David Roas
Y
si dejara de soñar contigo, ¿qué crees que te pasaría? Alicia no puede olvidar esa
frase. Ha perdido la cuenta de los días que lleva allí, vigilando el sueño del rey
rojo, que, ajeno a sus desvelos, ronca tranquilo apoyado en el tronco de una vieja
encina.
La ininterrumpida vigilancia ha ido poco a poco mermando
su salud. Manchas grises circundan sus ojos, va sucia, huele mal, come lo poco que
los arbustos cercanos le ofrecen y lo que obtiene de los escasos caminantes que
cruzan el claro del bosque. Pese a todo, no se atreve a alejarse de allí. Abandonarlo,
dejarlo durmiendo a solas podría ser fatal.
Al principio, Alicia había disfrutado con sus aventuras
en aquel extraño mundo. También había pasado miedo, pero, orgullosa, no lo quería
reconocer. Aunque en las pocas ocasiones en que olvida su preocupación fundamental
–salvar la vida– vuelve a preguntarse cómo ha llegado hasta allí. Por más que se
esfuerza, el único recuerdo que viene a su mente es el de la partida de ajedrez
que fingía jugar con su gata y que interrumpió para contemplarse en el gran espejo
que adornaba su habitación…
Lo que sucedió después sigue estando muy borroso, aunque
recuerda que de pronto se encontró en medio de otra partida de ajedrez muy distinta,
donde las piezas se movían por sí solas. Y hablaban. Pese a lo insólito de la escena
(al principio la tomó por un sueño), todo aquello le pareció muy divertido. Allí
fue, además, donde vio por primera vez al rey rojo: éste paseaba charlando amigablemente
con su reina (también roja), y a su paso el resto de piezas los saludaban respetuosamente
(al otro extremo del gran tablero que formaba el suelo de la habitación, los reyes
blancos hacían lo mismo).
Poco después volvió a encontrarse
con el rey rojo. Y desde ese día no se ha separado de él. Mientras paseaba, o, mejor
dicho, mientras trataba de librarse de la fatigosa compañía de los hermanos Tweedledum
y Tweedledee, unos enormes ronquidos la atrajeron hasta un pequeño claro del bosque:
allí descubrió al rey rojo, hecho un ovillo, durmiendo a pierna suelta bajo una
encina. Un gran gorro de dormir, del mismo color que sus ropas, caía sobre uno de
sus ojos, dándole un aspecto muy cómico. Pero ahora ya no le parece una imagen tan
divertida. Hace mucho tiempo que Alicia no ríe.
Cuando Tweedledum y Tweedledee le dijeron que el rey
la estaba soñando, no les creyó. Menuda tontería. Además, ¿cómo podían saber ellos
lo que éste soñaba? Nadie puede saber lo que sueña otra persona. Incluso pensó en
despertar al rey para demostrarles que lo que decían no eran más que tonterías.
Sin embargo, en el último momento algo la detuvo. ¿Y si dejara de soñar? Aunque
era una niña, había comprendido perfectamente lo que eso significaba. Desaparecer.
Pero lo que aquellos insoportables hermanos planteaban era imposible. ¿Cómo voy
a ser un sueño? Eso no puede ser. Todas las cosas que me han ocurrido desde que
tengo memoria, mi familia, el colegio, mis gatitos, mis amigos… ¿todo es un simple
sueño del rey? Eso es imposible. Lo que pasa es que yo misma estoy soñando todo
esto (Alicia recordó en ese momento su primera impresión al contemplar las figuras
de ajedrez moviéndose como seres vivos).
Pero si me pellizco –así lo hizo– y ¡ay! me duele… aunque,
claro, todo puede ser también parte del sueño… Alicia empezó a angustiarse. De pronto,
contemplar al rey durmiendo le resultó insoportable y trató de fijar su vista en
otra cosa. Miró los árboles, las plantas, los pájaros que cantaban en las ramas
cercanas, los numerosos insectos que revoloteaban en torno a ella… todo parecía
normal (dentro de la extraña normalidad de tan extraño mundo). ¿Cómo puedo ser un
simple sueño?
