Elena Garro
Desde
hacía tres años sabía que iba ocurrir algo. Estaba viviendo en el revés del
tiempo y veía los hilvanes, los forros y los enresortados de los días. Su vida
entera era ahora el revés de su vida. Recordaba que cuando era muy pequeña
jugando al escondite se metió debajo de la cama de sus padres y quedó
paralizada cuando vio, que por abajo, sólo había resortes y que la madera
oscura, que terminaba en unas rosas talladas desaparecía, así como los
almohadones y la colcha tejida de hilaza blanca. Así descubrió el revés de las
cosas y supo que había dos realidades y con tenacidad examinó las sillas, los
roperos, las cortinas persas bordadas de jeroglíficos anaranjados, los
gobelinos, las estatuillas, los platos, y siempre había un revés que no
coincidía con la belleza aparente de lo que la rodeaba. No le comunicó a nadie
su desconcertante descubrimiento, lo guardó como un secreto y siguió investigando.
Cuando aprendió a leer, supo también que las palabras tenían un revés y quiso
leerlas y decirlas al revés, para encontrar que no significaban lo mismo. En su
familia se reían asombrados cuando ella hablaba al revés. Se repetía Roislécxe
o Lasrevinu, cuando llegaban los periódicos y no encontraba Excélsior o Universal.
Era desconcertante. Sin embargo debería existir la razón secreta del revés. Con
la convicción de esta verdad avanzó por la vida jugando, ya que durante el
juego había descubierto esa segunda realidad, para comprobar que en las
situaciones y en los personajes existía también el revés de los gobelinos y de
las cortinas y de las palabras. También leyó La Iliada tomándola desde
el fin hacia adelante sin entender su clave, para llegar nuevamente a la
palabra Canta. El hecho de que La Iliada empezaba con esa palabra
hermosa y terminara también con la misma hermosa palabra tomando el libro al
revés, la convenció de que la verdadera belleza no era una simple apariencia,
sino una incontrovertible realidad, aunque esta fuera inapresable y estuviera
cifrada en un lenguaje colocado de cierta manera para facilitar a los mortales
la presencia de la belleza. Era un hecho indiscutible, que las personas eran
diferentes de espaldas y el hecho de que los ojos estuvieran colocados en el
frente no era un simple azar, lo desagradable se llevaba por detrás, de otra
manera no podría vivir el demonio, se colocaba por detrás para ser invisible y
engañar a los incautos hasta convencerlos de su inexistencia. Era como los
criminales, que siguen a su víctima sin presentarse y la guían hasta el lugar
del sacrificio. Con esta certeza contemplaba a las personas y a sus hechos, que
nunca coincidían. ¿Por qué Ramírez, aquel hombrecito pequeño, rencoroso y que
no usaba calcetines, quería el bien de la Humanidad con mayúscula? ¿Por qué
hablaba de justicia y justificaba a ésta con una serie de crímenes
injustificables? El momento en que Augusto la llevó a las Juventudes
Socialistas, para ayudar a la Humanidad a liberarse del yugo capitalista, quedó
en su vida como un presentimiento del horror. No pudo olvidar el patio oscuro
que olía a orines, situado en un viejo edificio en la parte antigua de la
ciudad. Estaba oscureciendo y en el patio no había sino un “compañero”, que
orinaba contra un hermoso pilar, construido para un objeto más noble. Entraron
a una oficina de duelas astillosas, resecas y sin pulir, en donde habían
colocado un escritorio de madera de pino pintada de amarillo y manchada de
tinta. Frente al escritorio estaba Ramírez, sentado en una silla que
correspondía al escritorio y con los pies colocados sobre éste. Junto a él,
estaba “La Estufita”, que con la boca entreabierta se dejaba manosear. Ella no
dijo nada, contempló a la pareja y guardó silencio, mientras Ramírez, La
Estufita y otros dos compañeros discutían con Augusto, en un lenguaje, que a
ella le pareció grotesco, y amenazador. Del techo alto de la habitación desnuda
y de paredes manchadas, colgaba un foco sucio que daba una luz sucia al grupo y
hacía que las palabras y amenazas proferidas por aquellos cuantos personajes se
convirtieran en armas dirigidas contra el sol que acababa de ocultarse.
Hablaban sin pudor del asesinato en masa de la burguesía. Ella no comprendió
que pudiera planearse el crimen, escupiendo por el colmillo y utilizando
palabras, como libertad. Ramírez le tendió una revista: UURRSS en
Construcción. En la portada aparecía una joven rubia y sonriente, con un
pañuelo atado sobre la cabeza, que se asomaba entre ramas florecidas de
manzano.
–La
felicidad del pueblo, compañera –le dijo mirándola con sus ojillos negros de
rata ávida de desperdicios, y que era el revés de aquella joven sonriendo entre
las flores.
