jueves, 7 de marzo de 2024

Leche amarga

David Torres

 

El llanto del niño nos llegaba desde el dormitorio –tibio, intermitente, monocorde– flotando sobre los ruidos del puerto y el lento fragor de las olas. Cada vez que lo oía, Emilio se retorcía incómodo en su asiento. Yo miraba su cara, sus manos de viejo pescador, surcadas de arrugas, bañadas por la última luz que se aferraba a la barandilla de la terraza, el metal de las latas, los bordes de las cosas.

–Por Dios –saltó al fin–. ¿No puedes hacer algo?

–Son casi las nueve –dije, mirando mi reloj–. Marisol es muy estricta con los horarios.

Se oía a mi mujer trasteando por la cocina, preparando la cena. Emilio se llevó la lata de cerveza a la boca, pero no bebió.

–No puedo oír llorar a un crío.

–Tiene hambre. Le toca ya su toma. En cuanto Marisol…

–No puedo oír llorar a un crío –repitió, como si no me hubiera oído–. Desde aquel día, en el barco.

Me dejó con la palabra en la boca. Devolvió la lata a la mesa, se puso en pie, cruzó en dos zancadas la terraza y desapareció entre las cortinas. Regresó con mi hijo entre los brazos, acunándolo con torpe ternura. Los gemidos, que se habían apagado unos instantes, redoblaron en cuanto Emilio se detuvo junto a la barandilla.

–¿Por qué no se calla?

Se volvió hacia mí, desesperado, sosteniendo al niño sin la menor gracia, casi como si sopesara una sandía. No sabía qué hacer con él: ni cómo sujetarlo, ni dónde dejarlo. Ya me levantaba para recogerlo cuando Marisol entró y se lo arrebató suavemente de las manos. El llanto cesó en cuanto ella se sentó en la tumbona.

–Lo siento –dijo Emilio, y se apoyó con fuerza contra la barandilla. Miraba por encima del puerto, hacia el mar moteado de petróleo y la brasa incandescente de las nubes. Una sirena mugió, anunciando la salida del mercante que ocupaba todo el largo del muelle, y el sonido se prolongó más allá de su duración, ahuyentando a unas cuantas gaviotas. Empezó a hablar, de espaldas a nosotros, y el crepúsculo tiñó sus palabras con el aura de una moneda gastada.

–Una vez me embarqué en una traíña, en Motril. Eran años jodidos para buscar trabajo pero no me costó nada encontrar una plaza en el “Punta Carchuna”.

Se volvió hacia mí, girando el corpachón con la lentitud de un ahorcado. Sus ojos revolotearon sobre la mesa, entre las latas y las manchas de cerveza, hasta posarse en el paquete de Ducados.

–¿Puedo?

–Claro.

Sacó un cigarrillo, le prendió fuego y aspiró una bocanada larga y dolorosa. Marisol empezó a desabrocharse la camisa mientras con la otra mano acariciaba al niño.

–Luego supe por qué casi nadie quería ir en aquel barco. No era en realidad una traíña, el patrón se dedicaba a la pesca con nasa.

–¿Nasa? –preguntó Marisol.

–Sí, una especie de trampa que se usa para capturar marisco –expliqué yo. Emilio iba asintiendo con la cabeza–. Se mete carnada dentro y las gambas y las cigalas entran, pero ya no pueden salir.

–Eso mismo. Sólo que el patrón usaba carne de delfín como carnada.

Marisol lo miró a los ojos. El pecho colgaba grávido de leche, acumulando en su íntima blancura toda la luz del atardecer. Se levantó despacio, y se puso en pie con el niño en los brazos.

–Disculpad. No sé si quiero seguir oyendo esto.

Salió entre las cortinas, dejando a su paso un fantasmal aroma a leche tibia. Mientras se despegaba lentamente del muelle, el mercante volvió a mugir y su estruendo limpió el puerto de cualquier otro sonido. Se quedó rebotando entre los almacenes y los edificios en una terca ilusión acústica.

–Mi mujer adora los delfines –dije cuando retornó el silencio–. Lleva dos estampados en su tarjeta de crédito.

–Entonces ha hecho bien en irse. No es una historia agradable –dijo, dando otra calada al cigarrillo–. El patrón del “Punta Carchuna” aseguraba que la carne de delfín es el mejor cebo para las nasas. Matar un delfín está tirado, Rafa. Basta dejarlos que se acerquen, jugando, siguiendo la estela del barco. Entonces te asomas por la borda y les clavas un arpón o un bichero. Subes el animal arriba y lo despedazas.

El viejo se sentó de nuevo, buscando la mejor manera de contar aquello. El cigarrillo le colgaba ahora de los dedos.

–Una tarde arponeamos a una hembra que nadaba al lado del barco. Hasta que la izamos a bordo no nos dimos cuenta de que estaba criando, un reguero de leche chorreaba junto a la sangre. Cogí la manguera y empecé a limpiar la cubierta cuando un chillido nos puso los pelos de punta. Sonaba como el llanto de un niño, me parece que todavía lo estoy oyendo.

–¿Un niño?

–Era la cría. Matamos a la madre cuando la estaba amamantando y entonces toda la manada se dispersó, pero ella se quedó a la vera del barco, llamando a la madre a gritos. Juanico, un marinero, la subió a bordo para hacer una gracia, pero aquello no había dios que lo soportara. Era horrible, Rafa, lloraba como una criatura, como tu propio hijo, te lo juro. Lo arrojamos al mar, pero nos acompañó toda la tarde, siguiendo el rastro de su madre muerta, chillando y chillando.

Emilio se detuvo, parecía que esperaba que yo dijese o preguntase algo.

–Era un chillido insoportable, algo que no podías sacarte de los oídos. Al final, cuando ya avistábamos la línea de la costa, el patrón la mató con un bichero. Ni siquiera quisimos subirla a bordo, se quedó flotando como un despojo para las gaviotas.

El silencio volvió a ocupar su lugar mientras el mercante iba girando trabajosamente para salir del puerto. Emilio dio una última calada al cigarrillo y lo arrojó dentro de la lata vacía.

–No estuve mucho tiempo en aquel barco. Pronto encontré trabajo en una traíña. Después me enteré que el “Punta Carchuna” ya no se dedicaba a la pesca con nasa, que los delfines le rehuían apenas salía de la bocana del muelle. Lo pintaron de otro color para intentar engañarlos, pero no hubo manera.

Emilio miró su reloj, dijo que tenía que marcharse.

–Creí que ibas a quedarte a cenar.

–No tengo ninguna gana –dijo–. Despídeme de tu mujer.

Hizo un gesto vago con la mano. Cuando salía de la terraza, se oyó de nuevo el llanto del niño.

 

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