Rafael Barrett
En el verdadero campo.
Un retacíto de naturaleza, lo suficiente para revelar la sabiduría y la bondad
de Dios. Animalítos vulgares, pero en libertad. Yo también ando suelto. Es la
hora de la siesta; arrastro mi butaca de enfermo al ancho corredor, al amparo
de las madreselvas; me tiendo con delicia, y procuro no pensar en nada, lo que
es muy saludable. Un centenar de gallinas picotean y escarban sin cesar la
tierra; los gallos padecen la misma voracidad incoercible; olvidan su
profesional arrogancia, y hunden el pico. Esa gente no alza la cabeza sino
cuando bebe; entonces mira hacia arriba con expresión religiosa. Un tábano
hambriento se me adapta a la piel, lo aplasto de una palmada, cae al suelo y,
agonizante aún, se lo llevan las hormigas al tenebroso antro donde almacenan
los víveres. Los elásticos lagartos se fían de mi inmovilidad; densos,
redondos, viscosos, avanzan en rápidas carreras, interrumpidas por largos
momentos de espionaje petrificado. Parece a primera vista que toman el sol; lo
que hacen es cazar moscas. Las detienen al vuelo con su lengua veloz como el
rayo, y sobre ellas se cierra instantáneamente la caja de las chatas
mandíbulas. Es triste, en pleno siglo XX, dominar los aires y perecer entre las
fauces de un reptil fangoso, anacrónico, pariente extraviado de los difuntos
saurios de la época jurásica. De pronto, un zumbar agudo me llama la atención.
En el muro, cuyo revoque se ha desprendido a trechos, dejando a la intemperie
el barro lleno de grietas profundas, un moscón azul, cautivo de telarañas, se
agita con desesperadas convulsiones. Los finísimos hilos grises, untados de una
pérfida goma, le envuelven poco a poco, espesando su madeja infernal; y las
pobres alas prisioneras vibran en un espacio cada vez más chico, lanzando un
gemido cada vez más delgado y más débil. Y salen y se acercan y retroceden al
cubil, acechando su presa, las patas negras y velludas del monstruo, los brazos
de la muerte. Un minuto más, y la catástrofe se habrá consumado. Yo puedo
salvar al insecto… Mas, ¿quién soy yo para intervenir en este drama, para
perturbar tal vez los planes de la Providencia? ¿Quién sabe los crímenes que el
moscón tiene sobre su espíritu? Además, si nos dedicásemos a salvar moscones
entelarañados, ¿para qué servirán las telarañas, las arañas y quizá los
moscones mismos? No alteremos el orden maravilloso del Universo. Pero ya cesó
de oírse el gemido de las alas; la víctima sucumbió. Tarde hermosa y feliz… Los
toros mugen a lo lejos; mugen lúgubremente; rodean el sitio en que carnearon a
un compañero, y se lamentan sin comprender por qué, olfateando la sangre. En
busca de la mía me acosan los mosquitos de la vanguardia; los que clavan la
trompa y se hacen matar heroicamente mientras hartan su sed. Y el sol baja
enrojeciendo el mundo. La transparencia de la atmósfera encanta mis ojos. ¡Qué
bellas curvas describen en lo alto los halcones, persiguiendo a los
murciélagos! Mi alma se impregna de un vago sentimentalismo; la magnificencia
del crepúsculo excita mi literatura; el astro se acuesta “fatigado y ardiente”,
como dice Chateaubriand, y me enternezco con elegancia. Y he aquí que suenan
unos pasos en el corredor. Es Panta, la cocinera, con el cadáver de un pollo en
la mano. ¡Miserable cuello estrangulado, siniestras plumas todavía erizadas del
espanto supremo! La buena mujer me contempla con ternura, y me pide órdenes.
–Sí…
con arroz; no se le vaya a quemar. Me siento con un apetito excelente.
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