Rafael Barrett
Una noche de bruma y de
luna lívida salió el poeta de la casa y recorrió el jardín. Los árboles, en la niebla
iluminada blandamente, parecían fantasmas de árboles. Todo estaba húmedo, misterioso
y triste. Se diría que el suelo y las plantas habían llorado de frío, o quizá de
soledad. Enfrente, del otro lado del camino, en la espesura, había un hombre inmóvil.
Se distinguía su pantalón negro y su camisa blanca. La cabeza faltaba. Era un decapitado
que miraba fijamente al poeta.
Este,
después de un rato, volvió a la casa. Una raya de luz salía del adorado nido. Era
su casa, y sin embargo, queriendo entrar, no pudo entrar. Durante largos minutos
angustiosos creyó que había sido despedido para siempre de ella, y que su espíritu
impotente, pegado a los cristales, contemplaba la felicidad perdida.
Otra
noche sintió ruido. Se levantó y se asomó. Un gran perro negro, de pie contra el
portón, empujaba con las patas delanteras. El poeta lo espantó, pero el animal volvió
dos veces.
Aquella
tarde, el poeta, con la frente apoyada en el vidrio de la ventana, se divertía en
pensar. Una mujer, vestida de luto, entró silenciosa y súbitamente, y se sentó.
El velo que la cubría el rostro caía hasta el suelo.
El
poeta había visto en el vidrio el vago reflejo de la intrusa, y se volvió sonriendo
hacia ella.
–Hijo
mío –dijo la mujer enlutada–, tienes demasiada fiebre. Mis brazos son frescos y
puros como la sombra.
–Lo
sé –dijo él–, y los deseo. Te deseo sanamente. No me lleva a ti, ¡oh consoladora!,
el sufrimiento, sino la vida. Si yo fuera más fuerte, más joven, te desearía más.
Tienes las llaves de la noche, del mar y del sueño.
–Ven
conmigo.
Las
ropas de la mujer, en la penumbra del ocaso, bajaban sus volutas tenebrosas, fluidas,
a la oscuridad de la tierra, donde se hundían semejantes a las raíces de un tronco
secular, y las ondas de la cabellera eran las de un río que temblaba. Algo de cóncavo
y de alado palpitaba en el espacio. A través del velo y del crepúsculo, los ojos
insondables de la enlutada lucían con dulzura.
–Ven
conmigo. En mi noche hay estrellas. Mi mar se desmaya en playas de oro. En mi sueño
se sueña. Ven conmigo.
El
poeta se estremeció levemente.
–¿Es
preciso seguirte? –preguntó.
–Bien
sabes que no ordeno por mí misma. Soy una enviada. Transporto a los hombres de una
orilla a otra. Soy la barquera, y atiendo a la voz que llama desde el borde que
no se ve. Hoy no vine por ti. Aún no eres reclamado. Vengo a solicitarte, a ofrecerme.
Es cierto que obedezco al destino, y que a veces, contra mi voluntad piadosa, lleno
de espanto las débiles almas. Pero también obedezco a los hombres. Pídeme, tómame,
soy tuya.
En
la habitación inmediata sonaron besos, risas balbucientes de niño o de ángel.
–Iría
contigo –murmuró el poeta–. Me asomo a ti, y un vértigo sagrado me embriaga; un
viento glacial y delicioso adormece mi sangre: Iría a ti. Y no obstante quisiera
hoy, como todos los días, encender mi lámpara. La página está sin concluir.
–Nada
concluye; nada empieza.
–Mi
hijo ríe; todavía no habla. Quisiera oírle hablar.
–Hablar
es mentir.
–Estoy
encariñado de cosas humildes, vulgares, casi feas. Quisiera despedirme, acariciarlas,
disponer de unas horas. Te amo; eres la única, la suprema; fuera de ti no hay sino
espectros. Espectros vacilantes, espectros del dolor, de la alegría, de la esperanza.
Espectros; yo mismo, mientras no me toques tú, no soy más que un espectro. Eres
la sola realidad. Darme a ti es nacer. Dispuesto a partir a la región maravillosa
y eterna, considero las piedras polvorientas del yermo, la hierba pobre, la zarza
sedienta, y siento que son aún compañeras de mi corazón. Perdóname, ¡oh madre! No
sé lo que es justo; no sé lo que conviene. En tus manos me pongo. Arrástrame contigo…
El
poeta cayó en un sopor, pasajero y profundo. Cuando despertó, un silencio mortal
reinaba en la casa. Espantado, el hombre corrió a la habitación vecina…
Respiró.
El niño estaba allí, entre los brazos invencibles de su madre.
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