Édgar Omar Avilés
Antes Rasabadú andaba por toda la bodega pregonando
viejas noticias de cuando nació: “Fidel Castro ha muerto…”, o tal vez: “Nada detiene
el derrumbe de la Bolsa Mexicana de Valores…”. En esos entonces Rasabadú no comprendía
sus noticias, sólo gustaba de repetir lo escrito en el papel periódico con el que
fue hecho en origami. Su voz, ahora sólo lamentos, era un chasquido como cuando
se cambia una hoja.
Algunos
escarabajos le aseguraban que el papel no podía tener vida, que no era natural,
pero Rasabadú qué iba a saber de eso, si a duras penas entendía que fue concebido
por las manos hábiles de un velador que tiempo atrás había renunciado a la existencia.
Otros, como la tarántula, lo veían con recelo y le decían: “Los dragones estornudan
fuego”. Rasabadú, mientras movía la cadera para que su cola se agitara de derecha
a izquierda, respondía: “Pero yo no voy a estornudar nunca”, intuyendo que eso del
fuego era algo malo. Y continuaba con su caminar lento, cuidando que no se lo llevara
el aire que se colaba por los vidrios rotos, con aquellas piernecillas rechonchas
y sin articulaciones. No obstante los cuidados, a veces era zarandeado por un viento
demasiado rugidor, y mientras esperaba estrellarse contra el piso, agitaba las alitas
atrofiadas de su espalda y les sonreía a todos desde las alturas.
Para
el dragoncito, la bodega, llena de apiladas cajas polvorientas, era el mundo entero.
Otros, como las moscas, sabían que existía algo más allá de la puerta, pero les
gustaba mucho vivir allí.
“Billy
Corgan murió de sobredosis”, les dijo a unas ratas. Ellas sólo asintieron sorprendidas,
pese a haber escuchado esa noticia decenas de veces y no saber quién fue Billy Corgan.
“Todo indica que el nuevo Papa será estadounidense”, le dijo a una cucaracha que
estaba arriba de otra cucaracha.
Luego supo qué tan malo era el fuego cuando lo del
corto circuito del viejo radio; se propuso nunca, pero nunca, sacar aire tan fuertemente
como para llamar al incendio que vive, según la tarántula, en su vientre.
Ahora las noticias no le importan: hace una semana
cayó un aguacero que se filtró por el techo de lámina; unas gotas le salpicaron
en su hocico-nariz en donde se le hacían hoyuelos al reír cuando escuchaba a una
golondrina. “Qué buen chiste”, creía pensar, pero en realidad sólo eran trinos.
Su hocico-nariz se corrugó con el agua... y se resfrió.
Hoy día
se la pasa debajo de una silla rota, con el dedo muy cerca de la nariz, presto a
inhibir el estornudo fatal: no quiere unirse a Fidel, a Billy, al anterior Papa,
a la Bolsa Mexicana y al velador. Para los demás tampoco será fácil, aunque quizá
logren escapar, ¿pero Rasabadú cómo podrá evitar a Rasabadú?
De vez en cuando piensa en el radio: “Él sí tenía
cosas lindas que contar”, recuerda melancólico y de pronto le vienen en torbellino
las imágenes de cómo sacaba chispas y se derretía.
Rasabadú quiere creer que cuando estornude escupirá
confeti, mucho y de muchos colores. La tarántula dice que será fuego y que todos,
hasta la bodega, morirán por su culpa. Lo único cierto es que él ya no tiene cabeza
sino para estar triste y con mucho miedo.
Su resfriado
aumenta, sus fuerzas menguan. No quiere morir derretido, no quiere acabar con el
mundo entero.
“¿Será fuego o será confeti?”, pregunta titubeante
una mosca a otra, mientras ven desde arriba al dragoncito de papel: arrebujado, con
las orejas ya sin gallardía, con la mirada seca de tanta nostalgia y aquellos temblores
con que despierta de las pesadillas.
“Es cuestión de esperar”, responde suspirando la otra
mosca: “sólo de esperar”.
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