Mientras el rey duerme, Alicia pasa las horas sentada
cerca de él, a una distancia prudente que le permite moverse sin el temor de que
los ruidos que produce al andar puedan trastornar su sueño. Ha aprendido a caminar,
a comer en silencio absoluto. Incluso es capaz de dar breves (brevísimas) cabezadas,
siempre alerta ante el más mínimo peligro.
Lo primero que hizo Alicia fue librarse de Tweedledum
y Tweedledee. Aunque no podía creer que fuera un simple sueño, algo le decía que
debía mantener al rey en su estado durmiente. No quería desaparecer. Pero con Tweedledum
y Tweedledee molestando por allí le iba a ser imposible (los pocos minutos que había
pasado con ellos le habían bastado para comprobar que eran unos seres inaguantables,
que no hacían más que gritar, discutir y pelearse). Alicia fingió que continuaba
su paseo para forzar a los dos hermanos a que la siguieran, hasta situarse a una
distancia prudencial del rey (aunque sin perderlo de vista). Mientras caminaban,
Alicia trató de convencerlos de que continuaran su paseo solos, pues –mintió– había
recordado que debía volver enseguida a casa. Pero ellos insistieron en acompañarla.
Les dijo que no se preocuparan, les ofreció dinero… nada. Cuando ya estaba a punto
de darse por vencida (y temiendo que aquella tarde iba a ser la última de su vida),
algo extraño ocurrió. Sin saber de dónde había surgido, una sombra cubrió todo el
claro del bosque. Alicia miró hacia el cielo. Se trataba de un cuervo enorme. Nunca
antes había visto un cuervo tan grande y tan negro, majestuoso y terrorífico a la
vez. En ese momento, Tweedledum y Tweedledee vieron también el cuervo y empezaron
a gritar, mientras salían corriendo hasta desaparecer de su vista. El gigantesco
pájaro siguió inmutable su vuelo y se alejó planeando sobre el bosque. Si bien Alicia
no entendía la desmesurada reacción de los hermanos (todo lo que sucedía en aquel
mundo era muy extraño), se puso muy contenta, porque eso había servido para ahuyentarlos.
Sin embargo, su alegría se desvaneció rápidamente. Tenía que volver junto al rey.
Y si dejara de soñar contigo, ¿qué crees que te pasaría?
Durante las primeras semanas, Alicia se comportó con
el rey como una madre amorosa. Cuando llegaba la noche lo tapaba cuidadosamente
(no quería acabar desvaneciéndose en el aire por un simple bajón de temperatura),
vigilaba que ni la más diminuta hormiga caminase sobre su cuerpo, espantaba las
moscas, evitaba que los rayos del sol le diesen directamente en la cara… Incluso,
tras mucho trabajo, y algunas heridas, logró ahuyentar a los pocos pájaros que vivían
en esa zona del bosque.
Temiendo otras amenazas mayores –el viento, la lluvia–,
construyó, con mucho cuidado, una empalizada alrededor del rey, con una pequeña
techumbre, para evitar que nada chocase o cayese sobre él. Ese improvisado cobertizo
(nunca antes había construido uno, pero Alicia era muy hábil fabricando casitas
para sus muñecas) le serviría también a ella de refugio.
Junto a esa continua vigilancia, Alicia tuvo que enfrentarse
en sus primeros días de cautiverio a otro problema esencial: conseguir comida. El
día que salió de casa (seguía sin recordar cómo lo había hecho, ni cuándo) no llevaba
encima nada de comer. Lo primero que se le ocurrió fue desandar sus pasos y buscar
la casa donde estaban las figuras del ajedrez. Seguro que allí podrían darle algo
de comer. Pero le daba miedo dejar al rey a solas. Y tampoco recordaba muy bien
el camino hacia la casa. Si estuvieran por allí Tweedledum y Tweedledee podría pedirles
que le consiguieran comida. Aunque temía que si volvían a aparecer, alguna de sus
esperables trastadas podría tener efectos negativos en el tranquilo sueño del rey.
