Francisco Rojas González
El “test” de la psicoanalista nos interesó a todos. Ella había llevado a
la expedición un álbum con reproducciones de obras maestras de la pintura. Ahí estaban,
por ejemplo, la rolliza y saludable Lavinia de Ticiano; el Napoleón de David con
el índice erecto, el gesto brioso y jinete en potro plateado; la Gioconda de Leonardo
da Vinci, sonriente al arcano; la Isabel de Valois, a quien Pantoja de la Cruz colmó
de prestigio y realeza en muecas y joyas; el “Hombre” visto por Theotocópuli; el
“Sollozo” de Siqueiros, donde la mujer empuña el dolor en escalofriante actitud;
el patético “Tata Jesucristo” de Goitia; el “Zapata” de Diego, santón bigotudo,
baqueano de hambrientos y portaestandarte de causas albeantes como los calzones
blancos y la blanca sonrisa de los indios; la “Trinchera”, encrucijada de tragedia
y nidal de maldiciones, en que José Clemente Orozco vació la intención en forma
y erigió la protesta en colores y, en fin…
Los indígenas de aquel lugarejo –Nequetejé–, de aquella
aldehuela perdida en las rugosidades de la Sierra Madre, miraban y miraban con admiración
callada las láminas que despertaban en ellos excelencias y calidades agazapadas
entre el moho de sus afrentas y el humazo de sus recelos. La vista punzante sobre
los cromos y en las pupilas dilatadas por el pasmo, las gamas, los tonos y las formas
reflejadas con la misma saña, con la misma furia con que el impacto estético había
lesionado más los corazones que los cerebros.
Después del asombro, una reacción nueva que ya no era
el aturdimiento ni la maravilla, sino el estupor hierático, sordo, desconcertante.
Cuando la psicoanalista arrancaba de su arrobamiento
a los sujetos, con preguntas tendientes a clarificar los enigmas, los indios no
eran elocuentes: dos o tres monosílabos jalados con trabajo, que denotaban evidentemente
una predilección hacia la forma sobre el color, al que hacían –en su valoración
de la obra de arte– preceder a la composición y al significado, los que, en todo
caso, tomaban un sitio menor en sus apreciaciones, quizás por lejanía o tal vez
por armonía de concepto… Pero lo que resultaba inconcuso, era el interés que aquellas
geniales máculas despertaban en los llamados “primitivos” por los antropólogos,
“retrasados”, según el concepto de los etnólogos, o “prelógicos” en opinión de nuestra
gentil compañera de investigación, la freudiana psicoanalista.
Era de ver cómo los padres llevaban en caravanas a sus
hijos, cómo los ancianos dirigían sus trémulos pasos hacia la escuelita rural en
donde habíamos instalado nuestro laboratorio, cómo todos se echaban sobre el pupitre
en el que descansaba el álbum y cómo cada estampa era recibida con emoción general
que hacía rumor y provocaba palpitaciones inocultables. Había en particular una
lámina que incitaba la admiración colectiva:
“Esa es la más chula”… “La más galana”, solía escucharse
cuando pasaba ante los ojos alucinados.
“Linda como ninguna”, decían voces ensordecidas de timidez…
Y la Gioconda acentuaba su mueca absurda de esfinge sonriente, elocuentemente indescifrable;
luminosamente oscura. “Es la más hermosa”.
Ante la clara tendencia, la psicoanalista hacía un alto
y entregaba la emoción de los indios a nuestro estupor… Era cuando ella, igual que
Mona Lisa, sonreía, pero con una sonrisa inocua y transparente, sonrisa de triunfo,
porque, según su ciencia y su saber, había agarrado el cabo al complejo colectivo.
Ya en México visité un día a la psicoanalista; deseaba
ardientemente conocer las conclusiones alcanzadas con el “test” de la pintura. Ella
se mostró animosa y optimista, porque la prueba había resultado convincente; los
indios pames admiraban la forma y gustaban del color, al tiempo que desdeñaban las
excelencias de la composición y no advertían, tal vez, el fondo del concepto creador…
Pero había algo que positivamente significaba una diversificación
curiosa, una peculiaridad que no cabía en las estadísticas, que era imposible transformarla
en guarismos e incrustarla entre las austeras columnas que formaban en los cuadros
y en los estados; era algo que escapaba al método, que huía de la técnica en la
misma forma en que un pensamiento resbala ante un detector o una fragancia escurre
frente al ojo de una cámara oscura. Era la admiración, el anonadamiento que la Gioconda
produjo en el ánimo de los pames.
–Es positivamente extraño, porque ni es la más brillante
en cuanto a color, ni es tampoco la más sugestiva en la forma. Lo que los ha impresionado
de la obra maestra de Leonardo es quizás su equilibrio, su serenidad… –me atreví
a conjeturar.
