Rafael Barrett
Mrs. Kirby, en su palacio
de la Quinta Avenida, invitaba aquella noche a un príncipe latino, de paso por Nueva
York, y a un grupo de amigos cuidadosamente seleccionados entre “los cuatrocientos”.
Rodeada de su camarera Mary, de su peluquero, del primer probador de su modisto
y de un ayudante, ensayaba ante los altos espejos de su gabinete los trajes que
había encargado. Prefería uno rosa, de cinco mil dólares, y uno negro, de seis mil.
¿Pero, cuál de los dos? Con el rosa, cuyas volutas de nácar lucían su frescura matinal,
un reflejo de adolescencia coloreaba la tez de Mrs. Kírby, aclaraba sus ojos, suavizaba
sus líneas, ponía en el ángulo de sus labios sonrientes una gota de luz del rocío
que ofrecieron las flores a Venus recién nacida del tibio seno de los mares…
–Mary,
mis perlas, mis rubíes.
Con
el traje negro, en cambio, la belleza de Mrs. Kirby recobraba toda su dura majestad.
La densa cabellera se ensombrecía, las órbitas profundas se cargaban de misterio;
en la boca sinuosa aparecía el arco severo de Diana, y el busto pálido surgía de
la toilette como el de una estatua, al claro de luna, entre el follaje
de un bosque sagrado…
–Mary,
mis diamantes.
¿Qué
elegir? ¿Ser ninfa o ser diosa? ¿Ser de carne o de mármol?
–Me
quedo con los dos –dijo Mrs. Kirby.
Los
hombres se inclinaron y se fueron, con los dedos temblorosos aún de haber ataviado
al ídolo.
–Tenga
preparados los diamantes y el traje negro, Mary.
Y
Mrs. Kirby, vestida de rosa, acariciada por la claridad de sus rubíes y de sus perlas,
bajó a recibir a sus invitados. Al cruzar el hall hizo señas a John, el
viejo sirviente, y le dio algunas órdenes en voz baja.
Los
millonarios comían. El príncipe, sentado a la derecha de Mrs. Kirby, encontraba
que hacía demasiado calor, y que había demasiados focos eléctricos y demasiadas
orquídeas. Las joyas, de una suntuosidad demente, convertían el oro en una cosa
pobre, buena para los botones de la servidumbre.
Quienes
tenían verdadero apetito eran las mujeres. De una pulpa brillante y sólida, grandes,
sanas, enérgicas, conversaban sin dejar de engullir. Los maridos probaban aguas
minerales y sacaban casi todos un frasquito o una cajita que abrían de cuando en
cuando y meditaban antes de empezar los platos. Sus cabezas calvas, exangües, se
destacaban sobre los fracs. Hablaban poco; no podían competir en erudición literaria
con las señoras. Además, estaban fatigados, y debían levantarse al amanecer. Sus
rostros parecían haber ardido. Eran cimas volcánicas, pero cimas. Eran los que ganaban
el dinero.
El
príncipe fue modesto. Había allí varios reyes de productos textiles, metalúrgicos
y alimenticios, los únicos reyes auténticos de la tierra, capaces de comprar naciones
y con derecho de vida y muerte sobre cientos de miles de proletarios. ¿De qué les
hablaría él? ¿De su castillo histórico y de sus faisanes? Pero ellos hacían la historia,
y le obsequiaban en silencio con pescados que desde los ríos de Rusia habían llegado
vivos a Norteamérica. Comprendió que su título sonaba como un violinillo italiano
en medio de los cobres de Wagner, y optó por admirar a Mrs. Kirby, tan charming
con su traje rosa.
Flirtearon,
distraídos por los jirones de la charla general.
–Ya
ve que hasta ahora los trusts, condenados en primera instancia, apelan
y triunfan…
–Aguarden
unos meses… Taft será más duro de pelar que Roosevelt…
–¿Mi
mujer?… No sé… ¡Ah!… Sí… Tomó el vapor y se fue al estreno de Chantecler…
Acaso espere el Grand Prix… No sé a punto fijo…
–Cuestión
de otros quinientos millones…
–He
reunido tantas piedras grabadas como el museo de Nápoles.
–¿Millón
y medio, ese Rembrandt?… No es caro…
–Pobre
perrita… me la mataron… tenía su vajilla de plata, y en mi ausencia… quince días…
sirvientes nuevos, idiotas, la daban de comer en cacharros de cocina… el animal,
indignado, rechazó todo alimento… murió de hambre y de sed…
–¡Qué
inteligencia!…
–No
me confunda con el pequeño Vanderbilt, que pagó una suma enorme por la armadura
que llevó Napoleón en Waterloo…
–Es
difícil conseguir criados que acierten a cuidar perros…
–¿Cómo?…
¿Tiene usted hijos, señora?… ¿Cuántos? ¡Tres! (Exclamaciones de curiosidad y de
lástima). No los bese nunca… no es higiénico…
–Quinientos
millones no bastan… créame a mí…
El
príncipe murmuraba:
–Con
ese traje es usted la aurora.
–¿La
aurora a las 21? ¡Qué anacronismo!… Y Mrs. Kirby miró hacia el fondo de la estancia.
John
se acercó, tropezó y volcó una salsera sobre el traje rosa. La salsera era de Sévres,
pero la salsa era mayonesa. Las pupilas de los presentes apuntaron a John como cañones
de revólveres. Tal vez, en otras circunstancias, habría sido linchado. Mrs. Kirby,
impasible, se retiró, a los diez minutos volvía con su magnífico traje negro, coronada
de diamantes…
El
príncipe, deslumbrado, citó un texto de Ovidio. Los hombres, haciendo un esfuerzo,
se extasiaron lacónicamente. Las damas sonreían, mostrando la blanca ferocidad de
la dentadura, y Mrs. Kirby, sintiendo en torno la única admiración sincera –que
es la envidia– fue feliz un momento.
Sin
embargo, frente a ella, había una cara familiar, llena de indiferencia y de cansancio,
una cara de amanuense mal nutrido… ¿De quién era aquella cara olvidada de puro conocida?
Y Mrs. Kirby se acordó de pronto.
¡Ah!
No era más que el señor Kirby.
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