Alicia empezó a llorar de desesperación, pero un leve
movimiento en el cuerpo del rey la hizo detenerse en el acto. Trató de sobreponerse.
Seguro, pensó tratando de ser optimista, que no tardará en pasar alguien que me
eche una mano. Alguien que apiadándose de ella le consiguiera algo de comer. Pero
eso no sucedió hasta cinco días después. Entretanto, y tras numerosas pruebas, se
alimentó de los frutos que encontró en los arbustos cercanos. Incluso llegó a comer
algunas raíces (algo había leído sobre ello), pero su sabor era repugnante y no
volvió a repetirlo.
A veces, Alicia se sienta frente al rey y lo observa
en silencio, como si tratase de descubrir lo que éste sueña. Sabe que eso es imposible,
pero no puede dejar de preguntarse si es verdad que el rey, como si fuera una especie
de Dios, la está creando en sus sueños. Alicia lo contempla, atenta a los pequeños
movimientos de su rostro, a sus mínimos cambios de postura, y trata de comprobar
si eso provoca alguna modificación en su mundo, o en ella, algo que la inquieta
terriblemente. Porque Alicia todavía no ha renunciado a comprender lo que le está
sucediendo.
Desde que Alicia se ha encargado de vigilar el sueño
del rey, nadie ha venido a buscarlo. La pobre niña no entiende cómo es que la reina
roja, el resto de piezas de su ejército, o cualquier otro de los extraños seres
que pueblan ese mundo, no han aparecido por el claro del bosque reclamando la presencia
del monarca. Aunque eso no le preocupa mucho, puesto que no sabe qué haría en semejante
situación. Al principio, pensó que si llegaba la reina, ésta podría sustituirla
(para eso era su esposa) y ella podría escapar de allí. Pero ¿y si la reina decidía
despertarlo…? Lo mejor es impedir que lo encuentren. Si alguien llegase hasta esa
parte del bosque preguntando por el rey, Alicia tiene muy claro que mentiría, diría
que nunca lo había visto. Por eso lo mejor es ocultar al rey, apartarlo de la mirada
de los extraños.
Alicia ya había pensado antes en desaparecer. Pero la
muerte siempre le parecía algo lejano, casi irreal. Era algo que les pasaba a los
demás (sobre todo a los adultos). La muerte es para los mayores, se decía Alicia
como consuelo en aquellas noches (ya lejanas) en las que, acostada a oscuras en
su cuarto, pensaba en su futura desaparición. Desde muy pequeña Alicia ha sabido
que un día tenía que morir, pero aquella conciencia, aquella inmediatez encarnada
en el rey rojo la horrorizaba. El peligro se había hecho real y, eso era lo peor,
inminente. No es justo –suele concluir–, soy sólo una niña. Aunque ¿acaso es justo
alguna vez?
Alicia echa de menos a sus padres. Deben de estar muy
preocupados. Le encantaría que un día se reuniesen con ella en el bosque, verlos,
besarlos… Pero ¿cómo explicarles lo del rey? ¿Cómo decirles que, por mucho que lo
desee, no puede alejarse de allí y abandonar su labor? Sus padres no la iban a creer.
