Rafael Barrett
–Y usted, ¿no nos cuenta
ninguna proeza amorosa, señor Martínez?
El
famoso financista sacudió, con el meñique ensortijado de brillantes, la ceniza del
magnífico veguero, sonrió con ese desdén que da a su grasiento rostro una expresión
de desencanto fatuo y nos dijo:
“–Les
contaré mi primera aventura. Era yo entonces estudiante y mi familia me pasaba a
Madrid una renta de veinte duros al mes, gastos pagados. Las facturas de alojamiento,
ropa, libros, matrículas, se abonaban allá. Los veinte duros eran para el bolsillo.
No había modo de aumentarlos porque mi padre entendía de negocios tanto como yo.
Mi presupuesto estaba distribuido así: cuatro reales diarios para café, propina
incluida; dos de billar, entretenimiento imprescindible; uno de tranvía, término
medio; tres de teatro, diversión que pagábamos a escote los de la pandilla. El resto
era consagrado al amor. En aquellos tiempos compraba el amor hecho, como las camisas
y los zapatos. Ahora me lo encargo todo a la medida.
“Devoraba
con delicia, por extraño que les parezca, folletines de Escrich, y novelones de
Dumas y Sue, y soñaba con raptos y escalamientos, desafíos a la luz de la luna y
frases generosas. Una madrugada, en lugar de acostarme después de la sesión del
‘Levante’ donde nos reuníamos, me dio por vagar solo, a semejanza de don Quijote,
buscando doncellas que desencantar a lo largo de las calles solitarias.
“Hacía
frío. Mis pasos eran sonoros sobre las aceras lisas y relucientes. Las estrellas
encaramadas hasta lo alto del espacio, centellaban más que de costumbre a través
del aire inmóvil y seco. Había poesía en mí y fuera de mí, o por lo menos tal me
parecía. Con todos mis libros en la cabeza me hallaba dispuesto a redimir definitivamente
a la primera pecadora que pasase.
“Y
de pronto, saliendo de una bocacalle, cruzó delante de mí una mujer. Caminaba de
prisa, sin mirar a ningún lado; iba como una máquina. Llevaba el mantón clásico
de la madrileña del pueblo, el pelo libre, la enagua crujiente.
“La
seguí. Nuestros pasos repetían sus ecos iguales, cada vez más próximos. Noté que
tenía la cara muy blanca. Los faroles, a intervalos, iluminaban esa palidez como
los relámpagos iluminan un paisaje triste. Ya muy cerca, casi tocándola, balbucí
a mi perseguida las majaderías que ustedes saben.
“No
hizo caso. Insistí. Nada. Volví a insistir. Yo no me resignaba a renunciar a mi
aventura.
“Entonces
da media vuelta y clava los ojos en mí. Unos ojos negros, de un negro absoluto,
sin fondo. Y con una voz sorda, una voz sin timbre, como desteñida, me pregunta:
“–Quieres
venir conmigo, ¿verdad?
“–Sí.
“–Vamos.
“–Y
nos fuimos por callejuelas que yo no había visto nunca. La mujer había cambiado
de rumbo. Nos metíamos en los barrios bajos. No decíamos una palabra. Yo tenía miedo
y orgullo, al estilo de los héroes. Acompañaba a la dama misteriosa, y me prometía
terribles voluptuosidades.
“Se
detuvo delante de una puerta larga y angosta. Sacó una pesada llave. Abrió.
“–¡Entra!
“Entré.
“–¡Sube!
–dijo la voz desteñida, más fúnebre aún en aquel momento.
“Y
subimos las escaleras empinadas. Un piso. Dos. Tres. Cuatro. Me ahogaba en la oscuridad;
y una angustia rara se apoderaba de mí.
“–Aquí
es –dijo la mujer.
“Sentí
un brazo rozarme, otra llave rechinar en una cerradura, y el gemir de unos goznes.
“–¿Tienes
fósforos?
“–Sí.
“–Entra
y enciende.
“Entré.
Pero apenas lo hago cierra la puerta, da dos vueltas a la llave y me deja solo allí
dentro.
“Estupefacto,
oigo que baja rápidamente las escaleras, que cierra también la puerta de la calle
y que huye, sí, ¡huye como una condenada!
“Aturdido,
enciendo un fósforo.
“Entre
un catre viejo y una mesa desastíllada, con los ojos abiertos de par en par y la
mandíbula caída, enseñando el agujero negro de la boca, estaba tendido el cadáver
de un hombre, encharcado en sangre.
“Fue
tal mi horror que no grité. Me quedé como una estatua y el fósforo se me apagó entre
los dedos.
“No
atinaba a encender otro. Mis pies resbalaban en aquello pegajoso, enorme, que me
parecía llenar el mundo.
“Yo
no sé cuánto tiempo estuve allí, ni cómo descubrí una claraboya por donde me escapé
al tejado, ni cómo no me maté entre las tejas, ni cómo fui a parar a una buhardilla,
donde vivía un zapatero que se llevó un susto mayúsculo, aunque menor del que yo
traía, ni cómo le convencí de que me dejara salir a la calle, al reino de los vivos,
¡al paraíso!
“Cuando
lo conseguí, amanecía”.
Martínez
calló satisfecho y ninguno de nosotros dijo nada.
–¿Pero
la mujer? –preguntó uno al fin.
–Aquel
crimen no se puso nunca en limpio.
–¿Usted
no declaró?
–¡Dios
me libre! Jamás me he metido en esas cosas; y desde aquella noche no he vuelto a
leer una novela.
Y
Martínez se rio pesadamente, haciendo palpitar su vientre de banquero inquebrable.
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