David Torres
El
llanto del niño nos llegaba desde el dormitorio –tibio, intermitente, monocorde–
flotando sobre los ruidos del puerto y el lento fragor de las olas. Cada vez que
lo oía, Emilio se retorcía incómodo en su asiento. Yo miraba su cara, sus manos
de viejo pescador, surcadas de arrugas, bañadas por la última luz que se aferraba
a la barandilla de la terraza, el metal de las latas, los bordes de las cosas.
–Por Dios –saltó al fin–. ¿No puedes hacer algo?
–Son casi las nueve –dije, mirando mi reloj–. Marisol
es muy estricta con los horarios.
Se oía a mi mujer trasteando por la cocina, preparando
la cena. Emilio se llevó la lata de cerveza a la boca, pero no bebió.
–No puedo oír llorar a un crío.
–Tiene hambre. Le toca ya su toma. En cuanto Marisol…
–No puedo oír llorar a un crío –repitió, como si no
me hubiera oído–. Desde aquel día, en el barco.
Me dejó con la palabra en la boca. Devolvió la lata
a la mesa, se puso en pie, cruzó en dos zancadas la terraza y desapareció entre
las cortinas. Regresó con mi hijo entre los brazos, acunándolo con torpe ternura.
Los gemidos, que se habían apagado unos instantes, redoblaron en cuanto Emilio se
detuvo junto a la barandilla.
–¿Por qué no se calla?
Se volvió hacia mí, desesperado,
sosteniendo al niño sin la menor gracia, casi como si sopesara una sandía. No sabía
qué hacer con él: ni cómo sujetarlo, ni dónde dejarlo. Ya me levantaba para recogerlo
cuando Marisol entró y se lo arrebató suavemente de las manos. El llanto cesó en
cuanto ella se sentó en la tumbona.
–Lo siento –dijo Emilio, y se apoyó con fuerza contra
la barandilla. Miraba por encima del puerto, hacia el mar moteado de petróleo y
la brasa incandescente de las nubes. Una sirena mugió, anunciando la salida del
mercante que ocupaba todo el largo del muelle, y el sonido se prolongó más allá
de su duración, ahuyentando a unas cuantas gaviotas. Empezó a hablar, de espaldas
a nosotros, y el crepúsculo tiñó sus palabras con el aura de una moneda gastada.
–Una vez me embarqué en una traíña, en Motril. Eran
años jodidos para buscar trabajo pero no me costó nada encontrar una plaza en el
“Punta Carchuna”.
Se volvió hacia mí, girando el corpachón con la lentitud
de un ahorcado. Sus ojos revolotearon sobre la mesa, entre las latas y las manchas
de cerveza, hasta posarse en el paquete de Ducados.
–¿Puedo?
–Claro.
Sacó un cigarrillo, le prendió fuego y aspiró una bocanada
larga y dolorosa. Marisol empezó a desabrocharse la camisa mientras con la otra
mano acariciaba al niño.
–Luego supe por qué casi nadie quería ir en aquel barco.
No era en realidad una traíña, el patrón se dedicaba a la pesca con nasa.
–¿Nasa? –preguntó Marisol.
–Sí, una especie de trampa que se usa para capturar
marisco –expliqué yo. Emilio iba asintiendo con la cabeza–. Se mete carnada dentro
y las gambas y las cigalas entran, pero ya no pueden salir.
–Eso mismo. Sólo que el patrón usaba carne de delfín
como carnada.
Marisol lo miró a los ojos. El pecho colgaba grávido
de leche, acumulando en su íntima blancura toda la luz del atardecer. Se levantó
despacio, y se puso en pie con el niño en los brazos.
–Disculpad. No sé si quiero seguir oyendo esto.
Salió entre las cortinas, dejando a su paso un fantasmal
aroma a leche tibia. Mientras se despegaba lentamente del muelle, el mercante volvió
a mugir y su estruendo limpió el puerto de cualquier otro sonido. Se quedó rebotando
entre los almacenes y los edificios en una terca ilusión acústica.
–Mi mujer adora los delfines –dije cuando retornó el
silencio–. Lleva dos estampados en su tarjeta de crédito.
–Entonces ha hecho bien en irse. No es una historia
agradable –dijo, dando otra calada al cigarrillo–. El patrón del “Punta Carchuna”
aseguraba que la carne de delfín es el mejor cebo para las nasas. Matar un delfín
está tirado, Rafa. Basta dejarlos que se acerquen, jugando, siguiendo la estela
del barco. Entonces te asomas por la borda y les clavas un arpón o un bichero. Subes
el animal arriba y lo despedazas.
El viejo se sentó de nuevo, buscando la mejor manera
de contar aquello. El cigarrillo le colgaba ahora de los dedos.
–Una tarde arponeamos a una hembra que nadaba al lado
del barco. Hasta que la izamos a bordo no nos dimos cuenta de que estaba criando,
un reguero de leche chorreaba junto a la sangre. Cogí la manguera y empecé a limpiar
la cubierta cuando un chillido nos puso los pelos de punta. Sonaba como el llanto
de un niño, me parece que todavía lo estoy oyendo.
–¿Un niño?
–Era la cría. Matamos a la madre cuando la estaba amamantando
y entonces toda la manada se dispersó, pero ella se quedó a la vera del barco, llamando
a la madre a gritos. Juanico, un marinero, la subió a bordo para hacer una gracia,
pero aquello no había dios que lo soportara. Era horrible, Rafa, lloraba como una
criatura, como tu propio hijo, te lo juro. Lo arrojamos al mar, pero nos acompañó
toda la tarde, siguiendo el rastro de su madre muerta, chillando y chillando.
Emilio se detuvo, parecía que esperaba que yo dijese
o preguntase algo.
–Era un chillido insoportable, algo que no podías sacarte
de los oídos. Al final, cuando ya avistábamos la línea de la costa, el patrón la
mató con un bichero. Ni siquiera quisimos subirla a bordo, se quedó flotando como
un despojo para las gaviotas.
El silencio volvió a ocupar su lugar mientras el mercante
iba girando trabajosamente para salir del puerto. Emilio dio una última calada al
cigarrillo y lo arrojó dentro de la lata vacía.
–No estuve mucho tiempo en aquel barco. Pronto encontré
trabajo en una traíña. Después me enteré que el “Punta Carchuna” ya no se dedicaba
a la pesca con nasa, que los delfines le rehuían apenas salía de la bocana del muelle.
Lo pintaron de otro color para intentar engañarlos, pero no hubo manera.
Emilio miró su reloj, dijo que tenía que marcharse.
–Creí que ibas a quedarte a cenar.
–No tengo ninguna gana –dijo–. Despídeme de tu mujer.
Hizo un gesto vago con la mano. Cuando salía de la terraza,
se oyó de nuevo el llanto del niño.
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