Y, por mucho que se quejase, le obligarían a regresar con ellos. Y no podría vigilar
al rey. Y…
La primera vez que un caminante acertó a pasar por allí,
Alicia se asustó muchísimo. Éste había aparecido a sus espaldas, sin que ella se
diera cuenta, y la había sorprendido con un Hola, niñita, acompañado de una extraña
risa, seca como el crujido de un papel. Alicia estaba sentada arreglando uno de
sus zapatos, a una distancia prudencial del rey pero siempre alerta, y aquella voz
inesperada la hizo levantarse de un salto, como impulsada por un resorte (el extraño
contempló la escena divertido). Alicia trató de comportarse con calma, y respondió
tan educadamente como le habían enseñado. Aquel individuo iba vestido con una levita
raída, un enorme sombrero de copa y una estrafalaria pajarita, lo que le daba una
apariencia muy cómica. Pero Alicia no podía reír (cosa que, sin duda, hubiera hecho
en otra situación), estaba demasiado preocupada por el rey. El extraño le preguntó
entonces qué hacía sola por allí. ¿No eres demasiado joven, niñita, para andar sola
por el bosque? Alicia inventó rápidamente una excusa. Dijo que estaba esperando
a su madre, que ésta había ido a buscar un poco de agua al río (no sabía si por
allí había un río, pero pensó que era verosímil) para preparar el té y no tardaría
nada en volver. Pero inmediatamente se arrepintió de haber inventado aquella historia,
puesto que eso le impedía pedirle algo de comida. El desconocido puso cara de creer
su relato y se alejó de allí, acompañado de su desconcertante risa. A pesar de su
hambre, Alicia se sintió aliviada por haber evitado un nuevo peligro.
Fue entonces cuando pensó en el resto de habitantes
de aquel mundo. Si ella estaba siendo soñada por el rey, todo lo que había en torno
suyo debía de ser también producto de aquel sueño. Pero Tweedledum y Tweedledee
no le habían dicho nada acerca de ello. Quizá no sepan que también son simples sueños.
Entonces ¿por qué saben que yo sí lo soy? ¿Y el desconocido? ¿También él lo es?
Y si es así, ¿sabe que lo es? Todos se comportan con normalidad. No parecen asustados.
Quizás han asumido que dependen del sueño del rey, quien en algún momento habrá
de despertarse, y han decidido dejar de preocuparse por ello. Pero Alicia no podía
olvidarlo. Entonces se dio cuenta de que si ella dejaba que el rey despertase, el
mundo podría desaparecer. Aunque nada le aseguraba que lo que Tweedledum y Tweedledee
le habían dicho fuera cierto, no quería ser la culpable de que todos se esfumasen
en el aire. ¿Pasará eso cuando uno es un sueño y el sueño termina? No quería esa
responsabilidad. Soy sólo una niña. Pensó entonces en marcharse de allí, en abandonar
su vigilancia. Pero no dio ni un paso. Sabía que nunca podría hacerlo.
Los días de Alicia son cada vez más largos y pesados.
Entre las mañanas –siempre empiezan con la misma decepción al ver al rey durmiendo
ajeno a su pesadilla– y las noches se extiende una nada de muchas horas. A veces,
Alicia puede dormir durante varios minutos, alcanzando una breve inconsciencia que
la libera, momentáneamente, de su tortura. Son sueños siempre intranquilos, que
terminan rápidamente y que la devuelven, como la luz del sol, a la misma certeza
de siempre, a la misma y continua amenaza. Alicia odia despertarse, porque sabe
que todo volverá a ser igual.
En esos breves momentos de inconsciencia, un sueño suele
repetirse. En él, Alicia vuelve a casa y se reúne con sus padres, juega con sus
gatitos, va al colegio, pasea con sus amigos… El regreso a su vida normal la llena
de felicidad. Pero esos gratos momentos siempre se interrumpen con la irrupción
de un conejo blanco, que, tras mirar la hora en su reloj, pronuncia una extraña
frase –La muerte está escondida en los relojes–, que da fin al sueño y devuelve
a Alicia a la consciencia. A veces, esa frase reaparece en su cerebro cuando está
despierta, y, aunque no la entiende del todo, la llena de inquietud.
