Adolfo Bioy Casares
Ella,
ex mucama. Él, ex chauffeur. Gente responsable y trabajadora. Se casaron hace muchos
años. Él ha conseguido un puesto de ordenanza en un ministerio. Esto les parece
una canonjía. Tienen su casa. Podrían ser modestamente felices. “Voy a quitarme
los anteojos” me dice ella, que ha venido a visitarme. “Sin los anteojos no veo
nada”. Me habla de sus males, de sus desdichas, de su marido. “Antonio es muy atento,
es bueno con todos, pero conmigo no. Su hermana, que maneja una casa de mujeres,
le calienta la cabeza. Y lo peor es que a él, con ese modo, ¿quién le resiste? Las
propias personas de mi familia se han puesto de su lado. Todos me hacen morisquetas.
Antonio rompe mis vestidos –¡tiene unas uñas!–, rompe mis anteojos, rompe la bolsa
que llevo al mercado. Si traigo del mercado tres bifes, uno desaparece. Antonio
lo ha tirado. Si me alejo de la cocina un instante, la comida se estropea. Antonio
ha puesto un pedazo de jabón en el guiso. Quiere que me vaya. Quiere echarme. Quiere
que trabaje de sirvienta para las mujeres de la casa de su hermana. Pero yo no estoy
dispuesta a perder mi casa. Es tan mía como suya. Antonio siempre inventa algo nuevo.
Pone unos polvitos en la bolsa del mercado. Si la abro del lado izquierdo, me llora
el ojo izquierdo. Espolvorea mi ropa, tal vez con telas de cebolla, para que me
lloren los ojos y quede ciega. Cualquier cosa puedo tolerar, menos quedarme ciega.
Dice que vaya a la comisaría, que nunca le probaré nada”.
Está loca. La enloquecieron el marido y la cuñada. Casi
todo lo que dice es verdad.
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