Desde
ese instante supo que el revés de la revolución era la cara de Ramírez y que la
cara de la joven del pañuelo era sólo la apariencia. Si la revolución terminaba
en el rostro de Ramírez, no podía terminar con el de la joven de las ramas de
manzano. El hombrecito le dio miedo, pues supo que al final volverían a
aparecer sus ojillos sedientos y afiebrados saliendo de una atarjea vomitando
sangre. Acababa de contemplar el revés de la Revolución. Quiso explicárselo a
Augusto, pero éste no le creyó, la miró como si estuviera loca: “Estás
enajenada por el espíritu de la posesión. Eres una pequeña burguesa”, sentenció
cuando remontaban la calle vieja por la que caminaban gentes como ella, aunque
todavía desconocían el secreto: la determinación de aquel pequeño grupo oscuro
que orinaban sobre los pilares de exterminarlos. Ese oscurecer primero pasado
por primera vez con los “compañeros” la dejó preocupada. Supo que Ramírez y La
Estufa, que era la hija del secretario del Partido se dedicaron a vivir juntos
un tiempo y luego León otro compañero, intercambió con Ramírez a su compañera,
una yucateca, por La Estufa, sin que nada ocurriera. La proveyeron de folletos
sobre el aborto y el amor libre y ambas cosas le parecieron inútiles y
contradictorias. El amor era el único acto libre del hombre y si existía el
amor, ¿por qué la decisión del aborto? La tenacidad para repetir
incansablemente las mismas palabras obtusas y las mismas “verdades racionales
para demostrarle que el capitalismo estaba condenado a muerte” sólo la
convencieron de la necesidad vital de aquel pequeño grupo de asesinos, para
tomar el poder y exterminar a la humanidad. No cabía duda de que miraba el
revés del amor, de la justicia y de la libertad y que poco a poco aquel pequeño
grupo lograba volver al revés al orden y a la disciplina. Para ellos la
disciplina era la capacidad de hacer lo que les viniera en gana siempre que
contestaran de palabra los interrogatorios de los miembros del Partido y con
hechos las necesidades del Partido para desordenar el orden común y aceptado por
todos. Después, el pequeño grupo podía juntarse, abortar, asesinar, injuriar,
calumniar, volver al revés los hechos y los objetos, eran en verdad el revés
del amor y la paz: el odio y la agresión gratuitas. Apenas un “compañero” se
desviaba de esta conducta, era exterminado. Por el contrario, si aceptaba el
desorden y el crimen, se le recompensaba con publicidad escandalosa y con
dinero. El Deshonor, se había convertido en gloria y el crimen en acto heroico.
Vio cómo, poco a poco, las vitrinas de las librerías se fueron llenando de
pasquines soeces en donde se aconsejaba, la droga, la homosexualidad y el
crimen, mientras desaparecían La Iliada, La tragedia griega y los
Clásicos. Parvadas de seres al revés circularon por la ciudad, llenándola de
injurias y amenazas y la ciudad se convirtió en un peligro. También vio salir
del patio oloroso a orines a La Estufa, a Ramírez, a León, a Rodolfo, a José,
para convertirse en burgueses poderosos, encargados de liquidar a la burguesía.
Se mudaron a los barrios elegantes y se trasladaban a sus reuniones en
automóviles guiados por choferes.
–Hay
un movimiento muy interesante que acaba de surgir en San Francisco: el de los
niños flor. Parece que los jóvenes están dispuestos a cambiar el orden de la
violencia burguesa por el de paz y amor. Muy interesante en verdad –aseguró
Mario, con la piel enrojecida por el vino rosado con el que ella había rociado
su mesa burguesa e impecable.
Ella,
Remedios lo miró asombrada y así empezó todo: lo miró masticar complacido el
asado de ternera y luego lo vio irse en su Jaguar. Mario era un revolucionario
que dirigía el terror en Guatemala, a salvo en la Ciudad de México. Volvió a su
salón y contempló incrédula las rosas colocadas en la mesa, “¿Todavía hay
rosas?”, se dijo asombrada y recordó a los “niños flor” que Mario acababa de
mostrarle en las fotografías, cubiertos de pelos y de mugre y que no eran sino
el revés de alguien que pudo ser humano y a quien ahora llamaban flor. Imaginó
su casa vuelta al revés: con las camas y las sillas volteadas y las cortinas
mostrando el forro y a los pocos días, eso que ella vio se convirtió en
realidad: una noche al volver la halló en ese estado. ¿Quién lo había hecho? El
mozo, un indígena oaxaqueño, la miró sudando desde su estatura enana:
–Vinieron…
vinieron unos putos…
Después
calló y la miró con los mismos ojos de Ramírez. Remedios trató de guardar la
calma:
–¿Quiénes
eran?
El
enano sonrió, movió los brazos cortos, como pequeñas aspas de molino y volvió a
mirarla con los ojos de Ramírez:
–Quién
sabe… yo creo que lo soñé… –le contestó eludiendo su pregunta.
Remedios
miró los muebles volteados y las patas de las sillas rotas. Hasta ella llegó la
voz del enano:
–Van
a volver… –dijo.
–¿Quiénes?
–repitió Remedios.
–Quién
sabe… esos que soñé –respondió el oaxaqueño.
Era
mejor avisar a la policía y Remedios se dirigió a la cocina en donde había una
extensión telefónica.
–Sólo
hay una guardia y no podemos acudir –le contestó la voz de un hombre que de
inmediato cortó la comunicación. José, el enano, la miró divertido, mientras
ella fumó un cigarrillo tratando de no mostrar el pavor que la fue invadiendo y
que hacía que el cigarrillo temblara entre sus dedos. Estaba calculando que no
tenía salida, su casa estaba aislada, en un lugar cercano al Bosque de
Chapultepec y el pequeño jardín trasero de bardas bajas daba justamente a los
árboles que marcaban el lindero del bosque. Las grandes ventanas de cristal, no
ofrecían ninguna protección y la puerta de entrada carecía de cerrojos. La
policía estaba de guardia en sus oficinas y ella no tenía ni una pistola, sólo
la compañía de aquel oscuro enano, que la contemplaba sudando. Vio cómo las
gotas de sudor, corrían por su frente saliendo del espeso cabello negro
empapado y grasiento. “Me van a matar” se dijo, mirando la ventana de la cocina
cubierta por cortinillas almidonadas de tela de vichy, de cuadros blancos y
amarillos. Su vida no pudo desfilar ante sus ojos. No era verdad eso de que en
los momentos supremos la vida desfila como una película y a una velocidad
inconcebible. Al contrario, su vida se estacionó en ese instante sin salida
pegada a las cortinas de la cocina, como si ese fuera el último punto real que
existiera.
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