A Alicia le gusta recorrer su pequeño reino, como ha
empezado a llamarlo, para entretener su vigilancia. Los muchos días que lleva allí
le han permitido conocerlo a fondo: veinte árboles (casi todos ellos encinas, a
excepción de uno muy grande que da unos frutos rojos que no ha podido identificar);
tres nidos vacíos de jilguero (aunque Alicia siempre había odiado los huevos crudos,
después de espantar a los coléricos padres, no dudó en comerlos; racionándolos severamente,
le duraron casi una semana); muchos matorrales y zarzas; una tela de araña, que
ha visto aparecer de la nada y que ha ido creciendo hasta alcanzar el tamaño de
una rueda de carro, y a la que teme acercarse; un agujero de topo, o de otro animal,
que vigiló durante días hasta comprobar que estaba abandonado (y que tapó con piedras
por miedo a que lo ocupase una rata o algo peor…) En la esquina noroeste del pequeño
claro, y no lejos del rey, hay un hormiguero. Durante los primeros días de su encierro,
Alicia se divertía mucho matando a aquellos diminutos insectos (con ello evitaba
también que pudieran molestar al rey). Pero un día dejó de hacerlo. Empezó a notar
que aquel juego la angustiaba. Quizá fue por la reacción de las hormigas. O, mejor,
por la ausencia de reacción. Porque cuantos más de aquellos pequeños seres aplastaba,
más salían del hormiguero a sustituirlos. Le horrorizaba ver cómo, tras matar unas
cuantas hormigas, varias de sus compañeras recogían los cadáveres y los introducían
en el nido, mientras otras nuevas tomaban el lugar de las caídas. Nada de lo que
Alicia hacía interrumpía las labores de aquellos concienzudos insectos: vigilar
el hormiguero, alimentar a las larvas, cuidar a la reina…
En los muchos días que dura su cautiverio, sólo han
pasado por allí cinco personas (todos eran campesinos, a excepción de un viejo jinete,
que casi ni se detuvo). Alicia ha aprendido a detectar a los caminantes con mucha
antelación, antes de que lleguen a su parte del bosque (ahuyentados los pájaros,
aquel lugar se ha vuelto verdaderamente silencioso). Entonces los espera junto al
camino, no demasiado lejos del rey, donde puede hablar con ellos con toda tranquilidad
y evitar que se acerquen al lugar donde éste, escondido, duerme tranquilo. Pero
nunca ha tenido problemas con los desconocidos: su rostro angustiado, su pelo sucio
y enmarañado, su ropa harapienta, si bien son un arma perfecta para conmover a los
viajeros, han servido, al mismo tiempo, para provocar que no se demoren mucho en
aquel lugar y evitar sus preguntas indiscretas. La visión de aquella niña sola,
sin duda enferma (y a la que también deben de tomar por loca, a juzgar por los gestos
inquietos y las nerviosas miradas que Alicia lanza sin cesar en torno suyo), hace
que aligeren su paso –después de entregar su limosna comestible (Alicia ha tenido
suerte en esos cinco encuentros: ha obtenido queso, pan, algunas frutas)– y se alejen
sin volver la vista atrás.
El verano se acaba. Aunque Alicia ha perdido la noción
del tiempo, sabe que lleva varios meses esclavizada por aquella vigilancia. Ha visto
cómo los árboles y los arbustos se cubrían de flores, cómo esas flores se convertían
en frutos (que ella ha comido vorazmente), cómo su pequeño reino se poblaba de muchas
y variadas especies de insectos (nuevos peligros para el rey…) La vida sigue su
curso, ajena a todas sus desgracias. Una nueva estación empieza. Y Alicia sigue
allí, recluida en su diminuto reino, viendo cómo el tiempo pasa a su lado.
Hoy Alicia se encuentra muy débil. Sabe que está enferma.
Y eso la asusta. Sin embargo, el rey no parece afectado por ese sueño antinatural,
excesivo. Quizás está un poco más sucio, el cabello y la barba muy largos, pero
su rostro refleja la misma placidez que el primer día. Duerme tranquilo, cómodo.
Aunque Alicia se ha preguntado mil veces cómo eso era posible (nadie duerme tanto
tiempo sin interrupción; sí, Alicia ha comprobado en muchas ocasiones que el rey
continúa respirando), ha terminado por renunciar a comprender. Lo único importante
es velar su sueño. Aunque también ha empezado a dudar de que eso sea importante.