La psicoanalista sonrió ante mis empíricas estimaciones;
había en su actitud un aire de compasión, un gesto de misericordia zaheridora, que
me hicieron enmudecer. Entonces ella, frente a mi perplejidad, dio a luz su teoría.
–Se trata, amigo mío, de un estado neurótico colectivo…
de una etapa bien definida dentro de la biogenética. Sí –reafirmó–: el primitivo,
con su alma encapotada de misterio, ofrece sorpresas apasionantes… Su pensamiento
es tenebroso para el resto de los demás, por contradictorio. El primitivo, como
el niño, goza sufriendo, ama odiando y ríe gimiendo. Nuestros indios de Nequetejé
no podrían escapar a la ley psicológica. El hombre bárbaro contemporáneo nuestro
es un racimo de complejos; razona por simple análisis, porque carece del don de
la síntesis, que es el patrimonio de las altas culturas. En este caso, han quedado
hechizados –no es otra la palabra– por la imagen de la Gioconda. En ella se han
visto como si el pueblo entero hubiese pasado, uno por uno, frente a un espejo.
¿No hay en el gesto indefinido, indeciso de Mona Lisa un soplo de arcano semejante
al que palpita en una sonrisa de indio o en la mueca que antecede al llanto de un
niño? ¿No advierte usted en la frente de la Gioconda la serenidad que campea en
el rostro de los pames? ¿No le recuerda la amarillenta epidermis de ella el color
de la carne de nuestros indios? ¿No es su tocado semejante al de las mujercitas
de Nequetejé? ¿No son los paños que exornan la maravillosa creación semejantes al
traje de gala que lucen las indias en días de fiesta? ¿No le recuerda el paisaje
de fondo, roquerío bravío, al panorama yermo de la sierra pame?
–En verdad –contesté un poco desconcertado–, todo eso
me parece muy sugestivo, pero…
–Va usted a verlo, busquemos la reproducción y usted
mismo comprobará lo dicho por mí.
Y los dedos finos y acicalados de la mujer se dieron
a hojear el álbum en busca de la Gioconda. Pasó ante nuestros ojos una vez, dos
veces, toda la colección de láminas sin que entre ellas apareciera la buscada.
La joven técnica clavó en los míos sus ojos llenos de
sorpresa, al tiempo que me decía casi con entusiasmo:
–¡Ha desaparecido…! ¡Se la han robado, ve usted!
–¿Pero está usted segura de que fueron los indios?
–Sí, absolutamente segura; nadie más que yo ha tocado
el álbum desde nuestro regreso de Nequetejé. Yo misma no lo había hojeado después
de la última prueba… No me cabe duda, ellos han sido… Mire, para no estropear el
cromo, han tenido que remover los tornillos… Oh, sí, a este le falta una tuerquita,
quizás no tuvieron tiempo de enroscarla…
–Es lamentable que se haya descompletado tan precioso
“test” –dije muy neciamente.
–El hecho es elocuentísimo y, para alcanzarlo, daría
yo una docena de álbumes como éste… ¿No se da usted cuenta de que el robo confirma
plenamente mi deducción de psicología colectiva?
Después, ignorándome, ella abrió un cuaderno y se enfrascó
en un mar de anotaciones.
Un año más tarde hubo necesidad de hacer algunas enmiendas
y verificar ciertos informes vagos para publicar el fruto de nuestras investigaciones;
entonces volví a Nequetejé. Esta vez recibí albergue en la sacristía de la capilla.
Ahí se me improvisó una alcoba incómoda, sórdida y fría. El capellán, recién llegado
también, era un viejecito amable y hospitalario, con el que desde el primer momento
hice amistad. Me informó que hacía veinticinco años que los pames de la región no
habían tenido párroco y que él se había echado a cuestas la tarea de reorganizar
la iglesia a sus servicios.
–Qué triste ha de ser, señor, vivir en tan apartado
y solitario lugar –le dije.
–El pastor, amigo mío –me contestó–, no mira al paisaje
cuando el rebaño es grande y asustadizo.
Salí a la placita de la aldehuela para disfrutar unos
instantes de la frescura bajo la sombra de los fresnos. Pronto mi presencia intranquilizó
a la gente. Una anciana se llegó hasta mí y con voz plañidera me dijo:
–Todos sabemos a lo que vienes, cuídate…
Y sin esperar más, se marchó pasito a pasito. Sus pies,
desnudos y entorpecidos, mejor que huellas hacían surcos sobre la faz arenal.
Luego fue un hombre adulto y mal encarado quien se acercó
a mí; de su hombro izquierdo pendía un machete campero.
–Si te sales con la tuya, pagarás con el pellejo –dijo
con un acento ronco e inhábil.
–¿Pero de qué se trata? –pregunté.
–Sólo eso te digo… Si te encaprichas, no saldrás con
vida de Nequetejé –agregó en tono determinante.
Después escupió grueso y se marchó.
