a obedecerle, a ponerse de pie y a continuar el viaje. Valeria vio nuevamente a Dinello fumando su cigarrillo mojado, mientras que sus ojos castaños se iban cubriendo de sal muy lentamente. Una montaña de espuma los cubrió. Después cayeron sobre ellos borbotones salvajes de agua, el mar entero se abrió y el barco giró sobre sí mismo en el precipicio abierto de las aguas.

Valeria sostenida por el Capitán bajó lentamente hasta el interior de la vieja catedral de Friburgo. Allí, desde una tumba de piedra contempló el instante en que su mente se puso de pie. A su alrededor flotaban personajes solemnes cerca de los muros cubiertos de líquenes oscuros y mapas que dibujaban manchas caprichosas que habían dejado de existir.

El cielo azul se volvió muy oscuro mientras ella dormía sobre el pecho del Capitán. Despertaba como todos los días, pero bajo otra luz y a un ritmo diferente. Los periódicos dieron la noticia equivocada del hundimiento del Colonia y en algunos bares públicos se brindó por su naufragio. Pero, no fue así, el barco continuó sus viajes de ida y de vuelta con el reloj detenido en las tres de la tarde. La vida a bordo continuó también idéntica a sí misma, girando por las noches en valses melancólicos reflejados en los espejos verdosos mecidos por los líquenes. La voz del Capitán llamaba a Valeria desde el puente de mando y murmuraba a su oído: Eres mi mujer del mar. De pronto a las tres de la tarde su voz barría las cubiertas oxidadas: ¡No hay motivo de alarma! Y todo volvía a recomenzar.

Cuando en alta mar subían a otros barcos, Dinello los acompañaba. Su paso quedaba marcado por el agua que chorreaba de sus trajes de fiesta. Se mezclaban con los pasajeros para girar en los compases de la música y ésta se diluía en ondas suaves y profundamente tristes. Su inesperada presencia en los barcos que cruzaban el océano producía siempre una nostalgia desconocida entre los pasajeros. Algunos contemplaban a los tres visitantes impecables y hermosos como dioses ahogados surgidos de las olas y sus memorias retrocedían al tiempo inescrutado de los bosques submarinos, de las sirenas, de Ulises y de Tristán e Isolda y la fiesta banal cobraba caracteres trágicos. Se sabía que tres pasajeros abordaban a veces a cualquier barco y que su paso quedaba dibujado en las cubiertas y en las alfombras por un rastro de agua salada y algunos líquenes frescos.

 

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