En los últimos días, la idea de abandonar, de marcharse, acude sin cesar a su mente.
Dejar que el destino siga su curso y luego desaparecer. Y descansar. Es algo que
ha intentado muchas veces, pero cuando no ha recorrido más que un centenar de metros,
cuando sabe que ya no puede ver al rey, Alicia empieza a inquietarse y regresa derrotada
junto al durmiente.
Alicia ha añadido una nueva preocupación a su estado:
¿y si el rey empezase a soñar otra cosa y con ello abandonase el sueño que a ella,
supuestamente, le da la vida?
Un día, Alicia pasó junto a la telaraña que tanto la
asustaba y vio con horror que una mariposa había quedado allí atrapada. Mientras
se debatía frenéticamente por liberarse, la araña llegó junto a ella. Pero ésta
no la mató de inmediato, sino que, aún viva, la envolvió con sus hilos en una especie
de capullo. La araña volvió entonces a su posición en el centro de la tela, mientras
la mariposa movía sus patitas dentro de su envoltura. Alicia no pudo seguir mirando
y se alejó de allí. Pero al día siguiente sintió la necesidad de comprobar si la
araña había devorado a su presa. Durante un rato observó el capullo (aún estaba
allí) donde reposaba la mariposa. Aunque parecía muerta, Alicia cogió un palito
y, con aprensión, lo tocó. La mariposa agitó débilmente sus patitas durante un breve
momento. Debía de estar muy débil para luchar. O se había rendido, aceptando su
destino. Horrorizada, Alicia estrelló una piedra contra la telaraña y terminó con
aquella escena de derrota.
Poco a poco, Alicia ha empezado a descuidar la vigilancia
del rey. Ya no arregla los desperfectos que han ido produciéndose en el pequeño
cobertizo (el tejado está medio roto y una de las paredes ha desaparecido). Tampoco
retira las hojas que han caído sobre el rey. Ha visto incluso –sin hacer nada por
remediarlo– cómo varias hormigas se paseaban por su cara. Pero el rey no muestra
reacción alguna. Y eso la lleva a pensar (temer) que todos sus desvelos hayan sido
innecesarios. Que nada ni nadie podrá alterar nunca el sueño del rey. Pero ya no
se siente capaz de rebelarse. Prefiere sentarse al otro extremo del claro del bosque
(lo más lejos del rey que su ansiedad –pese a todo, ésta no ha desaparecido– le
permite) y esperar. Aunque ni ella misma sabe lo que espera.
El gran cuervo negro ha vuelto a aparecer. Pero Alicia
no tiene fuerzas para levantar la mirada y contemplarlo, como ha hecho en las muchas
ocasiones en que, desde que comenzó su suplicio, la gigantesca ave ha cruzado el
breve cielo que se recorta sobre su claro del bosque. No puede más que observar
su sombra alejándose lenta y majestuosa.
Alicia descubre entonces que va a morir. Nadie le ha
explicado qué se siente cuándo se está al borde irreversible de la muerte, pero
no tiene dudas acerca de lo que va a suceder. Son ya muchos días sin comer. Mucho
tiempo también sin dormir, acuciada por los dolores del hambre. Días atrás pensó
de nuevo en escapar, en abandonar al rey. Intentó alejarse, pero ya era incapaz
de dar un paso por sí sola (necesitaba apoyarse en los árboles, en los arbustos
para poder caminar). Vencida, se acurrucó junto al último árbol que logró alcanzar
en esa frustrada huida. Y ahí ha pasado los últimos días. Inmóvil. Contemplando
al rey, sin fuerzas ya para odiarlo. Tratando de recordar –inútilmente– cuándo empezó
aquella tortura.
De pronto, el incesante dolor de los últimos días desaparece.
Una dulce somnolencia la invade. Alicia se abandona a ese breve placer, que sabe
fugaz. Un instante después, muere. En ese mismo momento, el rey abre los ojos.
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