A poco, grupitos pavorosos de tres o cuatro hombres
me rodearon; en las puertas de los jacales las mujeres me veían con ojos poco tranquilizadores.
Me acerqué a una de ellas y, ante su insistencia en mirarme, le pregunté:
–¿Qué me ven?
–No más pa’ mirar, a qui’horas te lo mueres, ladrón
–contestó con una sonrisa aguda como la espina de un maguey.
El crepúsculo irrumpía entre un bosque de gorjeos y
de rumores. Sonó la primera llamada al rosario. Aproveché el instante en que la
paz se cuajaba al conjuro de la esquila y me dirigí a la sacristía. En esos momentos,
el capellán se calaba el sobrepelliz percudido y echaba sobre su nuca la estola
trasudada y raída. Me sonrió al tiempo que comentaba:
–En estos andurriales, hasta los oficios eclesiásticos
resultan una distracción… ¿No es verdad, hijo mío?
Yo no respondía. Fui hacia el templo. Fragancias de
copal y mirra dieron contra mis narices; volutas de humo subían desde los incensarios
y braseros hasta la bóveda, que cubría a una multitud prosternada y en actitud de
fe inenarrable. Media centena de fieles de todas edades se asociaban en un culto
común, categórico, contagioso. La iglesia era paupérrima; muros encalados, pisos
de ladrillo poroso y revenido, ventanas apolilladas y vidrios estrellados; presbiterio
estrecho y deslucido altar de yeso descascarado y tabernáculo humedecido y negro.
Un cristo moreno, menudito e indiado, pendía de una cruz forrada con rosas de papel
desteñido. El resto del templo desnudo, gélido, miserable… menos un retablo enclavado
en el crucero, hacia la derecha. Ahí había un ascua parpadeante, solemne, que nacía
de velas y candilejas: el altarcillo exornado con un mantel blanquísimo, bordado
ricamente; esferas multicolores, ramos de verdura y florecillas montaraces, y arriba,
una imagen enmarcada en un cuadro de recia madera de mezquite, del que pendían manojos
de exvotos de plata…
¡Pero qué veían mis ojos…! Sí, era ella, nuestra Gioconda,
la imagen robada del “test” de la psicoanalista. Sí, no cabía duda, ahí estaba,
deificada y otorgando mercedes a su grey, como lo demostraba la argentina milagrería
que colgaba del ancho marco y el fervor con que aquella gente se postraba a sus
plantas.
Los fieles habían dado la espalda al cristo indiano
para entregar el rostro a la estampa florentina, de la que la mística se había prendido
con increíble fortaleza. Contemplé breves instantes aquel hecho, mas pronto me di
cuenta del peligro que yo corría, cuando aquella pequeña multitud se diera cuenta
de mi presencia y supusiera que venía a rescatar el cromo robado y llevarlo conmigo.
Di media vuelta y torné a la sacristía. Cuando el capellán advirtió mi turbación,
me habló del caso:
–Sí, amigo mío, es todo un acontecimiento pagano… Tanto
como usted, conozco el origen del cromo. Cuando llegué a este pueblo ya lo encontré
entronizado y en el acto traté de retirarlo de la iglesia, pero el intento se frustró
frente a una oposición que llegó a tener características agresivas. La llaman Nuestra
Señora de Nequetejé y aseguran que es milagrosa como ninguna advocación de la Virgen
Santísima; su culto se ha extendido entre los indígenas de muchas leguas a la redonda,
que vienen a verla en procesiones, en peregrinaciones nutridas y fervorosas; le
cantan loas frente a su altar y ejecutan en honor de ella danzas pintorescas. Sienten
por el cromo devoción ciega que será muy difícil arrancarla de los corazones, a
riesgo de que en el intento se lesione un sentido generalizado y por eso respetable.
Ahora, débil de mí, soslayo el problema y me preparo para encauzar esa fe hacia
la verdad, un día, cuando el Señor me lo permita… Mientras tanto, los dejo en su
inocente error. ¡Si hago mal, que Dios me lo perdone!
Dentro de la capilla había brotado un coro de alabanzas
a la virgen pura e inmaculada. Mona Lisa, la casquivana, la jovial mujer del viejo
Zanobi el Giocondo, sonreía a esta nueva aventura, la más portentosa de su historia,
más sublime que aquella en que el genio de Da Vinci la iluminó con luces inmortales,
más extraordinaria que su sonado rapto del Museo del Louvre… Ahora, en Nequetejé,
hacía milagros y le atribuían, con la virginidad, ser madre de Dios.
En el laboratorio de México, la investigación pretendía
haber extractado en una cifra escueta, en un número muchas veces menor que la unidad,
toda la sustancia del hecho para ilustrar con él una conclusión científica, que
exhibiera ante propios y extraños el alma de los indios de México.
Mientras tanto, allá en Nequetejé, arden los cirios
del fervor y las lámparas alimentadas con la esencia de la esperanza.
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